Entonces había muchos lobos en la sierra. ¡Cuántas veces nos ha pasado estar metidos por la noche en la choza y sentir el castañeo de los dientes allí mismo, en la puerta! Se conoce que los animales tendrían hambre y les daba el viento y estaban allí en la misma aguja de la puerta. Lo más raro de todo era que antes de oírlos, sin barruntarlos ni nada, sentíamos que nos corría el cuerpo como un repeluzno y se nos ponían los pelos de punta. Nos mirábamos unos a otros, como diciendo: ya están ahí. Yo no sé por qué será, pero nada más llegar el lobo cerca de la choza principiábamos a sentir el hormiguillo y se nos iba de la cabeza lo que tuviéramos puesto.
Pero nosotros no echábamos mucha cuenta de ellos, porque la verdad es que nunca se dio el caso de que atacaran a las personas. Una vez se contó la historia de un marchante de Hornos que se perdió y no se supo más de él, y dijeron que los lobos habían dado cuenta de él. Pero corriendo el tiempo, al cabo de dos o tres años, apareció una bota en unos lastrales, y siguieron buscando por allí y dieron con el esqueleto, que estaba metido en una sima. De modo que no fue cosa de lobos, sino de alguno que lo mató por robarle o por lo que fuera y lo dejó allí escondido. Que esas cosas pasaban antes en la sierra.
En cambio, sí sé de otro hombre, que le conocía yo muy bien, que le faltó poco para morirse a causa de los lobos: del susto que pasó estuvo a las puertas de la muerte. Esto debió ocurrir allá por 1918 o 1920, que fueron años de mucho lobo. Después, poco a poco, los fueron mermando, y era raro oír hablar de alguien que los hubiera visto. Por aquellos tiempos venían los loberos de las sierras de Andújar, en el tiempo en que paren las lobas, se metían en las cuevas y les quitaban las crías. También había muchos perros en los hatos, y, además, salieron las escopetas de fuego central, que las vendían los recoveros por los cortijos, sin papeles ni nada. Y como daban premio por lobo muerto, además de las limosnas de los ganaderos, resultó que no los dejaban parar y los fueron apocando, hasta que los acabaron.
Pues ese hombre que estuvo a la muerte por causa de los lobos era un aserrador que iba en la cuadrilla de José María Chorreones, y se dio el caso de que, en aquella viajada, su cuadrilla y la mía llevábamos dos tranzones parejos, y teníamos el chozo levantado juntico al de ellos en las Navas de Fuente Acero. Y lo que pasa, como la muerte no para, pues la mujer de un peguero, que estaba arriba trabajando, se puso mala y se murió.
La difunta era de la Puebla de Don Fadrique y tenía allí a sus hijos trabajando, y, como es natural, hubo que mandarles razón de que su madre se había muerto para que vinieran. Y fue a llevar el recado un aserrador de Chorreones, que era un hombre de unos treinta años y muy curtido en la sierra, que se llamaba Julián, como yo, Julián Leiva.
Esto fue por los Santos, y no había nevado mucho aquel invierno, y la escasa nieve que había, estaba helada y se andaba bien, y como además había luna, pues el hombre, en lugar de esperarse al otro día, se puso de viaje a puestas de sol para ir a la Puebla, cruzando los campos de Hernán Pelea, que se adelanta mucho.
En fin, que el hombre cogió su senda y se puso en camino, y antes de llegar al barranco del Guadalentín, cuando iba un cinto alante, le salieron dos lobos. Él había oído decir que dejándose colgar la faja por detrás los lobos no atacan. De manera que le quitó unas vueltas a la faja y la iba arrastrando por el suelo.
Fue todo el campo de Hernán Pelea arrastrando la faja por la nieve, y sin determinarse a hacer otra cosa que no fuera callar y andar. ¿Qué iba a hacer? ¿Forearlos como si fueran perros? Lo que sí hizo fue que, en lugar de seguir el camino derecho hacia la Puebla, como iba en tan mala compañía, apretó el paso y se torció buscando un cortijo que le dicen Viana, que está brincando los collados que enfilan a la Puebla. Y los lobos con él. Y ya al irse la luna, barruntando que estaba cerca del cortijo, echó voces y acudieron los perros a los lobos y los entrecogieron por delante.
El hombre llevaba un sudor de muerte, que hasta la chaqueta le estorbaba. Cuando llegó a llamar a la puerta de Viana perdió el habla: tuvo aliento para llamar a los perros, pero luego ya no pudo hablar más. Del susto que pasó perdió el habla y el pelo se le puso canoso en una noche. Le tuvieron que hospitalizar en Santiago de la Espada, y allí le dieron a beber unas tisanas de unas plantas que dan sueño para que se durmiera.
Allí lo tuvieron una semana o así, con unas tiriteras que le daban de vez cuando, como si tuviera palóticas, y no decía esta boca es mía: y era que tenía el susto metido en el cuerpo y no había forma de sacárselo. No hacía más que mirar a unos y a otros con unos ojos muy espantados, sin decir nada, aunque parecía entender lo que le preguntaban, pero no podía hilvanar las palabras.
Los médicos dijeron que era cuestión de tiempo, que el daño que tenía solamente lo curaba el tiempo, que más valía llevarlo a su casa y así que se le fuera olvidando lo que le pasó quizá volviera a hablar.
Conque pusieron un colchón en un carro, y allí tendido lo llevaron a la Puebla, y la familia lo estuvo cuidando unos meses, dándole de comer cosas muy alimenticias para que tomara fuerzas, pero a él le lucía poco.
En la viajada de San Juan fuimos a su casa a verle José María «Chorreones» y yo. Daba pena ver a aquel hombre: parecía un anciano, medio alelado y con el pelo canoso.
—¿Cómo estás, hombre? —le preguntó Chorreones.
Se notaba que nos había conocido porque se le alegraron los ojos al vernos, movía los labios, como amagando a hablar, pero no le salían las palabras.
Yo le dije a su mujer:
—Rosa, ¿por qué no lo llevamos a que lo vea la Telesfora? A lo mejor lo apañaba, y total, no perdemos nada con llevarlo.
—Algo habría que hacer —dijo ella—, que cada día que pasa lo veo más consumido.
La Tía Telesfora era una saludadora que tenía mucha fama en aquel terreno, y vivía en una casilla al pie de la sierra, en un sitio que le dicen Cañada de la Cruz, al par de Almaciles. Yo le tenía mucha voluntad porque sabía que le había dado la salud a muchos que fueron a verla. Tenía el arte de saber apañar y curar las cuerdas montadas, y apañaba lo que estaba desapañado. Yo mismo la había visto agarrar un gato que estaba sano y desapañarlo, sólo con ponerle las manos encima, que se quedó el animalito como si le hubieran dado el cloroformo, y dejarlo un ratillo así y luego volverlo a apañar con pasarle las manos por el lomo: y el gato echó a andar, como si no le hubiera pasado nada. Esto es el Evangelio, que lo he visto yo hacerlo. Y otra vez fue a verla la mujer de uno que trabajaba en la Resinera, que la pobre mujer iba en un grito, porque se había hecho daño en un lado al caer y pasaba el tiempo y no se le remediaba con nada. Pues lo mismo: fue llevarla a la Tía Telesfora, y le puso las manos encima, y nos dijo:
—Esto que tiene esta mujer es un mal de las cuerdas, de la contrición que hizo al caerse.
Y le fue tentando, tentando, y vimos a la enferma que le iba asomando una sonrisa, y la curó. Esto es el sol que nos alumbra. ¡Ya lo creo! Que lo he visto yo con mis ojos. ¿Cuántas criaturas habrá enterradas que curó esa mujer?
Como yo le tenía tanta fe, fue por lo que le dije a la mujer de Julián que lo lleváramos a que lo viera. Y ella no lo echó en saco roto, que lo estuvo pensando, y cuando pasaron dos o tres días me mandó recado de que fuera a verla. Y fui, y me dio la conformidad.
Subimos en un mulo al enfermo, y nosotros andando, que Almaciles está a un paso de la Puebla, y nos fuimos en busca de la Telesfora.
Al llegar la encontramos sentada a la puerta de la casilla, remendando unos trapos, y al vernos nos dijo:
—Ya hace tiempo que os esperaba.
—Pues aquí nos tiene usted —le dijo Rosa—, ya sabe a lo que venimos.
—Antes de que lo bajéis del mulo me vais a decir una cosa: ¿orina sangre o no?
—No, señora, que no orina sangre —le dijo Rosa.
—Pues bajadlo entonces.
Entramos en la casilla, y ella nos dijo que nos saliéramos, que quería quedarse a solas con él.
Se estuvieron allí solos cerca de una hora, y Rosa y yo esperando afuera mientras tanto, hasta que, por fin, apareció la Telesfora a la puerta y nos mandó entrar. Pues allí estaba Julián Leiva de pie, en medio de la sala, y, al vernos, nos dijo que estaba bien y que no sabía que es lo que le había pasado. Y nunca supo decir qué fue lo que le dio o le hizo la Telesfora. Como si hubiera estado dormido.
De manera que gracias a ella fue hombre otra vez, y puede que viva todavía para contarlo, porque era más joven que yo: Julián Leiva el de los lobos, le decían, por lo que le pasó.