Corría el año del Señor de 1951, cuando Justo Cuadros Vilar abjuró de un pasado turbulento, cambiando la escopeta por la carabina, y sentó plaza de guarda mayor del Coto Nacional. Lo que se dice en política cambiarse la camisa.
El enemigo mortal de las cabras, que estaba literalmente acabando con ellas, se transformó de la noche a la mañana en su más celoso protector. Y para hacer las cosas lindamente, catequizó y arrastró consigo a los que habían sido hasta entonces sus compañeros de fechorías: Inocente Pasos Largos, Pedro Crespo, Donato, Marcelo el Nutrio, Pedro Vilar… Todos ellos iban a poner, en adelante, la experiencia acumulada en muchos años de corretear por el monte a la guerra galana, para que el coto fuese un éxito.
Así, a primera vista, parece un contrasentido la transformación de un furtivo en guarda; sin embargo, no es un caso extraño ni mucho menos: casi todos los grandes guardas de caza han pasado por el noviciado del furtivismo antes de tomar los hábitos y velar las armas de la guardería andante. Eso mismo les pasó a los Blázquez o a los Núñez, de Gredos: monteseros antiguos, con el olor del monte pegado a la ropa, pecadores de todos los pecados, camino de la canonización.
La duda estaba en ser una cosa o la contraria. Lo que decía una señora: «No sé si tomar una criada o ponerme a servir». Y en el caso de Justo no había muchas ofertas donde escoger. Le preguntaron: «¿Quieres ir a parar a la cárcel o te gusta más ser guarda mayor?».
—Pues, ¿qué iba a hacer? Pillé y fui a que me tomaran medida para el uniforme.