A este coto viene a cazar toda clase de gente, españoles y extranjeros, cada uno de su padre y de su madre.
Se me ha dado el caso de tocarme acompañar a un cazador sueco, que vino al muflón, y pasarme tres días con él sin decir «esta boca es mía», porque como no hablaba cristiano, como nosotros, no había manera de entenderse con él.
Cuando volví a mi casa, al cabo de los tres días de estar con el sueco, Dolores, mi mujer, no hacía más que mirarme de reojo, hasta que me preguntó:
—¿Qué es lo que te pasa que no hablas, Justo?
—No me pasa nada, Dolores —le dije.
Pero ella, viéndome tan callado, no se quedó conforme:
—A ti te pasa algo que no quieres decirme.
—¿Qué quieres que me pase, mujer?, lo que tengo es que, de tanto callar, se me ha olvidado mover la lengua.
De tratar con tanta gente, tan distinta, uno acaba que no sabe ya por donde van las lindes.
Y cosas de matrimonios que no son matrimonios, pues lo mismo. O a lo mejor es que vienen aquí de luna de miel, yo no lo sé. Me acuerdo de lo que nos pasó una vez, no hace muchos años, con un señor que se llama don Antonio, y no digo de dónde era por si acaso, que vino a cazar con su señora. Aquella misma tarde habían llegado al parador los tres cazadores que formaban la terna que les correspondía entrar a cazar al día siguiente. Yo estaba en Cazorla tomando una copa en el «Monte Rey» y llegó uno de mis guardas y me lo dijo:
—Ya han llegado los monteros, Justo.
—¿Quiénes son? —le pregunté.
Pero él no los conocía ni sabía sus nombres; sin embargo, me dijo que dos de ellos eran jóvenes y el otro ya tenía el pelo gris. Como yo llevaba metidas en el cuerpo unas buenas palizas de la terna anterior, le dije al guarda:
—Dejadme a mí al viejo.
Y así que pasó un rato enfilamos para el parador en el «Land-Rover» y cuando llegamos ya era de noche, antes de la cena, y estaban los monteros en el bar. En fin, los saludos, otras copas y el sorteo de las manchas. Allí estaba también la señora del que tenía el pelo gris, que era una mujer joven y muy guapa y simpática, sin una pizca de pintura en la cara, que daba gusto. Y el marido, don Antonio, era un hombre de algo más de cuarenta años, que yo lo conocía de haber estado cazando otras veces, y por la forma de hablar se notaba en seguida que era un cazador antiguo.
Pidió dos caballerías de montura porque, aunque su señora no cazaba, tenía empeño en venir con nosotros y presenciar el lance y conocer la sierra, porque esto era en primavera y estaban viniendo unos días hermosos.
En fin, que yo le mandé recado al arriero de que apañara las dos caballerías para ellos y las tuviera listas en el monte en el sitio donde pensábamos empezar a cazar. Quedé con don Antonio en salir del parador a las tres y media de la madrugada, porque la mancha que le tocó era Pinar Negro y teníamos dos horas largas de coche para llegar hasta allí.
Cuando fui por la mañana a recoger a mi montero, lo veo que baja solo, y le pregunté:
—¿Y la señora?
—No nos va a acompañar —dijo—, porque esta noche ha estado un poquillo delicada; le ha dolido un poco la cabeza y prefiere quedarse; mañana vendrá con nosotros.
—Yo se lo decía —le dije— porque ya tengo la caballería para ella en el monte.
—¡Bueno, no importa!
Resultó que aquel día vimos muchas reses y algunas bastante buenas, de sesenta y cinco y más. Pero don Antonio me había advertido que venía por un buen trofeo.
—Quiero lo mejor de lo mejor, Justo —me había dicho.
Y como no se nos presentó ningún bicho de los que él quería, se conformó con hacer fotos y cine, en espera de que mejorara la fortuna en los días siguientes. Total, que regresamos al parador por la noche sin haber pegado un tiro.
Se detuvo el «Land-Rover» a la puerta del parador y empezamos a descargar los rifles y todas las artes, y don Antonio se fue para adentro delante de mí. Y cuando iba yo a atravesar la puerta con el cargamento a cuestas, me coge el portero del brazo y me dice que me espere. Y yo le dije:
—Ahora, cuando baje de dejar esto, hablamos.
Y él:
—No, Justo, que es muy urgente.
—Bueno —le dije—, dime qué pasa.
—Pues pasa que está la señora de este señor ahí dentro.
—¡Ya lo sé! —le dije—. Pareces tonto. ¿No estuvimos anoche con ella?
Y él:
—Que no, que no es esa; que es la otra, la de verdad, que ha venido.
¡La Virgen Santísima! Eché a correr el pasillo alante y pillé al hombre de una manga, cuando ya estaba para entrar al bar, que si tardo tres segundos se tropieza allí con la auténtica.
—¡Su señora! —le dije—. ¡Qué está ahí su señora de usted!
Y él haciéndose el inocente:
—Sí, sí; debe estar arriba.
—¡Que no! —le dije—. Que no es esa, que es la otra, la de verdad, la madre de sus hijos, que está aquí, en efectivo.
Se puso más blanco que un papel.
—¡No me diga, Justo! ¡No me diga!
—¿Pues cómo no se lo voy a decir? —le dije.
—¿Y qué hacemos?
—Pues al coche otra vez, y ya veremos.
Salimos de allí a trompicones y lo llevé a la Buitrera —que así le decimos a la residencia de los guardas junto al parador—, que aquello era un almacén de piñas y lo apañaron un poco para que nos sirviera de vivienda, y allí hace un frío que se hielan los bueyes aparejados.
Mientras íbamos camino de la Buitrera, el hombre llevaba unos temblores que parecía mentira: un hombre como él, que ha hecho safaris de elefantes y todo eso. Me decía:
—Hombre, Justo, ¡por Dios!, arréglelo usted bien.
Pues nada: lo dejé en la Buitrera, allí meditando en sus pecados, y me volví otra vez camino del parador, dándole vueltas por el camino a la forma de enderezar aquello. Al entrar me encontré a una zagala de las que están allí de camareras, que es sobrina mía, y la llamé aparte para que me explicara de qué talante estaba la señora y si se había maliciado algo de lo que pasaba. Y mi sobrina me dijo que no, que la pobre señora estaba en la higuera, que hacía poco rato que había llegado y estaba sentada en el bar, esperando que volviera su marido del monte.
«Ea, pues menos mal», pensé. Fui en busca del administrador del parador y le estuve hablando.
—Don Antonio, que pasa esto y esto: el señor de la siete que viene con su señora, que resulta que no es su señora, y ahora ha llegado su señora de verdad y está esperándolo en el bar.
Y el administrador allí tan apurado: ¿y qué hacemos? ¿Y qué no hacemos?
—Pues yo creo, don Antonio —le dije—, que lo que tenemos que hacer en seguida es pasar todo el equipaje de ese señor a otra habitación y prevenir a su señora, que no es su señora, de lo que pasa y de que no salga ni a tiros de su habitación.
—Me parece bien —dijo.
—Y luego —seguí diciéndole— llevarle la cena arriba y que se la coma y se vista para un viaje largo, y mandar llamar al taxi de Zeta, que venga a por ella y la trasponga a Málaga, que es de donde vino.
Le pareció bien al administrador y mandó llamar a las camareras para que pusieran en práctica lo que habíamos fraguado. Y yo, luego, bajé al bar y, poniendo cara de tonto, le pregunté en voz alta al muchacho de la barra si era cierto que había venido la señora de don Fulano de Tal, y ella, que estaba sentada en un velador tomando un refresco, me oyó y me hizo una seña para que me acercara. La saludé, y tanto gusto, y le dije que su marido había vuelto ya del monte, pero que había ido a la residencia de los guardas a ver unos trofeos y que estaba a punto de llegar. Y llamé a un mozo y le dije:
—Mira, Severiano, ve a la Buitrera y le dices a don Antonio que ha venido su señora y que está esperándole en el bar.
Y la señora: que muchas gracias, y que ella había venido de forma imprevista, porque unos cuñados suyos iban a una montería en Hornachuelos, en la provincia de Córdoba, y le propusieron dejarla a ella, de paso, en Cazorla, para que se reuniera con su marido. Y que le gustó la idea de venir a conocer esta sierra que le habían dicho que era tan bonita. En fin, que no lo pensó dos veces, y aquí estaba.
—Mi marido se va a llevar una sorpresa cuando me vea —me dijo.
«¡Vaya si se va a llevar una sorpresa!», pensé yo, como que has venido como el aceite a las espinacas.
Al poco rato apareció el marido, haciéndose de nuevas, tan contento: «¡Vaya sorpresa que me has dado!, y ¡qué alegría!», y se cascaron tres o cuatro besos, y el hombre mandó venir a un camarero y le pidió unas copas para todos, para festejar la llegada de su mujer, y allí todo era alegría y felicidad.
Y, mientras tanto, la otra salió de soniche por la puerta de atrás del parador, y dicen que llevaba unos morros así, y se metió en el taxi de Zeta, y hale, a Málaga.
Al día siguiente salimos a cazar don Antonio y yo. Dijo que no quería caballería, que prefería andar. Bueno, pues vamos a andar. Estuvimos toda la mañana recechando unos machos, sin poder tirarles, y de lo que pasó en el parador él no dijo ni palabra: como si no hubiera ocurrido nada. Y yo, naturalmente, a callar. Pero al llegar el mediodía, nos sentamos a comer el taco que nos habían preparado en el parador, y estábamos charlando los dos tan a gusto de cosas de caza cuando, de pronto, me dice:
—¿Sabe usted, Justo? Es que es muy celosa.
—¿Su señora de usted? —le pregunté.
—¡Claro!, ¿quién si no?
—Hombre, como usted se maneja por duplicado —le dije—; no sabía si se estaba refiriendo al original o a la copia.
Me miró y se echó a reír. Y dijo:
—Mi mujer, Justo, que es muy celosa y los dedos se le vuelven huéspedes.
—A lo mejor es que usted le da motivos —le dije.
—Mire usted, yo no sé si le doy motivos porque es celosa, o es celosa porque le doy motivos, ¿comprende usted, Justo?
—Me parece que sí —le dije—. No sabe usted qué es primero: si el huevo o la gallina.
—Eso mismo —dijo.
Estábamos allí tan a gusto, comiendo y charlando, como dos amigos, recordando cosas que nos ocurrieron en otras cacerías, y después de comer encendimos nuestros cigarros y nos quedamos allí un rato descansando. Y, de pronto, me vino a la memoria algo que tenía relación con lo que habíamos hablado de los celos y el sitio donde estábamos:
—Pues, hablando de celos —le dije—, hay que ver adonde hemos venido a sentarnos a comer.
—¿Y eso?
—¿Sabe usted cómo le dicen a este sitio? El Barranco de las Iglesias.
—Y ¿qué hay con eso?
—Pues, se lo voy a decir a usted, don Antonio.
Saqué mis prismáticos de la funda y se los alargué:
—¿Ve usted aquella cueva grande que se ve allí en todo lo alto, asomada al precipicio?
Enfocó los prismáticos y se puso a mirar al sitio que yo le indicaba.
—¿La está usted viendo? —le pregunté—. No la covacha chica de abajo, sino la de arriba, esa que tiene unos palos de enebro por debajo, como puntales.
—Sí que la estoy viendo —dijo.
—Bueno, pues a esa cueva le llaman la Covacha del Aire, y usted pensará que allí no llegan más que las águilas, ¿verdad?
—Así es —dijo.
—Pues, mire usted una cosa, que no me va a creer: en esa cueva ha vivido una familia.
Al oír aquello se quitó los prismáticos de los ojos y dio un respingo, y se me quedó mirando así, como diciendo: a otro perro con ese hueso.
—Sería una familia de grajas —dijo, echándose a reír.
—Pues no, señor, que no eran grajas, que era una familia de cristianos, y era una madre y sus cuatro hijas. Y fueron a parar ahí por motivos de celos. Eso le pasó al Tío Lobera, que era uno que le decían el Tío Antonio, y tenía su mujer y sus cuatro hijas, y le tomó celos a la mujer y no se quedó tranquilo hasta que la empoyató en esa cueva, con las cuatro hijas.
¿Cómo se las apañó para meterlas allí? Pues, nada: el hombre trazó unos palos y los fue poniendo unos con otros, apuntalándolos como mejor podía desde un cañoncete que sube de lo alto del voladero, y por encima pasó a la mujer y a las hijas, y luego quitó los palos, y ahí os quedáis. Cada diez o quince días volvía a poner la pasarela aquella para llevarles el suministro, cuando cocía la torta, y les dejaba tocino y torta y leña y una cántara de agua, y vuelta a quitar los palos, y hale, ahí os quedáis hasta que vuelva.
Ocurrió que, a los pocos meses de estar encarcelada, la mujer se murió de pulmonía o de tristeza o de lo que fuera, y se quedaron allí las hijas, que ya eran mocicas. Y el Tío Lobera no consintió en sacarlas, y allí estuvieron lo menos tres o cuatro años.
Así es como se fue apañando este hombre, que era más celoso que el moro Muza.
Y fue sacarlas, finalmente, porque mi madre convenció al Tío Lobera de que las dejase salir para peinarlas y hacerles vestidos, que ya habían penado bastante las pobres. Varias veces hicimos venir al Tío Lobera a nuestra casa, y mi madre, porfiando, le decía:
—Mire usted, Tío Antonio, que está usted haciendo un pecado muy grande, que ya han purgado mucho las pobres.
Y él, que no y que no. Hasta que, por fin, consintió en que salieran, y fuimos a sacarlas mi madre y mi hermana la mayor, que me lleva a mí cuatro años, y yo también fui a poner los palos y a echarles una mano, porque el Tío Lobera no consintió en ir a sacarlas del encierro.
Cuando salieron de la Covacha del Aire daba lástima verlas: vestidas de pellejos de oveja, tapándose nada más que lo más secreto de una mujer, y ya mocicas. Llevaban unos pelazos enredados, que parecían lulús de esos abandonados. Y de allí las llevamos a nuestra casa, con mis hermanas, y las lavaron y las peinaron y les cortaron unos vestidos.
Yo las he conocido a todas casadas: una que le decían Genoveva y otra Nicomedes, y no me acuerdo cómo se llamaban las otras.