El mismo año que empezó el siglo, que tenía yo diecisiete recién cumplidos, me compró mi padre unas esparteñas nuevas y una manta de lana de Pontones, y me mandó a la sierra:
—Lo que hace un hombre, lo hace otro —me dijo.
En el campo de la Puebla de Don Fadrique, de zagal, yo ganaba tres perrillas y la comida, y estaba de hatero con los aserradores, y se me pegaron sus maneras y aprendí a amolar las herramientas y a no escurrir el bulto, y fui hombre antes de que me saliera la barba. ¡Cuántas esparteñas no habrán roto estos pies míos!
Mi padre, que en paz descanse, no llegó en su trascendencia a ganar nunca un jornal por encima de los tres reales al día y la hatería: tres reales al día, que hacían noventa al mes, y un celemín de garbanzos, un cuarterón de aceite, dos arrobas de patatas y una fanega de trigo. Con eso nos fue criando a nosotros. No daba más el naipe. Y todos los días de su vida se levantaba al pintar el sol para ir a la faena, y cuando no tenía destajo con los aserradores porque no había contrata de corta de madera o por el motivo que fuera, él siempre encontró la forma de sacamos adelante. Era cazador, y tanto que le decían el Matamachos, y la sierra siempre tenía algo que darle. Y si pintaba mal la caza, iba a buscar chapinas: esas ramitas que se ponen en las botas para darle sabor al coñac, y venían los bodegueros a comprarlas desde muy lejos. Otras veces salía a poner cepos para los turones, y me acuerdo que vendía las pieles a siete pesetas, esas pieles que luego se ponían las señoras al cuello, que les decían boas, que eso estaba muy de moda entonces, y llevaban las garras del turón y el hociquillo y unos ojos de cristal. Pero su trabajo de verdad era, como ha sido el mío, hachero, y solamente recurría a otros menesteres cuando le faltaba trabajo. Y fue un hachero fino donde los haya: que le he visto desdoblar un pino y dejar los sesmos lisos y parejos como si les hubieran pasado una cepilladora. ¡Dios lo tenga recogido en su gloria!
Gracias a que mi padre era tan mañoso, en mi casa de calle de los Caballos, en la Puebla de Don Fadrique, pocas veces pasábamos necesidades, y cuando llegaba a las puertas de las casas el aceitero, con el burro y el jarrico, y un jarro de aceite valía una peseta y una arroba de patatas valía tres reales, mi madre casi siempre tenía con qué comprar, y si no, le fiaban. Así es que estábamos bien.
De manera que yo seguí el oficio de mi padre y me enganché con los aserradores en las sierras de Cazorla. De primeras me pusieron a bregar de hatero: les hacía la comida y se la llevaba adonde tuvieran el tajo y cuidaba del rancho. Y así estuve unos cuantos meses, hasta que conseguí que el capataz se fijara en mí, y me llamó y me preguntó si quería engancharme al clavo, y le dije que sí. De forma que buscaron otro zagal para la hatería y a mí me mandaron al monte con los aserradores. Para empezar, me dieron los pinos más difíciles, pero yo sabía que no lo hacían por maldad, que, aunque me esté mal el decirlo, yo siempre he tenido padre y madre por donde he ido, y si algún mal me ha venido, ha sido de la vida, no de los hombres.
Pasé tres años a jornal, aprendiendo la briega y la forma de hacer las cosas bien hechas, hasta que un día le dije al contratista, que se llamaba Joaquín Fernández el Negro, que quería ir a la parte, como los hacheros, a pérdidas y ganancias. Y Joaquín, que me tenía apego y se fiaba de mí, me nombró hachero, que es como si dijéramos el capataz de una cuadrilla: lleva el trabajo más delicado y tiene a su cargo ocho o diez hombres.
Así fue que, a los veinte años, fui hachero y le hablaba de tú a los hacheros viejos: al Perdis, al Chorreones, al Tenazas, y a mí, por mal nombre, me decían el Gazpacho, Julián el Gazpacho. Y todo lo que sé lo aprendí de ellos: la forma de manejar una sierra asturiana, que la usábamos para los pinos gordos, los que dan de quince a veinte traviesas de tres varas y un tercio cada una. Todavía, al cabo de sesenta años, tengo yo en mi casa una sierra de esas, muy fea y muy rumienta, que me sirve de recuerdo de aquellos tiempos.
Entonces no se conocían las cosas que hay ahora: no había compresores ni sierras mecánicas, y todo había que hacerlo a fuerza de brazos. Para mover las sierras asturianas hacían falta tres o cuatro hombres. Se ponía el tronco sobre una percha, haciendo cimbra y bien sujeto con sus gobenes de palos muy gruesos, y allí se le iba desdoblando con el hacha, sacándole cuatro medianas. Los peones se subían al palo y lo iban picando con unas hachas nuderas de acero muy duro: hachazo a un lado y a otro, chaspando los nudos de donde había salido una rama, hasta que sacaban el cospe; y luego el hachero, con un hacha más dulce, trazaba las medianas y desdoblaba la viga en medianas parejas. Y los cospes los aprovechaban los cuchareros para hacer cucharas de madera.
Me acuerdo de uno que se arranchaba a veces con nosotros, que se llamaba Casildo y le decían Cristo, y era cucharero el hombre y vivía de hacer cucharas y cucharones. Tenía unas manos tan primorosas, que daba gusto verle trabajar, entallando cucharas y luego afinándolas con la legra, que era como una cuchilla en forma de gañivete. Con la legra en la mano, el Cristo era capaz de hacer una custodia en madera de buje, y muchas personas de los pueblos le encargaban figuritas para cumplir las promesas que hacían a la Virgen de Tiscar o a las Santas de la Sagra. Por entonces, ya era un hombre viejo y, sin embargo de eso, siempre estaba alegre y dispuesto a echar una mano en lo que fuera o a dar lo que le pidieran, que lo suyo era de todos, y le decían Cristo. Ya hace lo menos veinte años que lo enterramos, que acabó su vida en el asilo de Huéscar.
Nosotros, los aserradores, llevábamos una vida esclava, tirados todo el invierno en la sierra, ¡madre mía!, penando. Pero ganábamos cuartos: en aquellos años de miseria éramos tan grandes como los ricos. Era un trabajo malo el nuestro, y pocos lo querían. Se podía decir que un hombre era aserrador cuando tenía las manos tan encallecidas que podía estrujar una rama de espino sin dañarse.
Dividíamos el año en cuatro cuentas: desde la Feria a la Pascua, desde la Pascua a Semana Santa, desde Semana Santa a San Juan y desde San Juan a la Feria. En medio de cada cuenta holgábamos unos días con la familia en la Puebla, y otra vez vuelta a la sierra, a engancharnos al clavo.
Al llegar se sorteaban los tronzones y cada cuadrilla se instalaba en la demarcación que le había tocado, y lo primero que había que hacer era levantar el chozo: se cortaban dos buenas zancas de roble o enebro, en forma de horquilla, y un cumbrero largo y se escogía un pino recio para el apoyo, y allí se armaba la choza, con las paredes de tablones de pino, y por encima, en las juntas del cumbrero, le poníamos conchas de pino como si fueran tejas, y se remataban pillándolo todo bien para que resistiera la nieve y la ventisca y que no calara ni una gota de agua, porque allí teníamos que vivir tres o cuatro meses.
Cada ocho días nos traían el hato de Cazorla: un costal de pan, un cuarterón de aceite, dos arrobas de patatas, caricas, garbanzos; en fin, de todo. Sin embargo de eso, a veces pasábamos hambre: cuando caía un nevazo y no podían llegar los arrieros y se retrasaba el hato.
Yo le compré una escopeta de chimenea al Tío Pepe Cuadros, que Dios tenga en su gloria, que era guarda y siempre se portó conmigo como un padre con su hijo, y cuando nos pillaba la necesidad salía al monte a lo que fuera. Así maté mis primeras cabras y le tomé el gusto a las reses.
Una vez me acuerdo que teníamos el tajo en Navaluguera, al empezar los campos de Hernán Pelea, y llevábamos dos días sin comer, y no paraba de nevar, y el hato llevaba una semana de retraso y sin esperanza de verlo llegar. Y yo venga a dar tumbos con la escopeta, con la nieve que me llegaba a los muslos, y no daba con nada que valiera la pena: maté un par de liebres y unas cuantas ardillas, y con eso y el hambre que teníamos, y nueve bocas esperándome en el chozo, no había ni para darle un bocado a cada uno. Con que me dije: «Julián, tú no has catado nunca la carne de cuervo y esta es la ocasión de que la pruebes y te desengañes». Y había un pitarrillo de cuervos dando pingos en la nieve para quitarse el frío, y metí plomos gordos en los cañones y les solté un tiro en el suelo y otro al revolearse, y me cargué cinco cuervos, y nos los comimos asados como si fueran pollos, y eso que yo no he visto una carne más mala en mi vida: muy vacío hay que tener el buche para acometer una cosa así, que ni los zorros la comen, creo yo.
Otra vez estábamos desdoblando pinos por Guadahornillos, y lo mismo: un nevazo y sin comer. Y vimos aparecer a un hombre en un mulo, con un costal de trigo que lo llevaba a moler a un molino que había en el caz del río. El hombre se compedeció de nosotros y consistió en vendernos media fanega de trigo, y así que se hubo molido, la amasamos, y qué hambre no tendríamos que estábamos los nueve hombres esperando puestos en la puerta del horno que se cociera el pan, y nos comimos la media fanega conforme iban saliendo del horno.
Pero en los destajos, generalmente, comíamos bien y teníamos asegurado el sueño de la noche en una buena choza con lumbre. Lo malo era cuando no había contratas de corta y había que apechar con el «monte rodante», es decir, con los pinos derribados, tronchados por el viento y la nieve. Este es el trabajo más duro que se puede hacer en la sierra, y nadie lo quiere. En el «monte rodante» no se puede pensar en tener choza, porque no es como en las cortas normales, en las que se fija una demarcación y, hasta que se termina, no se pasa a otra. Por el contrario, en este trabajo hay que andar la sierra de un lado a otro, faenando los pinos caídos o malparados que se encuentran uno aquí y otro más allá, de modo que hay que llevar el hato a cuestas, y la cama es el suelo y la choza el cielo, tirados día y noche por el monte como bichos del campo.
Yo sé lo que es penar, y si vivo para contarlo es porque Dios me dio naturaleza para sufrirlo. Pero cuando uno se acuerda de todo lo que ha pasado, ¡Virgen de mi alma! Cuando ajorrábamos pinos en Fuente Acero, y yo era un zagal, y tenía que darle de beber a diecinueve mulos que había allí para arrastrar los pinos, y encontrarme el algibe helado, y tener que hacer un túnel en la nieve para llegar al agua del algibe, y estarme medio día sacando agua para que abrevaran los animales; tener el cuerpo empapado en sudor con un frío que se helaba el firmamento, y, de vez en cuando, tenía que quebrarme el hielo de la cara porque se me helaba el sudor y me cegaba la vista.
He pasado todas las calamidades del mundo, desdoblando pinos desde la Puebla de Don Fadrique hasta Mogón, en la Sierra de las Villas. Destajos malos, malísimos y peores que malísimos. Y alguno que otro, bueno. El mejor destajo que he tenido en mi vida fue cuando estuvimos cortando, desdoblando y ajorrando toda la arboleda que había en los barrancos de la zona que hoy está cubierta por las aguas del embalse del Tranco de Beas. Comparado con otros, aquel fue un trabajo agradable, porque el terreno es mucho más afable y templado y además nos alojábamos en el poblado de Bujaraiza, que estaba en el lindero de la barranca, adonde sabían los ingenieros que iba a llegar la lengua del agua. Acostumbrados como estábamos a dormir en invierno debajo de un pino cuando hacíamos el «monte rodante», aquello del pantano, durmiendo bien abrigados bajo un techo de tejas y con el suministro asegurado cada ocho días, nos parecía mentira. Seguramente, los dos años que echamos allí son los que he penado menos en mi vida.
Al llegar los inviernos, la vida de las criaturas se hacía difícil y todos, más o menos, pasábamos fatigas para salir adelante. Es verdad que he penado mucho, pero ¿por qué será que, con el tiempo, a las penas se les pasa el amargor y gusta recordarlas? A mis hijos les digo yo algunas veces, cuando les oigo quejarse: vosotros no sabéis lo que es pasar fatigas; os habéis criado en la espuma.
Los trabajos y las penas para los hombres se hicieron. Pero yo sé que un trabajo bien hecho tiene sus satisfacciones y se trae a la memoria con agrado. Eso me ocurre cuando pienso en un tiro que hicimos para dejar caer la madera desde todo lo alto del salto de los Órganos a la laguna de Valdeazores, y luego a una represa en el río Borosa, para que las traviesas cayeran al agua y no se rompieran al caer desde tan alto. Aquello fue un trabajo muy bonito y, aunque me esté mal el decirlo, muy bien hecho. De modo que fuimos arrojando toda la madera de la Nava de Pablo, Navaluguera, Fuente Acero y el Barranco del Guadalentín, y la situamos en lo alto del salto de los Órganos, y fuimos dejándola caer, traviesa por traviesa, por un canalillo hecho con tablones, como si fuera un tobogán, y qué velocidad no cogerían que al caer a la charca iban ardiendo, medio chamuscados de frotarse con el tiro, y al llegar al agua se quedaban flotando y se apagaban. Y luego los pineros les daban otro tumbo a un enclave del río Borosa y los iban conduciendo hasta el Guadalquivir, y después, río abajo, hasta la estación de embarque, en Mengíbar, porque entonces no existía todavía el pantano del Tranco.
La idea de dejar caer la madera por el salto de los Órganos no fue cosa mía, que se les ocurrió a unos pineros de Beas del Segura, y ellos me lo dijeron a mí, y yo se lo dije a Joaquín Fernández el Negro, que era el contratista. Y él se quedó rumiando aquello, y un día me mandó llamar y me dijo:
—Diles a esos hombres que me vean.
Pues fueron ellos a verle una noche al cortijo donde paraba, que era el de una mujer que le decían la Lagarta, no por nada malo, sino porque tenía los ojos verdes, de un verde muy clarito, del color de los lagartos. Y era una mujer muy buena, que le teníamos mucha voluntad los aserradores y nos hizo muchos favores, y como la pobre era tan buena, todos, más o menos, la conocíamos vestida y en cueros. El cortijo de la Lagarta estaba entre el barranco del Guadalentín y la Nava de Pablo, y allí paraba el contratista. Conque les di el recado a los pineros y ellos fueron a verle y le explicaron cuál era su idea y la forma de llevarla a cabo, y él les preguntó:
—¿Y quién va a hacer el tiro?
Y le dijeron:
—Julián el Gazpacho.
Y él no tuvo más que decir amén, porque comprendió que aquello le suponía un ahorro grandísimo.
Al día siguiente fue a buscarme al rancho, y como era un hombre así muy por lo derecho, me dijo:
—Mañana empiezas el tiro.
Y yo le dije:
—No.
—¿No? ¿Por qué no? ¿No has dicho que lo hacías?
—No, hasta que se vayan los hielos, Joaquín. Cuando empiece mayo podremos hablar; no antes.
Se dio la vuelta y no dijo ni una palabra, porque comprendió que yo llevaba razón, que no se podía pensar en manejarse en un sitio así mientras hubiera hielo.
Cuando yo le dije aquello sabía de lo que hablaba, porque me tenía tentada piedra por piedra del salto de los Órganos de subir a las cabras con mi perro y la escopeta del Tío Pepe Cuadros, y sabía que en esos voladeros, aunque sea en tiempo seco y con sol, siempre corre un aire que se hielan las palabras: yo no he sido muy flojo para el frío, pero se me ha dado el caso de tener empoyatado un macho y subir a por él, y el bicho viéndome sin quitarme ojo, y la perra firme tapándole la única huida que tenía, y yo la roca arriba sudando y sentir que se me helaban los pies y las manos, y al llegar el momento de tirar, como tenía las manos que no las sentía, al ir a meter el dedo en la agujeta írseme los dos tiros a la vez. Y esto antes de empezar las nieves, ahí por octubre. De modo que yo sabía bien lo peligroso que era poner allí los pies hasta que se pasaran los hielos.
Así fue que echamos mano a trabajar en el tiro en los primeros días de mayo y estuvimos todo el verano liados con aquella faena: principiamos por poner traviesas desde abajo, acoplándolas unas con otras, hasta cubrir el desplome de más de 170 metros que tiene aquello. Poco a poco íbamos ganando altura y las dificultades eran cada vez mayores, pero al fin pudimos brincar a lo alto y el tiro quedó hecho.
El 2 de julio dejamos caer la primera traviesa por el tiro abajo. Joaquín tenía su reloj en la mano y fue contando el tiempo que tardaba en llegar al charco: «Cuarenta y tres segundos», dijo. Al hocicar en el agua sonó aquello como un cañonazo. Yo no quise ni verlo caer del miedo que tenía de que se descuajaringara todo el tinglado. Pero resistió bien, y pusimos a viajar otras cuantas traviesas, y, por fin, el Negro se vino a mí y me echó el brazo por el hombro, y me dijo:
—¡Vaya con Julián el Gazpacho, que apañado nos ha salido!
Al invierno siguiente todas las cuadrillas de aserradores se pusieron a ajorrar madera al enclave del salto de los Órganos, y los hacheros no daban abasto a desdoblar tanto pino. Y dejamos caer por el tiro 70.000 traviesas. Esto debió ser en el invierno de 1915 o 1916. Y yo he oído decir después que la madera aquella la compraron los ingleses para urdir alambradas y entibar los nidos de los cañones en la guerra; a lo mejor en verdad.
Pues así que se terminó todo el trabajo y no quedaba un pino herrado que se pudiera cortar, Joaquín Fernández me regaló 1.000 pesetas, que eso entonces era una fortuna.