LA FRESNEDILLA, 1880

Nosotros nos hemos criado en el cortijo de «La Fresnedilla», que le decían de Julián el de «La Fresnedilla», que ese era mi padre. Es un cortijo que se ve todavía subiendo por la carretera del río Aguamula, en llegando al final, esa plazoletilla que hace la carretera donde termina, y se asoma a un barranco donde nace el río, y enfrente hay una ladera: ese cortijo que se ve allí abajo, que tiene unas nogueras muy frondosas y muy frescas y una huerta, allí nací yo y allí nos hemos criado nosotros.

Entonces no había carretera, ni siquiera camino, sino tan sólo una sendica para las bestias que venía subiendo desde el poblado de las Tablas, pasando por las majadas de los ganaderos, y luego iba al sopié de nuestra casa y seguía remontando a trasponer las ramblas que dan vista a Cuberos, donde vivía y hogaño vive todavía el Tío Josico.

Mi madre, que en paz descanse, era muy guapa, y yo he oído contar, como se cuentan estas cosas en las casas, que la familia de mi padre no veía con buenos ojos a la de mi madre, porque eran muy pobres; mi abuelo materno vivía muy pobremente de lo que ganaba haciendo miera, que es una medicina que se saca de la cepa de los enebros, y el hombre vivía en su miseria rebuscando plantas medicinales, que era muy entendido en eso, y sabía los sitios donde se criaban las terraillas, que son unas matas pequeñicas que se cuecen y son muy buenas para curar las heridas infestadas y se encuentran en muy pocos sitios: en la Hoya de Maina Barra y en la Hoya de los Pájaros, allá por tierras de Castril.

De manera que la familia de mi padre, como tenían unos hortales y una pizca de tierra, se creía muy encumbrada para emparentar con la de mi madre, y la pobre sufrió mucho con esto. Pero mi padre se prendó de ella y se casaron, y la dote que pudo llevar mi madre a la boda fue de 15 pesetas, y de ellas su padre pagó un duro de compadrazgo, de manera que empezaron su vida de matrimonio con 10 pesetas y los brazos para ganar de comer. ¡Y lo que es la vida!, esos mismos que no querían a mi madre, a causa de que era pobre, vinieron a morir en los brazos de ella, uno detrás de otro: ella les fue cuidando en sus enfermedades y les cerró los ojos. ¡Qué verdad más grande es que el que escupe al cielo la saliva le cae en el rostro!

Se casaron y vinieron a vivir a «La Fresnedilla», y mi padre como era un hombre tan vitalicio y mi madre joven, pues en pocos años se juntaron con nueve zagales. Eramos nueve hermanos, todos pequeñicos, y la vida no era fácil, que había que bregar mucho, mucho; pero el hombre está hecho para salir adelante con todo, y mi padre, que en paz descanse, de primeras vivió amargamente, pero luego Dios le protegió en suerte y adelantó unas pesetas en animales: a lo primero compraba corderos y los criaba hasta los dos años, para venderlos luego de primales o de andoscos, y les ganaba buen dinero, porque este ganado segureño daba unas carnes muy blancas y lo preferían los marchantes. Llegó a juntar una ganadería grande de ovejas, de vacas y de cabras, y nosotros, de zagalillos, ya íbamos con los hatos de mi padre por el monte, y pasábamos miedo, porque éramos pequeñicos y la sierra esta es muy grande y muy arriscada. Además, por entonces, había muchos lobos y hombres malos, desertados, y nos atemorizaban.

A nuestra casa venían muy a menudo los guardas y guardias civiles y los ingenieros, y hasta los carabineros, los rondines, que les decíamos nosotros. Decían: «¿Adónde vamos a dormir?», pues a lo de Julián el de «La Fresnedilla», porque en mi casa, gracias a Dios, había de todo: había camas y qué darles de comer, que en otros sitios, desgraciadamente, no había más que miseria. Pues a mi casa iban y en mi casa se quedaban, y le compraban a mi padre aceite, tocino o pan, que teníamos horno, y mi madre amasaba y cocía una vez por semana. Iban a mi casa porque no había otro sitio donde abastecerse.

Algunas veces también llegaban a nuestra puerta los desertados. Recuerdo de uno que le decían Martín, que era de Pozo Alcón, y estaba desertado en la sierra por tres muertes que hizo en su pueblo antes de echarse al monte, y llevaba un trabuco que, sin ponderar, tenía un buche como el ruedo de un dornajo mediano. Daba miedo ver a aquel hombre. Hasta los perros enmudecían al verle y se le arrimaban meneándole la cola, y eso que los perros de mi casa eran muy fieros y no les amedrentaban los lobos. Pero él, cuando salían a ladrarle, ni les miraba siquiera: seguía su marcha como si no fuera con él, y los animales se calmaban. Tenía una forma de mirar que dejaba helado al más valiente. Iba vestido como un pastor, con unos pellos de oveja negra y una anguarina blanca, calzaba unas altimparas de cabra, y en la cabeza llevaba un sombrero calañés muy viejo, de un color violeta deslucido, y viéndole andar parecía llevar un aire cansino, pero cada tranco que daba era el doble de largo que el de otro hombre cualquiera, de manera que hacía una legua cuando otro hombre no había andado media, y, si era necesario, era capaz de andar desde el alba a la noche sin detenerse.

Como llevaba tres muertes en la conciencia, los civiles y los rondines le tenían mucho interés; pero, en verdad, procuraban no toparse con él, y si sabían que estaba en un sitio, se cuidaban muy bien de irse por otro. Y él lo sabía, y sabía también que su muerte solamente podía estar por los caminos y los evitaba, de modo que iba siempre por fuera de camino, y la sierra es muy alcahueta y le encubría.

Le llamaban el Rejo, por mal nombre, pero él no consentía a nadie que se lo dijera. Una vez se lo dijo un peguero que estaba sacando pez de enebro, y como estaban los pegueros juntos y eran una cuadrilla, el hombre, que se llamaba Agustín, se envalentonó y apostó con los otros que era capaz de decirle «rejo» al Rejo. Y se lo dijo. Y él, que era así muy reposado, sin alterarse, se le quedó mirando, y le dijo:

—Te voy a purgar de lo que has dicho, Agustín.

Y esto sería por el mes de mayo, y donde estaban, que era por Fuente Acero, habían florecido muchas peonías, esas flores rojas, como manos de grandes, y lo puso a comer peonías:

—Te vas a purgar con flores por lo que has dicho —le dijo.

Y se lo mandó de una forma que el otro tuvo miedo y se puso a comer peonías. Y Martín le decía a los otros pegueros:

—Cogedle más flores, que coma algunas más, hasta que se lave bien el hocico por haber dicho esa palabra.

Y cuando le pareció que llevaba bastante castigo, le dijo que dejara de comer, y eso debe ser venenoso, porque el hombre estuvo a la muerte. Pero se curó y vivió muchos años, y yo lo he conocido, que le llamaban el Tío Chascaflores, por lo que le pasó, y decían de él que, cuando venía la primavera, no había forma de hacerle ir a la sierra por no ver las peonías, que le entraban unos soponcios mortales con sólo verlas.

Mi padre, que en paz descanse, ya le había dado muchas limosnas a Martín, porque con la cuadrilla de hijos que tenía tirados por el monte temía que abusara de nosotros y nos hiciera daño, y si alguna vez le decía alguna confidencia a la Guardia Civil, era muy de secreto.

Me acuerdo que una vez, siendo yo un zagal, que no tendría más de ocho o nueve años, y esto debió ser en los últimos del siglo pasado, el 97 o 98, se presentó Martín en nuestra casa de «La Fresnedilla», y mi padre estaba ausente, que había ido de viaje a las sierras del Peal del Becerro, porque tenía allí las ovejas y había ido al esquilo.

Pues se presentó el desertado aquel en mi casa, estando mi madre sola con mis tres hermanos, las más pequeñas, y una de ellas, ya mocica, y conmigo. Y mi madre, la pobre, en un cortijo sola, se asustaba cuando venía un hombre de esos, y antes de que ellos pidieran nada, ya les estaba llenando el zurrón de comida, y les decía:

—Tomad dos duros y no meteros con mis hijos; no asustarlos. Ya que os veis mal, venid a mí.

Aquella vez llegó Martín a la caída de la tarde, y lo vimos parado en la silleta, de donde arranca la vereda que baja a la casa. Y como tenía el sol a la espalda, lo veíamos muy bien, recortándose la figura contra el cielo, con el retaco debajo del brazo y la anguarina blanca y el calañés violeta. Estaba allí parado, observando si le convenía bajar o no. Y, por fin, echó a andar, con los perros en los talones, que a otro cualquiera lo hubieran despedazado, pero a él le respetaban. Y llegó a la puerta de la casa y entró en la cocina, y saludó a mi madre, y fue a sentarse en una silla, frente a la puerta entreabierta. Esto era, pienso yo, por el mes de septiembre, y teníamos una huerta de árboles frutales y subió mi hermana con dos cestas de higos y vio al hombre allí sentado en la cocina, con el trabuco terciado sobre las piernas. Y esa hermanica mía era muy guapa, y mi madre estaba temblando por si el hombre no se iba aquella noche y trataba de abusar de ella. Pero mi hermana era muy lista, y en cuanto lo vio, sospechó el viaje que traía, y dijo:

—Madre, me ha dicho padre que se ha quedado allí abajo, en la Cueva el Torno con la Guardia Civil, que les prevenga usted la cena para cuando suban.

¡Mentira! ¿Cómo iba a ver a mi padre, que estaba tan lejos, y menos a los civiles?, pero dijo eso para forear al desertado.

Mi madre le dio un vaso de leche y un racimo de uvas, y se bebió la leche de un trago, y empezó a comerse las uvas muy despacio, una a una, escupiendo las semillas. Al poquillo se levantó y dijo:

—Ea, ya me voy, antes de que se haga más de noche.

—Irá usted mal aviado de comida —le dijo mi madre.

—Pues, regular —dijo él.

Echó mano mi madre a una hoja de tocino y le cortó un cacho, que, aunque es malo señalar, era como para que comiera una familia. Y luego fue a buscar un pan de esos grandes, de cuatro o cinco libras, y le tiró por la mitad, y le dijo:

—Ea, tome usted, ya tiene usted para cenar y no tiene que molestar adonde vaya.

¿Adónde iba a ir el tío aquel? Pues llevaba una faja colorada y no hizo más que desafujarse la fajona aquella y allí se metió el pan y la tajada de tocino que le había liado mi madre en unos papeles. Y mi hermana le dijo:

—¿Quiere usted unos higos?

—¡Bueno! —contestó él.

Y todo se lo echó dentro del fajuco, que llevaba una panza como si fuera a alumbrar mellizos.

Estaba ya en la puerta, con la mano puesta en la media hoja, y se volvió y nos dijo:

—Ustedes se han juzgado mal de mí.

Y mi madre:

—¡No señor! ¿Por qué? Si no quiere usted irse puede dormir aquí.

—No, señora —dijo él—, me voy; no quiero meter en malos pasos a nadie.

Se echó el trabuco al hombro y salió afuera, pero antes de irse se volvió y nos dijo:

—Que Dios os guarde. Y a ti, muchacha, que te dé suerte, y no temas nunca de mí por más que te digan.

Y pilló y se fue, por fuera de camino, por medio del monte, y tiró para arriba por derecho, hacia esos crestones grandes que dominan el barranco y les decimos el Castellón de los Toros, que allí hay unas covachas donde estuvieron los moros antiguamente. Y allí pasaría la noche, pienso yo.

Esa fue la única vez que yo vi a Martín en mi vida, aunque oí hablar muchas veces de que había estado en los hatos de mi padre y de sus fechorías por la sierra. Pero yo tengo para mí que, pese a todo, no era tan mal hombre como decían.