La nieve que cayó en Grimsby a comienzos de semana se ha derretido. De algún modo, parece haberse esforzado por dejar las calles limpias tras su marcha, y la ciudad tiene la apariencia de haber sido restregada a conciencia, lo que recuerda a McAvoy la imagen de un perro, parpadeante y desconcertado, al salir de un baño en el que entró de mala gana.
El aire de la tarde está impregnado de una lluvia capaz de calar a un hombre hasta los huesos antes de que se dé cuenta de que debe ponerse un abrigo.
McAvoy no esperaba regresar aquí tan pronto. No a la calle donde recientemente había luchado con un asesino y salvado una vida.
Quizás para ahorrarle la imagen de esa lucha sangrienta y dolorosa, o quizás solo para ocultar su apreciado vehículo en algún lugar más protegido, Pharaoh aparca su deportivo a varias calles de distancia de The Bear.
—Anímese —dice ella abriendo la puerta y dejando que el coche se llene de una ráfaga de aire frío y grasiento—, vamos con gastos pagados.
McAvoy se sube el cuello mientras logra salir con dificultad del pequeño biplaza. La cabeza le da vueltas.
De pronto, como deseaba desde el principio, la investigación va por buen camino.
Se centra en el aluvión de información con que Pharaoh le ha llenado los oídos durante el viaje de media hora desde Hull.
—Hablan un inglés bastante bueno —dice impresionada—. Gente muy respetuosa. Querían ayudar de verdad. Da gusto.
De repente se ha convertido en una admiradora de la policía estatal islandesa, después de haber pasado quince agradables minutos con un par de policías de una comisaría rural, completamente embelesados, a los que había alimentado el ego y explicado que su información podía contribuir a atrapar a un asesino en serie.
Estaban encantados de ayudar. Y la información que habían proporcionado iba a poner a Colin Ray de muy mal humor.
Uno de los contenedores del carguero fletado para grabar el documental de Fred Stein había sido manipulado. Después de que el barco atracase y la desaparición de Stein fuese denunciada, dos agentes de la comisaría de policía de una pequeña localidad habían interrogado al capitán y al primer oficial. Habían hecho fotografías del camarote de Fred Stein. Habían interrogado al equipo de televisión y solicitado copias de sus grabaciones. Y habían echado un vistazo a la cubierta de carga. Hasta para sus ojos algo inexpertos, era evidente que uno de los contenedores situado en la parte inferior no estaba en las mismas condiciones que los que había apilados encima y a su alrededor. En la puerta de metal había un agujero irregular de poco más de un metro por noventa centímetros. Examinaron el interior a la luz de una linterna y comprobaron que solo había un saco de dormir sucio y tres botellas de agua vacías. Volvieron a interrogar al capitán. Le preguntaron qué podía haber causado ese daño en la puerta. Si creía, como pensaban ellos, que había sido hecho con un soplete. El capitán se había encogido de hombros y comentado que los polizones eran un problema. En uno de los laterales del contenedor había un número de serie al que Tom Spink había seguido el rastro hasta dar con una empresa de transporte con base en Southampton. La mujer que contestó al teléfono en la oficina del transportista era la misma persona que poco más de una semana antes había recibido el encargo de reservar la travesía del contenedor.
—A veces es solo cuestión de ir uniendo los puntos hasta que aparece el dibujo —dice Pharaoh mientras comienzan a avanzar por Freeman Street, muy cerca uno del otro para hacerse pasar por una pareja algo desigual—. A veces se trata solo de suerte. Es así de sencillo.
La mujer de la empresa de transporte recordaba la reserva. Había sido hecha por un hombre al que conocía bien. Solía manejar la plataforma hidráulica de los muelles de Southampton que cargaba los contenedores en los cargueros. Había perdido un brazo cuando una pila se vino abajo por los fuertes vientos y una carga que habría matado a cualquier otra persona lo aplastó. Lo último que sabía de él era que se había trasladado al norte. Se alegró de volver a tener noticias suyas. Al parecer, estaba trabajando de estibador en algún punto del estuario del Humber. Les habían pedido referencias sobre él y ellos las habían dado gustosos. Cuando la saludó por teléfono y reservó la travesía del contenedor le dio la impresión de que le iba bien. De manera extraña, había insistido en que el contenedor fuera apilado debajo. Ella lo atribuyó a una rareza provocada por su accidente. Aunque quizás no había entendido con claridad lo que había dicho. A veces era difícil, debido a su marcado acento ruso…
Pharaoh hace un gesto al ver las puertas abiertas de un oscuro bar pasado de moda que ocupa el espacio de tres tiendas en una pequeña galería comercial aneja a la calle principal.
Un guarda de seguridad, con una taza de té en la mano y el cable de un auricular colgando hasta perderse por un grueso cuello de toro, se apoya distraídamente contra la pared de ladrillo de la fachada. Se fija en los pechos de Pharaoh, claramente visibles pese a la cazadora de cuero, y luego centra su atención en McAvoy. Parece estirarse con disimulo, como si de pronto se diera cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, tiene ante sí un hombre más corpulento.
—Buenas noches —dice—. Faltan quince minutos para las últimas consumiciones, así que más vale que beban rápido.
Pharaoh se mete la mano en el escote y saca su placa de identificación.
—Joder —dice el gorila con un suspiro.
—No pasa nada —dice apoyando la mano en su brazo—. Necesito hablar con alguien que viene por aquí a beber. Y creo que a usted, un tipo fornido que lleva la palabra «protector» escrita en el rostro, le va a encantar ayudarme. Sé que desea ahorrarme la molestia de recorrer las calles en una noche como ésta.
El gorila frunce el ceño, pero es un gesto simbólico. Parece interesado en congraciarse con Pharaoh.
—¿Quién es?
—Un tipo ruso —dice acercándose a él de tal modo que a McAvoy no le cabe la menor duda de que el gorila puede oler perfectamente su perfume y sentir cómo el calor de su cuerpo atraviesa su chaqueta y su voluntad—. Con un solo brazo.
El portero alza las cejas.
—¿Se refiere a Zorro?
—¿Cómo?
—Se fue de pesca con algunos colegas en un barco —dice a modo de explicación—. Cuando estaba lanzando el sedal el viento le zarandeó la caña. Fue como si trazara un montón de zetas en el aire. Como el Zorro, ¿me entiende?
—¿Dónde podría encontrarlo en una fría noche de invierno en Freeman Street?
—Estuvo aquí antes —dice el gorila encogiéndose de hombros—. Se marchó sobre las ocho con un par de amigos. Creo que iban hacia Top Town.
—¿Y por dónde me sugiere que empiece a buscar?
El gorila la mira de nuevo. Sopesa sus opciones y decide que no perjudica en nada a ese conocido suyo al ofrecer un poco de información a cambio de las atenciones de esta mujer madura de hermosas curvas y realmente sexy.
—Vive sobre el salón de bronceado de Riby Square —dice haciendo un gesto en dirección a la calle por la que acaban de llegar—. Pero creo que no volverá hasta tarde.
—¿Y si quisiera localizarlo ahora?
El gorila sonríe y Pharaoh le aguanta la mirada.
—Podría telefonearle.
Pharaoh esboza una sonrisa, se empina y le da un beso en la mejilla, como si fuera un buen chaval que acaba de dibujar un perro que parece muy real. Él le sonríe de un modo bobalicón, más infantil que libidinoso, y después trata de enmendar el gesto lanzándole una mirada lasciva.
—La gente puede llegar a ser tan amable… —dice dirigiéndose a McAvoy antes de colgarse de su brazo—. Vamos. Invíteme a una copa.
Pharaoh casi ha acabado su segunda ronda de vodka y cocacola light.
Están sentados en una mesa redonda de color caoba. Para McAvoy, el pub resulta grotesco; un verdadero pastiche. Un espejo roto lanza mugrientos destellos desde detrás de una barra alargada rematada en forma de ángulo y llena de licores marca de la casa y cerveza barata.
—Me lleva usted a los sitios más elegantes —dice Pharaoh apurando su vaso. Después añade—: Ahí lo tenemos.
McAvoy levanta la vista y ve que el gorila señala a un hombre alto y enjuto, de facciones anchas, claramente del este de Europa, con una cazadora de cuero y una manga vacía. Se acerca a ellos sin demasiado entusiasmo.
—¿Algirdas? —pregunta Pharaoh—. Los amigos le llaman «Zorro», ¿verdad?
—Sí —responde, y dirige la mirada a McAvoy—. ¿Yo verle antes?
McAvoy asiente.
—Usted estaba en la calle. Se acercó a hablarme.
El ruso entorna los ojos como si intentara recordar.
—¿Usted policía que mis amigos golpearon? —dice echando la cabeza hacia atrás y soltando una carcajada—. La cagaron, ¿eh?
—Sí —responde McAvoy.
—Fue terrible —dice Algirdas moviendo la cabeza—. Conozco a Angie. Una buena mujer. Solitaria, me parece. Era mi amiga.
—No está muerta —dice McAvoy antes de que Pharaoh pueda hablar.
—No, no. Pero no ser la misma.
Piensan sobre esto durante un instante. Se preguntan cómo será la persona que salga del hospital. Durante cuántos años vivirá Angie temerosa de que otro hombre acabe la faena antes de que el alcohol y los cigarrillos le procuren un bendito alivio.
Pharaoh toma el relevo. Le mira fijamente con ojos tiernos y, cuando él apoya la mano en la mesa, le da un golpecito en el dorso pálido y lleno de manchas, con un tatuaje indescifrable que cubre los dedos y los nudillos huesudos.
—Espero que le parezca bien que hayamos venido de este modo —dice con una sonrisa—. Hay montones de cosas que podríamos estar haciendo esta noche, pero cuando el sargento me habló de usted, las dejé todas al instante.
Algirdas cierra un ojo, como intentando enfocar mejor, y luego vuelve la cabeza en dirección a McAvoy.
—¿Chandler? —pregunta, y retira la mano para palpar esa parte de su chaqueta donde el brazo acaba en un muñón.
Pharaoh asiente. McAvoy permanece sentado sin moverse.
—¿Lo conoce?
Algirdas mira a su alrededor otra vez y Pharaoh se dirige hacia la barra. Mantiene una ligera conversación con el barman —dejándole bien claro que la campana para pedir las últimas consumiciones aún no ha sonado— y regresa a la mesa con una pinta de cerveza amarga y un vodka doble para el ruso, otra pinta para McAvoy y una bolsa de cortezas de cerdo para ella.
Abre la bolsa y se pone a comer cortezas, sin apartar los ojos de Algirdas mientras este da un trago a su pinta. Acto seguido, se bebe el vodka de golpe, se lleva la manga a la boca y aspira a través de ella.
Pharaoh mira a McAvoy con picardía, como preguntándole qué está haciendo.
—Aumenta el efecto —dice McAvoy—. Una costumbre rusa.
—Que le jodan —dice Algirdas, en tono familiar—. Soy lituano.
—Que te jodan a ti, amigo. Soy policía.
Permanecen sentados en silencio durante un rato, sin dejar de mirarse el uno al otro.
—¿Sabía usted que Russ Chandler ha sido interrogado en relación con dos asesinatos? —pregunta Pharaoh mientras el barman arroja botellas vacías en un cubo de plástico—. Es probable que ya le hayan acusado de cometerlos.
Algirdas se yergue en la silla como si le hubieran dado un empujón en el pecho. Está completamente estirado y se aprieta el muñón con la mano de un modo que resulta casi doloroso.
—¿Asesinato? ¿Qué asesinato?
—El de una joven llamada Daphne Cotton —dice McAvoy con calma—. Y el de un hombre llamado Trevor Jefferson. ¿Le dicen algo esos nombres?
Algirdas da un largo trago a su cerveza. Se palpa los bolsillos y saca una petaca y unos papelillos. Hábilmente, con una sola mano, se pone a liar varios cigarrillos. Se lleva uno a la boca.
—No está permitido fumar dentro de los bares —dice McAvoy y, con una rapidez que a él mismo le asombra, alarga el brazo y le quita el cigarrillo de la boca.
—Chandler —repite.
Algirdas mira a Pharaoh. Parece perder los nervios.
—Barry. El portero. Me dice que la policía quiere verme y yo vengo. Habla de una señora atractiva, con grandes tetas. Yo respondo: no hay problema. Y vengo aquí. Hablo con ustedes. Pienso que es por Angie. Quizás declaración de testigo, ¿no? Pero no Chandler. No asesinato.
—Usted fue quien mencionó su nombre cuando nos vimos —dice McAvoy, desenrollando lentamente el cigarrillo y esparciendo los restos sobre la superficie húmeda y pegajosa de la mesa—. Usted me oyó hablar por teléfono. Me oyó decir su nombre. Y me preguntó por él. Por eso estamos aquí.
Algirdas se humedece los labios. Se muerde el inferior. Se mete la mano por el interior de la camisa y saca un colgante de metal sujeto a una cadena. Se lo lleva a la boca como si fuera un chupete.
—¿Su santo patrón?
Algirdas resopla.
—Estaba en el cambio de mi primera pinta inglesa —dice—. Por dos peniques. Hace nueve años. En un bar como éste.
—Conmovedor —dice McAvoy, y capta la repentina presión contra su pierna como una señal de Pharaoh para que se contenga.
Algirdas acaba su bebida. Mira a Pharaoh. Parece estar sopesando algo y al final emite un pequeño gruñido de resignación.
—Yo no ilegal —dice—. Tengo papeles. Tengo derecho a estar en Grimsby.
Pharaoh se mete la última corteza en la boca.
—Me importa un carajo todo eso, amigo. Cualquiera que quiera estar en Grimsby debe de estar huyendo de algo horrible. Por lo que a mi respecta, eres bienvenido.
Algirdas asiente como si hubiera tomado una decisión.
—Conozco a Chandler en un bar como éste. Southampton, ¿vale? ¿Cinco años? ¿Seis? Bebemos. Hablamos. Escucha mi historia. Él escritor. Gran escritor. Eso dice.
—Él iba a escribir su historia, ¿verdad? ¿A hacerle famoso?
Algirdas da un golpe en la mesa, y es difícil distinguir si está enfadado o emocionado.
—En Lituania, yo cantante. Grabo disco. Gran éxito. No solo en mi país.
Pharaoh parece hacer esfuerzos por no reír.
—Usted en la lista de éxitos lituanos, ¿no?
—En televisión. En la radio. Pósters en el dormitorio. Gran estrella.
—¿De verdad?
—Sí. Yo bueno.
—¿Qué salió mal?
—La puta política. Yo quiero más dinero. Ellos no pagan. Creo que yo soy estrella. Ellos, no. Me marcho. Espero que el teléfono suene. Busco un trabajo real. Pago facturas hasta que todo vaya mejor. Nunca va mejor. Trabajo real se convierte en vida real.
Mira la superficie de la mesa con ojos llenos de amargura y pesar.
—¿Y Chandler?
—Le gusta historia. Dice podría haber libro. Dice podría ser éxito. Contar mi historia. Cómo cantante pop se convierte en trabajador muelles en Southampton. Entonces me daño brazo. Chandler me visita. Dice así libro más real. Más humano, dice. Dice llamar. Organizar entrevista. Hablar editor.
—¿Y llamó?
Algirdas aparta la mirada.
—Empieza escribir otro libro. Siempre escribiendo. Siempre trabajando. A veces bebiendo también. Le gusta bebida.
—¿Y que le trajo a Grimsby?
—Vine por trabajo. Tengo amigo aquí. Ofrecerme trabajo. No muchas posibilidades para hombre solo un brazo.
McAvoy se pellizca el caballete de la nariz.
—Pero se puso en contacto con usted recientemente, ¿verdad?
Algirdas asiente.
—Llama, quizá hace un mes. Encuentra mi número. Dice tiene libro en mente. No olvidado de mí. Quiere verme.
Cierra la boca, sin estar seguro de si debe continuar. McAvoy desliza en silencio su bebida sobre la mesa y el lituano la agarra con avidez.
—Pero primero…
—Necesita favor para amigo. Amigo va a Islandia. Necesita reserva en barco contenedor. Pregunta si yo poder organizarlo…
—¿Y pudo?
Algirdas se encoge de hombros.
—Muelles lugares muy movidos. Tengo amigos. Conozco sistema.
—¿Y Chandler lo sabía?
—Debía recordar. Yo decirlo. Decir cómo entrar y salir gente fácil. Cómo policía, cómo seguridad no enterarse. Gente ir y venir como quiere.
Pharaoh se vuelve hacia McAvoy, pero él no la mira. Sigue mirando al hombre que, en cualquier momento, va a decirle cómo Fred Stein acabó muerto en un bote salvavidas.
—¿Y usted dijo sí?
—Chandler contar mi historia. Mostrar gente quién era yo.
McAvoy comprende esa necesidad imperiosa de ser reconocido, entiende que un escritorzuelo miserable como Russ Chandler pudiera endulzar los oídos de hombres más fuertes, más capaces.
—¿Qué le pidió que hiciera?
—Amigo de Chandler llamarme. Dice necesitar contenedor cerrado. En fila de abajo. No inspección. No precinto. No en alto de pila. Reservo para él.
—¿Habló con él?
—Llamada breve. Dos minutos. Directa. ¿Conoce esta expresión? Él al grano. Creo que hablar es doloroso para él. Voz sonar como si sentir ahogo…
McAvoy cierra los ojos. Puede oler la sangre y la nieve.
—Yo esperar llamada de Chandler…
—¿Y ha llamado?
—No —dice con voz queda, y luego levanta de pronto la cabeza—. Pero él en cárcel, usted dice. Él no llamarme. ¿Cómo escribir libro ahora? Chandler no asesino. Hombre pequeño. Una pierna. Borracho. ¿Cómo matar a nadie?
McAvoy estalla.
—No lo hizo, estúpido simplón. Y jamás ha escrito un libro. No uno de verdad. ¡No es más que es un miserable fracasado que ha tenido un maldito best seller en sus manos!
McAvoy se levanta, se pasa las manos por el pelo, tira la silla al suelo y golpea los vasos. Al verlo en pie, mostrando toda su altura, Algirdas lo mira como si fuera un gigante. Abre y cierra la boca como un pez agonizante. Pharaoh hace ademán de apoyar la mano en el brazo de su sargento, pero él la rechaza y sale del pub echando pestes, sin prestar atención a las miradas y las palabras incomprensibles del gorila.
El aire frío le golpea como una bofetada.
Oye los tacones de Pharaoh sobre la acera mojada. Al darse cuenta de que ella tiene que acelerar el paso para alcanzarlo, acorta el suyo para dejar que sus palabras lo calmen.
—¡McAvoy! —grita—. ¡Hector!
Él se gira, con la cara enrojecida y el pelo húmedo, mientras el sudor le chorrea por la nuca.
—McAvoy, no comprendo…
—No —le espeta—. No comprende.
—Pero todo apunta a Chandler, ¿no? Me refiero a que parece realmente culpable…
—Oh, sí, realmente culpable —dice echando la cabeza hacia atrás para mirar el cielo completamente desprovisto de estrellas—. Culpable de jugar con la gente. Culpable de vivir de la vanidad y los miedos de las personas. Culpable de una enorme cantidad de rabia. ¿Pero de apretar el gatillo? ¿De esconderse en un maldito barco con un soplete y un bote salvavidas? ¿De acuchillar a Daphne en un iglesia repleta de gente? ¿De derribarme dos veces? No, ese no es su estilo.
Siente la mano de Pharaoh sobre su brazo y esta vez no la rechaza.
—Entonces, ¿cuál es su estilo? Dígamelo.
McAvoy resopla. Mira hacia la calle desierta con sus esporádicas constelaciones de luces de neón y rótulos de tienda rotos.
—Él mismo se lo dirá —responde enfadado—. Vamos a ir a verlo.
Pharaoh alza la vista y le mira. Sus pechos suben y bajan por el esfuerzo de la carrera y su cuerpo desprende un olor fuerte que invade la pequeña bolsa de aire que parece contener a ambos.
Él retrocede.
Baja la cabeza y su mente se llena de Daphne Cotton.
De Fred Stein.
De Angie Martindale.
Hasta del maldito Trevor Jefferson.
De pronto se da cuenta de que «bueno» y «malo» no es lo mismo que «correcto» e «incorrecto».
Y sabe que la razón por la cual tiene que atrapar al hombre correcto, que equilibrar la balanza metiendo al asesino correcto en la celda correcta, es la misma por la que no va a permitirse besar a esta mujer impresionante, apasionada y sexy.
Porque a alguien tiene que importarle las malditas reglas.
Y porque a nadie más le importan una mierda.