EL CABALLO BLANCO

Un año, allá por el ocho o el diez del siglo, salimos de la Puebla de Don Fadrique, después de las huelgas de Pascua, para volvernos a las sierras de Cazorla, que teníamos un destajo bueno en un sitio que le dicen las Malezas de Guadahornillos. Yo era ya hachero y llevaba mi cuadrilla de siete hombres, que eran todos vecinos míos de la Puebla.

Pues el mismo día que llegamos, por la tarde, se metió un aguanieve y luego se enganchó a nevar. Pero como teníamos el chozo hecho de la viajada anterior, no tuvimos más que repasarle un poco el cumbrero y metimos el hato y nos echamos a dormir.

A la mañana siguiente, al salir del chozo, nos encontramos la sierra bien sellada de nieve. Pero como teníamos madera ajorrada de la viajada anterior, lista para llevarla a la percha, echamos mano a trabajar, porque nos sabía mal estarnos allí mano sobre mano. Pues en esas estábamos cuando vimos pasar la cuadrilla del Chorreones, y detrás, la del Perdis, que iban como de viaje, con los petates a cuestas. Les echamos voces y nos dijeron que venía un temporal malo y que se volvían a Castril.

Yo pensé que no era para tanto, aunque se barruntaba la nieve por la calma del firmamento y el color de panza de burra que tenía el cielo. Sin embargo, les dije a los muchachos:

—Ya veis como está la orilla; el que quiera irse que se vaya, y el que quiera quedarse, que se quede. Tenemos el hato sin tocar, de modo que comida no nos va a faltar por mucho que dure el temporal. Pero si nos quedamos es para engancharnos al clavo, no para dormir en el chozo. De manera que pensarlo bien.

Ellos no dijeron nada y siguieron dando aprieto a los gobenes para montar las vigas que había que desdoblar. Pero al ratillo me vinieron dos de ellos a decirme que se iban, y yo les dije:

—Pues con Dios y hasta más ver.

Y luego otros dos, y lo mismo. De modo que nos quedamos solamente cuatro. En fin, que allí pasamos dos o tres días más, y el temporal firme, nevando sin parar, que la nieve llegaba ya al cumbrero de la choza y tuvimos que hacerle un canalillo alrededor para que desaguara lo que se derretía del calor de la candela.

Estábamos una noche de aquellas dentro de la choza, preparando la olla, y yo acababa de decirle a los hombres:

—Ya tenemos que brincar: mañana al ser de día nos vamos a la Puebla.

En esto, ya oscuro, sentimos pasos en la nieve. Nosotros estábamos sentados los cuatro en unos pocetes alrededor de la olla donde se estaba haciendo el guiso, y al oír los pasos, se levantó uno de los zagales y fue a abrir la puerta. Y aparece una mujer que le decían la Ángela, que era la mujer de un peguero, y vivían en una cueva por debajo de nosotros, a más de un kilómetro de distancia. ¿Cómo pudo llegar la pobre criatura hasta allí, de noche, con un frío que atravesaba las carnes, hundiéndose en la nieve?

—¿Qué te pasa, Ángela? —le dije, que yo la conocía muy bien.

—Ya ve usted, Julián, que Juan ha caído malo con calenturas y no tenemos qué echarnos a la boca y vamos a fenecer de hambre.

Le puse mi almohada en un pocete, y la hicimos sentarse, y le echamos piñas a la lumbre.

—No vais a fenecer de nada, Ángela —le dije—, y ya que has venido, has hecho bien en venir; pero debías haber esperado a mañana, no te fueras a extraviar.

Y eso nos contó: que había salido de la cueva con mucha luz por delante, pero como las sendas estaban borradas se perdió dos veces antes de dar con el chozo, y ya se daba por muerta, pero siguió andando y vio una rajilla de luz y se topó con el chozo.

—Si no es por la Virgen de Tiscar no hubiera llegado —dijo, y todos la creímos.

Las piñas habían roto a arder y la choza se iluminó, y entonces vimos que las piernas le goteaban sangre. Y es que la nieve le había cortado los muslos. ¡Qué calamidad más grande!

—Ea, pues no te apures, mujer —le dije—, verás como todo se arregla.

Y así que entró un poco en calor le dimos a beber sopa caliente y le estuve curando los muslos, que los traía abiertos de rozarse con la nieve, que aquello era una inquisición. Y la curé como si hubiera sido mi madre.

La acostamos luego en mi cama y la arropamos bien, y se durmió. Y yo llené una mochila de cosas de comer y de medicinas que teníamos y bajé a llevárselos a su marido, a la cueva de ellos, porque uno estaba hecho a andar por la sierra de noche igual que los bichos del monte. Y me estuve con él hasta que vino el día.

A la mañana siguiente hicimos el petate para volvernos a la Puebla, porque la nieve, aunque cambiara el tiempo, no nos hubiera dejado trabajar lo menos en quince días, y los pinos que teníamos ajorrados estaban cubiertos por dos metros de nieve.

Entonces es cuando yo comprendí que los otros hacheros, con más experiencia que yo en las cosas de la sierra, estuvieron acertados al barruntar el temporal e hicieron bien en volverse antes que nosotros. Todavía me quedaba mucho que aprender de ellos.

De manera que, como nos íbamos de allí, no íbamos a necesitar el hato, y mandé a los zagales que cargaran con todo lo que teníamos, que teníamos de todo, gracias a Dios: tocino y garbanzos y patatas y ocho panes de a cuatro libras y medio costal de harina, y lo llevamos todo a la cueva de la Ángela. Y les estuvimos cortando leña para que no les faltara, y a Juan le dimos sangre de macho montés, que es la mejor medicina que hay para las pulmonías. Y debió hacerle bien, porque cuando volvimos a verle, al cabo de dos meses, se había curado, y más adelante, cuando pudo, nos pagó lo que le prestamos, que yo ya lo daba por perdido.

Para volvernos a la Puebla de Don Fadrique no podíamos ni intentar pasar los campos de Hernán Pelea, que es el camino natural y se acorta mucho, y tuvimos que venir a salir al puente de Guadahornillos y bajar al barranco del Guadalentín y luego al de los Tontos, y vinimos a resultar en Castril.

Aquel invierno fue de los peores que recuerdo: se presentó el caballo blanco. Se fue agotando lo poco que había en las casas, y como no se podía trabajar en nada, el hambre nos maltrató a todos y muchas personas se murieron de hambre. ¿Qué sería de las criaturas, hombres y mujeres que invernaban en los campos de Hernán Pelea en cuevas o en chozas de conchas de pino haciendo alquitrán en Pinar Negro? ¿Y los pastores? Cuántos de ellos se quedarían con la cayada y el rebaño esquilmado, mendigando donde no había ni para mendigar.

En aquel tiempo no había carreteras: solamente salía de la Puebla la carretera de Caravaca hacia Levante, que era el camino que seguían las carretas de bueyes que llevaban el alquitrán a la costa, al puerto de Águilas o a Mazarrón. Lo demás eran veredas y sendicas para bestias que subían a los puertos. Aquel año de calamidades hubo una caravana de carretas que les pilló el temporal en el puerto del Pinar, entre Santiago de la Espada y la Puebla de Don Fadrique y se quedaron allí ancladas en la nieve todo el invierno. Los hombres quitaron los ubios a los bueyes y los dieron careo, y por las trochas que abrían los animales en la nieve pudieron llegar a la Puebla. Pero algunos bueyes, agotados, se helaron como si fueran recentales.

En mi casa quedaba mucho malo por pasar, y antes de que alboreara de nuevo tuvimos que tragar muchos buches de hiel. Como yo iba a la parte en la saca de pinos, después de pagar los jornales a mi cuadrilla me quedé en la miseria. No tenía ni para comprar pólvora, y tuve que amañarme para hacerla mezclando clorato, azufre y azúcar, y moliéndolo todo muy bien en un mortero de cobre, y aquello hacía unas descargas como para dejar seco a un jabalí.

Salía con la herramienta y mi perra a cazotear liebres por los rastros, y casi siempre traía algo, y mi mujer lo vendía, y con lo que sacaba, compraba pan, y con eso íbamos saliendo. Alguna que otra vez se me daba mejor la cacería y me volteaba una cabra: dos maté un día en el Tocón de Quenta, en el campo de la Puebla, porque las reses se habían tirado de los poyos buscando qué comer, y andaban hasta las huertas de Santiago.

Un día, pensando en la miseria y en cómo salir de ella, me fui a ver al alcalde, que se llamaba José Martínez y era amigo mío, Dios lo tenga en su gloria, y le dije lo que andaba pensando:

—Ya ves cómo están las cosas; necesito que me echen una mano porque mis hijos están pasando hambre.

—¿Y qué quieres que yo haga? —me preguntó.

—Me vas a dar un permiso para poner veneno a los zorros —le pedí.

Le pareció bien y me lo dijo:

—Cuenta con el permiso.

Conque fuimos al Ayuntamiento y me escribió un permiso y lo firmó y le puso los sellos.

—Ahora vienes conmigo a la botica a que me den la estricnina —le dije, porque yo tenía mucha confianza con él.

Al día siguiente enfilé camino de la Sagra y por la tarde fui poniendo despojos envenenados y tracé unos rastros, y busqué una cuevecilla para pasar la noche, y, al clarear el día, registré las posturas y me encontré cuatro zorros. Y así estuve dos semanas: ponía el veneno por las tardes y lo retiraba al amanecer y recogía lo que hubiera.

Cuando aclaró el temporal y pude volver con mi cuadrilla a seguir penando con los pinos de Guadahornillos, eché la cuenta y resultó que tenía colgadas en mi casa de la Puebla noventa y dos pieles de zorro, abiertas por la boca y rellenas de paja, y se las di a unos arrieros para que las llevaran a Granada, que en aquel tiempo las pagaban a cuatro duros. Dejé limpio de zorros el terreno aquel de la Sagra y Grillimonas y los Mirabetes. Y salimos adelante en mi casa. La pobre de mi mujer, que tenía un corazón muy tierno, ¡cuántos panecicos no dio a los mendigos que iban a pedir a la puerta de nuestra casa! Como si nosotros no fuéramos tan pobres como ellos. Todos éramos pobres, y cuando se presentaba el caballo blanco, pasábamos hambre y penalidades, pero al final siempre sale el sol y se pasa el frío y maduran los trigos, y hay comida y calor para todos.