CACERÍA DE ÁGUILAS

Otras veces íbamos a cazar águilas reales, que nos las pagaban a cuarenta duros. Venía de vez en cuando uno que le decían Lengua de Trapo, que era medio inglés, y se llevaba los bichos para disecarlos.

Me acuerdo que una vez vi yo la muerte cerca con esto de las águilas, y tanto que, sólo al pensar en ello, siento que se me ponen tiesos los pelos del cogote.

Ocurrió que me junté con uno que le dicen Pedro Crespo, que ahora está de guarda conmigo y que era muy interesado para las cosas del dinero, y fuimos a ver si dábamos cuenta de una pareja de águilas que tenían el nido en un voladero que hay pasando el Collado de Zamora, mucho más allá del nacimiento del Guadalquivir, cerca de un sitio que le dicen Puerto Lorente.

Pues allí, pegado a la cornisa del voladero, estaba el nido. De manera que Pedro Crespo y yo lo teníamos ya acordado así, y habíamos preparado un puesto por encima, al pie de una sabina que crecía, y crecerá todavía seguramente, en el mismo filo, dando vista al barranco, que tiene un descuelgue grandísimo: un precipicio de cerca de doscientos metros.

El puesto lo teníamos hecho de mucho tiempo atrás, para que las águilas se fueran acostumbrando a verlo y no lo extrañaran. Y estaba muy bien hecho, que no entraba la luz nada más que por la tronerilla que le habíamos dejado para asomar los cañones de la escopeta. Y, además, muy bien camuflado, que le poníamos hasta flores por encima para que pareciera más natural.

Total, que llegó el día en que nos pusimos de acuerdo para ir a matar las águilas, y salimos pin-pan, pin-pan al amanecer camino de Puerto Lorente. Yo llevaba mi escopeta, mi munición y una cuerda que había apañado por si hacía falta, y Pedro llevaba el suministro para un par de días.

Cuando llegamos al sitio ya estaba el sol bien alto, que echamos lo menos tres horas de camino, y se agarró un ventarrón y venga a soplar el aire. No hicimos más que arreglar un poco el puesto y tirarle unas matillas verdes por encima, y nos metimos a esperar que vinieran las águilas. Pero estos bichos son muy astutos y algo debieron extrañar y no se arrimaban al nido. Pues nada, nosotros allí metidos y el aire venga y venga; y a esperar, y nada.

Nosotros sabíamos que no tenían más que un pollo, porque aunque el nido estaba en una cuevecilla remetida en el voladero, y no había forma de verlo desde arriba, Pedro, que es muy mañoso, se había apañado un aparatejo que era un palitroque largo con un cacho de espejo atado en la punta con un alambre, y asomando aquello por encima del voladero, se veía el nido, que estaba lo menos veinte metros por debajo. Y sabíamos que no tenían más que un pollo ya grandote.

Total, que se puso el sol en todo lo alto y que las águilas no venían. Y se echó la tarde, y el viento venga a soplar, y nada. Y yo sabía que ya no venían, porque las águilas no vuelan con lo oscuro. ¿Qué hacemos? Pues pasar allí la noche, dando diente con diente, porque no llevábamos mantas ni nada: solamente la ropa del cuerpo, y aunque era verano ahí por finales de mayo o junio, pero en esas alturas desde que se pone el sol hace frío: de día se cuece uno y de noche se hiela.

Allí pasamos la noche, y al venir el día me desperté, y ya estaba yo preparado sin perder de vista el barranco. Y sentí piar el pollo: pío, pío, pío, que esos bichos aguantan muchos días sin comer, pero se conoce que el animalito veía volar a los padres a lo lejos y los llamaba porque le apretaba el hambre.

Pues amanece, y nada: los pájaros sin venir. Y el aire vuelta a soplar, y que no venían. Y el pollo: pío, pío, pío, y nada.

Y ya bien metida la mañana siento a las grajas: tac, tac-tac, tac, que es una seña de que han visto al águila, que las tiene mucho interés, y en cuanto la vislumbran salen huyendo a guardarse de ella.

En seguida yo me preparé y vi asomar al águila, que venía refrenándose con las alas para meterse en el nido, y traía una borreguillo doméstico que había pillado para dárselo al hijo. Pues conforme venía, enderezo con ella apuntándole a la pechuga y le solté un tiro y soltó el borrego en el aire y dio unos quiebros y fue a caer contra las riscas y rodó a lo hondo del barranco. Yo le había tirado con postas casi tan gordas como garbanzos y sentí el porrazo de las postas al pegarle en la pechuga. Un bicho de estos es muy duro de matar y hay que tirarle con bala o con postas gordas: si no pasa demasiado cerca, lo mejor es tirarle primero con bala y tener en el otro cañón un cartucho de postas por si se marra el tiro mandarle otro recado al arrancarse.

Total, le pegué el zumbido y fue a caer a lo hondo. Y Pedro, que estaba adormilado, se despierta al oír el tiro y empieza:

—¿Le has dado? ¿Le has dado?

Porque como es más encogido que las mangas de un chaleco a lo mejor había estado soñando con los cuarenta duros.

Le dije:

—Mira, Pedro, allí frente a la cueva de la Higuera ha ido a caer; allí, junto al pino aquel que hace una joroba. Entérate, para cuando bajes a por ella. Yo creo que es la madre.

Bueno, pues vamos a ver si viene el macho. El macho es peor, más desconfiado todavía: se conoce que a la hembra le obliga más el cariño del hijo.

El padre debía andar volando por lo alto, porque el pollo no paraba de llamarle. Pero no consentía en arrimarse. Y yo, viendo que se echaba la tarde encima y que no venía, le dije a Pedro:

—Mira, Pedro, mejor es que bajes a por el pájaro, vayamos a que nos lo quiten los zorros esta noche; ya sabes donde está.

Bajó Pedro Crespo a recoger al bicho, que había que dar una vuelta muy grande para bajar, y echó lo menos dos horas en volver, que ya era noche cerrada cuando llegó con la hembra colgada del hombro, que le había amarrado una tomiza por las alas para que no le arrastraran por el suelo.

¿Qué hacemos? Pues otra noche el fresco nos espera. De modo que tiramos de suministro y comimos un poco de cecina y unos arenques, y como estábamos faltos de sueño, a pesar del frío, nos dormimos, hasta que amaneció Dios otro día.

Y me despertó el pollo piando, porque debía apretarle el hambre y no dejaba de piar pidiendo suministro.

Conque acabé de despabilarme y preparé la escopeta y me puse atento a lo que viniera. Y no tuve que esperar mucho rato, porque al poquillo de romper el día vino a tirarse el macho. Traía un chotillo montés y yo creo que no había hecho más que atontolinarlo un poco, y lo traía enganchado, y antes de llegar a la altura del nido pegó una trecha y se tiró en picado y le dio suelta al chotillo, y con el impulso que traía vino a caer en medio de la poyata donde estaba el nido.

Y es que el macho estaba muy resabiado y no se atrevía a entrar en el nido, sino solamente a dejarle caer la comida al hijo y seguir volando. Pero no le valió de mucho la idea, porque yo le conocí las intenciones y lo tenía bien enfilado y lo fui siguiendo, y en cuanto abrió las patas y soltó el chivo le pegué un tiro de bala y se repulió, como hacen las perdices, y le arrimé otro escopetazo de garbanzos tostados, y le quebré un ala, y cayó como un plomo dando tumbos voladero abajo.

—Ea, ya tenemos la pareja, Pedro —le dije.

—¿Y el pollo? Que el pollo también nos lo pagan.

—Pues es verdad —le dije—, y además que no es cosa de dejar ahí al animal que se muera de hambre. Vamos a ver lo que podemos hacer.

Yo me acordé de la copla esa que dice: «Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos».

Pedro asomó el palitroque con el espejo en la punta y lo estuvimos viendo que andaba liado a picotazos con el chivo: estaba puesto en el filo de la poyata, con las alas abiertas para sujetar al chivo si decía de irse, y picotazo va y picotazo viene.

Y es que las águilas van alimentando a los hijos según van creciendo: de recién nacidos, primero comen los padres a su costumbre, y una parte de la comida la devuelven en la boca de los hijos, igual que hacen los palomos con los pichones; cuando ya son un poco mayores, les traen los bichos despellejados y ensangrentados, para que ellos sigan comiéndolos. Y ya de polletes se los traen sin pelar, recién muertos. Y, por fin, se los sueltan vivos en el nido, para que ellos se acostumbren a matarlos. Y así los van enseñando para la vida. Y hasta que aprenden a matar no los enseñan a volar para que puedan valerse por sí mismos.

Pues aquel pollo ya estaba grande, que era un pollaco que ya había tirado la pelusa blanca y tenía el porte de un pavo de seis o siete kilos, solamente que no estaba enseñado a volar.

Pero, en fin, volviendo a lo nuestro, yo andaba dándole vueltas en la cabeza a la forma de matarlo, y como el nido estaba remetido en el voladero, me puse panza abajo en el filo, asomando el pescuezo todo lo que daba de sí, y Pedro sentado encima de mis pantorrillas para hacer contrapeso. Y yo allí, mirando y calculando, entreví un momento al aguilucho que seguía bregando con el chivo, que todavía estaba vivo. Pero con esa postura tan mala se me vino toda la sangre a la cabeza y me convencí de que, desde arriba, era imposible matar al pollo. Y que la única forma era bajando. De manera que le dije a Pedro:

—Oye, Pedro, ¿qué te parece descolgándome yo con la cuerda?

Porque la cuerda que llevábamos era muy buena, de cáñamo, ensebada y muy bien engrasada, y yo calculé que, atándome con ella, podía bajar ocho o nueve metros hasta llegar a un chaparrillo que nacía en una grieta de las riscas y que tenía el tronco tendido sobre el precipicio, de modo que se podía andar sobre él hasta dar vista al nido, y desde allí zumbarle al pollo.

Así lo hicimos. Me até muy bien y me puse la escopeta en bandolera y me eché la roca abajo, mientras Pedro cuidaba de la cuerda, que la tenía bien sujeta con las dos manos después de darle una vuelta al tronco de la sabina que era bien recio, por si por casualidad se me iban los pies poder quedarse conmigo.

Me fui descolgando poco a poco las riscas aquellas abajo, y conforme bajaba le iba pidiendo cuerda:

—Dame más —le decía—, dame más.

Y yo para abajo, para abajo, y cuando quería descansar un poco le decía:

—Sujétame ahora —y él tensaba la cuerda.

Y así hasta que puse los pies en el tronco del chaparro, que no me pareció demasiado recio como para merecerme mucha confianza. Pero, en fin, ya que estaba allí, ¿qué iba a hacer? Me puse a caballo en el tronco y haciendo palanca con las manos fui avanzando un poco, tanteando con cuidado, y resistía bien.

Y así llegué a la mitad del tronco, y desde allí ya veía bien la cuevecilla donde estaba el nido, que cabía un hombre tendido. Y allí estaba el pollo que se había comido ya medio chivo, y estaba mirándome el animalito, y pensaría: ¿qué vendrá a buscar este aquí? Un pollo ya vestido, casi como los padres, pero que no sabía volar.

Pues me afirmé lo mejor que pude y me descolgué la escopeta y amartillé los gatillos. Total, que enderezo con el pollo y le enciendo un escopetazo de postas apuntándole a la cepa del ala, esperando que se removiera al tiro y fuera a caer al barranco. Pero ¡ca!, conforme estaba en el filo de la poyata, al sentir el tiro lo que hizo fue pegar dos o tres aletazos y se metió para dentro de la cuevecilla. Y allí se quedó embotijado, pegado a la roca, sin dejar de mirarme.

Pedro, desde arriba, al no ver caer el bicho por la barranca, se supuso lo que había pasado y empezó a echar lamentos:

—¡Ay que lástima! ¡Mira lo que has hecho! Ahora se muere ahí y perdemos el dinero.

El pollo metido en lo hondo de la covacha, mirándome con unos ojos que parecía que iba a tragarme, y yo estaba a cinco o seis metros por encima de él, pero no había forma de echarle mano porque la poyata se metía hacia adentro del voladero, de modo que si le pedía más cuerda a Pedro lo único que podía hacer era quedarme pataleando en el aire, pero sin poder poner los pies en el filo. Y, además, que uno no se ha criado en un circo.

Pedro lloriqueando: qué lástima de pollo, que se iba a morir allí, y que tal y que cual.

Y yo mientras puesto en el chaparro, como un cimbel de torcaces, expuesto a matarme y sin saber qué hacer. Y el aire pegando sopletones, que yo decía: «Una bocanada de estas me lleva».

Entonces me acordé de que cuando se le corta el cuello a una gallina se vuelve loca pegando aletazos, y pensé: «Si tuviera la suerte de pegarle un tiro y troncharle el cuello, a lo mejor se iba aleteando al filo de la poyata y caía abajo».

«Pues vamos a probar —dije—, por probar nada se pierde». De manera que me afirmé bien en el chaparro, allí medio en cuclillas, y metí un cartucho de munición y le apunté con mucho cuidado, afinando mucho, porque a esa distancia la munición no se abría apenas y era como tirar con bala.

Le suelto el tiro, que sonó como un barreno, y empieza el bicho a pegar paraguazos, y arrastraculos, atravesó la poyata y se arrimó al filo y se estuvo allí puesto, «que me caigo, que no me caigo», lo menos medio minuto. Y en un momento en que le vi alzar una pata, le metí otro tiro en la cepa del ala con postas y, por fin, perdió el equilibrio y le vi dar la trecha y volteó desde lo alto, dando tumbos el ladero abajo, que parecía una cometa: de voladero en voladero, y un tumbo y otro, hasta que bajó a lo hondo y fue a parar mucho más lejos que los padres. El pobre bicho, la primera vez que voló en su vida, voló muerto.

Ea, ya teníamos rematado aquello con fortuna. De manera que yo allí subido ya no pintaba nada, con un aire que subía el voladero arriba y un frío que calaba la ropa. Dije: «Pues nada, lo que hago es que le echo voces a Pedro y que tire de mí y me salgo arriba y encendemos una buena lumbre y nos calentamos, y luego bajamos a por los bichos y esta noche dormimos en nuestra casa».

Total, que empiezo a llamarle: «¡Pedro! ¡Pedro!», y no contestaba. Y como zumbaba mucho el viento, pensé que no me oía, y volví más fuerte: «¡Pedro! ¡Pedro!», y nada. Para llamarle la atención se me ocurrió sacudir un poco la cuerda, pensando que la tendría amarrada al tronco de la sabina, y al primer tironcillo que le di, como estaba suelta, se vino toda para abajo hecha una madeja. Y me quedé como alelado, con la cuerda en la mano, sin saber qué hacer: como para ponerme a cantar de alegría, vaya.

Pasó un ratillo y yo seguía sin saber qué hacer. Y el aire venga a zamarrearme, pero yo ya no sentía ni frío ni nada. «Para frío, mañana por la mañana si que vas a estar frío —me dije—, y vas a estar más despiezado que un despertador viejo». Y eché la cuenta, contando con que Pedro renunciara a su parte de ganancia de las águilas: cuarenta duros y cuarenta son ochenta, y cuarenta más, ciento veinte. Ciento veinte por cinco son seiscientas. La caja que la hagan en la serrería del Vadillo, y no creo que cueste arriba de doscientas pesetas; otras doscientas para la Iglesia, y todavía queda otra parte igual para aguardiente y roscos en el velatorio. Con que, por el lado de los dineros, no voy a dar mucho ruido.

Como estaba suelto, me puse a estudiar con mucho cuidado la manera de salirme del chaparro, y, al mirar para un lado, veo a mi Pedro trotando por un rastillo que bajaba al barranco. Y entonces comprendí lo que había pasado: que como allí no había más bichos que matar, se había tirado abajo para recoger las águilas, por temor a perderlas.

Si el voladero hubiera sido completamente a plomo, la solución para salir del apuro hubiera sido tirar la cuerda abajo y que Pedro la subiera y me la volviera a echar. Pero no era posible. No había más que probar a salir a cuerpo limpio.

Y salí con todas las penas del mundo. Lo que hace verse uno precisado, que hasta que llega la ocasión no sabe uno de lo que es capaz y la necesidad da fuerzas.

Empecé a meter los dedos en las grietecillas y a trepar poco a poco para arriba, con mil apuros, agarrándome al pasto y a las matillas que me parecían más enraizadas, procurando no mirar nunca para abajo, y hale y hale, hasta que pude conseguir brincar a lo alto, que cuando puse la barriga en lo llano y eché mano al tronco de la sabina y respiré, me parecía mentira.

A Pedro se le fueron lo menos dos horas entre bajar, buscar las águilas y volver a subir, de forma que, cuando llegó arriba, ya se me había olvidado a mí un poco el contratiempo, que si llego a pillarlo allí a poco de subir, que tenía yo la sangre negra, seguro que le hubiera metido dos tiros de munición en el culo. Me dejó allí para matarme, vamos. ¿Y qué explicación me dio el muy animal? Pues nada: que desde arriba vio un zorro que andaba cazurreando por donde cayó el macho y que pensó que se lo iba a llevar, y que antes de irse me avisó que se iba y que pensó que yo lo habría oído. ¿Y cómo iba yo a oírle con el ventarrón que hacía?

—Pero cacho de bestia —le dije—, ¿por qué no amarraste siquiera la cuerda a la sabina antes de irte?

—A ver, Justo, se me pasó hacerlo. Uno no va a estar en todo.

—Mira, Pedro —le dije—, te había de caer un rayo un cuerno abajo y abrasarte vivo.

Pero como al final todo había salido bien y teníamos nuestras águilas, se olvidó el percance, y hasta otra.