Capítulo 20

08:43 horas. Queen’s Gardens. Diez días antes de Navidad.

La zona más baja de un parque, cubierta por una capa de nieve intacta, surcada por senderos ocultos y salpicada de rosales marchitos y macizos de flores llenos de basura.

Huellas de un par de pisadas hundidas en el suelo.

Un banco al que le falta el respaldo.

Aector McAvoy. Los codos apoyados en las rodillas. El sombrero bien calado. Y los ojos cerrados.

Saca el teléfono del bolsillo. Dieciocho llamadas perdidas.

Está escondido. Se ha marchado dando pisotones hacia la nieve y la soledad porque le duele demasiado ver cómo alguien estrecha la mano al jefe superior y bebe whisky rodeado por uniformes risueños y trajes sonrientes.

Russ Chandler.

Acusado de dos asesinatos a las 06:51.

Russ Chandler.

El hombre que acuchilló a Daphne Cotton delante de la congregación en la iglesia de la Santísima Trinidad.

El que prendió fuego a Trevor Jefferson y más tarde volvió a hacerlo en su cama de hospital.

Russ Chandler. El hombre que respondió «sin comentarios» durante cuatro horas y luego contó las mentiras necesarias para que le acusaran de asesinato.

Dentro de tres horas ingresará en prisión preventiva hasta el momento del juicio. Pasarán meses antes de que los abogados de la acusación comiencen a descubrir las incorrecciones existentes en el caso.

Para entonces, probablemente la unidad habrá hecho implosión, o habrá sido puesta en manos de Ray, y McAvoy estará detrás de un escritorio en alguna remota comisaría de barrio, donde un hombre hábil con una base de datos resulta una herramienta poco útil.

Se guarda el móvil. Estira el brazo y coge la botella de litro que tiene entre los pies. La destapa y echa un trago. Bebe naranjada como un vagabundo bebe sidra. Se ha comido tres barritas de chocolate y una bolsa de gominolas. El azúcar le hace sentirse un poco obsesivo y le apetece algo sustancioso y contundente.

Descruza las piernas. Se inclina hacia delante. Se frota los fríos muslos. Estira la espalda. Da otro trago. Se pregunta si podría quedarse ahí para siempre. Hacer de ese banco su hogar permanente. Ahí, en la soledad cubierta de nieve de Queen’s Gardens; arrebujado en su chaqueta, con el sabor del chocolate en la lengua, un dolor frío en los huesos y un sentimiento no muy distinto al dolor de muelas perforándole el cerebro, como si intentara convertir deliberadamente sus pensamientos en algo vacuo y penoso.

Se está bien ahí, en el parque. A esta hora, en esta época del año, está vacío. Hull está vacío. Después de varios días de heladas, la repentina nevada ha transformado la red de carreteras comarcales llenas de baches y de serpenteantes autovías en otras tantas pistas de hielo y bancos de nieve. McAvoy se imagina a esas miles de personas que se desplazan todos los días hasta el centro de la ciudad llamando a sus centros de trabajo y sugiriendo la posibilidad de comenzar las vacaciones de Navidad antes. Otros decidirán arriesgarse. Cogerán sus viejos coches de neumáticos gastados y motores de escasa potencia y conducirán a demasiada velocidad sobre el asfalto resbaladizo. La gente hoy sufrirá. Algunas familias perderán a sus seres queridos. Al caer la noche, la policía científica extraerá de los coches aplastados cuerpos destrozados. Los agentes uniformados darán la noticia a los parientes sumidos en sollozos. Se asignará un detective. Se emitirá un comunicado de prensa. El ciclo seguirá su marcha.

Se pregunta si a alguien le importa algo realmente.

—¿Dando de comer a los pingüinos, McAvoy?

Alza la vista y ve la figura esbelta y elegante de Tom Spink haciendo crujir la nieve bajo sus pies y avanzando hacia él.

—Señor, es que…

McAvoy comienza a hablar pero se detiene.

—No, no, si no le culpo —dice Spink con despreocupación—. Viene bien. Aclara la mente. Y también los pulmones, si uno es fumador. ¿Le importa que me siente con usted?

McAvoy asiente y mira al banco de hierro forjado.

—Está mojado —dice por si Spink no ha advertido los cinco centímetros de nieve que cubren el banco pintado de verde.

—Está bien —dice Spink tomando asiento—. Fresquito —añade mientras se pone medianamente cómodo. Lleva una cazadora de piel ligera sobre la camisa de tirilla y unos pantalones de pana—. Supongo que esto no es nada comparado con el lugar del que usted procede, ¿eh?

McAvoy se vuelve.

—Pharaoh llegó hasta el puente del Humber —dice—. Consiguió atravesarlo pese a los avisos meteorológicos. Estaba en lo alto de Boothferry Road cuando su móvil sonó y el jefe le dijo que no se arriesgara. Que se tomara unos días libres. Que Colin Ray tenía todo bajo control.

—¿Le hizo caso?

—Sí y no. No tiene intención de colarse en una fiesta a la que no ha sido invitada. Se dirigió a la comisaría de Priory Road.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—Casi tan bien como usted imagina. Consiguió morderse la lengua, pero tiene que tener cuidado con cómo juega su baza. Si se mantiene al margen, todo podría salir bien. Habrá sido la detective responsable de dirigir la caza de un asesino. Pero si empieza a levantar la voz y arma un escándalo, sus cartas estarán marcadas.

McAvoy se da cuenta de que está clavándose los puños en las rodillas. Se esfuerza por dejar de hacerlo.

—No ha sido Russ Chandler —dice entre dientes—. Llevo horas pensando en ello. No he pensado en otra cosa. No ha sido él.

Spink se vuelve hacia él. Le mira a los ojos durante unos largos veinte segundos como si intentara leer dentro de su cráneo. Parece chamuscar el interior de la cabeza de McAvoy con la intensidad de su mirada. Luego aparta la vista como si hubiera tomado una decisión.

—A menudo ocurre.

McAvoy hace un gesto.

—¿Cómo?

—A menudo ocurre, hijo. Usted lo sabe mejor que nadie. Si sigue así se va a matar, amigo.

—No hay nada malo en que a uno le importen las cosas —responde enfadado.

—No, no hay nada malo. Pero este es el precio a pagar. Debe usted entenderlo, debe entender a los polis que van al trabajo, hacen una labor medio decente y regresan a casa sin mirar atrás. Debe de haberlos visto brindando por resultados cuestionables y condenas dudosas. Debe de haberse preguntado por qué usted no puede ser así.

—Yo creo que las cosas importan —comienza a decir, y se detiene al sentir que las palabras se entrecortan en su garganta.

—Importan, Aector. Importa que a un villano lo encierren, porque de ese modo, la gente vuelve a sentirse segura al saber que nuestros chicos de azul están a la altura de las circunstancias y los mantienen a salvo de los chalados. Por eso es por lo que importan. Y le importa a la prensa, porque vende periódicos. Y le importa a los jefazos, porque hace que las estadísticas de delincuencia parezcan estupendas. Y le importa a los políticos, porque los votantes no quieren vivir en una sociedad en la que una muchacha puede ser acuchillada en una iglesia durante el oficio coral vespertino. Y si vamos a lo más bajo, importa a los polis, porque no quieren que sus superiores les echen la bronca, y porque la mayor parte de ellos decidieron hacerse oficiales de policía con la esperanza de cambiar un poco el mundo. Y luego está la gente como usted, hijo. Gente que necesita que importe hasta un condenado nivel cósmico. Gente que necesita que haya justicia como si esta fuera un ingrediente fundamental del universo. Como si fuera un mineral existente en la naturaleza y bastara con extraerlo y distribuirlo.

Spink hace una pausa y agita una mano con aire cansado.

—McAvoy, hijo, no es así. Debería serlo, pero no lo es. Sería magnífico que el mundo entero sintiera su rabia. Que la gente fuera incapaz de comer, dormir o funcionar hasta que la balanza se equilibrara y el mal hubiera sido suprimido por algún acto de bondad, decencia o justicia, o como quiera usted llamarlo. Pero no es así. La gente lee una noticia horrible, le parece espantoso, menea la cabeza y dice que el mundo va de mal en peor, pero luego pone la tele y ve Coronation Street. O sale al jardín a jugar al fútbol con los niños. O se va al pub y se toma unas pintas. Y sé que eso a usted le pone enfermo. Sé que ve a la gente ocuparse de sus cosas cotidianas y se siente vacío, cabreado y asqueado al comprobar que todo el mundo se muestra insensible e inhumano en vez de pensar en los muertos. Pero si se pasa la vida esperando que las cosas cambien, morirá decepcionado.

Spink se detiene. Frunce el ceño. Mueve la cabeza ligeramente. Se da la vuelta.

McAvoy permanece sentado en silencio. Agarra unos pelillos que le han crecido debajo del labio inferior y tira de ellos. Tira hasta arrancarse algunos. Siente rabia. Indignación al ser interpretado, analizado y juzgado por un hombre al que apenas conoce y que tiene la temeridad de llamarlo «hijo».

Abre la boca y vuelve a cerrarla. Se pasa la mano por la cara.

—Colin Ray tiene pruebas, hijo. Puede que no coincidan con lo que a usted le dice su instinto y puede que le duelan una barbaridad, pero a no ser que disponga de una buena cantidad de esa justicia natural que usted quiere repartir por el mundo, Russ Chandler es el hombre que puede ser juzgado e incluso condenado por asesinato.

McAvoy le lanza una mirada implacable.

—¿Usted cree que él lo hizo?

Spink le mira fijamente para hacerle apartar la mirada, pero al final es él quien baja la vista.

—Lo que yo crea no importa.

McAvoy escupe de nuevo.

Se pone en pie. Aspira un poco de aire puro y frío.

Su cuerpo se alza por encima del otro hombre.

—Lo que yo crea sí importa.

Lo dice apretando los dientes, pero esboza una sonrisa nerviosa mientras la complacencia que le provoca su firmeza parece oxigenarle la sangre y llenarle la mente de endorfinas y energía.

—Importa… y mucho.

Caminar por la nieve es un arte. Los novatos hunden los pies con demasiada fuerza; arquean las suelas de los zapatos, clavan los dedos y al cabo de cien pasos caen de rodillas y se frotan las pantorrillas por los calambres.

Otros son demasiado precavidos: dan largos pasos y procuran pisar en aquellas zonas que parecen más sólidas. Se escurren sobre el asfalto helado. Caen al suelo, se golpean las espinillas y se tuercen los tobillos porque el calzado es inapropiado.

McAvoy camina como le enseñaron. Con la cabeza hacia abajo. Observando el terreno para apreciar los cambios en la textura de la nieve. Con las manos pegadas a los costados, listas para salir disparadas y amortiguar la caída.

Nació en un paisaje más riguroso que este mosaico de hierba cuidada y aceras seguras cubiertas por quince centímetros de nieve. Creció en un terreno resquebrajado por grietas y hendiduras, con rocas de pizarra y pedruscos sueltos, todo ello oculto durante ocho meses al año por nevadas incesantes.

A veces recuerda el ruido que hacían las ovejas al tropezar y romperse una pata. También recuerda el silencio, momentos después de que él acabara con su sufrimiento. Les cortaba el cuello con una navaja. Les apretaba el hocico con fuerza con una mano enguantada para impedir que respiraran.

Recuerda la maña con la que su padre podía partir un pescuezo. La convicción con que actuaba y su firme resolución de no disfrutar con ello.

Recuerda asimismo los ojos llorosos con los que su padre le miraba. La ternura con la que se agachaba y acariciaba la lana. El modo en que se llevaba la mano a la nariz y aspiraba el olor a almizcle húmedo de una oveja a la que había criado desde el parto y cuyo pescuezo había roto para poner fin a su padecimiento.

El hombre de la iglesia de la Santísima Trinidad tenía esa misma mirada en sus llorosos ojos azules. Y el hombre que grabó su nombre sobre Angie Martindale. Que se sentó junto a ella, llorando largo rato, antes de emprender su tarea.

Lleno de energía, con el pulso acelerado y los pensamientos asaltándole la mente, McAvoy piensa en el asesino.

—¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Rematarlos para que no sufran? ¿Estás poniendo fin a su padecimiento? ¿Me estás pidiendo que acabe con el tuyo?

McAvoy se detiene. Sumido en sus pensamientos, se ha equivocado de sendero para salir del parque.

Su teléfono empieza a sonar. Número oculto.

—Aector McAvoy —responde.

—¿Sargento? Hola, soy Jonathan Feasby. Recibí un mensaje en el que me pedía que llamara…

McAvoy se devana los sesos. Trata de poner en orden los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Feasby. El periodista del Independent. El tipo al que había mandado un correo electrónico para pedirle información sobre la cooperante en Iraq.

—Señor Feasby, sí. Gracias por ponerse en contacto conmigo.

—De nada, de nada.

Su voz es animada. Parece del sur. Alegre, considerando el tiempo y la hora.

—Señor Feasby, estoy trabajando en la investigación del asesinato de Daphne Cotton y creo que usted puede disponer de cierta información que sería relevante para las pesquisas.

McAvoy escucha mientras el periodista emite un silbido de sorpresa.

—¿Yo? Bueno, sí, si puedo ser de ayuda… Es en Hull, ¿no? Nunca he estado en el noreste.

—Hull no está en el noreste, señor. Está en el distrito este de Yorkshire.

—Bien, bien.

—¿Conoce el caso del que le hablo?

—No, no sabía el nombre de la chica. Pero puse «Hull», «asesinato» y «McAvoy» en Google y me devolvió millones de resultados. Por eliminación deduzco que es el caso actual. La pobre muchacha de la iglesia, ¿verdad? Es terrible.

McAvoy asiente aunque nadie puede verlo.

—Señor Feasby, quiero hablar con usted sobre un artículo que escribió hace algún tiempo. Sobre una tal Anne Montrose. Resultó herida en un incidente en el norte de Iraq. Creo que usted fue el reportero al que el Independent contrató para cubrir la noticia…

Al otro lado de la línea se hace el silencio. McAvoy aprieta el teléfono contra su oreja y le parece oír un sonido metálico de engranajes mentales.

—¿Señor Feasby?

—Bueno, no estoy seguro de recordar el caso —dice Feasby. Miente.

—Mire, tengo buena relación con la prensa local y mis colegas me toman el pelo porque creo en la naturaleza humana. Si me dirijo a usted de modo extraoficial ¿quedará el asunto en la más estricta confidencialidad?

—Soy uno de los últimos periodistas que cree en ese concepto.

—Bien, yo soy una de las últimas personas en este mundo que cree que una promesa significa algo, y le prometo que no me gustará nada ver que el contenido de esta conversación aparece impreso.

—Entiendo. ¿En qué puedo ayudarle?

—Estoy trabajando en la teoría de que quizás el individuo que mató a Daphne Cotton puede tener como objetivo otras personas que han sobrevivido a experiencias casi mortales. Que tal vez él o ella está intentando poner fin a algo que para ellos fue una huida inaceptable ante la guadaña de la muerte. Estoy tratando de averiguar quién podría ser el siguiente en la lista, si es que tal lista existe. Anne Montrose cumple el requisito. Sobrevivió a un incidente en el que murieron todas las demás personas afectadas. Quiero saber qué le ocurrió después del reportaje que usted escribió. Quiero saber si está a salvo.

Silencio al otro lado de la línea. McAvoy está atento para tomar notas.

—¿Señor Feasby?

—Si usted habla de modo confidencial, yo también, ¿de acuerdo?

La voz de Feasby ha perdido su ligereza. Parece pensativo. Casi asustado.

—No tengo la menor intención de incriminar a nadie; a mí tampoco…

—Entiendo.

El periodista suelta un fuerte suspiro.

—Mire, tal vez no signifique mucho para usted, pero cuando digo que nunca había hecho esto antes…

—Le creo.

McAvoy no está seguro de si es así o no, pero sabe cómo hacer que parezca sincero.

—Bueno, la única vez que he aceptado dinero por no publicar un artículo fue cuando intenté averiguar algo más sobre Anne Montrose. Tenía la oportunidad de escribir un puñetero artículo más sobre una puñetera víctima más de un puñetero día más de aquella puñetera guerra. Y tenía la ocasión de no escribir nada. De pedir a mi redacción la devolución de un favor y olvidar todo aquello…

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Tenía la oportunidad de zanjar el asunto.

McAvoy hace una pausa. Trata de aclararse las ideas.

—Después de escribir el artículo sobre la explosión, sobre lo que le ocurrió, vino a verme un hombre —dice, y su voz suena lejana.

—Continúe.

—Era el jefe de una compañía que estaba haciendo dinero con la operación de limpieza sobre el terreno. Reconstruyendo los barrios. Levantando escuelas y hospitales. Y me dijo que si yo le hacía un favor, él me haría otro a cambio.

—¿Qué favor?

—Ni una palabra más sobre Anne. El periódico tendría la exclusiva de todo lo que hiciera su compañía desde ese momento en adelante…

—¿Y usted?

Feasby suspira.

—Me ofrecía un puesto honorario en el consejo de administración de esa compañía.

—¿Lo aceptó?

—Sobre el papel yo era un asesor comercial de la empresa, a la que ayudaba en su estrategia de relaciones con los medios de comunicación.

—¿Y en realidad?

—Nunca escribí una palabra. Cobré un salario durante unos meses y luego regresé a lo que sabía hacer.

—¿No tuvo curiosidad?

McAvoy se imagina a Feasby extendiendo las palmas de las manos.

—Soy periodista.

—¿Y?

—Y creo que no debo decirle nada más hasta que haya pensado con tranquilidad sobre lo que usted realmente quiere saber.

McAvoy hace una pausa. Se pregunta si el periodista anda a la caza de algo. Si está esperando la promesa de una exclusiva a cambio de información.

El teléfono le suena en la oreja. Más por impulso que por un deseo consciente, cambia de línea y contesta.

—¿Señor McAvoy? Soy Shona Fox, del hospital Hull Royal. Llevamos horas intentando localizarlo. Se trata de su esposa. Me temo que ha habido complicaciones…

Y en ese momento ya no importa nada más.