EL MACHO DE LA MADROÑA

Estaba yo una vez recechando unos machos con don José Luis de la Mata, y esto era por unos ranchales que hay frente a la Cerrada de las Caracolas. Y estábamos viéndolos a placer, porque el careo que traían era hacia nosotros y teníamos el aire bien: de modo que era cuestión de esperar.

Y en un momento se formó una nube de esas de primavera y nos puso calados hasta los huesos, que no llevábamos ropa de agua. Total, que estábamos asomados al voladero viendo las maniobras de los machos, y vinieron a meterse debajo de una viserilla que había; que los teníamos allí debajo, pero sin verlos, y cayéndonos el agua a cántaros.

Pues pasó la nube y salió el sol. Y yo me quité la chaqueta y la puse a secar en la rama de un chaparro, y él se quedó en cueros de cintura para arriba: se quitó hasta la camiseta. Y lo veo que se tumba panza arriba en una losa, como si estuviera en la playa, con el rifle puesto en el suelo y las manos en la nuca. Y mientras tanto, los machos allí debajo de nosotros, sin salir. Pero tenían que salir antes o después. Y se lo dije:

—Mire usted, don José Luis, que no estamos de perol. Que esa no es postura de montero; que el rifle hay que tenerlo en la mano y estar pendiente de los bichos, que van a salir, seguro. Y cuando asomen no puede usted ni mover un dedo, que estamos haciendo mucho viso: nada más guiñar el ojo y apuntar al grande; como mueva usted un dedo nos quedamos sin bicho.

Total, que el hombre se puso derecho y cogió el rifle. Pero no habían pasado tres minutos y ya estaba otra vez tumbado.

Y yo me dije: «Tú no eres ningún chiquillo; ya te lo he dicho y sigues haciéndolo».

Allí siguió el hombre y yo ya lo dejé. Y yo pendiente, a ver si asomaban los machos. Cuando, de pronto, los veo que se nos ponen delante allí mismo, por debajo, a veinte metros. Y don José Luis abre los ojos y ve los machos y echa mano al rifle, y los machos que vieron el visaje, ¡uñas!, y cierran a correr.

Yo no sé cómo se las apañó para montar el rifle: el caso es que arrancar los machos y crujir el tiro todo fue una misma cosa; y se taparon con el peñón que teníamos delante.

Echo a correr y me subo a lo alto de la cresta del peñón, y mirando, mirando, para ver por dónde rompían. Y los veo salir de una pinatada buscando un collado que hay más arriba. Les echo los prismáticos y veo al último cojeando. Y yo me dije: «Pues uno va renqueando. O es un cojo de otra vez. Eso lo veremos ahora, si va dando sangre o no».

Me vuelvo para donde estaba don José Luis, y me dice:

—¿Qué? No le ha dado, ¿verdad?

—Pues mire usted —le dije—, uno va cojeando, y yo no he visto antes cojear a ninguno; a lo mejor lo ha enganchado usted.

Y él:

—¡Qué va, hombre! Eso no puede ser: si yo no le he apuntado siquiera.

—Bueno, usted no le habrá apuntado, pero puede haberle dado.

Nos bajamos del peñasco y tiramos para abajo, por donde habían pasado los machos, y en el sitio donde se veían muy claros los arrancones de cuando se espantaron, allí mismo, veo una cosilla colorear como la yema de un dedo: me agacho a cogerla y era un pedacillo de riñón. Conque ya tenemos tela cortada. Y me vuelvo para él y le digo:

—¿Ha visto usted esto?

Lo coge y dice:

—¡Esto es una madroña!

Y yo:

—¡Que madroña ni que leche! Huélalo usted.

Y se lo arrimé a las narices. Y me dice:

—Vaya, pues es verdad; esto huele a carne.

—Y tanto: como que es sebo de riñón. Y ahora resulta que si el macho que iba cojeando es cojo de hoy, es que ha herido usted dos machos: éste del tiro de riñón, que tiene que estar por aquí cerca, que este bicho no puede haber pasado con los otros; y otro, el cojo, si es que es cojo de hoy.

—Que no, Justo, que no puede ser.

—Bueno, vamos a verlo —le dije.

Me meto a rastrear, y no habíamos andado cincuenta pasos de donde lo tiró y veo al hombre que suelta el rifle en una piedra y sale corriendo:

—¡Mi macho! ¡Mi macho!

Él lo vio antes que yo: un macho panza arriba, allí en el pinar, seco. Pero nada, allí a cincuenta metros de donde lo tiró.

—Este es el de la madroña —le dije—. Ya tiene usted ahí uno.

Y era un macho bueno, que raspaba los setenta.

—Ahora —le dije— vamos a ver si da sangre el cojo.

Y, efectivamente, a poco de mirar empecé a ver gotillas de sangre en las piedras y en las matas, a la altura de las corvas. De manera que ¡vaya si iba enganchado! del anca derecha, en lo gordo del muslo.

Y don José no salía de su asombro:

—¿Y cómo ha podido ser esto? —decía.

—Pues ya lo está usted viendo. Le ha pegado usted al primero en el riñón, y como no ha tocado hueso, pues no ha explotado la bala, y después de enhebrarlo, ha enganchado por el anca al que iba detrás, que ya veremos cuándo le vamos a tentar los cuernos a éste, si es que se los tentamos.

Le echamos voces al arriero y nos pusimos a aviar al del riñón. Y ya era tarde, y se empezaba a ver poco, de manera que nos volvimos donde nos esperaba el coche, que teníamos más de hora y media hasta llegar a él. Y dejamos el rastreo del cojo para el día siguiente.

Por la mañana, bien temprano, ya estábamos otra vez vuelta a coger los rastros en la pinatada por donde vimos voltear a los machos la tarde anterior, en dirección a un sitio que le dicen la Cerrada de las Caracolas, porque hay allí un estrecho con unos cornitales que forman unos dibujos como de caracolas.

Los rastros estaban claros y los fuimos siguiendo hasta llegar a lo alto del collado, y allí nos sentamos a registrar todo aquello con los prismáticos, por si el macho herido se hubiera quedado rezagado de los otros, escondido en los barrancos aquellos, que son muy querenciosos.

Además de don José Luis venían con nosotros mi primo Pedro Vilar y don Antonio Moreno, un señor de Cazorla que era amigo de don José Luis y venía de voluntario, aunque por entonces, que de esto hace lo menos diez años, no era cazador ni había matado nunca una res y apenas sabía distinguir un rifle de una escopeta. Pero, en fin, el hombre venía por amistad con don José Luis, dispuesto a ayudarle a cobrar su macho. Y llevaba un escopetón de gatillos y un bolsillo lleno de balas.

Mi primo Pedro Vilar llevaba atada a su perra, que era una podenca muy buena para las reses, porque yo le dije la noche antes:

—Mira, Pedro, te traes la perra por si el macho se arranca y no podemos tirarle, le damos careo a ver si nos lo para.

De modo que estábamos la comitiva en lo alto del collado, registrando todos los riscales aquellos, como el que busca una aguja en un pajar, cuando mi primo me dio un golpecito en el brazo y me dijo:

—¿Ves el alerón aquel; allí, en lo hondo de la cerrada? Entre las dos matillas de piornos, allí está echado.

Enchufé los prismáticos hacia el sitio que me indicó y, efectivamente, allí estaba el bicho acostado. Le vi relucir un cuerno: de modo que movía la cabeza, luego no estaba muerto.

Le señalé a don José Luis el sitio, y le dije:

—Ahí está el penitente, y está vivo. De modo que ya tenemos al toro suelto en la plaza.

Pero él llevaba razón en lo que me dijo:

—¿Y si no es el herido? A lo mejor es otro.

—No lo crea: en este sitio y la hora que es tiene que ser el de usted. Pero, en fin, eso no podemos saberlo hasta que se arranque y tenemos que llevar cuidado de no tirarle hasta que se mueva, vayamos a matar otro que esté sano.

Total, que le fui recetando a cada uno lo que tenía que hacer. Le dije a Pedro:

—Tú te vuelves por aquí con la perra atada, y si se te escapa te pego un tiro. Y te llevas a don José Luis contigo, y cogéis la senda y le dais la vuelta para entrar por encima del rastillo, y luego pilláis la pletina aquella donde está dando el sol y seguís la cornisa alante, alante, y en cuantito lleguéis a los peñones ya estáis encima del macho. Que se asome don José Luis con cuidado, y tú estoses un poco o dejas caer una chinilla para que se levante el macho, y si le veis cojear, que lo remate don José Luis. Y si no se queda en el tiro y veis que va fresco, le das careo a la perra a ver si lo para. Y no te olvides de llevarle el hocico cogido a la perra, que ya sabes lo escandalosa que es, y como rompa a ladrar lo tiramos todo por alto.

—¿Y tú, te vas a ir abajo? —me preguntó mi primo.

—Sí, mientras vosotros navegáis para allá, yo voy a coger todo el ladero abajo, para que el bicho se entretenga viéndome de lejos, que mientras me esté viendo no se mueve, y así podéis poneros allí sin que os sienta. Yo me iré luego a lo hondo del barranco, de forma que si el bicho corre y la perra no lo para, como tiene que correr para abajo, allí lo espero yo.

Y don Antonio, como iba de novicio, quería hacer méritos, y me dice:

—¿Y yo qué hago?

—Pues para usted tengo un sitio buenísimo —le dije—. Usted se va ir por mitad de la ladera y se entra usted por lo alto del portillo aquel que bizquea al sol, y a esperar allí quieto como una estatua, que si el macho tiene más salud de la que creemos y no rompe para abajo por derecho, lo más seguro es que le entre a usted.

Conociendo a don Antonio y la vitalidad que tiene, yo le tracé un camino como para darme a mí tiempo de bajar tres veces al barranco y que Pedro pudiera ponerse con don José Luis en los peñones de arriba, pero como este don Antonio anda como las cabras, pilló como un galgo la ladera arriba, como si fuera a apagar fuego, y cuando los demás estábamos a mitad de camino, ya estaba él en la punta del ladero.

El macho debió verlo o sintió rodar una piedra y se levantó. Y era el macho que buscábamos, que llevaba una pata colgando como un cencerro. ¿Y qué pasó? Pues que como don José Luis no había asomado todavía a los peñones, vio correr al macho cojeando, y tuvo que tirarle desde muy lejos y no le dio. Gastó cinco balas y no le dio. Y el macho rompió a correr barranco abajo, como si tuviera los cuatro pies sanos, derecho adonde yo estaba. Sonaron dos tiros de la escopeta de don Antonio Moreno, que al macho no le iban, pero a mí sí me pasaron cerca. Y me tiré para los peñones, y dije: «Yo ya no saco la cabeza, que éste me la vuela».

Al momento, lo que tardó en cargar la escopeta, otros dos barrenos de don Antonio. Y otros dos más. Y así hasta que acabó la munición, y todas las balas fueron a dar en los riscales donde yo estaba metido, que aquello parecía la guerra.

A todo esto, Pedro había soltado la perra, y le metió un lampreazo al macho y venían los dos dando tumbos, y don Antonio soltando tiros, que por poco mata a la perra; hasta que, un poquillo antes de llegar a mí, el animal se hizo firme con el macho y ya salí de detrás de las piedras y fui a rematarlo con el gañivete, y resultó que el bicho llevaba un tiro de los de don Antonio en la panza, que a fin de cuentas si no es por él a lo mejor no lo hubiéramos cobrado.

Fueron dos machos buenos: el del riñón, que dio setenta, y este del anca, setenta y tres[1].