Cuando yo cazaba de furtivo, hace ya tantos años, recuerdo que iba una vez cazurreando con una escopeta del 16, de dos cañones, que usaba entonces, y mi perro, que lo tenía muy bien enseñado a las reses: iba siempre pegado a mí, pisando donde yo pisaba y haciendo menos ruido que una mariposa, y no abría la boca como no fuera para morder a un bicho herido.
Esto era por la tarde, ya bien metido el verano, y me acuerdo que le di la vuelta a un cerro que le dicen Las Empanadas, que pasa mucho de los 2.000 metros de altitud, y fui a subir a otro cerro que le llaman Nava del Asno, que es casi tan alto como Las Empanadas, y aunque tiene una subida muy áspera, luego, en la cumbre, tiene una nava llana como la palma de la mano, que se puede hacer allí un campo de aviación.
Yo iba subiendo con mucho cuidado, y al llegar arriba y asomarme por lo alto, se me arrancaron dos machos monteses de detrás de unas matas de zamarrilla y echaron a correr la nava adelante emparejados: que por aquellos años los machos no habían aprendido todavía la lección de los rifles, que matan de tan lejos, y se levantaban como las liebres cuando va uno a pisarlas.
Conque enderezo con el que me pareció mayor de los dos, conforme iba de culo, apuntándole a la cepa del rabo, y le pegué un tiro de postas, que yo no he visto tiro más sano que el de la rabadilla: se quedan los bichos secos. Fue sonar el tiro y lo vi pegar dos trechas, y se quedó como si le hubieran dado el cloroformo.
El otro macho, mientras tanto, ya había aventajado, pero estaba todavía a tiro, y como yo le tenía puesta una bala al cañón izquierdo, dije: «Te la voy a mandar». Y se la mandé, y me pareció que hacía un extraño, pero siguió corriendo. Para salir de dudas, le azucé el perro, y arrancó a correr detrás, sin hacer caso del muerto, detrás del vivo. Salí yo corriendo también la loma adelante y me asomé a lo alto del cerro y no veía nada. Me volqué un poco para dar vista a la otra ladera y, al filo de una sima de aquellas donde mismo terminaba el llano, allí estaba el perro: jau-jau, jau, jau-jau. «¿Será que tiene parado al macho?», pensé. Entonces yo no tenía prismáticos ni eso se conocía en la sierra, y yo era un furtivo.
De manera que me quedé mirando, mirando, y, de pronto, me veo a un tío allí, que yo no sé de dónde habría salido, y estaba liado a riscazos limpios con el perro, intentando quitarle el macho. ¡Y anda que el perro iba a dejarle arrimarse! Y el tío aquel venga a pegar capotazos con una manta que llevaba y venga a tirarle piedras al perro. Y yo dije: «Ahora es cuando me cago en la madre que te parió. ¿Te apuestas a que le pega una pedrada al perro y me lo mata?». Pues me tiré para abajo, a asomarme un poco más al ladero, y dije: «Voy a ver si le doy un escarmiento a este tío».
Ya había vuelto a cargar la escopeta con dos cartuchos de bala por si había que rematar al macho, de manera que, conforme estaba el individuo allí, lo menos a doscientos metros, no hice ni más ni menos que tirarme la escopeta a la cara, que era una escopeta que ponía muy bien las balas, y le solté un tiro apuntándole como un par de metros por encima de la cabeza y un poquillo a la izquierda para no pegarme mucho a él. Sonó el tiro y levantó la bala una polvareda en el suelo, delante del tío, que parecía que estaba haciendo cisco, porque aquella es una tierra muy fofa y estaba reseca del verano, ¿y qué hizo?, pues pegó un brinco y salió corriendo el llano alante que se dejaba el culo, y cuando hubo corrido como cien metros o cosa así, me pareció que empezaba a correr más flojo, y dije: «Voy a gastar otra bala para que te aligeres». Y hago así, por lo alto de la cabeza y apuntándole al bulto, para que cuando llegara allí la bala él ya no estuviera, y ¡poom!, allí, en sus mismos pies, otra nube de polvo, y ¡uñas!, pega el tío navero otro arrancón y lo veo que tuerce para los voladeros, que iba como desnortado.
—Ea, tú ya llevas tu medicina —le dije.
Pues me eché la roca abajo y llegué adonde estaba el perro echado junto al macho muerto, y al lado había un sombrero negro en el suelo, que se conoce que lo llevaba puesto el navero y, con la cabriola que pegó al sentir el primer tiro, se le fue de la cabeza y no se esperó a recogerlo. De manera que le puse una pedreceja encima para que no se volara si se levantaba viento, y le dije:
—Ya vendrá tu amo a buscarte mañana, cuando se le pase el insulto.
Me cargué el macho a cuestas, faldeando hasta llegar a un portíllete que hay más arriba, que le decimos el Portillo del Carnaillo, porque allí crecen unas matas que se parecen a esas que hay en los arroyos, que les dicen «colas de caballo», solamente que el «carnaillo» es una planta de alta montaña, y muy dulce, y lo comen muy bien las cabras monteses, que tienen atusadas las matas. Aquel terreno es muy malo de andar: hace unos cangilones muy peligrosos, y no hay más remedio que pasarlos, si se quiere evitar el dar una vuelta grandísima, y como ya estaba volcando el sol y la vertiente aquella cae al naciente, yo tenía prisa en pasar los precipicios y salir a puerto de claridad antes de que se fuera la luz. De manera que seguí andando, con mi macho al lomo, hasta que llegué a un rincón que hace una sima, y debajo hay un descuelgue como para soltar cometas, que allí no ha puesto nadie jamás los pies, y es el sitio donde tenían el nido una pareja de quebrantahuesos.
Allí escondí el macho, después de aviarlo, y lo tapé muy bien con matujas de carnaillo, para que no dieran con él los quebrantahuesos ni los buitres, pensando volver a recogerlo al día siguiente, porque me tenía más cuenta llevarme a mi casa al otro macho, el del tiro en la rabadilla, que estaba más en camino.
De modo que me volví por los mismos pasos y enfilé otra vez a Nava del Asno en busca del otro macho, y hale, hale, hale, me oscureció llegando al sitio donde estaba. Y ese si era un macho grande de verdad, de lo menos ocho o nueve años y con unos cuernos hermosos. Allí mismo lo destripé, lo desollé y lo puse a escurrir, y metí mano a mi morral y tomé un bocadillo y le eché al perro. Al poquillo salió una luna hermosa, que se veía como de día, y me puse la chaqueta al revés, y hale, Justo, con el macho a cuestas.
Eso de ponerse la chaqueta del revés se comprende porque para cargarse una res hay que hacerlo así, para no mancharse la ropa por fuera y que luego cualquiera que lo viera a uno dijera: ¡vaya!, ya mató ése un bicho. Y mi madre me tenía puesto un hule cosido por dentro de la chaqueta, un hule de esos de los impermeables negros que se usaban entonces, que no se conocían las cosas que hay ahora. De modo que el forro era un hule, y así era matar una res, y lo que hacía era volverle las mangas a la chaqueta, los bolsillos para adentro, la escopeta al hombro con los cañones para abajo y la res al lomo, y hale, hale, me tiraba las siete u ocho horas para llegar a mi casa.
Yo lo he hecho eso muchas veces, muchas. Si me hubiera guardado los trofeos de las reses que he matado de furtivo, pagándolas al precio que las pagan ahora, ya podía jubilarme; vamos, decirle a los jefes: bueno, miren ustedes, yo ya no quiero trabajar más; tengo unos ahorrillos y con eso me voy a aviar. Pero, claro, no solamente no guardaba los trofeos, sino que lo primero que había que hacer desaparecer era la cabeza, la piel y las patas: y se convertía en una res corriente, como una cabra doméstica, y si lo pillaban a uno con eso a cuestas no podían demostrar que fuera aquello lo que verdaderamente era.
Pues volviendo al macho aquel de Nava del Asno, me lo cargué al lomo, y con él a cuestas y el perro delante, cogí el camino de mi casa más feliz que el rey de Roma. Yo estaba seguro de no tropezarme con nadie de improviso, porque mi perro tenía conocimiento y sabía el porqué de las cosas, y él iba cincuenta metros delante de mí, pon, pon, pon. Era notar algo raro, o ver o ventear alguna persona, y en lugar de ladrar ni nada, se volvía a mi lado, a avisarme, con el pelo enderezadillo, mirando hacia donde estaba lo que hubiera visto, con las orejas tiesas como dos dedos. Y en seguida, si la cosa era alarmante, yo tiraba la res al suelo, me ponía la chaqueta del derecho y a esperar a ver en qué quedaba aquello. Era un perrucho sin raza, así rubiasco, desangelado, con el pelo más basto que un serón, pero tenía unos vientos y un conocimiento que yo no he visto nada parecido en ningún otro perro.
En fin, que lo primero era destripar la res, dejarla en cueros vivos y cortarle la cabeza y las patas, y esconder todos los despojos, y procurar hacer el camino de vuelta de noche, porque la sierra es muy alcahueta y de noche no se ve lo que no se tiene que ver.
Y, sin embargo, a pesar de tomar todas las precauciones las cosas se torcían algunas veces. Me acuerdo de una vez que me cogió un ingeniero en plena faena, y, aunque se supuso lo que era, tuvo que cerrar el pico.
Eso me ocurrió con don Román Seguí Ceular, que vive todavía, que luego fue ingeniero jefe en Granada, y por aquel tiempo teníamos muy buena amistad porque él pasaba los veranos en mi casa, es decir, en la casa forestal de los Collados, que es donde estaba mi padre de guarda, y mi madre le guisaba y le apañaba la ropa y todo, que él estaba entonces soltero y con la carrera recién terminada.
Eso me pasó con él, que me pilló lo que se dice con las manos en la masa una vez que venía yo de la laguna de Cazorla y traía una chota montés que había matado.
Debió ser ahí por el mes de mayo. Estaba yo recechando unas resecillas que se movían y, de pronto, se me presentó una cabra con la chota, y me pareció que la cabra estaba panzoncilla, y como la escopeta que llevaba era de un cañón solamente, dije: «Si me da tiempo a cargar, las dos; y si no, la chota, que es ya casi como la madre de grande y tiene mejor carne y así, además, no le hago daño a la madre, que está preñada».
Pues nada; que cierro con ella y cayó. Y la madre salió como un águila y se perdió sin darme tiempo a meter otro cartucho. De modo que cogí mi chota, la desollé y le corté las patas y la cabeza, y fui a echar todo aquello a un sima, y luego me lavé las manos en un regajo y me cargue la chota y me vine para mi casa, que era ya casi oscuro y me pillaba muy lejos, de modo que eché la noche entera en volver.
Llegando cerca de mi casa de Los Collados, ya bien amanecido, que serían lo menos las ocho de la mañana, me metí por un atajillo que hay para salir al Puerto del Tejo, antes de llegar al camino que sale de Sacejo, y al coger el atajo se conoce que eché a rodar una piedra y me oyó y se volvió a mirar: me vio antes de que yo lo viera a él. Don Román era muy amigo de eso de pintar los paisajes y estaba allí solico. Había puesto la tableta esa que ponen los pintores y todas las artes al lado, sobre un peñón. Allí el terreno hace como un cangiloncillo, unos tranquetes, y él estaba allí puesto, mirando al frente, a los Ranchales de Nava Hondona y todo aquello del Calar de Juana.
—¡Hombre, Justo! —me llamó—. ¿Dónde vas? ¿Qué traes ahí?
¿Qué iba a hacer? No tuve más remedio que seguir para abajo y llegar a su lado, con el cargamento a cuestas. Tenía apoyado el tablerillo en una poyata y en la mano izquierda una tablita redonda, que tenía un agujero para meter el dedo gordo y sujetarla cómodamente, y allí tenía puestos los colores. Yo me quedé mirando el cuadro, que lo llevaba ya medio fraguado, y representaba los Ranchales y las cuerdas del Calar.
—Buenos días, don Román —le dije al llegar.
Yo iba en mangas de camisa, con el chaleco puesto, y le había echado la chaqueta por encima a la chota para que no se soleara.
Me dio también los buenos días y siguió removiendo el pincel en la tablilla de colores, sin mirarme, como haciéndose el distraído.
—¡Vaya con Justo, cómo madruga! —dijo al cabo—. Al que madruga, Dios le ayuda. ¿No es eso?
—Calle usted, calle usted, don Román —le dije—. Se me perdió esta chota, que es hija de la cabra lucera, días atrás y me dijeron que la habían visto y he salido a buscarla, ¿y dónde creerá usted que he dado con ella?, en los Poyos de la Cuerda del Gilillo, y allí estaba empoyatada y he tenido que pegarle un tiro para echarla abajo del voladero, y mire usted dónde la llevo.
—Ya veo, sí —me dijo—. Has tenido suerte en dar con ella.
—¡Hombre!, como sé de lo que ha muerto y era un animal sano, pues nos la comeremos.
—¡Hombre!, pues me gustaría probarla.
—Estando usted en la casa, ¿no la va a probar? Lo que usted quiera. ¡No faltaba más!
Pues nada, que al día siguiente se comió media pierna, y ni se enteró. Y si se enteró, que se enteraría, no dijo ni pío. Y lo ponderó mucho:
—¡Qué chota más rica! —decía—. ¡Ay qué buena está, Rosario! —a mi madre, que fue la que la guisó.