Cuando dice la nieve «aquí estoy yo», en la sierra se paraliza todo. Y ha habido casos de personas que se han muerto en invierno en una cortijada de esas que están metidas en lo hondo de la sierra y no se han podido enterrar en cristiano hasta la primavera, porque no había manera de sacarlos de allí.
Yo me acuerdo de cuando Dolores estaba embarazada de mi hijo Jesús, hace ya veinticuatro años, que yo estaba entonces de guarda en un sitio que le dicen Los Ranchales, a este lado del Gualay, en un barranco allí metido, en una casa forestal que todavía está en pie, pero abandonada y medio hundida: que se han encontrado machos monteses muertos dentro de la casa, porque se conoce que los animales vienen a meterse dentro buscando un resguardo, y coqueándose o mosqueando, le han empujado a la puerta y se ha cerrado, quedándose pillados dentro. Y los hemos encontrado muertos.
Eso ocurrió hace unos cuantos años, y el año pasado se repitió el caso, y una vez que pasé yo por allí cerca, que íbamos cazando, hace pocos meses, me acordé de lo que me habían contado y me acerqué a la casa, y como no llevaba herramientas apropiadas para arrancar la puerta, lo que hice fue abrirla bien del todo y ponerle unos peñones gordos sujetándola, para que no se pudiera cerrar con el viento, y para estar más seguro cogí un peñasco y la emprendí con un ventanillo que da a la cuadra y le hice un buen roto, que casi cabe un hombre de pie. Y como la cuadra comunica por dentro con el patio y el muro está medio en ruinas por un lado, ya me quedé tranquilo sabiendo que, en caso de apuro, un macho puede salir de allí por las malas.
Pues en esa casa de Los Ranchales vivíamos nosotros entonces, y como es un sitio tan solitario y el invierno lo teníamos encima, que esto era ya a mediados de octubre y Dolores embarazada de más de ocho meses, que le faltaba poco para salir de cuentas, le dije:
—Tú no das a luz aquí, Dolores.
Y pillé y la llevé a nuestra casa de Cazorla, y me quedé allí con ella hasta que dio a luz y nació el Jesús. A los pocos días me volví solo a Los Ranchales, para darle una vuelta a aquello, pensando volver a Cazorla a la semana siguiente y traerme otra vez a Dolores y los hijos a la sierra.
Pues llevaba dos días viviendo solo en Los Ranchales cuando una noche de aquellas cayó un nevazo que me tuvo aislado tres meses y medio, sin poder salir. Y menos mal que me pilló con bastante suministro, que habíamos hecho matanza poco antes, y, además, lo que podía amañar por el campo con la escopeta: que el campo siempre tiene algo que dar a quien sabe buscarlo.
Cuando me enteré de la nevada que había caído fue por la mañana, que fui a abrir la puerta para salir y me encontré con que era de noche. Y yo pensaba «Si ya tiene que ser de día, si llevo ya más de un hora levantado»; pero como no entraba ni pizca de luz ni por la puerta ni por la ventana, es que debía de ser de noche todavía. Sin embargo, cuando fui a meter leña en la chimenea me pareció que los cacharros que había allí puestos reflejaban un poco de claridad que entraba por el tiro de la chimenea. Y pensé: «Si ahora no hay luna, ¡qué cosa más rara!». Total, que para desengañarme subí a la cámara y al abrir la ventana me encontré con que le faltaba a la nieve menos de un metro para llegar allí.
Bajé a abrir la puerta que daba al campo, que abría hacia adentro, y colgué un candil de un clavo para alumbrarme un poco, y fui a buscar la pala del horno, que tenía un astil muy largo, y con ella empecé a escarbar la nieve hasta que pude hacer un roto y entró la luz del día. Luego estuve ensanchando el agujero con la azada, hasta que pude salir afuera, y empecé a pisar la nieve, y hacía bloques y los cortaba con la azada y luego los cogía en brazos y ¡hale!, los iba tirando por un pechete que había detrás de la casa. Me di una buena trabajera porque me tenía cuenta dejar libre la salida antes de que la nieve se helara y costara más trabajo romperla.
En fin, que allí pasé tres meses y medio, solo, con dos perras de caza que tenía por toda compañía. Y la suerte fue que me cogió con bastante aceite y harina y pólvora. Por las noches me entretenía en recargar cartuchos, y cuando el tiempo me dejaba, salía con las perras a cazar liebres por los rastros y cortaba leña, preparándome por si me venía otro cautiverio.
A lo mejor se tiraba tres días lloviendo y la nieve bajaba. Pero luego volvía el frío y a helarse todo otra vez, y vuelta a nevar. En el patio y por delante de la casa yo no le dejaba a la nieve subir mucho, pero en el monte subía todo lo que quería.
Me acuerdo que aquel mismo año, más abajo de donde me pilló a mí el nevazo, en un sitio que le dicen la Piedra los Arrimaícos, había ocho o nueve yeguas con las crías, que eran de los naveros de la Nava de San Pedro, y los animales andaban sueltos por el monte buscándose la vida, y qué nevazo no les caería que los envolvió y les taponó la entrada de la cueva donde se metían por la noche, que era más alta que una casa: bueno, no es que cayera ese grueso de nieve, sino que el aire y la ventisca fue acumulando la nieve en el lado que daba al temporal y les tapó la salida.
Las yeguas se quedaron allí cautivas y se comieron los ronzales y las colas unas de otras del hambre que pasaron, y a los catorce o quince días, que, por fin, pudimos dar con ellas, estaban medio desfallecidas. Los naveros estuvieron buscándolas por todas partes sin encontrar rastro de ellas, y dijeron: «Nada, se han muerto y la nieve se las ha tragado; ya resultarán cuando se vaya la nieve».
Finalmente dimos con ellas cuando salió el sol y la nieve se raseó un poco y se heló y ya pudimos andar por encima. Como los dueños estaban tan apurados y vinieron a decírmelo, fui con ellos y salimos todos a buscarlas, que parecía que íbamos ojeando perdices: lo menos nueve o diez hombres, abarcando medio kilómetro y avanzando en ala. Al asomar por lo alto del torcal de los Tejos, al acercarnos a las cuevas aquellas, me pareció ver algo así como un humillo que salía por lo alto, como una nubecita, y como estaba tan raso y no había niebla ninguna, y esto era ya a medio día, pues me extrañó aquello. Y era el vaho de los animales que salía la piedra arriba, que hacía como el cañón del tiro de una chimenea, y como se había helado la nieve, por entre las grietas salía el vapor, y era el vapor de los animales.
De manera que yo pensé: «Aquello es algo, allí hay algo». Y fui a ver qué era, y antes de llegar a la cueva se ve que los animales me barruntaron o me sintieron andar, porque como la nieve estaba helada crujía al pisarla. Y empezaron a relinchar, como pidiendo socorro. Y yo dije: «Ea, pues ahí están».
Ya no llegué hasta el sitio, sino que lo que hice fue volverme a donde estaban los naveros a darles el aviso de que allí estaban las cautivas y que daban razón de vida.
Algunos de ellos se volvieron a pedir en un cortijillo que había allí cerca que les dieran unas cargas de paja y grano, y los demás se pusieron a romper la nieve que tapaba la boca de la cueva, y mientras tanto las yeguas traían allí dentro un jolgorio de relinchos.
Cuando, por fin, salieron las resucitadas aquellas, más flacas que el flaco de Castilla, con las colas y las crines raídas, se tiraron a los pinos, y eso que el pino no lo come ningún bicho, y el pino salgareño menos todavía: pues rama de pino que pillaban, rama de pino que esquilaban. Los animales tambaleándose, que daba lástima verlos, y los potrillos y los muletos más secos que espárragos.