Una vez fui de práctico a las cabras con uno que se llamaba don Domingo, que era un señorito de la Puebla de Don Fadrique, y le decían el Señorito las Casas, porque siempre andaba diciendo que él no quería ver el campo ni en fotografía. Yo, con mis casas, tengo para comer, decía. Y es que tenía dos o tres casas en la Puebla, y con lo que sacaba de los alquileres vivía holgadamente, y estaba tan gordo y tan lustroso que daba gusto verle. Y por eso le pusieron el Señorito las Casas.
Por aquel tiempo yo estaba en la Puebla, reponiéndome de las maltas, las calenturas esas que andan, que me tuvieron más de un mes en la cama, sin poder engancharme al clavo con los aserradores. Gracias a que el contratista se portó bien conmigo en mi casa no faltaba de comer y tuve las medicinas que necesitaba. Pero ya llevaba algunos días que me encontraba más firme, y me levantaba, y me iban apretando las ganas de volver a la sierra.
Una mañana de aquellas, no había hecho más que levantarme, cuando vino a buscarme a mi casa un pastor que le decían el Tío Pimporra, que iba de parte del Señorito las Casas a darme un recado suyo:
—Que dice don Domingo que te diga que han venido unos amigos suyos de Huéscar, que son gente importante, y quieren subir a las cabras y quieren que tú los lleves.
Esto era ya a primeros de abril y estaban viniendo unos días buenos y templados, y como todavía no habían subido los averíos a pastar a la sierra, era probable que hubiera cabras, porque las monteses en cuanto olisquean los rebaños de las domésticas se alejan, buscando siempre estar solas. De manera que no me pareció mala coyuntura subir a las montesas, y se lo dije:
—Como todavía no han subido los averíos puede que haya cabras. Pero, para ir más seguros, convendría que fuese alguien primero a registrar aquello, no sea que demos el viaje en balde.
—Pues me parece —dijo el Tío Pimporra— que ha venido alguien de los Mirabetes contando haber visto cabras. Te vienes a casa de don Domingo, que te está esperando y que él te lo diga.
Para no dejar enfriar el asunto me vestí y me fui con el Tío Pimporra a casa de don Domingo, que vivía dos calles por encima de la mía, juntico a la iglesia parroquial.
Era por la mañana y estaban los señores tomando el desayuno de chocolate con galeanos, y después de los saludos me mandaron sentarme, y me pusieron una copa de aguardiente. Al ratillo se presentó Paco el Morral, que también le habían mandado llamar para que diera su opinión, porque era uno de los más entendidos de la Puebla en cosas de caza.
En fin, que allí estuvimos planeando la operación, y en vista de que los informes del que había visto las cabras eran de confianza, don Domingo decidió que saliéramos al día siguiente para ir a dormir a los Mirabetes, y al otro día, bien temprano, hacer la cacería.
Conforme lo teníamos dispuesto, salimos de la Puebla camino de la sierra, y la comitiva la formábamos don Domingo y sus tres amigos de Huéscar, que iban montados en sus caballerías, y yo y un zagal de don Domingo y el Tío Pimporra, que venía de arriero para quedarse al cuidado de las bestias. Pasamos la noche en los Mirabetes, y todavía con estrellas en el cielo salimos del cortijo y nos amaneció en el camino.
Aún quedaba alguna nieve en la falda de la Sagra que mira a las Santas Benditas y tuvimos que rodear los vestisqueros para ir a poner las escopetas en el collado por donde yo esperaba que rompieran las cabras al zapearlas nosotros de los Poyos de Mira, que es el sitio donde las tenían vistas, y esa era, de fijo, su huida natural, y el que las vio vino contando que era un pitarro grande, de lo menos catorce o quince cabras y varios machos, y alguno muy bueno.
Pues así que hube colocado a los señores en el collado, tapando los portillos que me parecieron más querenciosos, me volví por los mismos pasos con el arriero a ir a buscar los Poyos de Mira, dándoles la vuelta, y vinimos a parar muy lejos, pasando por el camino de las Herraduras, a volcar a la umbría de la Sagra, y una vez allí, ya con el sol fuera, nos metimos a remangar las lanchas aquella arriba, y dimos con las cabras, que estaban al filo de la nieve y eran, efectivamente, lo menos quince entre hembras y chivos y cinco machos. Eché dos toques de corneta, de una cornetilla chica que me dieron de las que usan los guardas, para avisarle a los de las horquillas que habíamos topado con el rebaño y que estuvieran prevenidos, que eso era lo que teníamos acordado.
El rebaño salió de estampida, y al poquillo fueron aflojando, y una cabra vieja se puso delante a guiarlos, y yo pensé: «No sabes que los llevas a la muerte». Cuando los vi trasponer gateando la umbría y que ya no tenían más salida posible que el collado donde estaban puestas las escopetas, soplé dos veces más la corneta, y al ratillo empezaron a sonar tiros, que aquello era la batalla de Tetuán. «Ea, pues mira que bien ha pintado la maniobra —pensé yo—: nos van a faltar bestias para portear las reses». Y pillé el camino por derecho a las horquillas, y le hice señas al mozo de don Domingo de que se viniera para arriba.
¿Y qué fue lo que me encontré al subir el collado? Pues a don Domingo agonizando, que él mismo se lo estaba: diciendo a sus amigos:
—Que me muero; que me estoy muriendo.
Lo habían puesto allí, tendido en una losa, recostado en su anguarina, con la cabeza apoyada en una pelliza, y los amigos de Huéscar alrededor, y él mirando a unos y a otros con los ojos en blanco. Y yo, al verle en ese trance, pensé: «Esto es que le han dado un tiro». Y les pregunté:
—¿Cómo ha sido?
Pero por lo que me pude enterar de los otros no es que le hubiesen dado un tiro, sino que él solo se puso a morir: al terminar de pasar las cabras se le descompuso el vientre, y el hombre se agachó a hacer su necesidad, y antes de dar de cuerpo ni nada, al doblar el espinazo, sintió como un retortijón y se le reventó la vejiga de la orina, y allí estaba en las postrimerías.
—Me ha llegado el fin —decía—, el Señor tenga piedad de mí.
Pero lo decía con una voz muy recia, que no era la voz de uno que se está muriendo. Y yo le dije:
—Mire usted, don Domingo, que yo no le veo cara de estarse muriendo.
—Pues me estoy muriendo, Julián. Se me ha reventado la vejiga de la orina y me estoy muriendo.
—Será, cuando usted lo dice —le dije yo—; pero yo no le veo cara de estarse muriendo; yo he visto a otros que se estaban muriendo y tenían otra cara.
—Pero ¿es que no te enteras, Julián? —me dijo—. Mira ahí al lado, donde me agaché, y te convencerás.
Y me señalaba un charquillo que había allí: un caldillo como sanguaza.
—Pero eso será la orina de usted —le dije—, que al ir a hacer lo otro le ha salido por su sitio.
Y él:
—Que no, coño, que no. ¿Si lo sabré yo? No he hecho más que agacharme y sentir que se me reventaba la vejiga.
Uno de los amigos le arropó un poco y empezó a decirle que se animara, que no le iba a pasar nada; pero don Domingo no quería pláticas de consuelo: estaba en que se moría y que se moría.
—¿Queréis callaros todos de una vez y dejarme morir tranquilo, coño? Si sabré yo que me estoy muriendo.
Y como aquello parecía su última voluntad, todos cerramos el pico, y él allí, tendido en el suelo, con la bragueta abierta y la barriga al aire, y los ojos desencajados, mirándonos a unos y a otros, en las últimas. Y con un hilo de voz empezó a lamentarse:
—Con razón yo no quería pisar el campo; Dios me ha castigado.
En esto llegó al collado el arriero, que le decían Manolico, y era un mozo de su casa, y cuando le explicamos lo que estaba ocurriendo, se abrazó a su amo con un duelo grandísimo, como un hijo al que se le muere el padre y no encuentra consuelo.
—¿Quién nos lo iba a decir, Manolico? —dijo don Domingo—. Hoy en este mundo y mañana en el otro; hoy, de carne y hueso, y mañana, con los ángeles, hecho un ánima bendita.
—Aquí hay que hacer algo —dijo uno de los amigos de Huéscar—; no lo vamos a dejar morir como un perro.
Se apartaron un poco y empezaron a hablar entre ellos sobre lo que convenía hacer.
—Por lo menos que lo vea un médico —dijo uno de ellos, que se llamaba don Fernando y le decían Nando—; no hay más remedio que subirlo a una bestia y bajarlo a la Puebla.
Todos estuvieron de acuerdo y fueron a decírselo al agonizante. Pero el Señorito tenía las orejas como las libres, y lo había oído todo, y no quería de ninguna forma que lo tocaran.
—Mira, Nando —le dijo—, en cuanto me mováis, fenezco. Lo único que podéis hacer, si es que queréis hacer algo, es que coja Manolico el mulo romo y que vaya corriendo a la Puebla a por el médico.
—Pero comprende las cosas, Domingo —le decía don Fernando—, tú sabes bien dónde estamos y que entre ir y volver se le van siete horas y nos anochece aquí. Tú verás lo que hacemos. Para cuando llegue el médico lo que hace falta aquí son las bulas de difuntos al igual de las medicinas.
—Ya os he dicho que me dejéis en paz, coño.
—Ea, pues vamos a hacer lo que él quiera —dijeron—, que vaya Manolico a por el médico. ¡Anda, corre a por el mulo!
Pero el zagal, que era muy despabilado y conocía bien las costumbres ocultas de su amo, de pronto tuvo como una iluminación, como si hubiera caído en la cuenta de algo que él sabía y los demás ignorábamos, y se acercó a don Domingo, y le habló al oído, pero no tan bajo como para que no le oyéramos los demás:
—Don Domingo, aunque me esté mal el decirlo, ¿no será que se le ha quebrado el frasco de coñac que lleva usted en el bolsillo de atrás del pantalón?
El Señorito las Casas se pegó un manotazo y exclamó:
—¡Ay, Dios mío!, eso va a ser.
Se rodeó un poco y se llevó la mano atrás y luego se la acercó a la nariz, y debió llegarle el olor del coñac, porque la cara se le alegró de momento.
—¡Me cago en mi padre de mi alma! El susto que he pasado.
Se conoce que cuando se quedó solo en el puesto le dio un trasiego al frasco y con el nerviosismo de esperar a las cabras se lo guardó en el bolsillo sin atornillarle bien el tapón, y al agacharse a dar de cuerpo se le desparramó todo el coñac, y él lo sintió que le iba los riñones abajo y se creyó que le había reventado la vejiga de la orina.
—No gana uno para sustos —dijo—. Escuchadme todos lo que voy a decir: hago promesa a las Santas Benditas, Nunilón y Alodía, de no probar una gota de coñac en lo que queda de año.
—¡Qué alegría tan grande le vas a dar a las Santas, Domingo! —dijo don Fernando—. ¿Sabes lo que debía yo hacer ahora contigo?, te lo voy a decir: ganas me dan de pegarte un tiro en la barriga para que te mueras de verdad.
—Hombre, Nando, ¡no te pongas así conmigo! Todo lo que me digáis es poco y os lo perdono. Comprendo el disgusto que os he dado. Vamos a olvidarlo y a ocuparnos de lo que nos ha traído aquí. Hemos venido a cazar, ¿no es eso?, pues vamos a hablar de cacería.
Como estaba en razón lo que decía y las cosas malas sólo son malas cuando tienen mal fin, todos nos fuimos sosegando. Don Domingo sacó la petaca y nos pusimos a liar, y todo iba ya como una seda, hasta que a Manolico se le ocurrió preguntar por las reses que se habían matado, porque ya empezaba a calentar el sol y convenía aviarlas.
Pues al oír aquello, allí nadie dijo esta boca es mía: empezaron a mirarse unos a otros, como los niños cuando dicen: yo no he sido. «Pues por falta de tiros no habrá sido», pensé yo. Pero el Tío Pimporra parecía como si hubiera leído lo que yo pensaba, y fue él quien lo dijo:
—Por falta de fogueo no habrá sido, que han gastado ustedes pólvora para volar una catedral.
Pero nos quedaba una sorpresa todavía: uno de los señores de Huéscar se había alejado un poco y volvió hacia donde estábamos trayendo al hombro un bicho cogido de las patas, y fue y lo dejó caer en el suelo, en medio del grupo. ¿Y qué era aquello? ¡Las Santas Benditas!, un zorro blanco, pero blanco, blanco como la leche, que yo no había visto en mi vida un bicho semejante, ni creo que haya otro en toda la sierra. Todo estábamos asombrados viendo aquello cuando oí a don Domingo que me decía:
—¡Ea!, ya lo estás viendo, Julián. Las cabras se han ido, pero el viaje no lo hemos hecho en balde.
El Tío Pimporra le dio la vuelta al animal aquel, empujándole con la punta del pie, y dijo como hablando consigo mismo:
—¡Hay que ver! A quien se le diga que hemos venido hasta aquí, con lo lejísimos que está, a matar un lulú.