MIGUEL ZAMPAPANES

Fue un labrador de Almaciles, un pueblecito lindero con la Puebla, que se echó al bandolerismo ahí por los años 1904 o 1905. Tuvo buena cuna, y su padre, de zagal, le mandó a la escuela, y aprendió a leer y escribir, y sabía de cuentas.

Cuando principiaron a decirlo nadie creía que fuera verdad, pero ¡vaya si era verdad! Que no tardaron en llegar noticias de personas que lo vieron y vinieron a contarlo.

Al quedarse huérfano heredó de su madre unas paratas y un hortal, en el Campo de la Puebla, y con eso salía adelante, ayudándose además con lo que sacaba de las cartas y las promesas: como sabía escribir ganaba buenos cuartos escribiendo cartas a las personas que no sabían. Cobraba dos perrillas por carta, y siempre había algún vecino esperando que le escribiera. En el tiempo bueno ponía el escritorio debajo de un tilo que había a la salida de la Puebla, junto al camino de Caravaca, y ese tilo ha vivido hasta hace poco, que le decían el «tilo de las cartas». Y además de eso contaba con lo que ganaba de las promesas: como tenía buenos pies, se dedicaba a hacer peregrinajes y cumplir promesas por poderes. Es decir, que si una persona hacía un voto a las Santas Benditas o a San Gregorio y luego no se encontraba con fuerzas para cumplirla, llamaba a Miguel Zampapanes y le hacía el encargo. Y, por un real, el otro se ponía en camino: las Santas quedaban servidas y la promesa cumplida.

De manera que, con el hortal, las cartas y las promesas, tenía un vivir holgado, y nadie se explicaba qué falta le hizo tirarse al bandolerismo. Pero la vida es así y todas las cosas tienen su por qué, y lo que de primeras resultaba inexplicable, luego se fue sacando en claro y se averiguó que la causa del quiebro que le dio a la vida fue esta: que el año último sembró el pegujal de cebada y le granó malamente, pero él no se apuró por eso, sino que a la hora de recogerla se le fue la mano y se metió en la cabada del vecino, que era, por cierto, don Fidel González, el capital más grande que había en la Puebla de Don Fadrique, y, además, un santo y un caballero de los de verdad, de mucha nobleza: cuando volvía a su casa, que está juntico a la iglesia parroquial, le dolía la mano de levantar el sombrero al grande y al chico, y en los años malos la casa de don Fidel era la casa de los pobres y ninguno que entraba en ella salía con las manos vacías.

Pues ese fue el crimen de Miguel Zampapanes, ajorrar la cebada de don Fidel como si fuera suya: aquí cojo una gavilla y allí otra, y la cosecha mala se hace buena. Pero, lo que pasa, el encargado de don Fidel se percató de lo que había ocurrido, y como era un hombre muy fiel, y lo es todavía, porque vive y se llama el Tío Jesús García Millán y sigue de encargado con los descendientes de don Fidel, pues fue y se lo contó a su amo.

—Se habrá visto muy precisado cuando lo ha hecho —dijo don Fidel—. Tú no le digas nada a los civiles. Ve a ver a Zampapanes y pregúntale por qué lo ha hecho, que tengo curiosidad por saberlo.

Pero lo que pasa: de una forma u otra se enteró el Cabo y mandó llamar a Miguel Zampapanes, y este tuvo el presentimiento de que la curiosidad del cabo no iba a ser tan sana como la de don Fidel. ¿Y qué hizo? Pues tirarse al bandolerismo. Era un alma de Dios, y al llamarle el cabo, se insultó y se echó al monte. ¡Tantas veces como había ido a llevarle velas a San Gregorio y a las Santas Benditas para acabar de desertado!

Tenía una yegua de labor, así rosilla, y le apañó una montura a la vaquerosa, y se hizo de un trabuco viejo y lo limpio y lo pavonó con humo de aliega y se puso en la cabeza un sombrero cordobés de esos planetas, y salió una mañana temprano de Almaciles, su pueblo natal, y enfiló camino de los Torcales, dispuesto a labrarse el porvenir por fuera de la Ley.

Yo conocía a Miguel Zampapanes de toda la vida, pero en su nuevo oficio sólo le vi una vez, y esto fue pocos meses después de echarse al monte. Me acuerdo de que volvía yo con mi cuadrilla al cumplir las Huelgas de San Juan y nos lo tropezamos al cruzar un vallejo, en los Rayones, la finca de don Gerardo Morcillo. Iba tan ricamente montado en su yegua, con su traje de pana negra y su sombrero y su trabuco debajo de la pierna, que yo no he visto en mi vida un desertado con mejor porte.

Pues él, al vernos, se vino a nosotros y se apeó de la yegua y empezó a darnos abrazos, como si fuéramos de la familia.

—Me he echado al monte; ya lo estáis viendo —nos dijo.

Sacó la petaca y todos liamos de su tabaco y nos estuvo contando cómo le iban rodando las cosas, y que iba buscando el término de Santiago de la Espada, porque en el de la Puebla no le dejaba tranquilo el cabo: había tomado a mal la incomparecencia, de cuando le mandó llamar, y no le daba reposo, como si no tuviera otra cosa que hacer en este mundo que pillarle a él, y menos mal que tenía amigos por donde iba y le daban amparo y no contaban nada de lo que veían, y si venían los civiles a preguntarles, decían lo que él les había dicho que dijeran y se callaban lo que él les había dicho que se callaran.

Como era un hombre instruido, daba gusto hablar con él, y estuvimos un rato largo de charla, hasta que, de pronto, sacó un reloj de la faja, miró la hora y dijo que no podía perder más tiempo, que tenía que ir a acechar a uno de las Canalejas que había vendido unos carneros y tenía que cobrarle el peaje.

—¿Y le cobras mucho, Miguel? —le preguntó uno de mi cuadrilla, que era vecino suyo de Almaciles y se conocían de zagales.

—Lo que me pide el cuerpo —dijo— más o menos, según las personas y los enclaves.

Con que se montó en su yegua y nos dijo adiós y hasta más ver, y salió trotando la barranca abajo, a buscar la vereda por donde tenía que subir el de los carneros. Al verlo ir, dijo uno de mi cuadrilla, que era un hombre así muy apocado:

—¡Hay que ver lo que es la vida!, nosotros hartos de pasar fatigas y llevando un vivir raquítico y este hecho un militar.

Pues esa fue la única vez que yo vi a Miguel Zampapanes desde que sentó plaza de desertado. Pero, lo que pasa, la gente no para de contar cosas, y, aunque lo amparaban, como él decía, al final se sabía todo. Y así me enteré de algunas de sus gestas, como aquella que le pasó cuando fue a atracar a los curas teatinos, que eran tres curas que iban de viaje en sus burras dando una misión y les echó el alto, llegando al Puntal, en el término de la Puebla. Y los teatinos se quedaron de piedra, y uno de ellos empezó a decir:

—Pero, hijo mío, ¡por San Dimas Bendito!

Y Zampapanes le cortó en seco:

—Se deja usted de jaculatorias y a juntar un duro entre los tres más pronto que de prisa.

Y como le arrimaba el buche del trabunco, así como haciéndole cosquillas por el costillar, pues ¡vaya si juntaron el duro! Y con Dios y hasta más ver.

Le cogió el aire al bandolerismo en pocos meses, y ganaba cuartos sin necesidad de hacer ninguna muerte, que no hizo ninguna en los años que estuvo desertado, que fueron lo menos cuatro o cinco, y eso que la Guardia Civil no paraba de buscarle, pero la sierra es muy grande para los pies de los hombres, y él conocía muy bien el terreno y los burlaba, y además tenía amistades entre los pastores y los ganaderos y le protegían, porque no era un bandolero de esos otros que había, que tenían la sangre negra, zarrapastrosos y empiojados, con el alma vendida a Satanás, como los que se ponían al acecho en el paso malo que había en el Tranco, en el sitio donde ahora está la presa del pantano: que aquello era un paso muy malo y la gente temía pasarlo, porque la vereda era muy estrecha e iba por un voladero y hacía una hoz, de forma que, antes de pasar, había que echar voces no fuera a venir alguien del otro lado, porque dos bestias no podían cruzarse. Y como era un paso obligado a las personas que iban o venían de las Sierras de Cazorla a la de las Villas, tenía mucho tránsito, y los desertados lo sabían, y se apostaban allí y desvalijaban a las criaturas. Pero también los civiles lo sabían, y hubo refriegas grandes: una vez los guardias dieron un escarmiento y mataron a tres desertados y los tuvieron colgados de un pino hasta que empezaron a oler mal, y luego los dejaron caer la barranca abajo, para los buitres. Pero esos desertados eran como los lobos, que no tienen amigos, y todos les querían mal, y por eso duraban poco, porque antes o después la misma gente de la sierra se los ponía a los civiles a bocajarro de los máuser o los pillaban dormidos.

Pero Miguel Zampapanes era de otra casta: iba solo, tenía su recaudación organizada y amigos por donde quiera que fuese, y pasaba las noches en las majadas de los pastores o en los ranchos de los pegueros, y si había peligro nunca faltaba quien le diera el aviso, y si los civiles preguntaban, se encontraban las bocas cosidas, y si algo les decían, era para equivocarlos. Sin embargo, algunas veces le habían tiroteado con los máuser, pero desde muy lejos, para hostigarle, sin esperar alcanzarle.

Una vez llegaron los civiles al hato de un pastor, en la Fuente de la Puerca, cerca de la ermita de las Santas, y sabían que Zampapanes había pasado allí la noche, y le preguntaron al pastor que para dónde había tirado, y les dijo:

—Pues yo no sé de fijo para dónde habrá tirado, pero al ir a subirse a la yegua me dijo: «Si vienen los civiles a preguntarte les dices que me voy a los montes Pirineos, esos que caen ahí donde los portugueses». Y pilló y se fue como en dirección a la Losa.

Y ocurrió que, efectivamente, aquella vez fue a la Losa, y estaba un mozo del marqués de Corvera labrando unos canteros de patatas en un hortal a la vera del camino que va de Huéscar a Santiago y que parte en dos la finca. Y esto era en este sitio donde crecen unos árboles grandísimos y muy raros que les dicen María Antonias; y aparece Miguel Zampapanes con la yegua, y se acerca al mozo y le dice:

—¿Tú sabes quién soy yo?

—Miguel Zampapanes, el de las cartas —le dijo el otro.

—Bueno, pues vas a ir adonde está tu amo y le dices al Tío Andrés Pecas que te dé cuatro duros, y me los traes, que si no os vais a acordar de mí, por estas.

El Tío Andrés Pecas era un aparcero del marqués y tenía unos averíos de vacas y ovejas pastando en la Losa, y allí vivía.

De modo que subió el mozo a la casa y se lo dijo al amo:

—Mire usted, Tío Andrés, que está ahí Miguel Zampapanes y dice esto y lo otro.

Al Tío Andrés Pecas le habían salido mal las cuentas de la lana y estaba renegando del esquilo, y cuando oyó el recado, no dijo más que esto:

—Le dices que se vaya a la mierda.

Pues bajó el mozo al hortal, y allí estaba aguardándole sentado Zampapanes, que le había aflojado la serreta a la yegua para que pastara. Y fue a darle el recado:

—Mira, Miguel, que dice el amo que te vayas a la mierda.

El desertado, al oír aquello, se rascó así la barba muy pensativo, y dijo:

—Vais a dar lugar a que un día haga yo un desaguisado para que os desengañéis y os fieis de mí. En cuanto me lo pida el cuerpo voy a hacer un desaguisado, ya lo verás.

Pero aquel día el cuerpo no le pedía que hiciera ningún desaguisado, y lo que hizo fue montarse en la yegua, y siguió su marcha, y allí no pasó nada.

Lo que ocurre en la vida es que, dentro de cada gremio, cada uno es lo que es, y el Zampapanes, dentro del gremio de los desertados, era un pedazo de pan, el pobre, ¡Dios lo tenga en su gloria!, incapaz de matar un gorrión, cuanto más una criatura. Se iba arreglando con lo que buenamente recaudaba, entre peajes y encomiendas, y luego que nunca le faltó dónde dormir y comer, porque adonde quiera que llegaba, tenía la mesa puesta y el jergón aparejado.

En otra ocasión, como era escribano, escribió una esquela al duque de Alba, y se la dio a un mandadero que trabajaba en el Pinar de la Vidriera, que entonces, esto sería allá por 1906, era todavía propiedad del duque, que luego se lo vendió a los Bañones. Pues nada, una esquela al administrador del duque, que se llamaba don Javier, para que le pasara el recado al duque. La carta, salvando el asunto, era muy respetuosa: «Le dirá usted al duque que le mande ocho duros, y a la luna nueva me los pone usted en el Tocón de Quenta, en el mojón que hace cinco conforme se llega de la Puebla, y le dice usted al duque que si no manda los dineros va a tener memorias de este su servidor, que lo es, Miguel Zampapanes, desertado de Almaciles».

Don Javier, que era muy medroso, al leer la carta se asustó, y en vez de mandársela al duque, fue a llevársela al cabo de la Guardia Civil, y el cabo se pensó que ya lo tenía en la jaula, y a la luna nueva puso guardias apostados en los enclaves, y él mismo se había hecho levantar un tinglado en la copa de un pino recio, dominando el sitio, como si fuera a cazar palomas a los salitres. Como esto era por el verano, los guardias se hartaron de oír cantar las ranas a la luna. Pero Miguel Zampapanes se guardó muy bien de aparecer por allí, porque era amigo del cuadrero del duque y este le tenía informado de lo que pasaba.

Ya llevaban los civiles tres días de espera, y hubieran estado algunos más si Miguel Zampapanes no coge su pluma y su tintero y le pone otra esquela a don Javier: «Le dirá usted al cabo que otra vez será; que se baje del árbol no vaya a coger la reuma articular. Este que lo es, su servidor, etc.».

Tal como iban pintando las cosas, hubiera durado muchos años Miguel Zampapanes en la vida airada, pero un día todo se torció. Fue en otoño de 1908, cuando lo cogieron en un sitio que le dicen Las Capellanías. Estaba hablando con el amo del cortijo, y se había apeado de la yegua y la tenía cogida por las riendas, y los civiles que lo estaban acechando iban disfrazados de marchantes y estaban de acuerdo con el amo de Las Capellanías en que, cuando sonara un tiro, se abatiera. Y así lo hicieron: dispararon un tiro al aire, y el amo se agachó, y la segunda bala le entró a la yegua por la cuca, y el animal dio un brinco, y él se sintió cogido y le mandaron alzar las manos, y se entregó.

Mientras le amarraban las muñecas con una tomiza, le dijo al cabo:

—No me irá usted a cargar lo de las Lomas de Gadea.

Y era que en este sitio pasó un asunto malo, una cosa que no es para contarla: a un labrador le quemaron vivo para sacarle el sitio donde tenía los dineros. Estaba en el cortijo solo y llegaron unos malhechores a robarle. A aquel hombre le hicieron injurias. Lo sacaron al patio del cortijo, y allí había un calerín antiguo y encima pusieron la cama del hombre y lo ataron y le metieron leña por debajo y ardió vivo. Yo recuerdo haber estado en las Lomas de Gadea, ya de mayor, y estaba todavía la cama donde la pusieron, que los familiares de aquel hombre no la tocaron, y una hija que tenía, ya mocita, se volvió loca, y todos abandonaron el cortijo y no volvió allí nadie lo menos en veinte años: en el patio crecían los cardos más altos que un hombre y el monte se fue apoderando de unas besanas de labor que tenía.

De manera que Miguel Zampapanes, al entregarse, le preguntó al cabo si le pensaba cargar lo de las Lomas de Gadea, y el cabo, que no era mal hombre, le dijo:

—No, hombre, no; lo de las Lomas lleva otra firma.

En definitiva, que lo pillaron y lo llevaron a Granada y allí se sustanció aquello. Como no le encontraron delitos de sangre, le salió una pena de poco más de dos años, que la cumplió en la cárcel de Granada, donde aprendió el oficio de alpargatero, y luego su libertad.

Cuando lo soltaron, se vino otra vez a vivir a la Puebla de Don Fadrique y se casó con la viuda del sacristán, y acabó la última cena de la vida de alpargatero: él mismo salía a buscar atochas de esparto y las cocía y luego trenzaba las crisnejas. Yo he llevado muchas esparteñas hechas por sus manos, que las hacía muy bien hechas, con unas costuras primorosas, y en el piso les urdía unos alambres para darles más vida, de modo que si habían de durar un mes, duraban dos.