EL ÚLTIMO LOBO

Antiguamente, con la golosina de los ganados, había muchos lobos en la sierra. Cuando yo era un zagal, y más tarde aún, ya en mis tiempos mozos, los lobos campaban por las sierras y estaban en las lenguas de las gentes. El monte atufaba a lobo de tantos como había.

Era yo un hombre, casado y con hijos, y recuerdo haber llegado a las majadas de los pastores y encontrarme que habían entrado a diente por la noche, ¡y el estropicio que hacían y la carnicería que dejaban! Y por las noches, oírles aullar de un monte a otro, y la escandalera de los perros ladrando vanamente, porque, en verdad, lo único que hacían era no dejarles parar, porque entonces había muchos perros en los hatos y escopetas: mi padre juntaba seis u ocho escopetas de los vecinos, y cuando los lobos hacían mucho daño en el ganado, les daban una batida con los perros para escarmentarlos, y casi nunca mataban ninguno, pero los foreaban.

Conocí yo a un hombre que le decían el Tío Gil «el de los lobos», y creo que vive todavía en la Iruela, aunque debe andar rondando el siglo, porque era ya un hombre maduro cuando yo todavía era un zagal. Pues este hombre parecía cruzado en lobo, y sabía imitar el aullido lo mismo que un lobo, y los llamaba y acudían, y es que puede decirse que se había criado con ellos, porque de pequeño se quedó huérfano y lo recogió su abuelo, y los dos vivían solos en la sierra, de transeúntes, sin casa, ni choza, llevando un hatajo de cabras levantiscas, y dormían donde les pillaba la noche. Cuando el abuelo tenía que ir a Cazorla a por el suministro, que echaba un día y una noche en ir y volver, dejaba al nietecillo, que tenía entonces cuatro o cinco años, escondido en el tronco de un roble, para que no se lo comieran los lobos. Los robles viejos tienen el tronco hueco, y allí, por un roto, lo metía; le dejaba algo de comer y le decía:

—Hijo mío, quédate ahí hasta que vuelva.

Y así se fue criando, hasta que fue mayor y se le murió el abuelo, y él siguió solo por la sierra con las cabras. Y como estaba tan acostumbrado a oír el aullido de los lobos, aprendió a imitarlo y lo hacía igualito y al terminar, hacia un castañeo con los dientes que ponía los pelos de punta.

Me contaron de un señor de Peal que vino una vez a los corzos de Guadahornillos y se llamaba don Ramón Muñoz, y venían un grupo de cazadores entre los que estaban el abuelo de Justo Cuadros, que le decían el Tío Pedro Juárez Vico, y su cuñado, el Tío Ramón Viñuelas, y otros que eran tíos de Justo y de Consuelo Vilar, Alejandro, Tomás y Crispín, todos muy cazadores, que perdían el sueño por las cabras y los corzos. Pues se reunieron en el Cantalar para subir a las malezas de Guadahornillos, que era el sitio de los corzos, y para hacer la cacería al amanecer, pensaban ir a dormir a unas majadas que había por el Raso el Tejar, más arriba del muelle el Carbón, y resultó que por allí andaba con su hatajillo de cabras el Tío Gil, «el de los lobos», y llegaron a la choza, y entre bromas y veras lo convencieron para que llamara a los lobos. Aquella noche había terminado de llenar la luna y se veía como de día. Pues el Tío Gil, por complacer a don Ramón, consintió en echar un aullido, y un ratillo después de haberlo echado, allá lejísimos, en dirección a Roble Hondo, le contestó un lobo:

—Ese está en Los Cabezones de Guadahornillos —dijo el Tío Gil.

—Echale otro aullido —le dijo don Ramón.

—Mire usted que va a venir —le dijo el Tío Gil.

—¡Bueno!, pues que venga.

El Tío Gil volvió a aullar y el lobo le contestó más cerca, en la umbría de Guadahornillos.

—Echale otro —le mandó don Ramón.

Y el Tío Gil se le avisó otra vez.

—¡Qué va a venir!

—Pues eso es lo que queremos; tú échale otro aullido.

Aulló por tercera vez el Tío Gil, de una forma un poco distinta de las anteriores, y no habían pasado dos minutos cuando vieron asomar al lobo por un rasillo alante, y como ellos estaban ocultos por el monte y tenían el aire franco, el lobo no tardó en cruzarse por una planzoletilla que había en el collado, que era un puesto de pájaro de perdiz. El Tío Pedro Juárez Vico le tiró un tiro y lo partió así de medio atrás, pero no quedó muerto y se vino para don Ramón, y el hombre al verlo venir se asustó y se le escaparon los dos tiros de la escopeta, y ya no se supo más del lobo, hasta que al día siguiente lo encontraron en un sitio que le dicen Cabezas Rubias, río Guadalquivir abajo: fueron con los perros y dieron con él y lo remataron. Y resultó ser una loba, medio cachorreña todavía.

Esto debió ocurrir en los primeros años del siglo, porque yo era muchacho cuando lo oí referir a unos arrieros que vinieron a parar a la casa de mi padre. Pero luego, muchos años después, quedaban lobos en la sierra, y yo me acuerdo que mis hermanos tenían dos perros que iban con el ganado y llevaban las carlancas puestas de día y de noche, y aquellos animales, si podían echarle las uñas a un lobo, no se iba, que lo ofetaban.

El último lobo que se ha visto por estas sierras lo mataron hace lo menos cincuenta años, que entonces era yo guarda de la Sociedad de Ganaderos de Santiago de la Espada, y fueron los de mi familia quienes lo mataron: primero lo hirió un consuegro mío que estaba de guarda en las sierras de Cazorla, ahí por Nava de Pablo, y ocurrió que este consuegro mío estaba puesto, al atardecer, acechando a los conejos en un vivar y se le presentó el lobo, y le tiró y lo hirió, pero no se quedó en el tiro, porque como lo que tenía era una escopeta de un solo cañón, de esas antiguas que se cargaban por la boca, no pudo segundarlo. Y el lobo vino a caer por Roble Hondo, allá por el nacimiento de Aguas Negras, y tomó un cinto alante, que le dicen «El Cinto», y fue a dar con nuestras cabras, que estaban allí encima de la Cueva del Torno, en unos poyos que hay allí, y estaba un cuñado mío con ellas.

Pues vino el lobo a las cabras: el animal tendría hambre y venía adolecido del tiro que le dio mi consuegro, y se topó con uno de nuestros perros, que era un mastinaco grande, y le dio una truca que lo dejó medio baldado; pero el lobo, a pesar de estar herido, se defendió y pudo escaparse del perro. Era un lobo macho, muy largo y alto. Y al soltarse del perro se volvió para atrás y vino a toparse con unos zagales que llevaban otro hatajete de cabras y que tenían con ellos unos perrillos cazadorillos, de esos pequeños. Los muchachos salieron a un collado que le dicen La Cuesta del Muerto, cuando sintieron a los perruchos, ¡chau-chau, chau-chau!, y los zagales, sin poderse imaginar lo que era aquello, se arrimaron a donde estaban latiendo los perrillos, y entonces vieron al lobo, y el lobo los vio a ellos, y saltó de una bujea en la que se había metido y se tiró para abajo: ya el animal muy adolecido del tiro y de la sangre que había perdido y de la trilla que le dio el perro nuestro. Como ya no le quedaban fuerzas para gatear, se tiró por una garitilla a un poyato, pero luego se encontró como pillado en un cepo porque para arriba no podía salir, y se quedó allí empoyatado.

Los zagales, asustados, vieron pasar a lo lejos al Tío Victoriano, el abuelo de mi yerno Juan José, el marido de mi Lola, que estaba de guarda en «La Hortizuela» y llevaba el hombre su escopeta colgada del hombro. De modo que los zagales, al verlo, le echaron voces:

—¡Tío Victoriano! ¡Tío Victoriano!

Y él, al oír a los muchachos llamarle, les preguntó:

—¿Qué os pasa?

Y ellos gritaron:

—Venga usted, que aquí hay un lobo muy grande en un poyato.

Entonces, el Tío Victoriano bajó del monte y se acercó adonde estaban los zagales, y subió por una garitilla que había por donde mismo había colado el lobo y vino a ponerse encima de él, y desde allí, a bocajarro, le dio un tiro y lo echó abajo.

Pues cogieron al lobo, y el Tío Victoriano se lo dio al padre de aquellos zagales para que lo desollaran y le llenaran la piel de paja, como era costumbre, y fueran a pedir con él. Salieron a pedir con el lobo, y recogieron cuarenta reses. Todos los ganaderos les iban dando algo: el uno, una borrega; el otro, una chota. Cada cual lo que tenía voluntad.

Y ese fue el último lobo que se conoció aquí. Después no se han visto más.