MONTESEROS EN LA PEÑA DEL HALCÓN

Inocente Pasos Largos, Pedro Vilar y yo hemos matado cabras para hacer otro coto como este. Cuando nos echábamos al monte con nuestros escopetajos colgados del hombro, nos sentíamos los amos de todo esto, y lo bichos, que nos conocían hasta de perfil y sabían que íbamos a por ellos, dirían eso de «sálvese el que pueda».

Cazábamos al aguardo, y recechando, y echando ganchitos, según se presentaran las cosas. Tirábamos con balas o con postas, cuando se terciaba; y matábamos los machos, si salían, y si no, las hembras.

Inocente, Pedro y yo, los tres juntos, hemos pasado muchas fatigas, que eran fatigas de las de verdad, y, sin embargo, ahora resulta que son los mejores recuerdos. Yo no lo entiendo, pero es así: mientras más se pena, mejor recuerdo queda.

Cuando se fundó el coto y las cosas empezaron a ponerse serias, a los tres nos hicieron la misma pregunta: ¿quieres ser guarda o prefieres ir a parar a la cárcel? ¿Qué remedio nos quedaba? Fuimos a que nos tomaran medida para el uniforme. Y nos destetaron de matar reses de la noche a la mañana, pero hasta entonces les vimos las tripas a muchas.

Me acuerdo de una vez que fui yo a dormir a lo de Pedro, que vivía entonces donde ahora está el Parque Cinegético, en la Nava de San Pedro, que allí vivían sus suegros. Pedro tenía casa aparte, y sembró unos canteros de patatas, y las tuvo buenas. Pues a resultas de esto se vio con mi padre en el camino de Cazorla, y le dijo:

—Tío Pepe, ¿tiene usted patatas de simiente?

—Pues, no, que no tengo, y ando buscándolas.

—Pues yo —le dijo Pedro— he aviado unas coloradas muy buenas, que las traje de la provincia de Almería el año pasado. Si quiere usted algunas, mande por ellas.

—Me parece bien —le dijo mi padre—, te mandaré a Justo y que se traiga unas pocas.

Me mandó a mí, y me llevé para mi casa un par de cargas en dos mulos, allá por treinta arrobas.

Total, que hablando allí nosotros mientras se envasaban las patatas y se pesaban y demás, me dice Pedro:

—¿Cómo andas ahora de caza?

—Pues oye: ya hace tiempo que no mato ninguna chata —que le decíamos chatas a las cabras—, hace lo menos quince o veinte días.

—Ayer vieron cinco en Los Tornillos, ahí por la Cueva del Agujero: dos cabras y tres machos.

—¿Estás seguro? —le pregunté.

—Sí, sí, el que las vio no me engaña —me dijo—, que es el padre de Inocente.

Las cabras andaban entonces a salto de mata: si se aposentaban en un sitio cualquiera, en las Banderillas o en las Lanchas de Pilatos o donde fuera, y se les zurraba allí, trasponían a guardarse a otro sitio. Y por donde quiera que iban, los pastores o la gente que las veía, lo comentaban y nos lo decían, con la golosina de sacar tajada de la información, y en seguida nosotros a tirarles.

El padre de Inocente era el Tío Francisco de la Fuencubierta, un hombre viejo, casi de setenta años, pero muy montesero también, y merecedor de confianza. De manera que le dije a Pedro:

—Arregla las cosas, que vengo a caer mañana a lo alto de la Mesa y nos juntamos allí.

Eso era por noviembre, pero había venido un otoño seco y no había ni chispa de nieve en la sierra.

—Como viene el aire ahora, mejor —dijo Pedro.

Y es que el aire estaba viniendo Norte.

—Pues nada —le dije—, nos juntamos en la Mesa.

—¿Y para qué quieres venir a la Mesa desde Sacejo? —que era donde vivía entonces mi familia, donde está ahora el Parador de Turismo—. Igual te tiras para abajo al Calerón y agarras el arroyo de los Habares arriba, y nos juntamos en el collado del Halcón.

Me pareció bien y se lo dije. Sólo nos quedaba ponernos de acuerdo en la hora en que nos íbamos a reunir.

—Eso, tú veras a que hora nos juntamos allí —le dije.

—Al amanecer, que quien pierde la mañana pierde el día, y conviene que tengamos tiempo por delante y no haya luego carreras.

De manera que en eso quedamos. Me fui a mi casa con mis dos cargas de patatas, y al día siguiente salí con las estrellas y una hora antes de amanecer ya estaba yo fumándome un cigarro en el collado del Halcón. Y estando allí esperando, todavía entre dos luces, sentí silbar a las monteses, ese pitido que pegan cuando se asombran de algo, y luego oí rodar unos chinarros por la peña del Halcón, y después amaneció. Al poquillo de amanecer llegaron ellos: mi primo Pedro con Inocente Pasos Largos y su padre de Inocente, el Tío Francisco el de la Fuencubierta.

Total, que nos juntamos allí los cuatro, y liamos tabaco y estuvimos hablando de lo que nos convenía hacer.

El Tío Francisco llevaba un escopetón de aquellos de chimenea, que se cargaban por la boca, y le sobraban siete cuertas de cañón por encima del sombrero, y llevaba su tahalí y su cuerno de pólvora y todas las artes, y, además, un hacha enganchada del brazo, y en la cinta del sombrero lo menos dos docenas de orejas de las cabras que había matado en lo que iba de año: como para disimular, vaya.

—Me han silbado las chatas antes de amanecer —les dije—, se ve que les he echado aire y me han silbado en los poyos esos.

—Pues esas van a ser las que venimos buscando —dijo el Tío Francisco—, que las vi ayer tarde cuando iba con la mula por la Media Hanega, y se me arrancaron y fueron a ponerse en la peña del Tornillo, y se conoce que no se han visto seguras allí y se han ido a la peña del Halcón.

Y es un sitio malo, malo y difícil, como pocos de la sierra. Hay allí una cueva que le dicen la Cueva de las Monteses, que para meterse a registrar las lanchas aquellas hay que estar primero confesado y excomulgado.

—Hay que meterse a echarlas —dijo el Tío Francisco—, pero el que se meta no puede llevar más que las uñas: mal terreno.

La cueva está en medio de unas laderas muy malas de andar, con un desnivel grandísimo, y tiene unos pasos muy peligrosos: hay que subir descalzo, pues la piedra aquella es falsa, se bufa de los hielos del invierno y, al ir a agarrarse, se queda uno con los pedazos en la mano, y, para colmo de males, se pisa un chinarral que se desliza con mirarlo, y para subir allí, ¡válgame el Copón!, y para salir de la cueva, espérate.

El Tío Francisco sabía todo eso igual que yo y, sin embargo, dijo:

—Pues yo entraré, a ver si os echo las cabras. Ea, iros a las horquillas y poneros allí.

Con que pilló y le dio el escopetón a su hijo Inocente y el hacha a mi primo Pedro, y yo le dije:

—¿No la parece a usted, Tío Francisco, que si zapea usted las cabras de ahí, entrando por abajo, conforme está viniendo el aire, van a salir algunas por el Poyo del Añojo, a gatear por la Horquilla del Sabinar?

—Mucho me parece que entiendes tú, muchacho —me dijo—. ¿Tú sabes dónde está allí el puesto?

—Sí, señor —le contesté—. Allí donde hace un cañarrón para subir por la piedra.

—Eso es. Y allí, si suben, las ves venir el losal alante. Tú te vas a ir allí, y Pedro que vaya a lo alto de los rasos, y mi hijo a las horquillas. Y yo os daré tiempo a que os pongáis, y luego os las echaré.

El Tío Francisco el de la Fuencubierta aprendió a cazar cabras al lado de mi tío Ramón Viñuelas, el hermano de mi abuelo, y allá por 1870 ya iba de zagalillo con los Matamachos y había matado lobos y corzos por docenas, y todos le respetábamos como uno de los cazadores más entendidos de la sierra, y cuando él decía su opinión, no había más que decir amén.

De manera que, conforme él lo mandó, agarramos, pin-pan, pin-pan, cada uno para su sitio, cuando ya asomaba una rajilla de sol por lo alto de los crestones y el aire seguía firme.

Llegando a la mitad de mi camino me volví a mirar si el Tío Francisco había traspuesto, y lo vi trepando tan seguido, con sus setenta años, como si fuera un zagal. Me acordé del dicho que dice: «la zorra muda el pelo, pero no las costumbres», y luego lo vi que se paraba a quitarse las botas al llegar a lo malo.

Yo llegué a mi sitio al cabo de un rato, y no había hecho más que ponerme en una sabinilla que hay allí, que es donde había que ponerse, cuando siento ¡poom!, un cascabillazo allí por donde debía estar puesto Inocente Pasos Largos, y a la miajilla: ¡poom!, ¡me cago en la leche!, dos tiros. Me amago detrás de la sabina, con los cañones apoyados en una rama recia, y en la mano izquierda, sujetos, otros dos cartuchos de repuesto, y mirando que se me salían los ojos. Al ratillo oigo rodar piedras, y me asoma una cabra con dos machetes, uno de unos cinco años y otro más pequeño, de tres o así. Se me vienen los cabros el losal alante, botando en las riscas, y yo dejándolos venir sin mover una pestaña, hasta que llegó el momento: enristro con la cabra, que era la que venía delante, y le pegué un tiro en mitad de los pechos, que no hizo más que dar el tumbo. ¡Huy!, pega un bandazo el machillo mediano, que iba detrás, y se tira para abajo y pega un brinco: ¡poom!, a voltear. Al momento, abro la escopeta, le meto munición, cuando me veo al otro machillo que había brincado por encima y estaba gateando un rastillo que iba a salir al collado: enderezo con él: ¡poom!, y el tiro se me fue delantero. Y se queda plantado como una estatua. Le afino bien con el cañón izquierdo, y panza arriba también. Cuatro tiros, tres reses. Cargué la escopeta, por si alguno decía de irse, y fui a rematarlos con el gañivete.

Al cabo del rato, que ya estaba el sol bien alto, lo menos las once de la mañana, veo venir hacia mi puesto a Inocente y a Pedro Vilar, y detrás venía el Tío viejezaco. Yo había juntado mis tres reses a la sombra de la sabina, de modo que no podían verlas. Y desde lejos oigo a Inocente que me llama:

—¿Qué ha pasado, Justo?

—A mí no me han entrado más que tres —les dije—. ¿No eran cinco?

—¿Y qué ha pasado? —volvió a preguntar Inocente.

—Pues ahí están quietas —le dije.

Los vi que se daban con el codo unos a otros, conforme avanzaban hacia mí.

Pues resultó que Inocente se había cargado las otras dos: una cabra y un macho por el estilo del grandecete mío, y ya las habían aviado. A la cabra la mató con su escopeta de un cañón, y al macho, con la espingarda de chimenea de su padre, que tuvo la suerte de que no le dio fallo, que esas escopetas daban muchos fallos, eso de: ¡chsss… pon!, y no salía el tiro. Pero cuando estaban bien resebadas, con la pólvora muy atascada por la chimenea y procurando que el mixto vaya bien enjuto, no dan fallo.

Total, que nos habíamos cargado el rebañillo, y el Tío Francisco, que era así muy modosito, va y nos dice:

—¡Bueno!, pues aquí hay que pensar lo que hacemos, que no tenemos ninguna bestia para acarrear la mortandad esta que hemos hecho.

—Aquí lo que hay que pensar es otra cosa —dije yo—: que venimos cuatro y son cinco reses, de modo que uno tiene que tocar a dos.

—Las dos más chicas para ti, Justo —dijo Inocente.

—Conforme, yo las haré buenas en mi casa.

—Pues las nuestras —dijo Inocente— también irán adonde tienen que ir.

Yo me quedé con la cabra que mate: una cabra de cuatro años, y el macho más pequeño; el macho mayor que mate, para el padre de Inocente; la cabra que mató Inocente, para Pedro, y el macho que mató Inocente, para Inocente.

Acabamos de aviar las reses y les cortamos las cabezas y las patas y las desollamos, y fuimos a tirar todos los despojos a una sima. Luego estuvimos comiendo de la merienda que llevábamos y, finalmente, cada uno se cargó su bicho al lomo, y cuando yo le di la vuelta a mi chaqueta y el Tío Francisco vio asomar el hule que le tenía cosido por dentro, dijo:

—¡Ah!, pájaro, ¿a cuántas de estas habrás quitado de pasar penas?

Le dije:

—Algunas, Tío Francisco. Pero nunca he matado tres en un día hasta hoy. Una, bastantes veces; dos, algunas. Pero tres, ninguna, hasta hoy.

Me saqué una soguilla de rejo que llevaba liada a la cintura, hecha por mí, que tenía nueve o diez brazas, y con ella até mis dos bichejos y me los eché a la espalda, y les dije: «Adiós y hasta otra». Y pillé y me fui.

Los días eran muy cortos, de modo que poco antes de llegar a mi casa de Sacejo empezó a oscurecer. Me tiré tres horas de camino, sin despegarme los cabros del lomo. Llegando al atajo que iba a volcar a mi casa asomó la luna, que estaba creciendo y tenía los cuernos para arriba. Y pensé: «Esta luna trae agua», acordándome del refrán que dice: «luna plana, agua mana».

Cuando llegué a mi casa y dejé caer los machos al suelo, la espalda me echaba bombas, y en los hombros, de rozarme la soga, parecía que me habían echado plomo derretido, porque aunque fueran las dos reses más pequeñas y no llevara más que el magro, ¿no iban a pesar entre las dos sus cuarenta kilos? Claro que cuarenta kilos los movía yo entonces mejor que ahora muevo la cayada.