Capítulo 25

McAvoy está apoyado en una de las columnas de ladrillo rojo del elegante pórtico que enmarca las puertas correderas de cristal.

—¿Sargento detective McAvoy?

Se vuelve y ve a una mujer esbelta, de pelo corto, con un plumas sobre un conjunto de chaqueta y pantalón blancos. La mujer alarga una mano pálida, sin anillos, que desaparece por completo cuando McAvoy la estrecha con cuidado de no estrujarla.

—Megan Straub —dice.

McAvoy sonríe y agradece ser correspondido.

—Soy la doctora de Anne —dice haciéndole un gesto para que la acompañe al acogedor interior del moderno hospital—. Creo que algunos de nuestros directivos y empleados están un poco alterados por todo esto —añade risueña mientras atraviesan las puertas automáticas y se dirigen hacia un largo corredor con un suelo de madera reluciente.

—Bueno, como expliqué, se trata de la investigación de un asesinato…

—Ya, algo así me dijeron —dice la doctora Straub en tono despreocupado. Después se ríe y añade—: Me imagino que no sospecharán de Anne.

—No, nada de eso —empieza a decir McAvoy, pero interrumpe sus palabras al darse cuenta de que la doctora se ha detenido junto a una puerta y apoya los dedos en el picaporte.

La doctora Straub abre la puerta.

La habitación está iluminada por un gran rectángulo de luz que entra por una ventana alta, sin cortinas, abierta en una pared de color rojo oscuro adornada con bocetos en blanco y negro dispuestos en gruesos marcos dorados.

En el centro de una cama de hierro forjado con dosel se halla Anne Montrose. Los brazos descansan sobre una suave colcha de color crema y oro, y el cabello rubio se despliega sobre la funda de la almohada como si fuera un charco de oro fundido.

La sonda que la alimenta, y la que retira sus residuos, están ocultas discretamente tras dos lámparas altas de estilo rococó. McAvoy se fija en una mesilla de noche de madera de pino labrada y en una estantería a juego adosadas a la pared más próxima, donde un espejo enorme hace que la habitación parezca aún más grande y opulenta de lo que es.

—Parece una princesa —dice McAvoy.

Tras él, la doctora Straub sonríe.

—A las familias de nuestros pacientes a veces les gusta decorar las habitaciones. No sabría decir si lo hacen por ellos o por el paciente, pero el caso es que esta es una de las preferidas del personal.

—La luz que entra…

—Hay unas bombillas ahí arriba —explica la doctora Straub—. Incluso cuando el tiempo es pésimo, aquí dentro parece verano. Ése era el efecto que se buscaba.

—No debe de haber sido barato.

—Sus facturas siempre se pagan con prontitud, según creo —dice la doctora Straub, con cautela, acercándose a la cama y sonriendo a la figura que hay en el centro—. Y nunca hay problema alguno cuando queremos probar nuevas técnicas que suponen un pequeño gasto extra.

—Estoy seguro de que el coronel Emms es muy generoso —dice McAvoy, mirando a la doctora a los ojos.

—Lamento no poder hablar de ese asunto —responde con una sonrisa que dice todo lo que McAvoy necesita saber.

Con curiosidad, cruza la habitación hasta la cama y se inclina sobre el cuerpo dormido de Anne Montrose como si se asomara a un barranco. Tiene la piel perfecta. La cara sin arrugas. El pelo lleno de lustre y vida.

—Es como si estuviera…

—¿Durmiendo? Sí. Eso es lo que más cuesta entender a sus seres queridos. Lloran la pérdida de alguien que todavía está aquí.

—Pero ¿todavía está aquí? —pregunta, bajando la voz hasta que es apenas un susurro—. ¿Regresan?

—Algunos de ellos sí —dice—. No siempre tan bien como se fueron, pero pueden regresar.

—Y Anne, ¿podrá…?

—Eso espero —dice la doctora Straub suspirando—. Me encantaría llegar a conocerla. Por lo que sé de ella, parece que tenemos muchas cosas en común, aunque me temo que el trabajo que hacía en el extranjero superaría mi capacidad de generosidad.

—¿Conoce su trabajo como voluntaria? —pregunta McAvoy apartándose de la cama.

—Soy su médico —explica—. Mi trabajo consiste en intentar lo que sea para obtener una respuesta.

—¿Le recuerda usted quién era?

—O quien aún es.

Se detiene y frunce los labios.

—¿De qué va todo esto, sargento?

McAvoy abre la boca y está a punto de decirle que es solo rutina, pero se detiene antes de emitir sonido alguno.

—Creo que alguien está asesinando a personas que han sobrevivido a atrocidades y desastres —dice—, y me parece que a Anne le afecta en cierto modo.

—¿Cree usted que podría estar en peligro? —pregunta la doctora Straub haciendo una mueca y llevándose la mano a la boca.

McAvoy mueve la cabeza.

—Tal vez —dice.

—Pero…

McAvoy se limita a encogerse de hombros. Está demasiado cansado para contarlo todo, para explicar los procesos mentales que le han traído al mundo de la doctora Straub.

—¿Recibe muchas visitas? —pregunta con gentileza.

—Su madre —dice la doctora, y ahora hay más vivacidad y emoción en sus gestos—. Su hermana de vez en cuando. Obviamente, también médicos visitantes y estudiantes…

—Creo que mantenía una relación en el momento del trance —dice McAvoy.

—Sí, trajeron sus efectos personales cuando fue trasladada a este centro y he hablado con la familia todo lo que he podido para conseguir algunos detalles de su vida. Se enamoró de un militar que conoció mientras trabajaba en Iraq. Según tengo entendido, era el capellán de su regimiento. Una gran pasión, al parecer. Fue una tragedia que la relación se interrumpiera.

—¿Utiliza usted esto en la terapia?

—Utilizamos todo lo que podemos.

—¿Le lee? —pregunta McAvoy haciendo un gesto hacia la estantería.

—A veces —responde—. Le he leído algún que otro relato de amor. Un poco de poesía. Le he hablado de la situación política en Iraq.

Sonríe al ver la expresión de sorpresa de McAvoy.

—Asuntos en los que estaba interesada, sargento. Tengo un paciente abajo que parece retraerse cuando no le decimos cómo ha ido el partido del Sheffield Wednesday. Todavía son personas. Aunque estén atrapadas ahí dentro. Buscamos cualquier cosa que las desbloquee. Tratamos de desentrañar un milagro…

McAvoy se pasa la lengua por los labios. Mira otra vez la figura de la cama. Cierra los ojos. Se concentra. Aprieta los dientes y se presiona la frente con sus grandes manos mientras intenta encontrar sentido a lo que creía haber comprendido…

—Sargento, ¿se encuentra bien?

Se le nubla la vista. La habitación empieza a darle vueltas. Las piernas le flaquean como si no pudieran soportar el peso de sus pensamientos.

—Espere un momento —dice la doctora Straub con tono de urgencia mientras le ayuda a sentarse en el suelo—. Le traeré un poco de agua.

La puerta se abre y McAvoy se queda solo en la habitación, con su enorme cuerpo doblado como si fuera un colegial, sentado en el suelo de madera con las piernas cruzadas y la cabeza embotada.

Encuentra fuerzas para alzar la vista.

Mira la estantería.

Novelas sentimentales y poesía, cuentos de hadas y mitos.

Estira el brazo y coge un libro al azar.

Las letras del título bailan ante sus ojos. Parpadea. Enfoca.

Sagrada Biblia.

Esboza una media sonrisa y lo abre.

Las páginas caen como hojas de un árbol seco.

A McAvoy se le llena el regazo de páginas de texto, rotas en diminutos pedazos, rasgadas con rabia hasta dejarlas hechas trizas.

Mira con atención la encuadernación en pasta.

Garabateadas con letra picuda y agresiva en la parte interior de la tapa del libro vacío que sostiene en las manos McAvoy distingue seis palabras, trazadas una y otra vez con la suficiente profundidad como para resultar fatales si se grabaran sobre la piel humana.

La injusta distribución

de los milagros

Y en el centro de ese mantra, en medio de una masa de letras furiosas y feroces garrapatos, un versículo de las Escrituras, hundido en la página por la misma mano colérica.

… y se encenderá mi furor contra él en aquel día; y los abandonaré, y esconderé de ellos mi rostro, y serán consumidos; y vendrán sobre ellos muchos males y angustias, y dirán en aquel día: ¿No me han venido estos males porque no está mi Dios en medio de mí? (Dt 31, 17).

McAvoy se pone en pie con esfuerzo y las páginas rasgadas de las Escrituras caen al suelo.

Resopla, y procura encontrar sentido a esa rabia incrustada en la Sagrada Biblia.

Mira de nuevo la figura de la cama.

Rebusca entre las páginas, doblando y estrujando esas hojas maniáticas.

Levanta hacia la luz una página de líneas ingeniosas. Otra. Otra más.

Entre los garabatos, las palabras furiosas, hay media docena de dibujos a pluma; borrosos y abstractos, bellos e irreales.

Las lágrimas de sus ojos, el tinte azul en su mirada, hace que las imágenes de pronto se desenfoquen.

Son todos dibujos de Anne Montrose. Intrincados, tiernos, imágenes detalladas de su rostro alegre y risueño.

McAvoy sostiene en alto la última imagen. Ha sido pintarrajeada en una página arrancada de un cuaderno.

Es un retrato de Anne Montrose, dormida, en una cama de hierro forjado con dosel; los brazos por encima de las sábanas, el pelo extendido sobre la almohada.

Está emborronado por las lágrimas.

McAvoy le da la vuelta.

Está firmado y fechado hace poco más de una semana.

Corre hacia la puerta.

Saca el teléfono del bolsillo.

Llama a la única persona con capacidad para resucitar a los muertos que conoce.