Despierta, despierta, despierta…
El vaso de leche caliente con canela se enfría en la mesilla de noche de la doctora Megan Straub y una telilla fina aparece en la superficie intacta.
Demasiado tensa para desconectar. Demasiado activa para dormirse…
Está sentada en la cama, leyendo con una linterna para no despertar al hombre flaco, de aspecto asiático, que dormita a su lado en la habitación más grande de ese modesto apartamento a las afueras de Keighley, a cuarenta y cinco minutos del hospital donde sus pacientes han caído en un sueño que supone una burla para su propio insomnio.
—Merced —lee—. Del término latino que significaba «mercancía». El precio pagado.
Frunce el ceño y se asombra de los orígenes mercenarios de una palabra asociada con la intervención divina. ¿Podría comprarse? ¿Podría la comprensión de la naturaleza de ese concepto haberse visto entorpecida por el paso de los siglos? ¿Podría haber alguna manera de influir en la distribución de la piedad del Todopoderoso, aparentemente caprichosa y dispersa?
Se siente preocupada. Confusa. Se pone a analizar conceptos que resulta muy complicado aprehender. Por un instante se pregunta si la oración es algo más que un petición desesperada de auxilio.
De pronto a la doctora Straub le entra la duda de si hizo bien al coger ese libro. De si no hubiera sido mejor dejarlo entre la blanca tormenta de papeles diseminados por la moqueta en torno a la cama de Anne Montrose. ¿Regresaría el robusto policía de mirada dulce y sonrojo fácil a recoger el evangelio que le había hecho salir disparado de la habitación?
Pese al calor procedente del hombre desnudo a su lado, la doctora Straub se estremece y se arropa con decisión bajo la preciada colcha. Inclina la linterna para iluminar mejor las destrozadas páginas del libro sagrado. Trata de encontrar sentido a los garabatos y rayajos angulosos. Se pregunta por qué no puede dejar de leer.
Gira el libro despacio, como si fuera un volante. Entre la maraña de garabatos violentos encuentra cierto sentido a lo que en un principio parecían jeroglíficos indescifrables. Se pregunta si su larga experiencia en la tarea de desentrañar la letra de otros médicos es lo que le permite descubrir un significado en las manchas de tinta.
La oración es buena. Pero mientras clama a los dioses, un hombre debería echarse una mano a sí mismo.
Aparta la vista. Arruga el entrecejo y trata de localizar un recuerdo. Recuerda la cita. ¿Hipócrates? Sí. El hombre cuyo juramento guía su profesión.
La doctora Straub escudriña el texto. Localiza otro fragmento de escritura que tiene sentido.
No importa por lo que un hombre rece, pues siempre reza para pedir un milagro. Toda oración se reduce a esto: Dios mío, concédeme que dos más dos no sean cuatro.
Se pregunta quién puede haber escrito estas palabras, qué veneno y qué rabia pueden haber hecho que el bolígrafo se haya clavado en el papel con la fuerza de un cuchillo.
El creador que pudo poner un cáncer en el estómago de un creyente está por encima de que nadie le interfiera con oraciones.
La doctora Straub cierra el libro.
Está completamente desvelada. Le sorprende haberse tomado la molestia de meterse en la cama. A decir verdad, no debería estar aquí. Debería estar en el hospital esperando novedades. Debería estar acariciando la mano de Anne Montrose. Debería estar animándola a intentarlo otra vez. A abrir los ojos…
Iba de camino a casa cuando recibió la llamada. Era una de las enfermeras que le hablaba con una voz entrecortada por la emoción.
Esta tarde Anne Montrose se había movido. Había parpadeado y la lectura del monitor había indicado un pico de actividad cerebral.
¿Un sueño? La doctora Straub a veces se preguntaba qué veían los pacientes. Que sucedía detrás de sus ojos.
Ahora, aquí, se pregunta si, dondequiera que esté, Anne Montrose es feliz.
Se pregunta también si alguna vez tendrá la oportunidad de preguntárselo. De hablar con alguien que haya regresado.
Aprieta los dientes y siente la tensión en la mandíbula. No quiere dejarse llevar por el entusiasmo. Trata de contener la emoción. Pero en algún lugar, en una zona poco científica de sí misma, se imagina que Anne Montrose puede experimentar un milagro antes del amanecer.
Lentamente, para no despertar al hombre que duerme a su lado, se desliza fuera de la cama y camina sin hacer ruido por el suelo de madera noble pulimentada. Abre la puerta del dormitorio y se dirige al cuarto de estar, con su tresillo de cuero blanco y sus preciosas fotografías en blanco y negro enmarcadas con gusto.
Enciende el gran televisor de plasma que domina el antepecho de la falsa chimenea y baja el volumen mientras recorre los canales de noticias. El reloj de la esquina de la pantalla indica que es más de medianoche.
Soñolienta, la doctora Straub se detiene en uno de los canales que ofrecen noticias las veinticuatro horas. Hay cientos de casas sin luz en Escocia debido a las tormentas. Un oficial de policía ha sido trasladado al hospital con heridas leves tras un incidente en el parque del puente del Humber, donde la explosión de un coche destrozó un edificio de oficinas cercano. Otras noticias anuncian que un laureado coronel del Ejército británico ha sido detenido en West Yorkshire por detectives que investigaban la muerte de Daphne Cotton, asesinada hace varios días en la iglesia de la Santísima Trinidad de Hull. La policía dice que no se le está interrogando por el asesinato, sino por ocultar pruebas esenciales relacionadas con este y otros casos…
A su izquierda, apoyado sobre una pila de libros, el teléfono de la doctora Straub comienza a sonar.
Rápidamente, por miedo a que el ruido despierte a su pareja y le robe esos momentos de soledad ensimismada, se pone en pie de un salto y coge el teléfono.
—¿Doctora Straub?
La voz es entrecortada y suena emocionada.
—Doctora, soy Julie Hibbert. Siento llamarla tan tarde, pero creí que le gustaría saber…
—Está bien, Julie —dice con voz temblorosa.
¿Habría despertado su paciente?
—Se trata de Anne Montrose, doctora Straub —dice la enfermera.
—¿Sí?
—Creo que debió de haber alguna anomalía. Se ha estabilizado. Las funciones cerebrales han vuelto a la normalidad. El latido es regular. Fuera lo que fuese lo que la hacía parpadear de manera irregular, ha desaparecido.
La doctora Straub le da las gracias. Cuelga el teléfono.
Se acomoda en la silla y apoya la cabeza en el cojín.
Mueve la cabeza de manera casi imperceptible y cierra los ojos.
Milagros.