Capítulo 21

McAvoy no durmió durante las primeras veintisiete horas. No comió. Dio dos sorbos de agua turbia de una jarra de plástico, y después tosió y los expulsó sobre su asquerosa camiseta de rugby mientras un rastro acuoso asomaba en sus ojos y su nariz.

Fuera, Hull se congelaba.

La emoción de unas posibles Navidades blancas dio paso al miedo ante el rigor y la severidad de las condiciones meteorológicas. La nieve caía sobre terreno duro. Se helaba. Caía de nuevo. Volvía a congelarse. El cielo era un boceto gris a lápiz. Las nubes se enredaban unas con otras, se retorcían, rodaban, se apelmazaban. Como serpientes en el interior de una bolsa negra.

La ciudad quedó paralizada.

Más tarde, McAvoy diría a su hija que fue ella quien finalmente rompió el hechizo del invierno. Que solo cuando ella abrió los ojos las nubes se separaron y la nieve cesó su danza frenética. Que fue ella quien hizo perder a Hull sus primeras Navidades blancas en una generación. Ella quien hizo salir el sol. Sería una mentira. Pero una mentira que haría sonreír a su hija. Una mentira que le permitiría recordar los primeros días de su vida con algo más que un dolor sordo y punzante.

Oye movimiento tras él.

Se gira.

—Vuelve a la cama… —comienza a decir.

—Bien, aún estoy un poco dolorida, pero si aun así me quieres… —dice Roisin con cara pálida y ojos oscuros. Lleva un camisón amarillo holgado y se sujeta el pelo grasiento y sin lavar con una cinta rosa. Está tan acostumbrado a la presión de su estómago sobre la ropa que ahora le parece como si no tuviera una forma definida.

—Roisin.

—Estoy aburrida, Aector. Necesito mimos.

McAvoy suspira. Pone los ojos en blanco con indulgencia.

—Ven aquí —dice.

De modo inseguro, Roisin cruza hasta donde está él, con su impresionante mole encajada en una silla de madera naranja con respaldo alto. Se encuentra sentado frente a la ventana, pero las cortinas, de un nauseabundo color verde y marrón, están cerradas. Ella hace un gesto de dolor mientras se acomoda en su rodilla, y luego deja caer la cabeza hasta apoyar la frente húmeda sobre la maraña de despeinados rizos pelirrojos de su coronilla.

—Hueles —dice, y en su voz hay una sonrisa atenuada.

Por primera vez en varios días, McAvoy deja escapar la risa.

—Tú tampoco eres un manojo de flores aromáticas.

Ella levanta la cabeza. McAvoy siente su pequeña mano húmeda sobre la mejilla y alza el rostro para captar su mirada.

Por un instante simplemente se miran, y cualquier conversación resulta inútil ante la intensidad y ternura de su comunicación.

—He pasado tanto miedo… —dice, y aunque están solos susurra las palabras como si temiera que pudieran ser utilizadas contra ella.

—Yo también —responde McAvoy, y su contestación parece fortalecerla. Ella se inclina y le besa. Se besan durante un buen rato. Al separarse intercambian una sonrisa burlona de complicidad ante la simpleza de todo. Comparten una breve mirada alegre dirigida hacia los pies de la cama.

Lilah Roisin McAvoy nació el 15 de diciembre a las 06:03 de la madrugada.

Roisin se había puesto de parto poco después de que McAvoy se marchara de casa enojado por el mensaje de Tom Spink, despotricando en el monovolumen a través de la ventisca, con la canastilla preparada en el maletero.

Había intentado llamarlo. Deseó con todas sus fuerzas que contestara al teléfono. Centró todas sus energías en salvar los fríos kilómetros que los separaban. Para que viniera a casa. Para que la ayudara.

Al final, sus gritos despertaron a Fin. Fue él quien la convenció para que llamara a emergencias. Él quien dijo que a veces papá tenía que trabajar y no podía estar donde otra gente le necesitaba. Él quien le cogió la mano en la ambulancia mientras los paramédicos hablaban sobre la abundante hemorragia, el hielo y la nieve en las carreteras, y manifestaban su convicción de que deberían cobrar media paga más por trabajar por la noche en esas condiciones.

Roisin había tratado de esperar. De hacer esperar al bebé en su interior hasta que las enfermeras localizaran a su marido. Pero Lilah quería salir. Se deslizó entre un arco iris de mucosidad sanguinolenta y fue recogida por un doctor nigeriano, calvo y con gafas, que la trasladó a una mesa auxiliar esterilizada y realizó unas complicadas maniobras en su cuerpo diminuto.

A Roisin le pareció que intentaba insuflar vida en el cuerpo de un pajarillo muerto.

Se había dado la vuelta, cerrado los ojos, y esperaba que le dijeran lo peor.

Y entonces oyó el llanto.

Lilah había cumplido cuatro horas, sonrosada y arrugada, con un tubo de respiración sujeto a la cara, unos calcetines demasiado grandes y unas manoplas en las manos, antes de que su padre apretara su cara roja y sudorosa, surcada de lágrimas, contra la incubadora de plástico y pronunciara la primera de las mil excusas que seguiría balbuceando a lo largo de sus primeras horas de vida.

Cuando la enfermera se la entregó encajaba perfectamente en la palma de su mano.

Fin se rio de eso. Preguntó si él había sido alguna vez tan pequeño. McAvoy le dijo que no. Que su hermana tenía tantas ganas de verlo que había llegado al mundo antes de tiempo. Que él ahora era el hermano mayor y su obligación era protegerla.

Fin asintió solemnemente y dio a su hermana un beso húmedo, algo torpe, en la cabeza. Después regresó a la habitación llena de juguetes sucios, donados por mucha gente, donde había estado jugando con un camión de bomberos con tres ruedas en el momento exacto en que su hermana había roto a llorar.

—¿Aún duerme? —pregunta Roisin.

—Ha caído como un tronco. Es igual que su madre.

—Hemos tenido un par de días atareados.

—Sí.

Se pone tensa, como si se dispusiera a abandonar la rodilla de su marido; luego se relaja mientras cede a sus manos firmes y se hunde de nuevo en su abrazo.

—Dejémosla dormir.

—Casi la perdemos, Aector. Si hubiera muerto… si no se hubiera despertado…

McAvoy nota cómo su cuerpo se estremece, y lo abraza con fuerza, acallando sus sollozos.

Al cabo de un rato, vuelve a hacerle la pregunta que había dejado escapar entre burbujas de mocos al entrar apresuradamente en su habitación tres días antes, con el abrigo salpicado de nieve y un guarda de seguridad agarrado a sus brazos como si hiciera esquí acuático mientras avanzaba como un bólido por el lustroso linóleo verde.

—¿Me perdonarás alguna vez por esto?

Ella le responde ahora, como había hecho entonces, con una sonrisa blanca perfecta. Y durante un momento McAvoy se siente tan dichoso, tan completo, querido y recompensado que se le ocurre la idea de detener su corazón. De morir así, feliz.

Esta vez, cuando ella se mueve, McAvoy la deja ir. Roisin se pone en pie. Hace otra mueca de dolor. Estira los brazos y descorre las cortinas.

—¡Caramba!

Están en una cuarta planta y disfrutan de una de las pocas habitaciones privadas de la sección de maternidad del hospital Hull Royal. El mirador panorámico les permite una vista de la ciudad, que resulta casi desconocida. Sus lugares representativos, sus peculiaridades, su carácter, todo parece mudo y anónimo bajo una densa capa blanca. Las calles están desiertas. Roisin estira el cuello. Dirige la mirada al aparcamiento. Está prácticamente vacío. Solo hay media docena de grandes vehículos todoterreno aparcados aquí y allá, como islas sobre una enorme pista de hielo. El hospital dispone del personal mínimo. Quienes estaban trabajando cuando la nieve empezó a caer se han quedado aquí en su mayor parte. Quienes estaban en casa, con un coche capaz de mantenerse dentro de la carretera, han logrado llegar a su puesto, pero las conversaciones en las salas y los pasillos, sumidos en un silencio inquietante, giran en torno a cómo regresarán a casa, a si el coche arrancará siquiera cuando se vuelvan a sentar al volante.

—Estamos mejor aquí dentro —dice McAvoy, levantándose de la silla.

McAvoy pasa por delante de ella y mira por la ventana. Esboza una sonrisa irónica al ver al pequeño grupo de ancianos frágiles y gruesas mujeres de mediana edad, con los pijamas debajo de los abrigos, dando chupadas desesperadas a sus cigarrillos en la entrada del aparcamiento, aspirando el humo hasta el fondo de sus pulmones como diabéticos atracándose de insulina.

McAvoy mira al suelo. De pronto cae en la cuenta de que tiene el móvil en el bolsillo. Nota cómo emite ondas de energía. Nota que los dedos se mueven con nerviosismo mientras le asalta la necesidad de encenderlo. De enchufarse de nuevo al trabajo. De averiguar qué se ha perdido en estos tres últimos días de dolor y oración.

—Roisin, te importa si…

Ella sonríe y le responde con un ligero asentimiento.

McAvoy se detiene junto a la cuna de su hija. Acaricia la mejilla suave y carnosa con sus grandes y ásperos dedos. «Albaricoques», piensa. «Tiene las mejillas como albaricoques».

Cuarenta y tres llamadas perdidas.

Diecisiete mensajes de texto.

El buzón de voz al completo.

McAvoy permanece junto a la entrada de la sección de maternidad escuchando la monotonía de las voces.

Localiza la llamada que estaba buscando.

Sargento McAvoy, hola. Soy Vicky Mountford. Nos vimos el otro día para hablar de Daphne. Mire, esto podría no ser importante, pero

McAvoy escucha el resto del mensaje. Se pellizca el caballete de la nariz con el índice y el pulgar.

La llama.

Responde al segundo toque.

—Señorita Mountford, hola. Sí, lo siento. Vicki. Recibí su mensaje. Decía usted que alguien más podría conocer la redacción de Daphne. ¿Es así?

—Sí, sí —comienza a decir—. Bueno, como le decía en mi mensaje, estuve hablando con mi hermana. Fue un par de días después de hablar con usted. Le estaba contando lo que hablamos y todo lo que le había ocurrido a Daphne, y mientras charlábamos sobre ello y comentábamos lo horripilante y terrible que era todo, se acordó de que le había hablado de ello a su novio. Después de colgar me volvió a llamar y me pasó con él; parecía estar avergonzado. En resumidas cuentas, recordaba haber tomado unas copas con un par de tipos una noche y haber estado hablando con ellos de esa pobre muchacha que había ido a parar a Hull y había escrito esa maravillosa redacción sobre todas las cosas horribles que le habían sucedido y de cómo esa historia podía llegar a ser un libro genial…

McAvoy cierra los ojos. Asiente, pero no dice nada. Sabe adónde lleva todo eso.

—¿Y eso dónde fue?

—En Southampton —responde, y por el tono de asombro con el que pronuncia la palabra podría haber dicho «en la luna»—. Él había ido allí para una entrevista de trabajo. Geoff es el eterno estudiante.

—¿Y?

—Bueno —dice—, el caso es que Geoff no recuerda cómo surgió o cómo llegaron a ello, pero uno de los tipos con los que estuvo hablando se mostró muy interesado. Le dijo que era escritor. Y, bueno, Geoff siempre dice que le gustaría escribir un libro algún día. Así que le dio conversación al tipo. Le contó lo que sabía, que no era mucho. Y después se olvidó de ello. Hasta que…

McAvoy tose. De repente siente un hambre atroz. Le apetece tomar algo dulce.

—¿Hasta que…?

—Hasta que hace un par de días entró en la página web del Hull Mail. El día que le llamé a usted. Y vio la foto del hombre que había sido acusado del crimen. Ese Chandler, el escritor. Y…

—¿…y es el mismo hombre?

De nuevo se hace el silencio, pero McAvoy puede oír el gesto de asentimiento.

No dice nada por un instante y luego anota los datos de Geoff. Le dice que ha hecho muy bien en llamarlo. Que enviará un oficial para que tome declaración formal al novio de su hermana y que tal vez llamarán al joven para que asista a una rueda de reconocimiento. Durante un rato piensa en las dificultades que entraña reunir una fila de borrachos con una sola pierna.

Cuando cuelga, ve fugazmente su propio reflejo en los cristales oscuros de las puertas de la sección de maternidad.

Se da cuenta de que sonríe.

Ahora todo empieza a entenderse.

El caso de Colin Ray está esperando que alguien le dé un buen pisotón y él sabe exactamente por dónde empezar.

Coge el teléfono de nuevo. Llama al despacho del CID en Priory Road, donde sabe que no habrá nadie que conteste la llamada. Deja un mensaje para explicar que Roisin ha estado enferma. Que no ha podido separarse de su cama para llamar a la oficina. Que no va a ir por allí al menos hasta después de las Navidades.

Cuelga, casi sin aliento.

Está borrando sus huellas. A nadie en el despacho del CID se le ocurrirá comprobar la fecha y la hora del mensaje. Se limitarán a tomar nota y luego se acordarán de pasarlo a los jefes. Si alguna vez alguien investiga, tendrá cubiertas las espaldas.

Y así ha conseguido unos cuantos días para averiguar quién mató en realidad a Daphne Cotton.

Se lleva el teléfono a la mejilla. Marca el número que una voz tenue acaba de dejar en su contestador.

Al tercer toque responden.

—Residencia Bassenthwaite.

McAvoy se pasa la mano por el rostro y descubre con sorpresa que está sudando. Se pregunta si no será una idea descabellada. Si este centro médico privado al borde de los montes Peninos podría tener algo que ver con todo esto. Si Anne Montrose importa. Si ella podría ser la siguiente. Si está completamente equivocado y Russ Chandler es de verdad el autor de esas muertes.

—Hola. Soy el sargento detective Aector McA…

Le responden con el típico y alegre «hola» de quien está acostumbrado a oír de todo.

—Le llamo en relación con una de sus pacientes. Su nombre es Anne Montrose. Creo que está en el pabellón de neurología siguiendo un tratamiento de larga duración.

Al otro lado de la línea se hace el silencio.

—Un momento, por favor.

Le ponen en espera y se pasa unos cinco minutos largos escuchando un fragmento de música clásica que, si se esforzara, recordaría que pertenece a una de las obras más melancólicas de Debussy.

De pronto, una voz masculina, grave, distinguida, le saluda con un seco «hola». Se presenta como Anthony Gardner. Para indicar el puesto que ocupa pronuncia sin mucha claridad una palabra que podría ser «comunicación».

—Señor Gardner, sí. Se trata de Anne Montrose. Según mis informaciones, es una de sus pacientes.

Tras una breve pausa, Gardner carraspea.

—Sabe que no puedo hablar de eso, detective.

—Entiendo sus obligaciones con sus pacientes, señor, pero cabe la posibilidad de que la señorita Montrose esté en peligro. Si pudiera hablar con algún miembro de su familia sería de gran ayuda para una investigación por asesinato en curso.

—¿Asesinato?

La voz de Gardner pierde su compostura. McAvoy encuentra un placer malsano en advertir que, incluso en estos tiempos, la palabra aún conserva su capacidad de asombrar.

—Sí. Es posible que haya leído algo sobre el caso. Una muchacha fue asesinada en la iglesia de la Santísima Trinidad de Hull el pasado sábado. Y la persona que lo hizo podría ser responsable de otros asesinatos…

—Pero estoy seguro de haber leído que alguien ha sido acusado del crimen —dice. McAvoy oye el revelador golpeteo de unos dedos sobre un teclado. Se pregunta si el responsable del hospital estará conectándose a un portal de noticias.

—Todavía hay algunos cabos sueltos, señor —dice McAvoy, como si quisiera transmitir un presagio realmente siniestro.

Gardner no responde y McAvoy decide jugar su mejor carta.

—Es posible que también haya leído que una de las víctimas fue quemada viva mientras estaba en una cama de hospital, señor.

Por un instante se hace el silencio. McAvoy supone que Gardner está analizando el coste de no colaborar. Se pregunta si está sopesando la reprimenda que recibiría por desvelar detalles de un paciente sin respetar el protocolo frente a la lluvia de mierda que se le vendría encima si una de sus pacientes en coma fuera inmolada en el fuego.

Por fin, Gardner suspira.

—¿Me puede dejar su número de teléfono, detective? Le llamaré luego.

McAvoy piensa decir no. Y añadir que esperará al teléfono el tiempo necesario mientras Gardner hace lo que tenga que hacer. Pero su estrategia parece funcionar y no quiere presionar demasiado y arriesgarse a fracasar. Todavía no. Así que le da el número y cuelga.

Deambula durante un rato. Manda mensajes de texto a Tom Spink y Trish Pharaoh. Les dice que Roisin está mucho mejor. Que Lilah se cría bien. Pregunta por Helen Tremberg.

Suena el móvil. Anthony Gardner habla en un tono seco y reservado como si estuviera dando la combinación de su caja fuerte, como si temiera que alguien le oyese. Permanece al teléfono menos de veinte segundos, pero da a McAvoy la información que necesita.

McAvoy se regala un pequeño gesto de asentimiento. No dice nada, cuelga e inmediatamente marca otro número.

Salta un buzón de voz.

—Soy el sargento McAvoy. Muchas gracias por todos los datos. Siento que acabáramos mal el otro día, pero agradezco que cambiara de idea. Llevaba razón. Anne Montrose es paciente de ese centro. Y no le sorprenderá saber quién paga las facturas. Creo que en todo esto puede haber una historia. Llámeme si está interesado.

Cuelga. Cuenta hasta veinte. El tiempo suficiente para que Feasby escuche el mensaje. Lo medite. Suspire y ceda a su instinto de periodista…

El teléfono de McAvoy suena.

—Sargento —dice una voz—. Soy Jonathan Feasby.