LOS CORZOS DE LAS HABICHUELAS

A media hora escasa de «La Fresnedilla», que era donde yo vivía entonces con mis padres, habíamos apañado un huertecete, aprovechando el agua de una fuente que mana allí cerca, y teníamos plantada una haza de habichuelas, y eso les gusta mucho a los corzos. Aunque el huerto estaba muy bien bardado, con unas bardas tan altas como el sombrero, yo había visto rastros y echío de una pareja de corzos, de haber entrado a comerlas por la noche: abrían portillos y se colaban dentro. Y aquello no había manera de evitarlo como no fuera estarse allí de vigilancia.

Pues, por un lado, el daño que hacían en las habichuelas, y por otro, que a mí no hay nada que coma con más gusto que una pierna de corzo, como sabía ponerla mi madre, con orégano y mucha cebolla.

De manera que juntando el gusto de cazar, el de comer y, de pase, guardar las habichuelas, no fue preciso que nadie me empujara a hacer lo que hice, que fue montarles un aguardo a los corzos.

Una mañana de aquellas fui al huerto y estuve registrando las entradas de los bichos y los portillos más querenciosos, que se veían más usados. Y los dejé sin tocarlos, como los habían dejado los corzos. En un extremo del haza había un majano de peñones, y me lie a remontar peñones y me hice un puesto, y luego cogí la azada y me puse a hacer un hoyo por detrás de los peñones para meterme dentro, y apañé una tronerilla para asomar los cañones de la escopeta.

Cuando tuve todo arreglado, dejé pasar dos días para que la luna creciera del todo y para que se confiaran los corzos, y al tercer día, al venir la noche, me metí dentro del puesto a esperarlos. Esto era por el mes de mayo y la noche era templada y no se veía una nube. Me fumé medio paquete de tabaco y a esperar.

Yo sabía que los corzos, si venían, probablemente entrarían a última hora de la noche, y para entonces ya la luna se habría volcado y sería más dificultoso apuntar bien, y por eso les tenía puestos a los cañones unas orejillas de cartulina blanca, y a esperar, y sea lo que Dios quiera.

Me metí en el puesto, y allí quieto, atento a lo que viniera y viendo pasar la noche y cómo cambiaban de sitio las estrellas, hasta que empezó a entrarme una soñarera que me cerraba los ojos de vez en cuando y hasta creo que me dormí una o dos veces. De pronto, yéndose la luna, sentí como un ruidillo por entre los chaparros y me desperté sobresaltado; pero eran los zapatazos que pegan los conejos cuando les da por tocar el tambor. Luego apareció una corneja, que andaba cazando pajarillos, y daba esos pitidos que dan para asustarlos y que se muevan y poderles echar mano.

Cuando menos lo esperaba, sentí un golpe seco, y comprendí que aquello no podía ser nada más que el golpe de unas pezuñas en la tierra seca. «Ya lo tenemos dentro del huerto, Justo», me dije. Muy despacito, comprobé que tenía bien amartillados los perrillos de la escopeta y tantee en el hueco de una piedra donde tenía puestos otros dos cartuchos de bala al alcance de la mano, y ni respiraba: mirar y mirar asomando un ojo por encima de los peñones, y nada.

La luna daba en la ladera de enfrente, pero el huerto caía en la sombra y yo no me veía ni las manos. Al poco rato, ¡plun!, otro golpe, y era que brincaban las bardas del huerto y se habían brincado los dos corzos. Yo, con mis dos cartuchos de repuesto en la mano izquierda, y la escopeta enfilando los portillos, y fijo allí, cuando le veo a uno blanquear el culo: tienen el culo todo blanco, y andando el animal entre las habichuelas, dio la vuelta y me enseñó el culo.

No hice más que pegar la cara a la culata y emparejarme con las orejas del bicho y fui bajando hasta que calculé que estaba bien centrado en la paletilla, ¡poon!, le pego el zumbido, y al momento de crujir el tiro me voy con el cañón izquierdo, que le tenía puesto un cartucho de postas, a guardar la huida por los portillos, y al ver traslucir el culo del otro en el momento de brincar las bardas, ¡poon!, y se hizo un silencio, y luego, al poquillo, oí un ruido entre los chaparros que estaban cien metros por debajo del huerto. Pero, para mí, que también ese iba bien enganchado. ¡Me cago en la leche, los dos tiros!

Abrí la escopeta, le metí los dos cartuchos de bala y me salí del puesto. «Vaya, Justo —me dije—, esto parece que ha funcionado».

Pero no había manera de asegurarse, porque estaba la noche más negra que la boca de un lobo, y aunque anduve rebuscando al primer corzo entre las habichuelas y casi lo estuve pisando, no di con él. «Aquí no hay más que esperarse a que amanezca», pensé. De modo que encendí un cigarro y me puse a esperar que clareara un poco.

En la ladera de enfrente, al otro lado del río, había un cortijillo de uno que le decían Tío Toriles, que era también cazador el hombre, y debió sentir los tiros mientras dormía, y yo sabía que acabaría por presentarse a por carne, porque era costumbre que cuando alguien se hacía presente en el sitio donde se había matado una res, darle una parte. Y yo sabía que el Tío Toriles no iba a tardar en venir: y la verdad es que yo no quería partir con él, sino que tenía empeño en llevarme a mi casa mis corzos enteros.

Pues, efectivamente, oscuro y con estrellas se levantó el Tío Toriles, y sentí el portazo, y dije: «Ea, ya está; ya viene el Tío Toriles para acá», y luego oí ladrar a la perra que tenía, que era una perra que yo le envidiaba mucho porque, aunque era tuerta, era buenísima para los corzos. Pero tenía, sin embargo, un defecto grande, y es que era tuerta de un tiro que le dieron, y era sentir un tiro y escapaba a correr como si la fueran a matar: se quedaba uno sin perro, se le perdía el culo corriendo, porque el animal todavía se acordaba del percance.

Como ya se veía un poco, como una miajilla de reflejo en el cielo, dije: «Voy a ver si doy con el primer corzo». Me fui al sitio donde lo tiré y en seguida me dio el olor en la nariz, y es que el bicho estaba tapado por las habichuelas que aplastó al caer, allí mismo, tieso panza arriba. Le eché mano a la cabeza y le tenté los cuernos, de modo que era el macho.

Me lo cargué y lo llevé al monte que había detrás del majano, y lo escondí allí, colgado de la horquilla de un chaparro. Y cuando ya me volvía a coger la escopeta para ir a rastrear al otro corzo, veo traslucirse al Tío Toriles por entre unos terrenillos que bajaban a la vereda, y la perra allí alrededor de él haciéndole fiestas y él con su escopetón colgado. Yo pensé: «Esta perra lo trae derecho adonde están los corzos, y lo mejor va a ser espantarla y que se vaya, que el que quita la ocasión, quita el peligro, y luego veremos si puedo despistar al Tío Toriles».

Conforme lo pensé, no hice más que agarrar la escopeta y pegué un tiro al aire, ¡poon!, y veo a la perra pligar el rabo, ¡uñas!, y traspuso corriendo para la casa y se largó a Nueva York. Y el Tío Toriles venga a llamarla, y la perra que si te he visto no me acuerdo, dejándose el culo atrás.

«Ea, pues mira por donde —me dije— si quieres dar con los corzos te vas a tener que apañar tú solo, y se me antoja que vas a comer de vigilia».

Me colgué la escopeta del hombro y pin-pan, pin-pan, volteé la lomilla y vine a parar a la cabeza del puente, por donde él tenía que pasar el río, y me senté allí, y, para disimular, me puse a hacer crisneja: una sogueta de esparto para echarle un piso a las alpargatas.

Al rato vi venir al Tío Toriles a cruzar el puente, que no era más que una viga de pino labrado tirada de una orilla a otra.

Pasó el hombre el puente y se agarró la orilla arriba, hacia donde yo estaba. Pero él no me esperaba allí, tan cerca. Y yo, entonces, para llamarle la atención, estosí un poco, como carraspeando, y lo veo que se queda plantado con las orejas aguzadas como un podenco, y le llamé:

—Tío Antonio, ¿dónde va usted esta mañana?

Y el muy cuco, haciéndose de nuevas:

—Ea, pues mira, que voy a los puntales en busca de una cabra que debe andar por el paso del Quejigal, que se les perdió ayer a los zagales y tiene que haber parido, y voy a ver si la veo, y tú, ¿qué haces por aquí tan temprano?

—Guardar las habichuelas, Tío Antonio —le dije—. Y yo no sé, mire usted, yo no sé lo que será que esta noche que he estado de guardia no han venido. He estado ahí arriba durmiendo en el huerto y no han venido. A lo mejor es que les he dado la medicina.

—¿Y eso?

—Vera usted, me gasté dos cartuchos un poco antes de dormirme, y hace un ratillo he tirado otro, para que sepan que estas habichuelas tienen su amo que las guarda. Y ya que estoy aquí voy a aprovechar para echarles el agua a las patatas, y luego me iré a mi casa. Y a mí se me antoja, Tío Antonio, que los que vienen son de los Villares. ¿A usted qué le parece?

—Sí, que es posible —dijo—, es mala gente esa y andan siempre a la rebusca.

—¿Pues sabe usted lo que yo le digo, Tío Antonio?, que si les gustan las habichuelas, que las siembren ellos, que tierra tienen donde hacerlo, y que dejen quietas mis habichuelas.

Total, los dos sabíamos que no nos habíamos dicho ni una sola palabra de verdad, pero yo lo que quería era cortarle el camino antes de que llegara adonde debía estar muerta la corza.

Nos despedimos y nos dimos memorias para la familia, y luego él enfiló una vereda arriba que va al muelle del carbón, que le dicen el camino de Hoya Calderos. Y yo, para terminar la comedia, hice como que tiraba otra vez para el huerto, pero sin dejar de vigilar al Tío Toriles de reojo.

Y estuve acertado en no fiarme de él, porque no había hecho más que colar al río y lo vi que se metía el regajo arriba a darme la vuelta, y pensé: «¡Ay, pájaro! Tú lo que vas a hacer es agazaparte ahí para ver si hay algo».

De manera que, en lugar de seguir subiendo para el huerto, lo que hice fue amagarme detrás de una bujea que había enfrente de unos rasetes, por donde tenía que salir el Tío Toriles, si es que salía. Y yo me dije: «A este lo acecho yo, a ver adonde va».

Pero el Tío Toriles, que no era tonto, debió darse cuenta de mi maniobra, y al final no tuvo más remedio que salir al rastillo, y lo vi que iba tan pensativo el chaparral alante con el escopetón colgado del hombro. Iba trepando, trepando, y luego quebró para un sitio que le dicen El Bonal, y era que el muy cuco tampoco quería perderme a mí de vista, de manera que estábamos jugando los dos al escondite.

Pero, no interviniendo la perra, el juego aquel lo tenía yo ganado, porque sabía las tres cosas que había que saber: dónde estaba yo, dónde estaba él y dónde estaban los corzos. Todo era cuestión de paciencia. «Aquí no hay más que esperarse —me dije—, mientras te esté viendo conforme vas, no hay más que esperarse, y en cuanto te vea trasponer por lo alto de la Cuerda del Sabinar, echo una carrerilla y me hago visible en los canteros de patatas y me pongo a regarlas, para que te desengañes, y en cuanto salgas al rastillo, que desde allí ya no puedes verme, cojo la escopeta y me lío a rastrear a la corza».

Las cosas fueron saliendo como yo pensaba: lo vi salir por lo alto, y le vi que me veía, y en un santiamén estaba yo en el pedazo de las patatas, y allí teníamos un escabillo escondido, y di con él, y les eché el agua a las patatas, para que él me viera.

No había careado el agua a dos canteros cuando, por fin, vi al Tío Toriles trasponer el Sabinar, que desde allí ya no podía verme maniobrar. «Ea, vete por ahí —le dije—, a ver si cazas un lagarto».

Tiré el escabillo y agarré la escopeta y me fui a la punta de las habichuelas y empecé a rastrear a la corza desde el mismo portillo por donde brincó del huerto. Al voltear al otro lado de unas riscas empecé a ver unas gotillas de sangre en las hojas bajas de los chaparros: las fui siguiendo, siguiendo, hasta dar con la corza, que estaba cien metros más abajo, muerta.

Me la cargué y traspuse con ella adonde tenía escondido el macho; los junté y los destripé a los dos, sin desollarles ni cortarles la cabeza, y luego me lavé las manos en la fuente. Yo tenía un camino secreto para volver a mi casa y no temía que nadie me viera. De manera que, hale, Justo, con los dos corzos al lomo, y los hice buenos en «La Fresnedilla».