Tres horas más tarde, McAvoy se detiene fuera del hospital Wakefield. La nieve aún no ha alcanzado este puesto avanzado de West Yorkshire. Hace un frío glacial y parece como si el aire hubiera sido exhalado por un pulmón húmedo y enfermo.
McAvoy se aparta el pelo de los ojos. Estira la espalda y se sube el cuello.
Toma una última bocanada de aire frío, cruza las puertas automáticas y avanza a grandes pasos por el linóleo de color sebo. Alguien ha intentado colgar adornos de Navidad en la recepción, pero resultan algo absurdos sobre el yeso desconchado de las paredes o bajo los plafones del techo cubiertos de manchas marrones de humedad.
Trata de aparentar que sabe dónde va. Pasa el mostrador de recepción sin mirar. Elige un corredor al azar y se da cuenta de que las indicaciones lo dirigen a Oncología. Decide que la dirección es errónea y descubre otro pasillo que sale a la derecha. Lo sigue e inmediatamente tiene que pegarse a la pared porque dos enfermeras fornidas, de traseros redondos y pechos que casi revientan sus uniformes azules, están a punto de aplastarle con dos jaulas con ruedas llenas de ropa de cama que empujan una al lado de la otra.
—Paso, abra paso —dice la mayor de las dos con un fuerte acento de West Yorkshire.
—Se ha librado por los pelos, ¿eh? —dice la otra, que es pelirroja y lleva un modelo de gafas redondas que dejó de estar de moda hace una década.
—Bueno, si hoy era el día de ser arrollado, no podría haber tenido una pareja de asaltantes más agradable. ¿Me podrían decir si voy bien para la Unidad de Cuidados Intensivos?
Cinco minutos después, McAvoy sale del ascensor en la tercera planta. Las narices se le llenan de olor a sangre, lejía y comida insípida; y en sus oídos resuena el chirrido de las ruedas de los carritos y las suelas de goma sobre el linóleo rayado.
Un grueso oficial de prisiones está apoyado contra el mostrador de recepción y bebe de un vaso de plástico a pequeños sorbos. Tiene la cabeza afeitada al dos, y unas orejas pequeñas, ligeramente hinchadas, asoman como las asas de dos tazas de té a los lados de una cabeza deforme como una patata.
McAvoy establece contacto visual con el tipo mientras se acerca. Por primera vez desde que jugaba al rugby trata de parecer corpulento. Espera dar la apariencia de alguien a tener en cuenta.
Saca su placa de identificación y el guarda se endereza.
—Chandler —dice McAvoy en tono serio y oficial—. ¿En dónde para?
El hombre parece confundido durante un instante, pero la placa y el tono decidido son suficientes para que entienda claramente cuál es su lugar en este momento y no hace el menor intento de preguntar a McAvoy por qué lo quiere saber o quién lo ha enviado.
—En una habitación privada, allí —dice con un acento que al oído experto de McAvoy le parece oriundo de la región fronteriza entre Inglaterra y Escocia.
—¿De Gretna? —pregunta, procurando esbozar una sonrisa.
—De Annan —dice el guarda con gesto alegre—. ¿Y usted?
—De las Tierras Altas. Más allá de Edimburgo y de casi cualquier sitio.
Comparten una sonrisa: son dos escoceses que establecen un lazo afectivo en un hospital de Yorkshire y sienten que acaban de disfrutar del sabor del terruño.
—La cosa va mal, ¿no?
—No tan mal como se creía al principio. Había tanta sangre… Tenía partes del cuello colgando. Debió de hacerlo él mismo. Estaba solo. No había nadie cerca.
—¿Está consciente?
—Apenas. Le han operado de urgencia, pero hablan de microcirugía si los puntos no cierran bien. Hace un minuto estaba dormido como un tronco, con la cara vendada como una momia. Hay otro guarda que ha salido a comer y volverá enseguida. Nadie nos dijo que se esperaban visitantes.
McAvoy asiente. Sigue abriéndose camino a través del creciente cinismo del individuo.
—Necesito cinco minutos con él —dice, atravesando los ojos del guarda con la mirada—. Esté dormido o despierto.
El guarda está a punto de oponerse, pero algo en la mirada de McAvoy parece indicarle su firme resolución y rápidamente decide que no hace daño a nadie dejándole pasar.
McAvoy le da las gracias con un gesto de asentimiento. El corazón le late con fuerza, pero lo calma respirando hondo y cerrando los ojos. Para su sorpresa, sus zapatos apenas hacen ruido sobre el suelo de linóleo.
El silencio es sobrecogedor. Macabro. Hace que se pregunte cómo serán sus últimos días. Si morirá entre ruidos, rodeado de bullicio y conversaciones. O si será un disparo solitario y después nada.
Entra en la habitación de Chandler.
Las cortinas son del mismo color amarillo que las de la sección de maternidad del hospital Hull Royal, pero el resto es de un azul descolorido y triste.
Chandler yace en la cama, inmóvil y en un estado penoso. Su prótesis está apoyada a un lado y puede verse la pernera del pijama vacía. Nadie se ha preocupado de hacer un nudo por debajo de la rodilla cercenada, y la prenda está retorcida e inclinada a la izquierda, de modo que a primera vista parece que la pierna forma un ángulo soez.
La garganta de Chandler está cubierta de vendajes. Un tubo conectado a una bolsa llena de un fluido claro acaba en una aguja introducida en el dorso de su mano derecha. Otro, más ancho, entra por su boca hasta perderse en la garganta. Está sujeto con esparadrapo a una de sus mejillas, y sobre la tira adhesiva ha comenzado a formarse una costra de saliva seca.
McAvoy se mete la mano en el bolsillo interior del abrigo y saca el frasco. Roisin le ha aconsejado que se ponga guantes mientras lo manipula. Le ha dicho que el hedor le traspasará la piel de los dedos y nunca desaparecerá. Se estira la manga de la camisa. Rodea el frasco con las dos manos, lo sujeta con una, y con la otra desenrosca el tapón con cuidado.
El olor es impresionante. Aunque tiene el brazo extendido siente que las narices se le inflaman y comienza a marearse mientras el amoniaco puro invade su cerebro.
Se acerca a la cama en solo tres pasos. Pone el frasco bajo la nariz de Chandler.
Uno…
Dos…
Tres…
La figura vendada en la cama se revuelve. Bajo los apósitos los músculos se mueven, los ojos se abren y el resto del rostro empieza a retorcerse. Las manos se precipitan hasta la boca y comienzan a arrancar el tubo de respiración y las vendas mientras unas toses ásperas y sordas escapan de los labios con un silbido.
La pierna solitaria lanza puntapiés y golpea el colchón.
McAvoy se inclina hacia delante. Coge el tubo con una mano y tira de él. La sonda sale por la boca abierta, mojada y repugnante. McAvoy la deja caer al suelo.
Chandler se incorpora de pronto y vomita bilis en su regazo. Tose y empieza a arañarse los vendajes.
El rostro de McAvoy permanece impasible. Se limita a observar. Deja que Chandler afronte esos momentos de pánico. Ese miedo agónico y esa confusión al despertar en la oscuridad.
Escucha mientras Chandler recupera la voz. Contempla cómo la lengua serpentina humedece los labios secos bajo las vendas manchadas de vómito.
McAvoy se acerca.
—Ha sobrevivido, señor.
—¿Sargento?
La voz es ronca y dolorida.
—¿Sargento McAvoy?
McAvoy tapa el frasco y vuelve a guardárselo en el bolsillo interior.
—Siento haber tenido que hacer esto, señor Chandler —dice acomodando su enorme cuerpo sobre la cama—. Solo necesito que me diga sí o no, señor. Ha pasado usted por una experiencia terrible. Está en el hospital. Intentó quitarse la vida.
Chandler abre los ojos. Traga saliva con esfuerzo, y McAvoy coge una jarra de la mesilla, llena un vaso de agua y lo acerca a los labios del escritor. Éste da unos sorbos y después se deja caer sobre la almohada.
—Lo descubrió, ¿verdad? —dice McAvoy, cruzando la mirada con la lastimosa figura metida en el pijama de hospital—. Usted sabe quién y por qué.
Chandler asiente levemente.
—Es culpa mía —dice—. Por ser un bocazas…
—Él lo habría hecho de todos modos —dice McAvoy con sinceridad—. Habría encontrado un motivo. Lo que llevaba dentro habría salido de cualquier modo.
—Pero es un buen hombre —tartamudea Chandler—. Yo solo hablaba. Estaba completamente borracho. No le dije que abandonara todo aquello en lo que creía…
—El sufrimiento es una cosa terrible —dice McAvoy.
—Y el asesinato también —replica Chandler.
Permanecen en silencio un instante y luego McAvoy se pone en pie. Se aleja de la cama. Camina hasta la ventana para ordenar sus pensamientos. Mira más allá de las cortinas amarillas, en dirección al aparcamiento mojado, donde los árboles se agitan, la lluvia azota los vehículos y los insectos palo corretean. Quizás sea la altura, la sensación de contemplar todo desde arriba, pero nunca ha sentido con tanta claridad que es él, y solo él, quien soporta la carga de la protección y la justicia. Se gira. Quiere acabar con esto.
—Simeon Gibbons —dice—. ¿Dónde está?
El nombre flota en el aire. Los labios de Chandler se cierran. La tensión de su cuerpo parece relajarse un poco. McAvoy lo observa mientras se humedece de nuevo los labios.
—Ojalá lo supiera.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Unos diez minutos antes de que me detuvieran.
—¿Estaba allí? ¿En Linwood Manor?
—Reside allí de manera permanente. Le paga la habitación un viejo amigo del ejército.
—¿El coronel Emms? ¿El director de una empresa de seguridad privada en Oriente Medio?
Chandler asiente.
—Sparky tiene muchos posibles.
Chandler aparta la vista.
—Me convirtió en su confesor sin decirme una palabra.
McAvoy espera que en ese momento Emms esté confesando todo a Pharaoh, que se puso en marcha hacia la patria de las Brontë en cuanto le contó lo que había encontrado en la habitación de Anne Montrose.
—Dígame cómo ocurrió —dice—. Cómo lo descubrió.
—Fue el inspector jefe Ray. Durante el interrogatorio recitó una lista de nombres. Gente a la que Simeon podía haber atacado. Creo que la investigación era suya, sargento. Mencionó a una mujer joven que está en coma. Anne Montrose.
—¿Y reconoció el nombre?
—Sabía que se llamaba Anne. Lo demás parecía encajar.
—¿Le dijo él que su nombre era Anne? ¿En la clínica de rehabilitación?
—Solía gritar en sueños.
—¿Le contó lo que sucedió en Iraq?
—Me habló de su vida. La gente hace eso, me cuenta cosas. Creen que les voy a hacer famosos. Creen que voy a escribir un libro sobre ellos y de algún modo así serán importantes…
—Pero Gibbons no quería eso, ¿verdad?
—Él solo necesitaba hablar con alguien. Estaba hecho un lío. ¿Lo vio usted cuando vino a verme? No, tenía la cara cubierta. Su rostro. Es un desastre, lleno de quemaduras y cicatrices. Por la explosión que casi lo mata.
«Casi, pero no del todo», piensa McAvoy. ¿Estaría Emms pagando también por su tratamiento? Seguro que sí.
—Soy escritor, sargento. Hago preguntas. Cuando nos pusieron juntos, empezamos a hablar.
—¿Se hicieron amigos?
—Sí, se podría decir eso. Fue el boxeo lo que nos unió. Le hablé de mi libro. Ese del aspirante del que le hablé. Dijo que solía boxear en el ejército. Así fue como empezó.
—¿Estaba ingresado también por alcoholismo?
—No, ni lo tocaba, sargento. Fuera lo que fuese lo que lo mantenía vivo, no quería nada que lo embotara.
—Entonces, ¿por depresión? ¿Por estrés postraumático?
—Tal vez. Yo solo sabía que estaba muy, muy triste.
—¿Y Anne?
—Comenzamos a hablar de amores pasados. Yo no podía contarle mucho, pero él me dijo que había estado enamorado solo una vez en su vida. Que ella había sido herida en una explosión. Él se había marchado, pero ella nunca había despertado. Creí que se refería a que había muerto. Pero no. Al final resultó que estaba en coma en una clínica privada. No supe qué decir. Hice alguna broma sobre la bella durmiente. Le gustó. Por primera vez desde que le conocí, sonrió. Pareció mostrarse más relajado y confiado. Empezó a hablar. A contarme las cosas que había aprendido allí. En el desierto. Cómo se le abrió la mente.
—¿Se le abrió a qué?
—A todo.
Chandler cierra los ojos.
—¿Se ha preguntado usted alguna vez sobre el sufrimiento? ¿Sobre el daño que provoca? ¿Sobre por qué unos son afortunados y otros no? ¿Se ha preguntado alguna vez si al liberar a una persona de su pena ese sentimiento va a algún sitio? ¿Si hay una cantidad de dolor establecida en el mundo? De eso es de lo que solía hablar. Eso es lo que le torturaba. Supongo que yo le agradaba. Le dejaba hablar. Solía traerme botellas…
McAvoy asiente.
—¿Le habló usted de su trabajo? ¿De la gente a la que entrevistó? ¿De sus extrañas historias?
Chandler cierra los ojos.
—Era solo hablar por hablar.
—¿De Fred Stein?
Chandler asiente.
—¿De Trevor Jefferson?
Asiente otra vez.
—¿De Angie Martindale?
Y una vez más.
McAvoy traga saliva.
—¿De Daphne Cotton?
Chandler no dice nada. Sigue humedeciéndose los labios. Sin un bolígrafo ni un cuaderno, sus manos están débiles y sin vida.
—Supervivientes únicos, ¿verdad?
Chandler asiente.
Permanecen sentados durante un momento, escuchando cómo el viento y la lluvia golpean con desgana las ventanas mugrientas.
—¿Cuándo decidió matarlos a todos? —pregunta McAvoy, mirando a Chandler a los ojos sin pestañear. El escritor arruga el rostro como un pañuelo de papel y empieza a toser. McAvoy le ofrece más agua y luego se sienta, todo ello sin perder el contacto visual ni un instante.
—Estábamos hablando una noche —dice, más para sí mismo que para McAvoy—. Le gustaba escuchar mis historias sobre gente extraordinaria, ya sabe. Le dije que todo ello me hacía pensar. Reflexionar sobre la vida. Sobre su sentido. Sobre la naturaleza de la existencia.
—Y Gibbons era un hombre cristiano, ¿verdad?
—Un chico de clase media. Iba a la iglesia todos los domingos y rezaba sus oraciones antes de acostarse cuando estaba interno en el colegio.
—¿Pero creía?
—No creo que nunca se lo cuestionara hasta la explosión. A partir de entonces ya nada tuvo sentido en su vida. Y encontró su propia religión.
—¿Seguía rezando en Linwood?
—Delante de mí, no.
—¿Qué fue, Chandler? ¿Qué fue lo que le hizo sentirse complacido?
Durante un momento no se oye nada en la habitación salvo la respiración sibilante de Chandler. Finalmente dice:
—Mencioné milagros. Engañar a la muerte. Engañar a Dios, supongo. Dije algo ingenioso. Podría haber sido incluso un título para el libro. Era solo una frase…
—¿Qué frase?
—La injusta distribución de los milagros.
—¿Y a Gibbons le gustó?
—Fue como si hubiera encontrado la cabeza de san Juan Bautista bajo la cama. Nunca me he sentido tan honrado en mi vida.
—¿Honrado? Tomó sus palabras e hizo una religión de ellas. Encontró una causa. ¡Una misión! Un modo de hacerla regresar.
—Yo no lo sabía —dice Chandler moviendo la cabeza y sorbiéndose los mocos—. No sabía lo que estaba planeando.
—Pero él le habló de ello —dice McAvoy mordiéndose el labio—. Le mostró sus ideas. Pidió la opinión de su predicador.
Chandler le lanza una mirada irritada, pero inmediatamente la retira.
—Me gustó que me prestara atención.
—¿Qué le preguntó?
La respuesta le sale de la boca del estómago y huele a bilis y a remordimiento.
—Me preguntó si yo creía que la compasión era un recurso finito. Me leyó pasajes de la Biblia. De libros que había encontrado. Sobre la rectitud. Sobre la justicia. Sobre los milagros.
McAvoy puede adivinar la respuesta a su próxima pregunta.
—Le preguntó si usted creía que poner fin a un milagro dejaría espacio para otro —dice McAvoy con los ojos cerrados—. Si acabar con un acto de compasión daría lugar a otro.
En la habitación se hace el silencio.
—Y usted dijo que sí.
—Dije que podría ser.
—Y entonces llamó al ruso. A la jodida estrella del pop de un solo brazo.
Chandler parece confundido. Mueve la cabeza como si no entendiera y luego se detiene mientras un recuerdo borroso emerge desde su mente ruinosa y alcoholizada.
—Estaba borracho —gimotea.
McAvoy menea la cabeza. Nota que la garganta se le cierra. La vieja herida del hombro comienza a latir con un dolor frío.
—¿Quién es el próximo, Chandler? ¿De quién más le habló?
Chandler se pasa la lengua por los dientes. Levanta las manos y empieza a frotarse la costra de saliva de la barbilla.
—Lo siento —dice, y se da la vuelta.
—¿Chandler?
—Solo fue una conversación. Hablar por hablar. No creí…
—¿Qué pasa, Chandler? ¿Qué ha hecho?
—Después de nuestra conversación —dice sorbiéndose la nariz entre sollozos—, le hablé de usted. De su esposa. De lo fuerte que era. De cómo soportó tantos abortos y aún seguía intentándolo…
—¿Qué está…?
McAvoy se detiene. Siente como si unos dedos fríos le agarraran por la nuca y comenzarán a apretar.
—Lo siento mucho.
La adrenalina se dispara en el cuerpo de McAvoy. Todo lo que ve es a Simeon Gibbons asfixiando a su hija recién nacida entre las piernas de Roisin, doloridas y manchadas de sangre…
Corre. Se dirige a toda velocidad hacia la salida mientras saca el teléfono del bolsillo, la sangre enrojece sus orejas y las botas chirrían sobre el suelo; los sollozos de Chandler resuenan por el pasillo.
El guarda lo ve. Comienza a salir de detrás del mostrador donde estaba repanchigado con su vaso de plástico. Al notar que algo va mal, intenta parar a McAvoy, pero este se le echa encima y sigue avanzando. Abre la puerta de un empujón y baja los escalones de tres en tres.
Mira su teléfono. No hay cobertura. Mierda de cobertura.
«Lo siento, lo siento, lo siento…»
Trata de buscar un modo de convencerse de que lo que le ocurra a su mujer y a sus hijos no es una consecuencia directa de su infame vanidad.
Repasa todo lo que sabe del hombre que intenta matar a su hija. Recuerda su fuerza física, la facilidad con la que había evitado los golpes de McAvoy.
El típico paso de boxeador…
McAvoy se detiene. Se para de golpe sobre el linóleo verde como una estatua que ha comprendido de manera horrible y repentina.
El protegido de Chandler. El boxeador. El compañero de habitación. El tipo con la cara entre las sombras…
Cruza el vestíbulo a toda velocidad, mirando la pantalla del móvil. Prueba a llamar a casa, pero el maldito artefacto no da señal. Se equivoca al marcar los números con los dedos temblorosos y frenéticos.
De pronto escucha el mensaje que Trish Pharaoh ha dejado después de su reunión con Monty Emms:
… está vivo, McAvoy. Usted tenía razón. Hay mensajes de Gibbons en el teléfono de Emms desde hace semanas. Dejé al teniente coronel sentado en la taberna del Vellocino, en Haworth. No aguanta mucho bebiendo, ¿verdad? Me hice con su teléfono sin que se diera cuenta. Tenemos que confiscarlo oficialmente porque hay pruebas en toda la agenda, de la A a la Z. Es dinamita. Disculpas y agradecimientos, para empezar. Agradecimientos por sacarlo de allí. Por meter a un iraquí en una bolsa de cadáveres y decir a todo el mundo que había muerto. Por facilitarle una nueva vida. Un nuevo hogar. Por cuidar de Anne. Pagar sus facturas. Y tantos «lo siento». Lo siento por decepcionarle. Por no ser capaz de pagar los cuidados de Anne él mismo. Por las cosas que ha hecho mal. Pero van a cambiar. Quizá hace un mes, si las fechas son las correctas. Empieza a hablar de encontrarle sentido a todo. De que tiene una forma de cambiarlo todo. Ahora Monty está demasiado borracho, pero voy a hacer que se esfuerce. Ya arreglaremos todo esto después. Si aún está seguro de querer verle, va usted a necesitar una confesión…
McAvoy cierra el teléfono para silenciarlo y lo vuelve a abrir. Casi salta de alegría cuando ve que tiene cobertura. Atraviesa el aparcamiento a toda prisa, saca las llaves del bolsillo y marca el número de Roisin.
Tres toques…
—Hola, cariño. ¿Cómo ha ido?
Siente un gran alivio. Su mujer parece cansada, pero muy viva.
A salvo.
Están a salvo.
Respira hondo mientras el sudor le empapa la cara, abre la puerta del coche y se desploma en el asiento del conductor.
—Oh, querida… —comienza a decir—. Creía…
Ve su imagen en el espejo retrovisor.
Y se da cuenta del movimiento en el asiento de atrás demasiado tarde.
Cuando el cuchillo ya está en su garganta.
Un rostro, mezcla de plástico fundido y carne chuscarrada por el fuego, emerge de la oscuridad y una mano le agarra la suya y cierra el teléfono.
McAvoy contempla los ojos azules y llorosos de Simeon Gibbons.
Siente la hoja bajar por su cuerpo.
Siente como la presión le raja el abrigo, la camisa. Se le clava en la piel.
Siente cómo Gibbons se inclina hacia delante y separa con las manos las prendas rasgadas. Le ve mirar la herida producida por el cuchillo de un asesino un año antes.
Se da cuenta, demasiado tarde, de que también él es un superviviente. Un hombre que consiguió escapar.
Cierra los ojos al darse cuenta de que Chandler le ha despistado. De que su mujer y sus hijos están a salvo, y de que es él quien va a ser liquidado del mismo modo en que sobrevivió hace doce meses.
Un golpe seco. Un repentino dolor sordo mientras un pulgar rígido choca contra su arteria carótida con la rapidez y precisión de un experto.
Y después la oscuridad.