Un bicho con un tiro empanzado se muere en cuanto le entra la peritonitis, pero le cunde mucho andar antes de morirse, y cuando hay nieve, la forma más segura de dar con él es siguiendo los rastros de los zorros.
Los buitres se pegan la primera hartada y luego lo dejan, pero los zorros acuden todos los días a roer allí. A lo mejor es que de un día para otro se les olvida que no habían dejado más que los huesos mondos y se piensan que le queda magro al bicho y vuelven a él.
El caso es que, sea por lo que sea, la forma más segura de dar con un bicho muerto es siguiendo los rastros de los zorros en la nieve: ellos nos llevan adonde esté. Pero hay que coger los rastros al revés, en la dirección que trae el zorro cuando viene de vuelta con la panza llena. No es difícil saber si ha comido o va en ayunas: si deja mucho echío en un trayecto corto, lo que dice la volada de un cuervo viejo, si se ve que ha cagado varias veces en ese camino, no hay más que pillar el rastro al revés. Vamos a ver dónde has comido, hermano. Y se da con el bicho.
Me acuerdo de un macho medalla de plata que dejó herido el ministro Fraga y se nos perdió por unas lanchas muy quebradas y no hubo forma de rematarlo. Y el ministro se volvía al día siguiente a Madrid, y al despedirlo en el parador, me llamó aparte y me dijo:
—Justo, hombre, a ver si me cobra usted ese macho.
—Sí, señor —le dije—; pondré todo el interés. Ese macho, donde esté, tiene que estar muy muerto, y los zorros habrán comido de él. Si encontramos los rastros de los zorros lo más probable es que demos con el sitio.
El ministro se montó en el coche y pilló y se fue a Madrid, y me dejó el encargo.
El sitio donde perdimos al macho fue por Nava de Pablo, y había un buen tomo de nieve, y aquel día nevó un poco más, y al siguiente fuimos a buscar al macho. Íbamos cinco guardas nada menos. Con un frío grandísimo y una niebla espesa que no nos veíamos unos a otros a tres metros. Y de nieve, a medio muslo.
En fin, que llegamos al sitio donde se nos perdió el macho hacía ya tres días, y al poquillo de andar empezamos a ver rastros de zorros que se cruzaban, y se veían frescos en la nieve reciente.
—Estos deben ser los que han ido al velatorio esta noche —me dijo Marcelo.
Seguimos pin-pan, pin-pan, y a la media hora de andar rastreando, dimos con el macho, que estaba medio tapado por la nieve, cerca de unas covachas, que se conoce que el animal fue buscando su querencia con la agonía, porque los animales saben muy bien cuándo llevan la muerte metida en el cuerpo.
Pues resultó que habían comido de él lo menos veinte zorros. Con que, ¡ea!, ya lo tenemos: le cortamos el trofeo y se lo mandamos al ministro a Madrid. Misión cumplida.
Otra cosa por el estilo pasa cuando se va a jabalíes y se quiere dar con ellos. No hay más que meterse al monte, pin-pan, pin-pan, y donde se vea que han cagado y se ve un boñigo aquí y otro allí: uno más seco, otro más fresco, otro más reciente, uno dice: por aquí cerca tiene la cama. Porque el jabalí, al levantarse de la cama, antes de andar treinta metros, ya está cagando. De manera que donde haya mucha fólliga, no hay más que ir con cuidado, que la cama debe estar cerca: salir de la cama, echar a andar y cagar es todo una misma cosa. Y lo mismo les pasa a los zorros cuando están comidos.
Me acuerdo de una vez que iba yo rastreando un gamo que habíamos dejado herido, y llevaba ya un día entero detrás de él, y nada. Pero no debía andar lejos, porque le vi bajar una lomilla y meterse por entre una pinatada muy espesa, y tenía que salir de allí, y para abajo, y yo no tenía más remedio que verlo, porque por el otro lado había un losal muy pendiente, que yo sabía que no lo toman los gamos ni estando sanos, menos aún un gamo con un tiro de jamón. De manera que yo iba atento, con los ojos como dos chupetes y la carabina preparada, esperando que me saliera.
Fui rodeando la pinatada aquella con mucho sigilo. Y esto era por el mes de mayo y el terreno estaba húmedo, y, además, como uno pisa siempre con cuidado, pues no hace apenas ruido al andar. Así, poco a poco, fui adentrándome en la pinatada, y cuando llegaba a algún clarillo desde donde se podía ver algo, me paraba a mirar, y nada, ni rastro del bicho.
Conque no había más solución que meterse en lo espeso de la pinatada, que eran pinos de repoblación, y como los ponen tan espesos, parecía como si fuera uno andando por un campo de girasoles. «Muy tupidos están los pinos —pensé—; pero como se me arranque aquí el gamo, yo lo remato; si no por entre las ramas, por entre los troncos».
Me metí por un roto de aquellos y al poquillo me tropecé unas fólligas de cochino, y más adelante, otras más frescas. «Veremos a ver si vamos a tener aquí otro huésped», me dije. Seguí andando, y al llegar a una praderilla, encontré un rodal de tierra movida, de pinochas, y del nevazo del invierno había diez o doce cogollas de pinos viejos quebradas por el peso de la nieve, y así aguzadas para abajo, y hacía aquello unas sombras muy espesas.
Acordándome de las fólligas de cochino que había visto más atrás, pensé: «Este es un sitio muy aparente para que un bicho, huyendo de la mosca, se meta aquí». Pero yo iba a lo mío, que era rematar el gamo, y con tanta cogolla de pino y tanta broza no veía nada. Pero al ir a pasarme por entre dos cogollas para asomarme u una plazoletilla, al pisar en las pinochas secas, crujió una rama, y pegó un bufido un marranaco que estaba allí metido: y es que le entré por el culo, y como llevaba el aire bien, el bicho no se enteró hasta que casi le pisé el rabo, que por poco me pongo encima de él, y ¡uñas!, salió resoplando, diciendo lo que quiera que fuera en su idioma, del mal despertar que le di.
Era un marranaco canoso, bueno, bueno, grande. Y lo tuve bien apuntado: ¡no me hubieran dado a mí más pena que meterle un tiro en la cepa de la oreja! Salió arrollando pinatos con el rabo pligao, pligao, como una serpentina, y llevaba un par de prismáticos debajo del rabo, como esos prismáticos grandones que parecen dos botellas. ¡La madre que lo parió! ¡Claro!, el animal salió tan de repente de la cama que no le dio tiempo ni a coger los pantalones. Y allá iba como un galgo, con los prismáticos y todas las orzas de chorizo que llevaba encima, y hale.
¿Y el gamo? Como si se lo hubiera tragado la tierra. Ni aquel día ni al siguiente pude dar con él. Y lo encontramos, ya muerto, al tercer día, a media legua de la pinatada. Y fue dar con él por los buitres, que andaban volando por encima y nos señalaron el sitio. Tenía un tiro alto, en el anca, con la pata derecha colgando como una morcilla, y ya supurándole la herida, porque le había cagado la mosca.
* * *
Yo tengo un perro de sangre, muy bueno, que me lo regaló de cachorro la Infanta de Orleáns, doña Pilar. Es un sabueso alemán y me ha cobrado reses que parecía imposible.
Una vez me acuerdo de un macho que dejó herido un montero, por un sitio que le dicen las Lanchas de Pilatos, y apenas daba sangre, sólo unas gotillas de vez en cuando. Sin embargo, yo sabía que llevaba un tiro de muerte. Pero empezó a llover a mares, y no teníamos el perro allí, y entonces topé con una piedra grande una losa donde había dejado un chorreón de sangre, para que no la borrara la lluvia. Y al día siguiente volvimos con el perro, le destapé la piedra para que oliera la sangre, y salió pon-pon, pon-pon, y cogió los vientos al macho y en menos de media hora nos llevó adonde estaba, muerto panza arriba en unos lastrales, a más de un kilómetro de donde lo perdimos.
Es un perro que va al fin del mundo siguiendo el rastro de un bicho, y tiene una boca muy dura, que como le eche las uñas a un macho se puede decir que es suyo. Pero es un animal muy codicioso, y hay que pensarlo antes de darle careo, por temor a que se pierda o se despeñe.
Hace cosa de un par de años vino a cazar el macho un señor de Jaén, que se llama don Pedro Quesada, que es un hombre muy templado y tira muy bien y, además, es una excelente persona y todos los guardas le tenemos afecto. Pues esa vez no tuvo suerte y marró el macho; bueno, lo dejó herido malamente con un rasguño en los huesos del anca, que era casi imposible cobrarlo. Pero como ya no podía tirar otro macho por haber dejado herido aquel, se pusieron a rastrearlo.
Pedro Vilar sabe rastrear una res como el que mejor pueda hacerlo en España, y conoce las querencias de los machos y se puede decir que no hay piedra en la sierra que él no haya pisado; pero, a pesar de todo eso, cobrar un macho que lleva un rasguño y va dejando una gota de sangre cada veinte metros es muy difícil si no se tiene a mano un buen perro de sangre que sepa el oficio.
Yo había estado aquel día acompañando a otro cazador, y habíamos matado temprano y nos volvimos al Parador, y allí lo desollamos y estuvimos homologando el trofeo. Y como todavía era temprano, las seis y media o cosa así, y los días ya eran largos, tuve la corazonada de coger el perro y los radioteléfonos y salir con el «Land-Rover» en busca del otro equipo por si habían tenido alguna dificultad.
Pues el perro y yo llegamos allí como el aceite a las espinacas, porque nos encontramos con que estaban rastreando al bicho y llevaban tres o cuatro horas y no daban con él. Pero con unas cosas y otras, cuando yo llegué adonde estaba don Pedro con las guardas ya estaba el sol poniéndose, de modo que no quedaba ni media hora de luz. Y allí estaban todos descorazonados: don Pedro y los guardas Pedro Vilar y Julio y Carlos, el chófer. Y cuando vieron saltar al perro del coche, dándoles rabotazos y oliéndoles los pantalones, se pensaron que ya tenían al macho cobrado y destripado y todo. Y el sol ya había volcado, de manera que no podíamos perder ni un minuto.
Cambié impresiones con mi primo Pedro Vilar y decidimos que don Pedro y yo nos pondríamos en los dos pasos forzados por donde tenía que pasar el macho si el perro lo levantaba y ellos no conseguían rematarlo Y los demás entrarían con el perro atado con un cordel largo, siguiendo el rastro último. Bueno, pues Carlos, el chófer, llevaba el perro y Pedro Vilar iba detrás con uno de los rifles de don Pedro.
Y el Birk, que así le decimos al perro, cogió el rastro enseguida y los llevaba detrás con la cuerda tensa, saltando por los torcos aquellos. El perro iba cada vez más caliente, hasta que Carlos le soltó la cuerda y le dio careo. Y al poquillo se arrancó el macho, y, corriendo como iba, se encara Pedro Vilar el rifle y ¡pin!, y nada. Y vieron que el macho iba fresco. Pero el perro iba encelado detrás de él y lo paró más adelante: el macho parado y Pedro Vilar con el rifle se arrima para rematarlo, y ¡pin!, y tampoco.
Pedro Vilar tira muy bien, que por algo ha echado los dientes en eso, pero el defecto no era de Pedro, sino del rifle, que tenía la culata preparada como para quien lo tenía que usar, que don Pedro Quesada mide más de dos metros y tiene unos brazos como remos. Y Pedro Vilar tenía que meterse la culata debajo del sobaco para poder apuntar porque le sobraba un cacho así, y no se apañaba a tirar con aquel rifle.
Total, que de las seis balas que llevaba el rifle, que era un repetidor, le tiró tres al macho, y nada.
Entonces Julio, el otro guarda, le quita el rifle y sale corriendo detrás del macho, que lo había parado otra vez el Birk. Y Julio, a veinte metros, le tira y falla. Y quedaba una bala. Sale el bicho corriendo y se mete otro medio kilómetro, y el perro lo para otra vez allí en lo hondo.
Todo esto ocurría muy lejos de donde estábamos don Pedro y yo: oíamos de vez en cuando un tiro, como si estuvieran cazando conejos.
Luego le llegó el turno a Carlos, el chófer: le quita el rifle a Julio dispuesto a enmendarle la plana:
—¡Trae, imbécil, que no queda más que una bala!
Y el macho a todo esto encaramado en unas riscas, con el perro debajo, que no lo dejaba irse. Se arrima Carlos allí donde pudo y ¡pin!, y tampoco. ¡Claro! ¿Cómo le iba a dar? Si le sobraba una cuarta de culata y no podía meter el ojo en el punto de mira.
Y gastan las seis balas y el bicho arranca otra vez a correr. Y Carlos le azuza el perro:
—¡Anda, Birk!
Sale corriendo el perro, y en el ladero del Barranco del Infierno, que le dicen eso de malo que es, le tiró un lampreazo a una nalga, y el macho se volvió a defenderse, pero el perro le tiró otro viaje y le enganchó un delgado y salieron los dos rodando unos lastrales abajo, y de los porrazos se despegó el perro, pero cuando se soltó fue porque se llevó el bocado.
El macho tenía ya las tripas a rastras. Y el Birk lo enganchó otra vez más abajo, y aquí le tiro un bocado y más abajo otro; y oscureciendo ya, que malamente se veía, llegó Carlos adonde estaba el macho ya muerto, y el perro lo tenía todavía trincado de una nalga. Pues llamó Carlos al perro y lo acarició un poco y se lió a voces luego llamando a Julio, y Julio voces a Pedro, que estaba más atrás, y allí se juntaron los tres con el perro y el macho en lo hondo del barranco.
Ya que oscureció yo no oía tiros, ni perro, ni voces, ni nada, me vine adonde estaba el coche, que lo habíamos dejado en la Morra del Pinar, y llego allí esperando encontrarme a don Pedro Quesada, pero el coche estaba solo. Encendí un cigarro y me senté, y al ratillo llegó don Pedro.
—Mire usted, Justo, se fueron los guardas a tal hora con el perro y no han venido todavía. ¿Qué hacemos? ¿No le parece a usted que vayamos con el coche a los altos de Pinar Negro y desde allí les llamamos con la bocina o tiramos un par de tiros con su escopeta? Estos están perdidos por ahí o les ha pasado algo.
—No, señor —le dije—; estos van tres, y tres no pueden haberse matado ni queriendo, y alguno vendrá a dar fe de lo que sea: saben dónde estamos y ya vendrán. Hay que estarse aquí.
Pues llevábamos allí lo menos media hora, ya noche cerrada, y don Pedro no fuma, pero yo me había fumado ya lo menos tres cigarros, cuando me pareció oír en el silencio de la noche como que alguien hablaba por el barranco. Le dije:
—¿Ve usted? Ya vienen.
Me asomo y les echo una voz, y ellos no la oyeron; pero el perro, sí. Y pegó un tirón y se vino para donde yo estaba con la cuerda a rastras.
—¿Ve usted? Ya está aquí el perro.
Y al ir a soltarle la cuerda le noté que tenía todo el pecho lleno de sangre.
—Pues este ha enganchado al macho, don Pedro —le dije—, y lo más fijo es que lo haya matado.
Le solté el cordel y le dije:
—Venga, Birk, a ver por dónde viene esta gente.
Don Pedro pegó una voces, pero no contestaba nadie. Y él no estaba conforme conque yo me fuera con el perro a buscar a los otros.
—Usted se va ahora y yo me quedo solo, y Dios sabe cuándo vendrá usted.
—Yo no me pierdo, don Pedro —le dije—. Lo más que voy a echar en bajar es una hora o poco más. Pero yo voy a ver qué es lo que ha pasado.
Tiró el perro delante, y andaba un poquillo, y como era oscuro, ya de noche, yo le reñía: «¡Birk!», para que no se alejara. Y el animal se volvía y me daba dos rabotazos, y pon-pon-pon, abajo otro poco. Y así hasta que fui a dar vista al resbalón que se asoma al Barranco del Infierno. Y cuando asomé allí, eché una voz y me contestaron. Y les pregunté:
—¿Qué os pasa?
—Pues que si no baja usted a ayudarnos —dijo Carlos— dejamos al bicho aquí abajo.
Y es que estaban reventados de las carreras que se habían pegado detrás del perro y, además, traían a cuestas al macho desde lo hondo del barranco, lo menos dos kilómetros más allá, subiendo y pegando tropezones.
—¡Bueno! —les dije—. Ya bajo para abajo.
Conque bajé a echarles una mano y me cargaron el bicho a cuestas y lo subí al coche; pero no pesaba mucho porque el perro no le había dejado ni la asadura.
Y era un macho muy bueno, de setenta y tres a setenta y cuatro y unos cuernos muy parejos. Y si no llega a ser por el Birk, seguro que se lo comen los zorros, ¡vaya que sí! Porque el tiro que llevaba en el anca era mortal, pero muy a la larga, y apenas si dejaba sangre, de modo que al día siguiente hubiera estado sabe Dios dónde.