DATOS BIOGRÁFICOS DE JUSTO CUADROS

A Justo no le se puede llamar todavía «Tío»: es demasiado joven aún. Por eso le llamo «hermano», como es costumbre en la sierra, y, además, por serlo, efectivamente, de corazón. Y esa es la fórmula que usamos normalmente al referirnos a él: el hermano Justo ha dicho esto o lo otro; el hermano Justo va a venir a la noche…

Ocurre que el hermano Justo Cuadros Vilar procede de una fértil simiente de cazadores furtivos: sus abuelos y bisabuelos ya lo eran, y les decían los «matamachos». Ahí están los nombres del Tío Pedro Juárez Vico, Consuelo Flores Díaz, Tomás, Crispín, Alejandro, el Tío Ramón Vihuelas. Todos ellos en la compaña de Dios. Y ya de este siglo —vivos y con cuerda para largo— sus primos el Tío Consuelo Vilar y Pedro Vilar, y los hermanos del hermano Justo, Félix y Jesús. Todos ellos antiguos furtivos, y actualmente, ¡la Virgen Santa!, excelentes guardas de caza.

Cuando le anuncié a Justo que estaba escribiendo sobre su vida, no sólo la actual, sino la antigua, la de cazador furtivo, recuerdo que me dijo:

—Tenga usted cuidado en no poner esas cosas como muy recientes, vayamos a que ahora, a mi vejez, me vea donde nunca estuve. No vaya a ocurrir que me llamen del Juzgado y quieran juntarme la pata con la oreja.

El padre de Justo fue el Tío Pepe Cuadros, también guarda de montes, y su madre, Rosario, la que sabía preparar tan bien una pierna de corzo con orégano y mucha cebolla. Y de ellos nació el hermano Justo en la casa forestal de los Collados, en la Sierra de Cazorla, el año 1910.

En la cordillera de su vida hay dos vertientes, que son la solana y la umbría: la primera, de cazador furtivo; de guarda mayor del Coto Nacional, la segunda. El año 1951 es la fecha de su «conversión», que parte en dos la senda de su vida.

Probablemente, ninguno de los vivos conoce la sierra como él. Su personalidad desbordante, unida a la cantera inagotable de sus recuerdos y su fluidez y gracia para contarlos, hace que sea, de los personajes de este libro, el que ha hecho correr más tinta.

Hace un par de años tuvo un percance, al despeñarse cuando acompañaba a un cazador, y le ha quedado una lesión de columna vertebral que le impide subir a la sierra como antes.

—A ver, se me ha quedado la espina como una ristra de ajos.

Pero continúa en activo, viviendo en la caseta forestal del kilómetro 22 de la carretera del Tranco, en el valle del Guadalquivir. En invierno y en verano su puerta se abre a las cinco de la mañana, y ya no para de trajinar. Lo mismo se come un perol de habichuelas que se acuesta sin cenar. Igual se bebe media caja de botellas de cerveza que no prueba una gota de agua cuando sube a cazar, en verano. Siempre en el extremo de las cosas. Nadie podrá decir que le ha pillado jamás en un renuncio.

El día que no se abra su puerta a las cinco de la mañana —y ojalá pase medio siglo antes de que eso ocurra—, en la Sierra de Cazorla faltará el amigo más entrañable, el hermano más verdadero.