EL TÍO FEDERICO Y LOS ARQUEÓLOGOS

Hace algunos años vino a buscarme un señor que es médico en Cazorla, que se llama don Manuel Ruiz Hueso, que es muy buenísima persona y toda la gente de la sierra le tenemos mucho aprecio.

Pues viene a buscarme y me dice:

—Mire usted, Justo, quiero venir con unos amigos que son aficionados a buscar cosas antiguas, de esas que hay enterradas de tiempos de los moros y de los romanos, y eso. Y quiero que usted nos acompañe; usted que sabe los sitios.

—Pues, sí, señor, como usted mande —le dije—. Tratándose de usted y de amigos suyos pondré todo el interés.

—¿Adónde cree usted que nos convendría ir?

—Déjeme usted que lo piense, don Manuel. Como haber hay bastantes sitios donde se encuentran cosas de esas, y muchas veces sin necesidad de escarbar ni nada, que están a flor de tierra. Precisamente hace un mes o así, de casualidad, iba yo acompañando a un cazador ahí por el arroyo de la Gracea, que, como usted sabe, viene a parar al río Borosa, y el hombre tenía sed y se agachó a beber: se quitó el sombrero o la prenda de cabeza que llevaba y se amagó a beber el agua que bosaba de un casquero, y al terminar de beber metió la mano en el agua y sacó un pedacillo de barro cocido, que tenía la forma del pitorro de un botijo, y se me quedó mirando y me dice:

—¿Sabe usted una cosa, Justo?

—Usted dirá —le dije.

Me alargó el pedacillo aquel y me preguntó:

—¿Qué cree usted que puede ser esto?

Se lo dije claramente:

—El pitorro de un botijo, de alguien que ha venido a llenarlo de agua y se le quebró.

—Pues, no, señor. Este trozo es de un candil muy antiguo: cuando esto servía para alumbrar, todavía faltaban muchos años para descubrir América.

—Vaya, pues será como usted dice.

Como la tierra de la orilla estaba muy fofa estuvimos entretenidos en removerla un poco con la punta del cuchillo de monte, y al ratillo de escarbar encontramos otro candil casi completo, con unos dibujos muy bonitos formando como hojas de una planta.

—¿Lo está usted viendo cómo no era de un botijo? —me dijo.

—Sí, señor, ya lo creo. ¡Cómo uno no entiende de estas cosas! Pues, ¿sabe usted?, se me ocurre que esto a lo mejor procede de ahí arriba —le dije señalando el Castellón, ese crestón grande de roca que hay frente al Pecho de las Instancias.

—¿Por qué lo cree usted? —me preguntó.

—Porque las cosas de piedra, como no andan, siempre van para abajo. Y ese collado que le decimos El Castellón se conoce que debió ser antiguamente como una fortaleza y allí estuvo acampada la fuerza, en el tiempo que fuera. Yo he subido una vez a lo alto, que está muy trabajoso de subir, aunque todavía quedan como unas pasarelas y escalerillas de madera de enebro, y como el enebro no pudre, pues todavía están allí, en el sitio en que las pusieron. Y se ven vestigios de haber servido aquello de cámara, porque el crestón ese es como una atalaya natural, para vigilar todos los barrancos de alrededor, y está tan bien situado y las paredes tan aplomadas que se podía defender aquello a salivazos. Allí hemos encontrado cuchillos y unas armas muy raras, como gumías, con las empuñaduras arruinadas: sólo queda la hoja y el virolo ese que llevaban para reservar la mano; y también había una o dos espadas, con la hoja recta, parecidas a esas que vienen dibujadas en los paquetes de tabaco «los Celtas», pero ya medio comidas por el tiempo y con las puntas romas.

Pues total, que le estuve contando a don Manuel la conversación que tuve con el cazador aquel que se encontró el candilillo en La Gracea, y don Manuel tan contento con traer a los amigos a divertirse buscando cosas de esas.

—Me estoy acordando de otro sitio, don Manuel, que nos pilla muy cómodo y seguramente encontraremos algo —le dije.

—¿Se puede ir en coche?

—Sí, señor —le dije—, como que está pasando Bujaraiza, en el mismo terraplén de la carretera, en un sitio que le dicen la Hoya de Úrsula: allí hay restos de haber habido un cementerio, a lo mejor, de los moros. Eso lleva como una pila de piedras, puestas de canto, que forma como la tumba de una persona, y luego, encima, unas losas, puestas unas con otras. Pues escarbando allí se han encontrado pucherillos con anillos y collares de cobre y piedras de esas que relumbran, y cazuelas y cachivaches. De todo eso hay allí, y escarbando un poco se encuentra.

Le pareció bien a don Manuel la idea de ir primero a Bujaraiza, y luego ya veríamos, para otra vez, si subíamos al Castellón o a otros sitios.

Conque quedamos de acuerdo para unos días después. Y vinieron a recogerme a mi casa, en el kilómetro 22, por la mañana temprano, con la fresca, y me subí con ellos al coche y seguimos hasta Bujaraiza, y allí sacaron las artes que traían para escarbar y empezamos la rebusca.

Pero ocurrió que ellos se habían traído unos escardillos como de juguete, y como la tierra estaba muy apelmazada de no haberla movido nunca, pues no había forma de abrir roncha.

Y entonces yo me acordé de que un par de kilómetros más abajo tenían un escondite de herramientas los peones que estaban arreglando la carretera y, como era domingo, no los estarían utilizando. De manera que bajamos en el coche, y al poquillo de buscar dimos con el sitio donde tenían escondidas las herramientas, y cada uno de ellos cogió un pico y nos volvimos otra vez a Bujaraiza.

Todavía no eran las nueve de la mañana y entre don Manuel y sus tres amigos llevaban un tajo levantando tierra, que parecía que había pasado por allí una cuadrilla de jabalíes.

Y yo había cortado una varilla y estaba entretenido viéndoles, cuando me veo venir por la carretera a un serrano viejo, que le dicen el Tío Federico, que tiene un cortijillo en todo lo alto de la cuerda, y venía el hombre muy derecho subido en su mulo, con su traje de pana negro y su sombrero, que parecía que iba a una boda.

Como hacía años que no nos veíamos, al reconocerme se tiró del mulo y nos estuvimos abrazando y preguntándonos por la familia: en fin, lo natural. Y me estuvo explicando que iba de viaje a Santiago de la Espada a pagar la contribución.

Y yo notaba que él no hacía más que mirar muy extrañado para los arqueólogos sin entender qué ceremonia era aquella, y va y me dice:

—Oye, Justo, ese se parece a don Manuel, el médico.

—¿Cómo no se va a parecer?, si es don Manuel, el médico.

—¿Y qué es lo que hacen?

De repente, se me ocurrió gastarle una broma al Tío Federico. Le dije:

—Pues ya lo estás viendo, que los he puesto aquí a trabajar, a ver si me quitan los peñones estos y puedo apañar aquí un huerto, con el agua que hay.

El hombre los miraba a ellos y me miraba a mí, con la vara en la mano, y no salía de su asombro.

—¿Y los otros también son señoritos?, ¿no?

—Pues, claro que sí, ¿no los estás viendo?

—Hermano Justo, ¿y cómo es eso?

—Pero ¿tú no lo sabes? —le pregunté.

—¿Y qué voy a saber?

Don Manuel y sus amigos, que estaban oyéndonos, se dieron cuenta de la broma desde el primer momento y no paraban de trabajar, tan formales, que parecía como si estuvieran a destajo.

—¡Claro! —le dije—, ahora comprendo lo que te pasa: tú estas ahí amontado en tu casa en Los Collados y no hablas con nadie ni te enteras de nada. Lo ha dicho la radio y los periódicos. Tú estás ahí como un jabalí en una bujea y no te enteras de nada.

—¿Y de qué quieres que me entere, hermano Justo?

—¡Coño!, que se ha vuelto la tortilla, ¿no lo sabes?

Yo, después de decir aquello, miré así de reojo a los de los picos, que lo estaban oyendo todo, y vi que se rodeaban para que nos les viéramos en la cara los esfuerzos que estaban haciendo para no romper a reír.

Y el Tío Federico me miraba a mí, con unos ojos espantados, que parecía un búho disecado.

—Ya no hay que pagar contribución, ni nada —le dije—. ¿No lo sabías? Puedes romper los recibos y volverte a tu casa si quieres.

El Tío Federico no es que fuera mala persona, ni tonto tampoco: un poco inocentón, sí que era. Allá, cuando la República y las votaciones, el hombre votó a las izquierdas y todavía tenía su miajilla de inquina, y yo lo sabía porque lo tuve de pupilo cuando anduve con lo de la policía, y estuvo en la cárcel dos semanas y luego salió absuelto.

Pero él, con todo lo que estaban viendo sus ojos, no acababa de creérselo, y me miraba con la boca abierta.

—Cierra la boca, no seas tonto —le dije—, que se te van a colar las moscas dentro. Si no fuera verdad que se ha vuelto la tortilla, ¿de cuándo acá íbamos a ver a los señoritos trabajando?, ¿cuándo has visto tú en tu vida a un señorito darle aire a un pico?

—¡Ay, qué leche!, pues es verdad, no tiene más remedio que ser verdad. Y dime una cosa: ¿y te han dado estos señoritos para ti?

—Pues, claro, ¿o te crees que han venido de voluntarios? —le dije—. Si nos dan la tierra y no nos dan quien la labre, ¿qué quieren?, ¿que la levantemos con los cuernos?

—Entonces, ¿es que han repartido ya la tierra?

—¿Cómo que si la han repartido? Naturalmente que sí: a mí me ha tocado todo esto de Bujaraiza y la Isla de Cabeza de la Viña, que tiene allá por ochocientas cuerdas, ¿con quién te crees que estás hablando?

—No me habrán dejado a mí fuera del reparto, ¿verdad, Justo?

—¿Pues, qué quieres que te diga? Yo no he oído nada de ti. Algo quedará todavía; aligérate, a ver si te dan siquiera La Ponderosa y te alivias con las manzanas.

Yo lo que quería era terminar aquello de una vez, porque estaba temiendo que alguno de los arqueólogos explotara a reír y lo echáramos todo a perder. Pero entonces veo a uno de ellos que suelta el pico y se viene para mí y va y me dice:

—Hombre, Justo, ¿me deja usted que vaya a dar de cuerpo un momento?

—Sí, hombre, sí, ve, pero no te tardes —le dije—, que como cuente yo hasta veinte y no hayas cogido otra vez el pico, te voy a medir el lomo con la vara.

Y ya el Tío Federico, al oír aquello, no pudo contenerse:

—¡Ahora sí que te lo creo, Justo! Dame la vara que te los voy a carear a los cuatro un ratillo.

Y por poco me quita la vara; que si no ando listo en sujetarla, y se va para ellos, yo no sé lo que hubiera pasado.

Total, que ellos rompieron a reír, que se tenían que sujetar la barriga, y el Tío Federico, al momento, se dio cuenta de la burla, y en un santiamén estaba encima del mulo y volvió grupas otra vez por donde mismo había venido, sin decir una palabra, y enfiló camino de Los Collados. Y de esto hace lo menos ocho años, y yo creo que no ha vuelto a bajar más desde entonces.