Capítulo 27

McAvoy se despierta con una sensación de vacío. No puede moverse. El dolor que siente en la garganta, en el cuello, es el centro de su existencia.

Intenta levantar la cabeza. Fracasa. Intenta mover los brazos. No parece capaz de enviar el mensaje a sus miembros.

Escucha. Trata de enfocar. Oye un murmullo de neumáticos.

Está desplomado en el asiento del pasajero de su propio coche, que avanza a gran velocidad.

Oye una voz cercana. Un susurro animal, suave, sibilante. Suena como si llevara hablando un siglo.

—… sólo éste, mi amor. Éste y luego despiertas. Despiertas para mí. Para mí. Recuérdalo. Por favor. Recuérdalo…

McAvoy trata de recuperar sus extremidades.

Consigue humedecerse los labios resecos. Mueve un poco la cabeza.

—Sobrevivió. Él sobrevivió y tú no. Sobrevivió como yo. Como todos ellos. Le llevaremos donde ocurrió. Le apuñalaremos como debió de haber sido apuñalado la primera vez…

A través de la niebla, de la neblina de sus pensamientos, McAvoy comprende que Simeon Gibbons le está trasladando al lugar donde todo empezó un año antes. Donde Tony Halthwaite lo acuchilló con una hoja afilada por atreverse a descubrir que era un asesino de chicas jóvenes. Donde se convirtió en el que se salvó.

McAvoy tuerce la cabeza. Vislumbra un tramo de la carretera. Los árboles oscuros se cimbrean azotados por la lluvia y el viento.

Reconoce la silueta familiar del puente del Humber.

A media hora de casa.

A cinco minutos del lugar donde, hace un año, atrapó a un asesino y casi muere desangrado por ello.

—… Sparky nos decepcionó, ¿verdad? La habitación. La cama. Lo mejor que se podía pagar con dinero. Y tú sigues dormida. Dormida y hermosa, pero apenas eres algo más que un dibujo en un marco. Dijo que era nuestro amigo. Pero no pudieron ponerte bien. No pudieron hacer que despertaras, ¿verdad? Estaba fuera de su alcance. Fuera del alcance de la medicina. Necesitábamos el milagro de alguien, ¿no es cierto? El escritor lo sabía. Encontró el sentido. Solo hay una determinada cantidad de justicia. La compasión es finita. Cae como la lluvia, pero el cielo está seco. La suerte tiene sus límites. Hay gente que vivió cuando otros murieron. ¿Por qué tú no? ¿Por qué te privaron a ti de compasión?

McAvoy nota que el coche gira en una rotonda. Ve que el arbolado comienza a hacerse más denso por encima del vehículo.

McAvoy piensa en Roisin. Se acuerda de la última vez que la besó en la boca. Se la imagina en la cocina, rallando, mezclando y picando como su pequeña bruja blanca buena…

Se acuerda de la poción que guarda en el bolsillo.

El frasco de cristal con amoniaco.

Abre los ojos. Gira la cabeza.

Mira a los ojos azules encajados en un rostro con la piel hecha trizas, con la carne fundida y las costuras abultadas.

Se mete la mano en el bolsillo y, con un brazo que le hormiguea y le da punzadas, cierra los dedos entumecidos alrededor del frasco.

Se vuelve.

Lanza el brazo como un látigo…

Estampa el frasco contra los rasgos destrozados del hombre que mató a todos.

Intenta agarrar el volante y levanta la cabeza para mirar a la carretera.

Ni siquiera tiene tiempo de gritar mientras el vehículo se estrella a cien kilómetros por hora contra el edificio de ladrillo y cristal que hay al borde del aparcamiento y explota en una bola de fuego.

El calor en las mejillas de McAvoy es intenso mientras Gibbons presiona el rostro contra la ventanilla de la puerta abollada del pasajero. El parabrisas es un cristal hecho añicos y las llamas bajo el capó comienzan a rizarse y entran por el vehículo formando pequeñas ondas.

McAvoy lanza el puño por debajo del brazo derecho de Gibbons y siente que algo se rompe al estrellarlo contra su codo.

Durante un instante la conexión se interrumpe y McAvoy agarra el tirador de la puerta. Empuja, pero la puerta no cede.

Aparta los ojos de Gibbons y se gira en el asiento para ponerse frente a la puerta. Flexiona las piernas y las lanza contra la ventanilla. Una. Dos veces. El cristal salta hacia fuera y el oxígeno fresco que entra en el coche aviva las llamas. Lenguas de fuego rojo y naranja revolotean y se apoderan del volante, el salpicadero y los dos hombres sentados en los asientos delanteros.

McAvoy nota cómo las llamas se adueñan de sus pantalones. Le queman las manos. Le rozan la cara.

Da una patada a la puerta. Da patadas a todo lo que tiene delante.

La puerta cruje y se dobla hacia fuera y McAvoy, dolorido, trata de encontrar el hueco.

Se coge las botas con las manos. Se rodea las piernas con sus fuertes brazos.

Tira de Gibbons y se desliza hacia fuera hasta que los dos hombres caen con un golpe sordo sobre el aparcamiento mojado.

McAvoy siente las piernas libres y, de manera instintiva, rueda hasta el exterior del vehículo.

Intenta ponerse en pie.

Gibbons se le echa encima. A la luz del coche en llamas, las cicatrices resultan monstruosas. Ahora no hay humedad en sus ojos. El negro de las pupilas ha sido prácticamente absorbido por el azul del iris.

Están a unos veinte metros del vehículo incendiado. Gibbons se pone en pie con gran esfuerzo. Las heridas en la garganta del antiguo militar parecen reabrirse.

Intenta arrastrar a McAvoy hacia la oscura sombra del bosque que se alza al borde del aparcamiento.

McAvoy se esfuerza por aferrarse al asfalto mojado. Trata de desprenderse de Gibbons. Éste parece darse cuenta de sus intenciones y lanza su pulgar puntiagudo contra el cuello del policía. McAvoy lo ve venir, echa la cabeza hacia atrás y, con dos rápidos derechazos, alcanza a Gibbons en la cara y le hace salir rodando.

McAvoy cae al suelo. Intenta levantarse y se escurre.

Le duele todo. Ve a Gibbons mover la cabeza como si intentara despejarse. Lo ve apretar los puños. El brillo de un cuchillo en la mano. Lo ve girar la cabeza y contemplar el cuerpo derrumbado y vulnerable de McAvoy.

McAvoy consigue ponerse de rodillas. Apoya una mano en el asfalto mojado y se pone en pie, enderezándose justo a tiempo para ver a Gibbons abalanzarse como un ágil felino desde un metro y medio de distancia.

El puñetazo es instintivo. La visión de McAvoy se aclara en un momento. El dolor remite en un instante. En lo que dura un latido del corazón, se transforma en un hombre fuerte y enorme, un hombre que podría haber sido boxeador si hubiera sido capaz de causar daño sin sentir remordimiento.

El puñetazo arranca casi desde el suelo. Alcanza a Gibbons en el mentón.

La trayectoria de este cambia. Sale despedido hacia atrás como una pelota de tenis golpeada por una raqueta.

McAvoy, agotadas las últimas energías de su cuerpo, cae hacia atrás sobre la tierra húmeda.

Y entonces el coche explota.

Fuego, metal y trozos de cristal inundan el aire de la noche.

Gibbons trastabilla hacia atrás por la fuerza del golpe cuando la explosión despedaza su cuerpo.

McAvoy no ve el momento del estallido. No ve al asesino descuartizado, abrasado y derrotado sobre la tierra.

Está tendido en el suelo de espaldas, mirando al cielo, preguntándose si las nubes traerán a Roisin y a sus hijos nieve por Navidad.