EL CAZADOR ASMÁTICO

El señor aquel me traía una tarjeta de otro cazador conocido mío: el doctor Abarca. Y me da la tarjeta y va y me dice:

—Mire usted, Justo, yo no tengo trofeo de macho montés y, naturalmente, quisiera matar uno que fuese medalla de oro; pero si no hay oro, pues plata, y si no, bronce, y si no, pues mire usted: con unos cuernecillos así me apaño.

—Pues, mire usted —le dije—, en el monte hay de todo; ya veremos lo que encontramos y lo que el tiempo nos deja hacer, porque ya ve usted cómo está.

Y es que la conversación aquella la tuvimos por la noche, en el parador, y aquella tarde se la había pasado nevando sin parar, y el tiempo no tenía trazas de mejorar mucho.

Y así fue cómo salimos a cazar el primer día: nevando y con nieblas. Intentamos metemos por el nacimiento del Guadalquivir, el Calar de Juana, las lanchas de Nava Hondona y todo eso. Nos metimos por el kilómetro nueve por un sitio que le dicen Los Rasos, y había una niebla tan espesa que era como el que se mete por medio de donde están haciendo cisco: esa humareda que se forma. Que no se veía a dos metros. Y el chófer con la cabeza sacada por la ventanilla y pin-pan, pin-pan, subimos sin parar hasta la Cañada de las Fuentes, que está por encima del nacimiento del río, y allí hubo que ponerle las cadenas al «Land-Rover» porque había un buen tomo de nieve helada, y con la reductora y todos los hierros metidos pudimos avanzar un poco más y subimos como unos doce kilómetros.

Hasta que el coche dijo que no seguía: con todos los hierros y cadenas, y que no. Y entonces sacamos las palas y fuimos abriendo una roncha en la nieve y adelantamos poco más de medio kilómetro, hasta llegar a un vestisquero, y allí empezó el coche a dar zaleones y por poco tenemos que sacarlo en peso. Y vuelta a sacar las palas y a escarbar más que topos, hasta que pudimos hacerle virar un poco y dejarlo caer de culo más de cien metros hasta una plazoletilla donde pudo dar la vuelta.

Eran las tres de la tarde y enfilamos otra vez para el parador, y se acabó la cacería sin haber sacado los rifles del coche.

Pues, como nos quedaban dos días, era menester trazar la manera de aprovecharlos y que el hombre aquel se pudiera llevar unos cuernos más grandes o más chicos a su casa.

Y estando en estas, mientras tomábamos unas copas en el bar del parador, me preguntó que qué tiempo creía yo que iba a hacer para el día siguiente. Y esto era antes de que lo hubiera pronosticado el de la televisión, que dice lo que ha pasado y lo que va a pasar y lo que no va a pasar.

—Pues, mire usted —le dije—, yo creo que para mañana más nieve y más nieblas y más blandura que hoy.

—Y ¿entonces qué hacemos? —me preguntó.

—No nos queda más que buscar otro camino —le dije—. Habrá que madrugar mucho, mucho, y salir por Cazorla a Peal del Becerro a Quesada y Pozo Alcón, y entramos por el Guadalentín arriba por encima del pantano de la Bolera y venimos a caer por los collados de la Nava de San Pedro. Mal tienen que ir las cosas para que no veamos reses.

Lo hicimos así y salimos a las cinco de la mañana del parador, después de desayunar, y a las nueve llegamos a una pista por encima de la Bolera y allí tuvimos que quitar más piedras que diez peones camineros para poder subir un poco más.

Cuando llegamos a terreno bueno, que no tenía piedras porque va por una ladera que no es muy dañina, fuimos a cruzar un arroyo y resultó que, de los deshielos, se había metido el agua la pista abajo y había dejado aquello que costaba trabajo pasarlo a pie. De modo, que ahí te quedas, le dijimos al coche.

Vamos a patear esto, hale, hale y hale. Y menos mal que, pensando en lo que podía pasar, yo le tenía dicho al arriero que echara caballería de montura por si la precisaba el montero, porque yo había notado que andaba malamente de fuelle, aunque era un hombre ya mayor, fuerte y capaz de aguantar lo que venga, pero de fuelle, como digo, andaba mal, y yo le había visto que, de vez en cuando, echaba mano a un aparatillo como esos que tienen las mujeres para echarse pegamento en el pelo y abría la boca y se pegaba un meneo con el sifón ese, y parece que ya tomaba más aliento, porque era como si le faltara el aire. Y la verdad es que eso no escaseaba allí: que soplaba bien fuerte el solano.

Cuando le vi hacer esa operación las primeras veces, al subir un pechillo de nada, dije: «¡madre mía!, este hombre no está ni para subir una escalera, cuanto más para navegar por el monte con la nieve». Pero la verdad es que me equivoqué con él, porque lo que le faltaba, de fuelle le sobraba de coraje.

Total, que dejamos el «Land-Rover»; que el hombre se subió en su mulo y echamos a andar pateando la nieve hasta llegar a un puntal que domina el pantano de la Bolera, que se ve allí abajo, en lo hondo, que parece un charquillo de nada.

Pues, ya llegó la hora y seguimos por una senda que yo vi pareja en la cuerda y empezamos a ver algunos machillos, pero que no merecían la pena.

Seguimos, seguimos, y el hombre se pegó unos cuantos lavativazos con el aparatejo, y hubo que subirlo otra vez al mulo, aun a costa de hacer más visaje y espantar lo que hubiera.

Y empezó a arreciar de cara un viento solano de ese malo que le dicen descuernacabras, de manera que no había que buscar a los bichos en las alturas, sino en las vaguadas y al socaire.

Pero lo peor de todo es que había unas nieblas bajas y muy espesas que subían del pantano, y se veía con dificultad a lo lejos. Y tenía que haber machos por allí, ¡vaya si tenía que haberlos!

Yo iba delante de la procesión, decubriendo. Y detrás de mí el guarda, Juan Antonio, y lo menos trescientos metros detrás venía el arriero con las bestias y el montero subido en su mulo. Y hale, hale, con el inconveniente de la niebla, que no nos dejaba ver, llevábamos los ojos puestos en el suelo, que parecía que íbamos buscando setas en lugar de recechar machos.

Así seguimos un rato hasta que dimos vista a un rebañete y le hice señas a Juan Antonio de que se parara, y el hombre lo entendió y transmitió el recado al arriero, que venía muy atrás, y este comprendió lo que pasaba y se las apañó para ocultar a las bestias en una hoyeta y les puso las trabas y se vino a nuestro encuentro con el montero, que no paraba de fumigarse con la lavativa aquella.

Y yo, mientras tanto, no perdía de vista a los machos, registrando con mucho cuidado lo poco que se alcanzaba a ver con la niebla, y así vi unos cuernos cruzarse entre unos chaparrillos, pero la res entera no llegué a verla, pero por el grosor del cuerno y, sobre todo, por el sitio donde estaban, pensé: esas reses tienen que ser buenas.

Venga a mirar y a mirar con los prismáticos, y Juan Antonio pegado allí a mi lado detrás del peñasco, va y me dice:

—Justo, a esos bichos no hay quien les entre.

—Pues esos son los que tenemos que matar —le dije—, porque donde estamos y de donde viene el aire y la niebla, mírala, bajando.

Las reses estaban como a trescientos metros de distancia, en la ladera de enfrente de un barranco, y el bicho que yo tenía mejor catalogado estaba metido en una cuchareta en el fondo de la hoya, con muchos piornos y chaparrillos muy tupidos, y estaba empinado ramoneando en un chaparro, que mal se le veían los cuernos entre las ramas. Y la niebla montada encima. Y me dice el guarda:

—Pues, como no les demos la vuelta y entremos por lo alto del cerro y nos dejemos caer a los puntales aquellos.

Le dije:

—Sí, hombre, sí; eso podíamos hacer: mira la niebla el barranco abajo, y por la otra ladera, igual.

—Y entonces, ¿qué hacemos, Justo?

—Los machos hay que tirarlos el barranco arriba.

—Pero Justo, ¿usted sabe lo que es este barranco? En cuanto asomemos la cabeza nos están viendo.

¡Pues vaya si sabía yo lo que era aquel barranco!, que por algo uno ha sido primero cocinero y luego fraile, y desde mis tiempos de furtivo, hacía ya un montón de años, bien pateado que tenía todo aquello, y hasta me recordaba de haber subido aquel barranco, una o dos veces, con un macho a cuestas.

Y en esas estábamos cuando por fin llegó el cazador a nuestro lado y se tapó detrás del peñasco, y le señalé el macho que estaba empinado en el chaparro y lo estuvo mirando con los prismáticos. Y me preguntó si era bueno.

—Pues, sí que es bueno —le dije—; si es medalla de oro es muy raspado y si es medalla de plata muy sobrado, muy sobrado. Pero no está a tiro, ni mucho menos; tenemos que arrimamos más.

Y esta era la operación más difícil: entrarles sin que nos vieran.

—Y ¿qué hacemos, Justo? —me preguntó.

—Pues, mire usted —le dije—: tiene usted que hacer lo que yo haga y cuando yo lo haga.

Yo estaba fijo en los centinelas, y cuando les veía volverse o mirar para otro lado, avanzaba dos metros, y él detrás. Los bichos estaban ignorantes de lo que pasaba. Nosotros andábamos otros dos o tres pasos, y vuelta a pararnos. Yo llevaba su rifle y mi carabina. Y Juan Antonio y el arriero se habían quedado escondidos detrás del peñasco.

De esa forma, poco a poco, conseguimos metemos detrás de unas riscas, y le dije:

—De aquí no podemos pasar.

Pero los bichos estaban lo menos a doscientos metros. Un tiro muy largo, poco seguro, y con la niebla no había manera de afinar el tiro, y, si le tiraba, lo que podía pasar es que pinchara al bicho en mal sitio y fuera a morirse por ahí lejos, y tuviéramos que hartamos luego de rastrear inútilmente, con el día como estaba.

También podía ocurrir que los machos se espantaran de algo y se vinieran para nosotros, pues el aire lo teníamos en la nariz. Pero yo no me hacía ilusiones porque el arranque de los bichos, según estaban el aire y el tiempo, tenía que ser a meterse más en el barranco.

Y si ocurría de esa manera yo ya tenía pensado lo que íbamos a hacer: primero, esperarnos y darles tiempo a que se movieran. Segundo, si tiraban para el barranco abajo, tenían que pasar por detrás de una lomilla y tardarían en pasar diez o veinte segundos, según la prisa que llevaran. Y tercero, este sería el momento de coger yo al cazador y hale, hale, venirles a salir a unos peñones gordos, y si lo conseguíamos, una vez que estuviéramos allí, por donde salieran se les podía tirar, como no fuera que se aplastara la niebla del todo.

En esas esperanzas estaba, sin perderlos de vista, cuando veo a uno de los centinelas que se tumba mirando para allá, que ése era el vigía que yo más temía. Y yo me dije: «Pues mientras te esté viendo la cepa de la oreja derecha conforme la tienes, voy a estar andando». Y me meto a gatas, a gatas, y el montero detrás de mí, y conseguimos llegar hasta un chaparro que estaba veinte metros más abajo. Ea, esto ya va mejor. Y los bichos quietos, tranquilos, a poco más de cien metros, y ajenos a lo que se les venía encima.

El hombre se dio un repaso con el follaor ese y dejamos pasar un ratillo para que se le sosegara el pulso.

—Bueno —le dije—, ya puede usted montar la lente al rifle.

Poniéndole la lente, un macho grande que se levanta y echa a andar. Y otro grande, y lo mismo. Y otro y otro. Se retira el servicio de centinelas. Dieciséis machos, de ellos seis o siete buenos, de sesenta y cinco para arriba. Y el señor aquel poniendo la lente más nervioso que un flan. Yo no quería ponerlo más nervioso, pero había que decírselo:

—Que ya están aquí, que mire usted los grandes.

Y él:

—¡Ay!, Justo, que esto no entra, que no sé que le pasa.

Y los machos pasando. Hasta que, por fin, después de muchos apretones, pudo encajar el canuto: y lo veo con los ojos desencajados buscando al macho.

Pero yo ya le había arreglado, mientras tanto, una rama de chaparro en forma de horquilla para que apoyara el rifle: una rama más gruesa que una muñeca, que no vibra ni nada, y encima le puse un jersey suyo.

—Despacio, ¡eh! —le dije—, sin prisa. Si no los tira usted ahí, los tirará más allá o más aca, pero sin prisa: tiene usted que asegurar el tiro porque si no lo hemos tirado todo por alto.

Pero traía mal rifle: un 30-06, para la alta montaña, malo; y llevaba unas balas muy pesadas.

En fin, ya tenía el hombre la lección bien aprendida, y no faltaba más que ver en qué quedaba el tiro. Endereza con el macho y lo apuntó despacio y bien, y ¡pin!, pega el bicho un salto y empiezan a juntarse machos allí haciendo corro. Y el hombre:

—¡Qué no le he dado, Justo!

—Sí, señor, que le ha dado usted —le dije.

Y es que, mientras él apuntaba, yo estaba atento al tiro con los prismáticos, y al disparo vi cómo el bicho se encogía y al volverse de costado le vi las tripas colgando, pegadas a la pierna.

—Sí le ha dado usted —le dije—, pero lo que puede pasar ahora es que arranquen los otros y él se arranque detrás y, caliente, corra mucho. Pero estándonos quietos aquí veremos lo que pasa.

Y los machos seguían allí, remolineándose desorientados, sin saber de dónde les venía el daño.

Pasó un rato, empezaron a ocultarse a ocultarse, metiéndose en el hoyillo donde estaban antes, en lo más hondo del vallejo, y se nos perdieron todos.

Pero tenían que salir y teníamos que verlos por algún lado. Y aquel hombre, ¡una desesperación!, madre mía, y ¿qué hacemos, Justo?, y ¿qué no hacemos?

—Pues, ahora, comer —le dije—, que ya es hora.

Y dijo:

—A mí se me ha ido el apetito.

Y eran las tres de la tarde. Conque le dije:

—Pues, llámelo usted porque aquí hay que comer. Y, sobre todo, tenemos que darle tiempo al macho para que se enfríe, porque como arranque caliente es capaz de trasponer quince kilómetros con las tripas colgando. Y nos deja tripas, ¡vaya que sí!, pero tapona y sangre, ninguna, y entonces es cuando no se cobra. De manera que aquí hay que comer.

Tiramos de merienda y descorchamos una botella de vino y empezamos a comer. Pero a él no le lució: nada más que tomar buchecillos de vino y de agua; que no podía pasar bocado.

Conque así que comimos; le hice una seña al arriero para que se viniera adonde estábamos, dando una vuelta, para que los machos, al verle, se arrancaran hacia nosotros y poder rematar al herido. Y le dije al cazador:

—Mejor es que le quite usted la lente al rifle.

Y él me pregunto que por qué.

—Pues, mire usted —le dije—, porque nuestras carabinas tiran, pero no son seguras, sobre todo en tiros un poco largos, y si vemos que el macho arranca con los otros que, en el tiempo que ha pasado ya no es fácil, si vemos que arranca, tengo yo que coger su rifle y seguirlo y rematarlo donde vaya. Y yo me apaño mal con las lentes: por eso le digo que se la quite.

Llegaron Juan Antonio y el arriero donde estábamos nosotros, y los machos, al verlos, habían salido de la hoya y empezaron a trepar el barranco arriba, y el hombre se dio lo menos ocho lavativazos mientras subíamos, y vimos pasar a los machos, frente a nosotros, trepando unas riscas, y no iba el macho herido. Entonces, le dije:

—Vamos a entrar por este lado, rodeando.

Él iba por la parte alta con el rifle preparado, sin lente, para un tiro rápido, y el guarda y yo por debajo, con las carabinas listas.

Llegamos al sitio, y detrás del mismo chaparro donde había estado encabritado comiendo, allí estaba el bicho tumbado, pero con la cabeza levantada, mirándonos, que parecía que no le había pasado nada: un par de ojos, mirándonos. Y estábamos ya como a doce o quince metros de él:

—Vamos a acercarnos más —le dije.

Y él:

—Justo, ¡que se va!

—Ya no se va —le dije yo—, se traga lo que sea: dos tiros o tres o cinco, pero ya no se va; ya no. Se está quieto que le cojamos un cuerno si queremos. Ya le ha entrado la peritonitis y le ha paralizado todo el cuerpo.

Nos acercamos más; el macho, unos ojos como puños: La vida que le quedaba la tenía en los ojos.

—Bueno —le dije—, si no quiere usted verle sufrir más, péguelo otro tiro.

—Sí, lo voy a rematar —dijo.

Y le pegó un tiro centrado al codillo, y ya pegó el estirón y dejó caer la cabeza. Y cuando el señor aquel se arrimó al macho y le tentó los cuernos, ¡madre mía!, se puso loco.

—A ver, el vino, la merienda, ¡que yo no he comido!

Todo era pegarnos abrazos a unos y a otros. Y decía: «Esto no se paga con nada».

—¡Vaya si se paga! —le dije yo—. Ya verá usted cuando le pongan la cuenta de medalla de oro.