Hace diecisiete o dieciocho años a mi primo Pedro Vilar y a mí, que ya éramos guardas, nos faltó poco para acabar más tiesos que el rabo de una paleta. Y eso fue un 28 de diciembre, el día de los Inocentes.
Tuvimos que atravesar toda la sierra, para ir a dar con los huesos en Santiago de la Espada, por el motivo de que teníamos allí un juicio de unas denuncias que habíamos puesto, y habíamos firmado el «enterado», de modo que si no nos presentábamos fallaban en contra. Así es que no teníamos más remedio que ir, y fuimos.
Para promediar un poco el camino tan largo que nos esperaba, decidimos ir a dormir a la Nava de San Pedro, para seguir viaje al día siguiente a Santiago de la Espada. Y así lo hicimos.
Las cosas empezaron a torcerse ya en la Nava de San Pedro: dormimos malamente en la casa de los guardas, que está en el vallejo, y a media noche me despertó un ruido muy raro y me eché mano al encendedor para ver qué era aquello, y fui a sacar un pie de la cama, y al ir a ponerlo en el suelo, el agua me llegó al tobillo.
—¡Pedro!, ¡Pedro! —empecé a llamar a mi primo, que dormía en la cama de al lado—, que aquí está esto nadando.
Y él estaba dormido como un tronco y no oía mis voces. Pero la mujer del guarda, que dormía en la cámara, debía tener el sueño más ligero y sí me oyó, y en seguida comprendió lo que pasaba. La oí decir desde arriba:
—Eso va a ser la jordana, que habrá reventado la jordana.
Y Pedro venga a roncar, dormido como una marmota. Yo pensé: «Verás cómo te vas a despertar en seguida». Y metí una mano en el agua y le eché una garfada por la cara, y pegó un brinco y se despabiló en menos tiempo que tarda en santiguarse un cura loco.
Mientras tanto, la mujer del guarda bajó la escalera y se puso a alumbrarnos con un candil, y Pedro con una azada y yo con un azadón nos liamos a trabajar haciendo un roto en el escalón de la puerta que daba al campo, y rompimos por debajo para darle salida al agua por el boquete.
En fin, aquello ya pasó, corrimos la leña al otro rincón, y fue la mujer por unas teas secas y encendimos una buena lumbre, y ya no dormimos más. Luego nos puso de desayunar un tazón de café y chicharrones que tenía de haber hecho la matanza. Y después, a las siete y media o las ocho, que no era de día todavía, le dije a Pedro:
—Venga, Pedro, vamos, que hay que irse.
Nos pusimos la ropa de agua y echamos a andar la vereda arriba y nos metimos trochando por sitios que conocíamos, hasta llegar a Rambla Seca, que es como si dijéramos la entrada de los Campos. Al venir el día se echó el aire y dejó de llover, y empezaron las nieblas y el tiempo barruntaba nieve.
—¡Vaya penitencia que nos han echado, Justo! —me dijo Pedro.
Teníamos que pasar por tres aldeas, perdidas en medio de los Campos, antes de llegar a la Matea, que era donde pensábamos dormir, para ir al otro día a Santiago de la Espada.
Así que era verdad lo de la penitencia que decía mi primo. Pin-pan, pin-pan, atraviesacampos nos fuimos metiendo en aquellas soledades. A ratos nevaba y a ratos dejaba de nevar y se liaba una ventisca que se llevaba volando la nieve que arrancábamos con las botas: donde hacía loma estaba todo lamido del aire, y en los hoyos le llegaba a uno la nieve al cuello. ¡Madre mía! Y en las lomillas había cuajado el hielo y había que bajarlas resbalando, aquí me caigo y allí me levanto.
Antes de llegar a Camarillas, que era la primera aldea que debíamos pasar, tuvimos que penar lo nuestro, y Pedro se perdió y me perdió a mí. Iba yo delante por el camino, todo cerrado en nieblas, y Pedro me decía de vez en cuando:
—¿Adónde vas, Justo? ¿Adónde vas? Que vamos a ir a resultar a la Puebla de Don Fadrique.
Y yo le decía:
—No, Pedro; que vamos bien.
Y él:
—Que no, Justo; que te vas tirando muy a la derecha.
Y yo:
—Que no, Pedro.
Y él:
—Que sí, Justo; que te vas tirando muy a la derecha; que te vas tirando muy a la derecha.
Hasta que me harté de oírle y le dije:
—¡Bueno! Echa tú adelante; tú que lo sabes.
Echó delante, y venga a la izquierda, a la izquierda, y como aquello es todo llano, no hay árboles ni peñas ni nada, y el campo es siempre el mismo, kilómetros y kilómetros, y la niebla montada encima, pues nos perdimos bien perdidos. Yo calculé que debíamos estar a la altura de Los Dornajos, o quizá un poco más adelante, pero tampoco estaba seguro. Le eché un silbido a mi primo para que se detuviera:
—¿Sabes dónde me llevas, Pedro?
—Creo que sí —me dijo—; debemos estar llegando a Camarillas.
—¡Que te crees tú eso! —le dije—. ¿Sabes dónde estamos? Te lo voy a decir: camino de Pinar Negro. Y también te voy a decir otra cosita, Pedro: que tú sabes muy bien que aquí se han helado muchas criaturas: unas, por no saber, y otras, por saber demasiado; en cuanto uno se desnorta con la niebla está perdido. Vayamos a que nos pase eso a nosotros. Ea, ya lo sabes; ahora tira por donde te salga de los cuernos, si quieres.
Seguimos andando un poco más, hasta que vinimos a toparnos de narices con un pino.
—Mira, Pedro, ¡un pino! —le dije.
—Sí, un pino. ¿Es que hay pocos en nuestra sierra?
—No, no es eso —le dije—. Es que esta no es tierra de pinos. Camino de Camarillas no podemos pasar por ningún sitio donde haya pinos. Cerca de Don Domingo sí hay algunos, pero hasta Camarillas no hay ni uno. De manera que vamos perdidos.
Le di dos vueltas al pino, mirándolo por todos lados y pensando dónde podíamos estar. Yo no hacía más que preguntarme: «¿Dónde he visto antes este pino?». Tenía unas ramas gordas, con los nudos cortados y el tronco recomido de haberle ordeñado la resina y haberle sacado teas los pegueros.
—Pedro, ¿ves cómo nos has perdido? —le dije.
—¡Que va! —decía el muy cabezón—. Lo que pasa es que te tiraste muy a la derecha y todavía nos falta para llegar a la dirección buena.
—No, no. No vamos bien —le dije—. Mira: ya me acuerdo dónde está este pino. ¿Sabes? Estamos en los Chiclanos, y por debajo deben estar las paratas del Risco, para que lo sepas. En la punta de aquellas peñas, en esa dirección, estará la cueva esa que le dicen La Secreta.
Y él:
—¡Qué no, quita tú, que no! Que ahí no hay ninguna cueva, Justo.
—¡Bueno! —le dije—, nos vamos a desengañar. Tú sigues como cien metros para allá, y si encuentras una garitilla, te tiras por ella; al otro lado tiene que haber un peñasquete medio ahumado, y a la derecha, una parata y un tabacal, con la puerta mirando a la entrada del covacho. Si está eso ahí, es que estamos en Los Chiclanos, y si no, es que estamos perdidos.
Conque fue Pedro al sitio que le dije, y al ratillo me echó voces llamándome, y era que había dado con lo que yo le dije: allí estaba el peñasquete ahumado y la parata y el tabacal.
—¿Ves cómo estamos en el Risco, Pedro? ¿Estaba yo en lo seguro?
—Vaya, vaya —me dijo—; pues, sí. Tú que sabes, tira para adelante.
Conque vuelta a hacer el relevo: yo, delante, y él, detrás, un poco mohíno, y pin-pan, pin-pan, a desandar lo andado, por los mismos rastros, rumbo a Camarillas. Gracias a Dios, se veía un poco más que antes, porque la niebla se había despejado algo. Así nos metimos otro par de leguas en el cuerpo, hasta que oímos ladrar a un perro: jau, jau, jau. Un perraco que tenían allí, y a poco vimos traslucirse la figura de un hombre y fueron apareciendo entre la niebla las casucas de Camarillas.
En cuanto nos vio el hombre, mandó callar al perro, y se metió en la primera casa a avisarle a las mujeres que preparan los calentadores. Le oímos decir:
—Mujeres, preparar los calentadores, que vienen dos hombres.
Los calentadores son unos cacharros que tienen puestos a la orilla de la lumbre, que les caben cuatro o cinco litros de agua, y los tienen siempre al lado del fuego en el invierno. Va la gente helada y se arrima a la lumbre y las uñas se le saltan y le duelen las manos y la cara. Y para que eso no ocurra, ponen un barreño con agua tibia, y le van añadiendo caliente poco a poco, y uno se va lavoteando allí hasta que la sangre le empieza a circular.
Me acuerdo de que al ir a quitarse Pedro la pelliza se dio con el codo en el filo de la boina y salió la boina rodando por el suelo como un queso. Y a mí se me partieron los pantalones de pana nuevos que llevaba: crujían como el cristal y se me partieron por las rodillas al ir a sentarme. Íbamos medio congelados, vaya.
De manera que allí estuvimos descansando un rato. Aquellas gentes eran muy pobres, pero, como es costumbre en la sierra, nos dieron lo mejor de su pobreza: lo poco bueno que tenían. Comimos un bocado y un jarro de leche de cabra muy caliente y nos estuvimos calentando a la lumbre tan a gusto. Y luego no querían dejarnos ir, sino que empezaron a porfiar para que nos quedáramos allí a pasar la noche. Pero como ya serían lo menos las tres de la tarde y el temporal estaba parado y, además, el camino que nos quedaba no tenía pérdida, les dijimos adiós y nos fuimos, enfilando las navas en dirección a otra aldea que le dicen Don Domingo, y ya con poca luz y nevando llegamos a la Matea, y fuimos a llamar a la puerta del suegro de Donato a pedir posada.
Cuando estuvimos refiriendo el viaje en casa del suegro de Donato, que era un hombre de esos antiguazos que hablan con el corazón, decía:
—Pero ¡hombre! ¿De las sierras de Cazorla han venido ustedes? ¡Válgame la Virgen! ¡Si eso no es posible! Hoy no pasan los cristianos por los Campos.
—Pues nosotros no somos cristianos, que somos moros —dijo Pedro.
Y el viejo, al oír aquel despropósito, se santiguaba. Muchos de ellos no habían salido en su vida de los Campos y no sabían ni dónde estaban las sierras de Cazorla, y no había forma de hacerles creer que habíamos pasado los Campos en un día como aquel. Y eso que la gente de la Matea y Camarillas están acostumbrados a ver nieve y pasar fatigas: se han criado en eso y, sin embargo, muchos se han perdido en la nieve en días de nieblas y la nieve les agotó y no resultaron vivos.
Pedro y yo dormimos aquella noche en la Matea, y a la mañana siguiente seguimos viaje hasta Santiago de la Espada en unas bestias que nos prestó el suegro de Donato, y llegamos al juicio, que por poco acaba siendo el juicio final para nosotros.