Capítulo 22

El reloj del salpicadero marca las 13:33 horas. Está oscureciendo. Quizás nunca se hizo de día.

McAvoy está a ciento treinta kilómetros de casa, en algún lugar que según las señales de la carretera es el corazón de la patria de las hermanas Brontë.

En la distancia, los páramos de West Yorkshire parecen augurar un fatal presagio. Aunque los pastos son húmedos y verdes, él solo podría dibujar ese panorama al carboncillo. Es un paisaje amenazador y vacío, azotado por la lluvia, que combate contra un viento constante bajo un cielo color azogue.

El camino tuerce a la izquierda. McAvoy lo sigue.

Dirige el coche a través de unas verjas negras de hierro forjado hasta un sendero de gravilla. La entrada conduce a un amplio patio delantero bordeado de césped, de un verde inmaculado, exuberante por el rocío y la llovizna.

La casa destaca sobre la negrura del cielo. Su aspecto, opulento y a la vez siniestro, muestra el paso de los años de una manera extraña.

—Tómatelo con calma —se dice mientras siente un sudor picante deslizándose por su espalda. Le gustaría tener la apariencia de un oficial de policía. Con su camiseta de rugby maloliente, sus vaqueros deshilachados y su abrigo de marca raído, parece más bien un vagabundo que acaba de asaltar una tienda de disfraces.

Vislumbra un movimiento tras él que le hace volverse. Otro coche está aparcando a la entrada.

McAvoy intenta abrocharse el único botón aún cosido a la camisa, pero se rinde al quedarse con él en la mano.

Se acerca al otro vehículo, que está ocupado por dos hombres. Uno debe de andar por los cincuenta. Tiene el pelo cano y los rasgos afilados, como un halcón. El otro es más joven. Corpulento, con el pelo cortado al rape como un soldado.

Se vuelve cuando oye un ruido procedente de la casa.

Una mujer de mediana edad y curvas pronunciadas, vestida con un traje caro, un impermeable negro y unas botas de piel, asoma por la gran puerta doble de madera de roble situada bajo el pórtico de granito en la fachada de la casa. Su pelo es rubio, tirando a gris, con un corte a lo garçon a capas. Tiene un aspecto imponente, aunque la flacidez de su rostro sugiere una belleza venida a menos; si se le pudiera estirar con fuerza desde el cuero cabelludo, volvería a resultar jovial y apetecible.

El hombre mayor se aproxima desde el lado del conductor. Viste pantalones vaqueros, una camisa rosa cara y una chaqueta de espiguilla de lana bajo un abrigo acolchado. Lleva un par de gafas colgadas al cuello con una cadenilla y tiene el rostro tan rasurado que la piel parece estar en carne viva y dolorosamente raspada.

Alarga una mano al acercarse y un reloj de oro reluce en su muñeca. Saca un poco la mandíbula como para decir hola.

—¿Es usted McAvoy?

—Sargento detective Aector McAvoy, de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado de la Policía de Humberside. Usted es el teniente coronel Montague Emms, supongo.

El hombre esboza una sonrisa.

—Ya no —dice—. Al menos, no el grado. Sigo siendo Montague Emms, pero odio ese nombre, así que llámeme Sparky. Todo el mundo lo hace. Hasta este chico, Armstrong.

Emms extiende la mano. McAvoy estrecha una palma y unos dedos ásperos y encallecidos. Roza sutilmente el dorso de la mano con el pulgar y nota una fila de nudillos rotos y recompuestos con escasa pericia.

Emms hace un gesto en dirección a la casa.

—¿Entramos?

La mujer de la entrada se retira al interior mientras se aproximan. Emms gesticula como si hubiera olvidado algo obvio y se vuelve hacia el soldado.

—Coge tus cosas, hijo. Los muchachos vendrán pronto para indicarte dónde vas. Hay un granero y unos establos en aquel sendero a la izquierda, por si quieres guarecerte del frío.

Se gira de nuevo hacia McAvoy antes de que Armstrong pueda realizar el saludo militar.

—¿Un nuevo recluta? —pregunta McAvoy mientras cruzan las puertas.

—Posiblemente —dice Emms, que, de cerca, es más alto de lo McAvoy imaginaba. Camina muy erguido, con pasos firmes y seguros.

—Un lugar encantador —dice McAvoy en tono familiar cuando se detienen en el vestíbulo. Unos pasos más adelante, la mujer abre una puerta de madera empotrada en una pared revestida con paneles de roble. Sonríe a los dos hombres, empuja la puerta hasta el final y después retrocede.

—Creo que vamos a mi estudio —dice Emms en voz baja—. Por cierto, es mi mujer. Ellen. Se encarga de cuidarme. No sé qué sería de mí sin ella.

—Yo también tengo una así —dice McAvoy sin poder evitarlo.

—Una buena mujer vale su peso en oro —dice Emms, y los dos intercambian una mirada que indica que comparten una sabiduría y un lugar común que muchos otros hombres no conocen. McAvoy encuentra agradable a este hombre.

—Bien, voy a preparar un poco de té. Póngase cómodo y volveré en un segundo. Porque toma té, ¿verdad? No me pega que usted sea bebedor de café.

—¿Se trata de un estereotipo racial, señor? —pregunta McAvoy con una amplia sonrisa para dejar claro que está bromeando.

—¡Ja! —exclama Emms echando la cabeza hacia atrás.

Emms sigue riendo mientras se aleja a grandes pasos y tuerce a la izquierda al llegar a una puerta frente al estudio, dejando el rastro embarrado de las huellas de las botas sobre el suelo de tarima.

McAvoy tiene que inclinar la cabeza ligeramente para entrar en el estudio. La casa debe de tener al menos trescientos años y sabe por experiencia que entonces las puertas se hacían para gente más baja.

Se trata de una habitación rectangular, modesta, con una gran ventana de guillotina que ocupa casi toda la pared del fondo. Hay dos ordenadores y tres teléfonos sobre un escritorio antiguo, plagado de documentos impresos y de lo que parecen ser proyectos de arquitectura doblados de cualquier modo.

Sobre el escritorio, en un marco dorado muy recargado, hay un dibujo a pluma. McAvoy tiene que entornar los ojos para ver qué es. ¿Una cara o una figura? ¿Un paisaje? Parece haber sido garabateado y emborronado, pero al observarlo de cerca ve que cada línea ha sido grabada de manera individual. Es una sorprendente obra de inesperada belleza que McAvoy desearía comprender mejor.

La luz que entra por la ventana es insuficiente para iluminar la habitación, por lo que McAvoy estira el brazo y acciona un interruptor de metal antiguo. La bombilla parpadea y se enciende.

McAvoy descubre toda una pared llena de fotografías. Unos tableros de corcho sujetos con clavos contienen numerosas instantáneas de hombres sonrientes realizando faenas militares. McAvoy examina las imágenes. Debe de haber cientos de hombres. Sentados en tanques. Con los pulgares hacia arriba, en señal de aprobación, sobre pistas de aterrizaje polvorientas y abrasadas por el sol. Cargados con mochilas y fusiles, cascos y equipos de radio, repanchigados en la parte trasera de Jeeps con el techo al descubierto o desnudos hasta la cintura y sudorosos por el intenso esfuerzo, con un balón de fútbol entre las piernas y arena en las botas. Algunas imágenes deben de tener treinta años. En algunas, los bigotes de los oficiales y la escasa calidad y el grano grueso de las imágenes le recuerdan secuencias de la guerra de las Malvinas. Habría querido investigar mejor la carrera militar de Emms antes de pedirle a Feasby que organizara este encuentro. También le gustaría saber qué diablos está haciendo aquí.

—Ah, mi muro de la vergüenza —dice Emms, y McAvoy se gira al verle aparecer por la puerta con dos tazas de té en las manos. No sabe por qué, pero esperaba una tetera en una bandeja, colocada entre tazas y platillos elegantes. En lugar de eso, Emms le alarga una taza con el logo de una compañía: Magellan Strategies.

—Estaba admirando…

—Sí, sí —dice Emms, con tono alegre—, esos son los muchachos y las muchachas que sirvieron bajo mi mando. A decir verdad, muchachos en su mayor parte. Y no están todos. Aunque hay tantos como pude encontrar. Ellen piensa que estoy tonto. Dice que ahí debería tener las fotos de los nietos, pero no tengo el valor suficiente para quitarlos.

—La debe usted echar de menos.

—¿La vida militar? Sí y no. Serví veintiocho años. Suficiente para satisfacer cualquier aspiración. Y aún sigo en el escenario, como si dijéramos. Aún tengo un montón de cosas de las que ocuparme.

—Creó la compañía cuando se licenció, ¿verdad?

—Por esas fechas. Establecí los contactos adecuados mientras se acercaba el momento del retiro, por así decirlo. Y las cosas salieron bien. Y no solo para mí, ya me entiende. Al principio tenía socios. Ahora que estamos asentados somos una junta directiva. Todo muy apropiado y en regla. No creo ni que me necesiten ya. Tengo un cargo honorario y todavía me piden que lubrique algunos engranajes, aunque no nos va nada mal.

—Pero aún sigue dedicado al reclutamiento, ¿verdad? —pregunta McAvoy haciendo un gesto hacia la puerta, donde se imagina a Armstrong en posición de firmes, mientras la fina lluvia que comienza a deslizarse por el cristal de la ventana le cala hasta los huesos.

—Oh, es el hijo de un viejo amigo —dice Emms dejándose caer en el sillón y dando un sorbo a su té—. No logró hacerse a la vida en el ejército regular. Algunos no lo consiguen. Perdió a un par de compañeros en su primera misión. Insurgentes. Abrieron fuego mientras él y dos colegas repartían caramelos a un grupo de chavales. Armstrong salió corriendo. Sus compañeros no pudieron. Había un vídeo en Internet que mostraba lo que les ocurrió. Armstrong salió ileso, pero le afectó. La inutilidad de todo eso, ¿me entiende? Yo mismo jamás lograré entenderlo, y eso que nosotros nos ganamos la vida como expertos en esos lugares. Conseguí que lo licenciaran y vamos a ponerlo a prueba. Este fin de semana tenemos aquí a nuestro director adjunto de reclutamiento con un par de muchachos nuevos. Ahora mismo están por ahí corriendo para entrenarse.

—No dejó que Armstrong entrara en la casa —dice McAvoy, apartando la vista de las fotografías para mirar fijamente a Emms.

—Si su mujer se pareciera a la mía, ¿llenaría usted su casa de soldados?

Emms lo dice con una sonrisa, pero McAvoy se da cuenta de que habla en serio.

—Buen argumento —dice.

Tras una pausa, Emms se encoge de hombros y parece dispuesto a entrar en materia.

—Bueno —dice mientras McAvoy toma asiento en la silla de madera—, usted quería hablar de Anne.

McAvoy aparta la mirada del rostro de este señor mayor, amigable y atento. De pronto, la insensatez de todo le asalta como si recibiera un puñetazo. Quiere ser capaz de decirle algo que tenga fundamento. Algo que justifique el tiempo de este hombre. Que justifique su propia decisión de conducir hasta el quinto pino.

—Señor Emms…

—Sparky —le corrige.

—Ese nombre… —dice, agradecido por la corrección.

—En pocas palabras, cuando era un joven oficial aparecí una noche con un bonito artilugio para ganar tiempo antes de salir y decidí secarme el pelo mientras estaba en el baño. Un día, el maldito secador se me cayó al agua. Estuve bailando durante cinco minutos como un condenado pez en tierra firme hasta que un colega desconectó el cacharro. Casi me aso. Desde entonces he sido Sparky.

McAvoy respira hondo, sobrecogido e impresionado.

—¡Qué angustia!

Comienza su explicación de nuevo.

—Bien, como seguramente le habrá dicho el señor Feasby cuando llamó, estoy investigando la muerte de Daphne Cotton. ¿Conoce el caso?

—Un asunto feo —responde Emms cerrando los ojos—. Pobre chica.

—Sí.

McAvoy hace una pausa. Decide derrochar sinceridad.

—Yo estaba allí cuando ocurrió. Oí los gritos. Llegué un minuto tarde. El hombre que lo hizo me derribó de un golpe.

Emms se limita a asentir. Sus ojos hablan por sí solos.

—Como consecuencia de ese crimen, he estado investigando diversos incidentes. No relacionados de manera obvia, pero con una conexión que merece ser analizada.

—¿Ah, sí?

Emms parece interesado.

—La relación entre las víctimas es su supervivencia —dice McAvoy—. Sobrevivieron a un incidente que acabó con la vida de todos los demás. Un antiguo pescador de un barco de arrastre, que logró llegar a casa vivo cuando treinta y tantos compañeros se ahogaron, fue hallado muerto en un bote salvavidas cerca de las costas islandesas hace poco más de una semana. Un sujeto que prendió fuego a su propia casa y mató a su familia fue quemado vivo en una habitación del hospital Hull Royal. Una mujer que estuvo a punto de ser acuchillada por un asesino en serie fue atacada en Grimsby exactamente del mismo modo.

McAvoy deja caer la cabeza entre las manos.

—No quiero que Anne Montrose sea otra víctima.

Emms permanece en silencio durante un rato. Da otro sorbo al té. Mira sus fotografías y después asiente.

—Ya veo adónde quiere ir a parar. Pero me parece haber oído que habían detenido a alguien por eso, ¿no? Un escritor. Cabreado con el mundo y no sé qué más.

—Sí, han acusado a Russ Chandler.

Una sonrisa leve cruza el rostro de Emms.

—Pero usted no está convencido.

—Creo que aún hay otras vías que deben ser exploradas.

—Apuesto a que se hará usted famoso.

—No me interesa en absoluto hacerme famoso. Quiero asegurarme de que se mete entre rejas a la persona correcta. De que nadie más resulta herido.

—Eso es muy loable —dice Emms—. ¿Y por qué Anne?

—Ella es solo una de las víctimas posibles —dice McAvoy, dirigiendo la mirada hacia el cristal mientras el paisaje se oscurece y la lluvia comienza a ondear como el velamen suelto de una embarcación—. Aunque creo que encaja. No sé cómo las está eligiendo. No sé por qué lo está haciendo. Pero…

—Pero…

McAvoy aprieta los puños mientras traslada a ese personaje prácticamente desconocido el único pensamiento que le hace ser mejor policía que el resto de sus compañeros.

—Pero si lo estuviera haciendo yo, ella sería la siguiente.

—Es usted un actor del Método, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Ya sabe. De Niro y Al Pacino. Ponerse en la mente del personaje. Vivir como él. Pensar como él. Meterse en su cabeza y todo eso.

—No sé si yo…

—Tiene sentido —dice Emms—. Bueno, al menos creo que puedo tranquilizarle.

—¿Perdón?

—Anne Montrose. Si usted está en lo cierto, ese canalla va a por gente que realmente sobrevivió. Que engañó a la muerte, o como usted prefiera decirlo. Pero Anne no lo hizo. Anne nunca se ha despertado. Lleva en coma desde que ocurrió. No es una superviviente. Simplemente aún tiene pulso.

McAvoy asiente y se frota la cara con las manos. Se da cuenta de que necesita un afeitado.

—¿Podría usted al menos ponerme en antecedentes? ¿Qué ocurrió? ¿Cuál es su relación con ella? ¿Por qué le mandan a usted las facturas?

Emms coge las gafas que lleva colgadas al cuello y se las pone. Examina a McAvoy con la mirada de un coleccionista.

—Apenas conocía a Anne —dice encogiéndose de hombros—. Era una mujer agradable, según me han dicho. Amaba a los niños. Un encanto de persona. No quiso escapar cuando eso era lo sensato. Pensó que podía hacer el bien. En el lugar erróneo y en el momento equivocado. Organizó un viaje para la escuela en la que prestaba ayuda y el autobús saltó por los aires en cuanto el conductor giró la llave. Anne todavía estaba con la puerta abierta despidiéndose de otros profesores. La explosión la lanzó hacia fuera pero se golpeó la cabeza. Nunca despertó.

—Pero ¿por qué usted? ¿Por qué se implicó su compañía?

Emms suelta un largo y sostenido suspiro, que en sus labios húmedos se convierte en un sonido parecido a una pedorreta. Se pone en pie y cruza hasta la pared de las fotografías. Coge una situada en la esquina superior derecha del tablero.

—Él —dice, mostrando la foto a McAvoy.

McAvoy observa la imagen de dos hombres sonrientes. Uno está desnudo hasta la cintura, con el sudor grasiento de un boxeador en el torso, y con un brazo fornido rodea el cuello de un hombre alto y delgado en traje de faena. McAvoy entorna los ojos y se vuelve hacia Emms.

—¿Éste es usted?

Emms asiente.

—Una versión más joven de mí. En los Balcanes. En el noventa y cinco, quizás. Debería poner fecha a estas fotos.

—¿Y el otro hombre?

—Simeon Gibbons. Comandante cuando lo licenciaron. Formado como capellán, aunque estuvo en la primera línea del frente.

McAvoy le mira con expectación.

Emms le guiña un ojo.

—El prometido de Anne Montrose.

—¿Y su relación con el comandante Gibbons?

Emms esboza una sonrisa triste.

—Digamos que éramos compañeros de armas. Era mi mejor oficial. Mi mejor amigo, si es que tal cosa existe. Quise que participara en el negocio de seguridad conmigo, pero tuvimos opiniones diferentes sobre el asunto. Digamos que fue un conflicto de ideales. Me dijo que no estaba dispuesto a ser un mercenario. Le contesté que estábamos ayudando a la gente. Construyendo algo especial. Salvando vidas. Dijo que eso Anne lo haría gratis. Fue una discusión que ninguno de los dos podía ganar. De modo que él siguió en el ejército y yo creé Magellan.

—¿Y Anne?

—La conoció en algún agujero de Iraq olvidado de la mano de Dios. Se enamoró perdidamente. Simeon no es el tipo de hombre al que le ocurren esas cosas. Es más bien contenido. No exterioriza demasiado. Tiene sus creencias y no está dispuesto a cambiarlas. Un hombre cristiano. Se enamoró de Anne como no puede usted imaginarse.

—Entonces, cuando se produjo la explosión…

Emms se encoge de hombros.

—Me enteré por otro viejo amigo. Pensé que lo menos que podía hacer por un antiguo compañero era mantener a la prensa al margen. Fue fácil, para ser sincero. No espere que me sienta mal por pagar a un periodista y luego despedirlo, sargento.

McAvoy niega con la cabeza.

—No. Le entiendo perfectamente.

—Gibbo perdió la cabeza por aquello. No pudo aceptarlo. Es difícil de explicar a personas que nunca han estado allí. En la guerra, quiero decir. Bajo el sol. En un lugar remoto. Empiezas a cuestionarte todo. A ver el mundo de modo diferente. La gente encuentra la religión. O la pierde. Es algo que le ocurre a los mejores. Cuando Simeon perdió a Anne, se quedó destrozado. No sé cómo llenó el vacío. No quiso hablar con sus viejos colegas. No quiso volver a casa. Ni siquiera cuando conseguí traerla en avión al Reino Unido, cuando la ingresé en una clínica privada y le puse asistencia médica veinticuatro horas al día…

Emms baja la vista y mira la fotografía que tiene en su regazo. Contempla la cara de un viejo amigo que perdió la cabeza cuando se le rompió el corazón.

—¿Lo licenciaron?

—No tuvo oportunidad —dice Emms levantando la mirada—. Un trozo de metal de una bomba que estalló al borde de la carretera le atravesó la garganta poco después. Se desangró hasta la muerte en una carretera de Basora. Para empezar, nunca deberían haberlo aceptado para el servicio activo.

—Lo siento.

—Fue una pena. Un hombre tan estupendo.

Estira el brazo hacia atrás. Coge del escritorio el dibujo a pluma. Lo levanta para que McAvoy lo vea.

—Y con talento.

Libera el enganche del marco y saca una cartulina cara de color crema. Está firmada por detrás. Emms entrecierra los ojos mientras lo observa y McAvoy se siente de pronto fuera de lugar, como un intruso.

—Lo siento.

—Sí, ya lo sé.

El silencio se instala en la pequeña habitación. Es solo media tarde pero la oscuridad se desliza por el suelo como si fuera una persiana.

—¿Y todavía paga sus facturas?

—¿Usted no lo haría?

McAvoy no necesita pensar en ello. Sabe que se arruinaría por ayudar a un extraño.

—Pondré a dos de los chicos de guardia junto al lecho de Anne. Solo para estar seguros. Llámeme cuando crea que todo esto ha acabado.

Para romper el ambiente de tristeza que ha invadido la habitación, Emms se gira hacia la ventana.

—Nunca para —dice.

—¿Perdón?

—La lluvia. Compré esta casa para Ellen. Siempre quiso ser la señora de una mansión. Creció leyendo a las hermanas Brontë e imaginándose a Heathcliff. Tenía esa noción romántica de los páramos batidos por el viento y las colinas azotadas por la lluvia. Y ahora los tiene. Algo totalmente deprimente, en mi opinión. Lo próximo que quiere es un caballo. Se figura que va a encontrar a un tipo moreno con pantalones de montar por alguna colina. Tiene una mente encantadora para estas cosas.

McAvoy sonríe y disfruta de la sensación.

—Mi Roisin también es así. Tiene la cabeza llena de imágenes hermosas.

—Difícil estar a la altura, ¿verdad?

McAvoy asiente, y ambos hombres comparten un sentimiento que tiene un asombroso parecido con la amistad.

—Armstrong estará tiritando de frío —dice McAvoy.

—Ha pasado por cosas peores. Le vamos a hacer trabajar duro, pero si lo hace bien ganará un buen dinero.

—¿Y usted cree que su mente está sana? ¿Después de lo ocurrido?

—No estará en la línea de fuego, por así decir. Supervisará uno de nuestros contratos de mercancías. Asistirá a reuniones. Sus fuertes músculos proporcionarán un poco de confianza a los contratistas. Una vez que se haga con la gente, disfrutará de las bromas. En lugares como esos lo que importa son los compañeros.

Tal como lo dice, McAvoy capta un deseo de algo que él reconoce. Quizás mejor que nadie, comprende la necesidad de que le digan que ha hecho lo correcto.