Capítulo 24

McAvoy y Pharaoh están a más de sesenta kilómetros de Hull cuando se produce la llamada. A más de sesenta kilómetros de la prisión de Wakefield. A poco menos de una hora de una sala de visitas privada, una mesa, tres sillas y una hora en compañía del único hombre que puede decirle que tiene razón.

Pharaoh, en el asiento del conductor, coge el móvil que tiene entre los muslos y responde con la palabra «Tom». Suelta unos pequeños gruñidos y maldiciones. El rostro se le ensombrece mientras cuelga.

En silencio, haciendo un gesto con la mano para contener las preguntas de McAvoy, se detiene en el arcén.

—Creo que hemos llegado al final —dice Pharaoh.

—¿Cómo? Aún quedan unos cuantos kilómetros…

—Chandler. Ha intentado suicidarse.

McAvoy siente un puñetazo en el estómago.

—¿Qué?

—Tenía una cuchilla de afeitar en su falsa pierna. Nadie le registró. Lo han encontrado en la celda, sangrando por la garganta. Por las muñecas. Por los tobillos. Bueno, el tobillo…

—Sabía que íbamos —dice McAvoy con rotundidad.

—No lo sabía, Hector —responde, y su voz apenas puede oírse por el ruido de los camiones articulados que pasan a unos pocos centímetros a gran velocidad—. Nadie estaba al tanto, cariño. El alcaide nos hacía un favor. Nos arriesgamos. Si su abogado se hubiera enterado…

—Él lo sabía.

—Hector.

—Seguro que lo sabía.

Por un momento se hace el silencio.

McAvoy sabe lo que ella va a decir. Sabe que Pharaoh ha llegado hasta donde ha podido. Que ella, Spink, Tremberg, todos ellos, comenzarán a convencerse de la culpabilidad de Chandler. Que empezarán a hacer lo necesario para asegurar que el caso de Colin Ray permanece irrefutable. Que todos se encargarán de que Chandler sea su hombre.

—Usted sabe que él no lo hizo —dice McAvoy—. No directamente, quiero decir.

—No sé qué pensar, Hector. Estos actos son propios de un hombre culpable.

—Un hombre culpable que es inocente.

Pharaoh mueve la cabeza.

—Realmente no tenemos nada, ¿verdad? —dice a medias para sí misma—. Ni usted ni yo. Ni Colin. Desde el principio hemos hecho de esto una auténtica cagada. ¿Grave y Organizado? ¿Cuál cree que me va mejor?

McAvoy mira por la ventanilla. Contempla el cielo borrascoso.

—¿Qué cree usted en realidad? —pregunta Pharaoh.

McAvoy suspira.

—Creo que lo que Chandler consideró una idea para un libro, alguien lo consideró algo más. Algo que tenía sentido. No sé…

Se da un golpe en la frente con un nudillo magullado, furioso al sentirse incapaz de desenredar la maraña de pensamientos que confunden su mente.

—Esto no es una casualidad. De eso estoy seguro. No es un asesinato por amor, dinero o venganza. Son muertes que solo tienen sentido en la mente de una persona. Alguien está equilibrando la balanza. Está quitándoles su segunda oportunidad en la vida. Gente que sobrevivió cuando nadie más lo hizo. Están siendo liquidados del mismo modo en que alguien cree que deberían haber muerto. Eso significa algo. Está reproduciendo las circunstancias al pie de la letra. Tratando de poner fin al milagro. La única razón por la que puedo imaginarme a Chandler haciendo eso es para conseguir publicar un libro sobre ello, pero vi a ese hombre y en sus ojos había rabia y odio hacia sí mismo, pero no había…

—¿Maldad? McAvoy, no siempre se trata de…

—Lo sé, lo sé. La mayoría de los crímenes se deben a la ira o a la bebida, o a un golpe dado con más fuerza de la que una cabeza aguanta. Pero he mirado a los ojos de gente malvada y los ojos del hombre que está haciendo esto no son así. En ellos hay tristeza y desesperación, y la necesidad de hacer algo que no quiere hacer. Es como si tuviera que pagar ese precio. Es…

Pharaoh estira el brazo y apoya su mano en el dorso de la de McAvoy. Hace un gesto de asentimiento.

—¿Quién cree que está matando a esta gente, Hector?

—Alguien como yo —responde.

—Usted nunca haría esto —dice—. Nunca haría daño a la gente.

—Sí, lo haría —dice mirando al suelo—. Por mi familia, por amor. Enviaría mi alma al infierno por la gente a la que quiero. Lloraría mientras estuviera haciéndolo, pero lo haría. ¿Usted no?

Pharaoh aparta la vista.

—No todo el mundo ama como usted.

—Pues tenemos que encontrar a un hombre que lo haga. Alguien lo bastante fuerte para luchar conmigo. Alguien capaz de salir de un contenedor y matar a un anciano. Alguien lo bastante próximo a Chandler para utilizar sus relaciones. Para hacerle llamar a Algirdas. Buscamos a un hombre que ama como yo.

Su rostro es colérico, sus gestos frenéticos. Pharaoh, de forma instintiva, se encoge en el asiento, y McAvoy se da cuenta al instante de que está dando una imagen intimidante.

—Lo siento, jefa. Yo solo…

Pharaoh mueve la cabeza despacio, y la tensión solo desaparece cuando esboza una media sonrisa. Zanja la situación dándole un puñetazo en el hombro.

—Debería usted venir acompañado de un maldito manual —dice—. Su Roisin debe de ser una santa.

McAvoy sonríe levemente.

—Ella es mejor que cualquiera de nosotros —dice haciendo un gesto con la mano que pretende abarcar la calle, los borrachos, las tiendas cubiertas con tablones y las entradas llenas de basura esparcida—. Mejor que todo esto.

Pharaoh le observa, aguantándole la mirada. Al final asiente como si hubiera tomado una decisión.

—Siga queriéndola así, Hector. Y cuide de que su entusiasmo no decaiga.