Ha empezado a nevar. Gruesos copos, blancos, perfectos, caen a millones desde un cielo con cientos de tonos negros, cuajando en los bordillos, las aceras, los tejados, los toldos; elevando varios centímetros la ciudad mojada y húmeda.
McAvoy mira pero no ve. El parabrisas está empañado, insensible al aliento que liberan sus pulmones con un silbido débil, gélido e irritado. Dos grandes aletas dorsales han sido abiertas en la nieve del cristal por unos limpiaparabrisas que no recuerda haber puesto. No presta atención al tiempo. Ni al frío. Solo rechina los dientes y entorna los ojos mientras conduce el monovolumen a demasiada velocidad por carreteras resbaladizas y peligrosas.
«Colin Ray», piensa. «El maldito Colin Ray».
El esfuerzo de mantener la mandíbula apretada le está dando dolor de cabeza, y el frío hace que las costillas le duelan. Poco a poco, a intervalos, va siendo consciente del dolor. De los alrededores. Del tiempo.
—Qué estúpido capullo —se dice a sí mismo por enésima vez—. ¿Por qué te fuiste a casa? ¿Por qué?
Cuando el enojo se le pase encontrará tiempo para reprochárselo. Para decirse a sí mismo que perdió los nervios porque temía que le robaran su momento de gloria. Que no contaran con él para llevar a cabo el arresto en un caso que ha ido metiéndose lentamente bajo su piel. Encontrará maneras de detestarse a sí mismo y tomará la decisión de no volver a dejar que su deseo de gloria personal se convierta en una reacción instintiva al enterarse de un arresto en la investigación de un asesinato. Pero por el momento cree que su actitud está justificada. Aunque no es el investigador principal, siente que el caso es suyo. Ha sido él quien ha juntado las piezas. Quien ha mirado dos veces a los ojos azules llorosos del hombre que ha cometido estos crímenes.
Y lo peor de todo: se pregunta si se habrá equivocado. Ray no se habría atrevido si no tuviera nada. No podía haber arrestado a Chandler solo por un presentimiento.
Dios santo, ¿y si es él realmente?
Despacio y con precaución, para no aumentar el dolor sordo de sus costillas, gira el volante hacia la derecha y entra en el aparcamiento que hay detrás de la comisaría de Queen’s Gardens. Aparca en una plaza reservada a oficiales superiores de visita y disfruta del sentimiento de desprecio ante las posibles consecuencias. Abre la puerta empujándola con el pie, y el viento y la nieve se precipitan sobre él.
—McAvoy —dice una voz—. Sargento. Por aquí.
Peleando con la puerta, tiritando mientras la nieve rebosa por el ala de su sombrero y se escurre por el cuello de su descuidada camiseta de rugby, dirige la mirada hacia el extremo opuesto del aparcamiento, hacia la entrada trasera del edificio débilmente iluminada.
McAvoy va dejando una senda de pisadas, hondas y perfectas, mientras recorre la distancia entre él y la voz. La nieve le cubre ya los talones.
—Imaginé que vendría —dice la voz, y al acercarse, McAvoy ve a Tom Spink, de pie junto a la puerta, con una taza en una mano, vestido, como ayer, con unos pantalones oscuros, una rebeca y una camisa con cuello de tirilla.
—Recibí su mensaje —dice McAvoy, despeinado por el viento y demasiado enojado para censurarse a sí mismo por manifestar lo que es obvio.
Spink asiente. Suspira y alarga la taza mientras McAvoy salva los escalones y entra en la penumbra del umbral.
—¿Le apetece un trago?
A McAvoy le da igual lo que haya en la taza. La coge y bebe un poco de un líquido que resulta caliente y frío a la vez.
—Calvados —dice Spink, recuperando la taza—. Están en la sala de interrogatorios número tres. Hablaremos por el camino.
Al atravesar la puerta reciben una oleada de calor. Por encima, la iluminación de bajo consumo, activada al detectar movimiento, parpadea al encenderse y el pasillo se llena de una luz verde resplandeciente. A esa hora, la comisaría está prácticamente vacía, los funcionarios están en sus casas, metidos en la cama desde hace un buen rato, y solo un pequeño retén de oficiales uniformados se encarga de atender la sala de detenciones mientras los coches patrulla y los agentes de tráfico andan desperdigados por la ciudad, resguardados sin duda en algún lugar caliente, con termos de té y comida de gasolinera.
McAvoy está a punto de preguntar qué coño ha ocurrido durante las escasas horas transcurridas desde que abandonó The Bear, pero Spink no le da oportunidad. Comienza a hablar en voz baja, con rapidez, mientras suben al vestíbulo, pasan por delante de puertas cerradas y tablones de anuncios llenos de carteles con iniciativas policiales, listas de turnos y tareas, y noticias de interés para el personal. McAvoy no ha visto jamás que alguien se pare a leerlos.
—Pharaoh no está aquí —dice con voz queda—. Pero lo sabe. Está hecha un basilisco.
—¿Viene para acá?
—No puede. Su marido es un hombre enfermo. Está en silla de ruedas, por si no lo sabía. Tiene días buenos y días malos. Hoy es uno malo. Está intentando encontrar a alguien que se encargue de él y de los niños para venir, pero con este tiempo dudo que la veamos.
—¿Entonces esto no fue idea suya?
—¡Qué dice! Por Dios, pero si se ha puesto hecha una furia.
—¿Ella no mandó al inspector jefe Ray?
—En absoluto. El muy caradura lo hizo en cuanto ella se marchó. El problema es que empieza a parecer una decisión correcta. Al menos para la superioridad.
—¿Cómo?
McAvoy se para en seco en el pasillo y tiene que corretear para alcanzar a Spink al darse cuenta de que él ha seguido andando.
—Mire, hijo, yo soy simplemente alguien que pasaba por allí —dice moviendo la cabeza y haciendo un gesto hacia otro pasillo al llegar a una intersección—. Trish conoce el oficio, pero tiene sus enemigos. Nadie creyó que conseguiría este puesto. Por cada mujer o miembro de minoría étnica que logra un ascenso para hacernos parecer más razonables y avanzados, veinte tipos de la vieja escuela son catapultados a puestos de superintendente. Si Colin Ray ha metido sus insolentes pezuñas en el asunto y ha logrado agarrar a alguien a quien poder cargarle los muertos, nadie va a recriminarle que haya pasado por encima de Trish.
—Pero no tiene sentido —dice McAvoy con frustración evidente—. Chandler no pudo…
—Mire, no soy yo quien tiene las respuestas —dice aminorando el paso y alzando la vista para mirar a McAvoy a los ojos—. Ahora mismo soy solo un escritor. Un escritor que oye cosas aquí y allá y que esta noche estaba tomando una taza de té con el sargento de recepción cuando Colin Ray y Shaz Archer aparecieron con un tipo de pequeña estatura que sujetaba una pierna de madera y preguntaba por usted. Llamé a Trish. Dijo que vendría para acá tan pronto como pudiera. Me dijo que se lo contara. Y eso he hecho.
—¿Le dijo que me lo contara? ¿Por qué?
—No sé, amigo. Quizá pretendía que les preparara unos bocadillos.
Spink acelera de nuevo el paso, pero McAvoy le detiene.
—¿Qué tiene? ¿Qué ha encontrado Ray?
Spink dirige la mirada hacia el pasillo, como si quisiera escaparse, y luego parece llegar a una conclusión.
—No sé cuánto de esto son gilipolleces y cuánto pueden probar, pero Colin va diciendo a la gente que usted y Trish han jodido todo. Que no comprobaron los antecedentes de un sospechoso clave para la investigación. Resulta que Chandler no se llama Chandler. Su verdadero nombre es Albert Jonsson. Ingresó en la clínica con ese nombre. Quiere que le llamen Russ Chandler y la gente respeta su deseo, pero esa persona no existe. Albert Jonsson, por el contrario, es muy real. Y está fichado. Un cargo por agresión con heridas, dos robos en domicilios, obtención de dinero de manera fraudulenta…
—Pero íbamos a interrogarlo mañana —dice McAvoy apretando los dientes.
—Hay más —prosigue Spink, apartando la vista—. No había posibilidad de conseguir una orden de registro. No a esta hora. Así que Shaz Archer obró el milagro. Convenció al personal del turno de noche para que registrara la habitación de Chandler. Y encontraron su cuaderno de notas.
Algo en el tono de voz de Spink hace pensar a McAvoy que se trata de un último aviso.
—¿Y?
—El nombre de Daphne Cotton está ahí, hijo. Y eso gana la baza.
Los hombros de McAvoy se desploman hacia delante. Baja la cabeza hasta el pecho. Da un paso atrás y se apoya contra la pared mientras la sangre le sube a la cabeza. ¿Es posible que haya estado tan equivocado? ¿Es posible que se haya sentado a hablar con un asesino?
—No tiene por qué significar nada —dice Spink—. He visto coincidencias mayores.
McAvoy quiere asentir, pero no encuentra fuerzas. Siente como si hubiera recibido una patada en el estómago.
—Él no lo ha admitido, ¿verdad? —pregunta con una voz rota y cansada.
—Lo están interrogando ahora. Todo lo que dice es «sin comentarios», o al menos así es como enfocaba el asunto la última vez que le oí. Pero Colin es persuasivo. No se amilanará.
McAvoy consigue asentir débilmente.
—¿Jonsson? Eso es…
—Islandés, sí. Pero, una vez más, podría no significar nada.
—Pero es probable que no sea así.
—Puede.
Intenta tranquilizarse. Por un instante desea ser fumador para poder ocupar sus dedos en encender algo que le proporcione un mínimo consuelo.
—Si es él…
—Sí.
—… al menos se le habrá apartado de la calle —continúa, tratando de sentir alivio al pensar que un asesino estaba entre rejas—. Al menos habremos hecho algún bien.
—Exacto —dice Spink intentando sonreír.
El silencio se prolonga durante un rato.
—No se le parecía en nada —dice McAvoy, hablando para sí mismo—. Los ojos eran diferentes.
—Lo sé.
—Y me llamó —dice de repente alzando la voz—. Me llamó para hablarme de Angie Martindale. ¿Por qué lo haría? No habría tenido tiempo. Me llamó, ¿se acuerda? Todo esto es tan confuso…
—Encontraron un móvil en su habitación. Se han puesto en contacto con la compañía telefónica. Tendrán algo por la mañana. Sabrán de dónde procedía la llamada. Sabrán si mientras grababa su nombre sobre Angie Martindale se tomó un descanso lo bastante largo para darle a usted la gran oportunidad de detenerlo.
—¿Creen que para él era un juego?
Spink asiente.
—¿Jugando al gato y al ratón conmigo, el estúpido minino escocés?
Spink contiene una sonrisa pasándose la mano por la boca.
—Aún no sabemos nada —dice.
Desde algún lugar cercano llega un rumor de voces. Pasos. Conversación animada. Sin decir nada, McAvoy y Spink se alejan de la pared y siguen el sonido. Giran a la izquierda en el siguiente cruce de pasillos y pasan por delante de los cuatro pegotes de masilla adhesiva que en otro tiempo sujetaban un trozo de papel plastificado con las palabras SALAS DE INTERROGATORIOS.
Colin Ray y Shaz Archer se encuentran delante de una puerta de madera con un cristal estrecho y alargado en el centro. Ray sujeta un sobre marrón en la mano y asiente con rotundidad mientras Archer señala hacia el interior con un bolígrafo mordisqueado.
—… frustraría a cualquiera —está diciendo—. Cerebro grande, picha pequeña, grandes problemas, ¿eh, Col? ¿Cuántas veces lo hemos visto? No puede salir sin más y buscar pelea, porque es demasiado arrogante para ello, pero puede idear algo como esto, ¿eh? Algo que le haga un poco especial. Está todo aquí.
A McAvoy le habría gustado darse la vuelta. Volver por donde habían venido sin que le vieran. Pero Spink tose y saluda a los dos oficiales con una sonrisa.
—¿Todo bien?
Los ojos de Colin Ray lanzan un destello de ira. Cierra la carpeta como si intentara espachurrar una mosca entre sus hojas. Ensancha los orificios nasales como si se dispusiera a atacar.
—¿Ella nos manda a su recadero?
La pregunta va dirigida a Spink, pero McAvoy sabe que es a él a quien Ray se refiere. Más tarde se dirá a sí mismo que es algo bueno que ahora le consideren el niño mimado de Pharaoh cuando hace una semana ella no sabía ni deletrear su nombre. Pero se le encienden las mejillas.
—El caso también es mío —replica McAvoy, y mientras lo hace se pregunta de dónde le habrán salido las palabras.
Los dos oficiales superiores intercambian una mirada.
—Bueno, pues ha llegado a tiempo para ver cómo termina —dice Ray haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la sala de interrogatorios—. Tenemos al sujeto en cuestión.
—¿Ha confesado? —pregunta Spink con tono incrédulo.
—Por el momento solo responde «sin comentarios» a todo —aclara Archer—. Pero se va agotando.
McAvoy los mira. Colin parece cansado y enfermo, pero la red de vasos sanguíneos a punto de reventar que cubre sus mejillas y la vena que late en un lateral de su cabeza sugieren que aún tiene suficiente fuego dentro para acabar con esto.
—No esperará de verdad acusarle…
—Puedo hacerlo —le espeta Ray, dirigiendo la vista hacia la carpeta cerrada como si se tratara de un tesoro.
McAvoy no puede evitar preguntar.
—¿Qué ha descubierto?
De repente Shaz Archer parece un gato que se estira tras una larga siesta. Su postura resulta petulante y voluptuosa.
—Despertamos al fulano que había sido su agente —dice con una sonrisa maliciosa—. Un tipo interesante.
—¿Y?
La voz de Tom Spink resulta autoritaria. El inspector jefe que lleva dentro ha olvidado por un momento que está retirado.
—Dice que nuestro Russ Chandler, o como quiera que se llame, es un jodido chiflado.
Coge la carpeta de las manos de Ray y la muestra a McAvoy, haciéndole una seña para atraerle como si estuviera tentando a un perro con una galleta. McAvoy la agarra.
—Léalo —dice Archer entre dientes.
Mientras abre la carpeta, McAvoy oye la puerta de la sala de interrogatorios abrirse y cerrarse. Mira a Shaz Archer a la cara. Ray ha entrado de nuevo para acabar el trabajo.
—No es difícil entenderlo cuando se tienen todas las piezas —dice Archer agitando los dedos en el aire mientras hace gestos que sugieren un misterio—. Nuestro chico de ahí dentro lleva toda su jodida vida intentando ser autor. Ha soñado con ello desde que era niño. Pero nunca fue lo bastante bueno. Le rechazaron las primeras obras sin ni siquiera leerlas. Provocó cierto interés cuando empezó a hacer un poco de trabajo de investigación, pero nunca llegó a despegar. Al final tuvo que publicar sus obras él mismo. Uno de sus libros era casi leíble, consiguió un agente, pero aun así nunca lo logró. Lo perdió todo al final. No pudo aceptar el rechazo. No pudo soportar escribir sobre gente que consideraba unos don nadie y ser un total desconocido él mismo. Todo esto fue un modo de vengarse. Psicológicamente es un tipo cabal. No quiere aceptarlo. Col conoce a alguien…
McAvoy ha estado esforzándose para no dejar escapar la palabra «gilipolleces», pero es una batalla que no consigue ganar.
—Todo esto son suposiciones, ¿verdad, inspectora Archer? —dice Spink, atrayendo su atención antes de que ella pueda volverse hacia su subordinado.
—Tenemos sus fantasías —dice señalando la carpeta—. Tenemos el nombre de Daphne Cotton en su cuaderno de notas. Tenemos a Angie Martindale. Su relación con Fred Stein. Trevor Jefferson. Él es el nexo común.
—Pero eso no significa…
—Lea la carta que mandó al editor que le rechazó.
Algo en el modo en que ha dicho eso hace que McAvoy deje de hablar. Hojea las páginas fotocopiadas en la carpeta. Advierte el círculo trazado con rotulador rojo en la página de notas manuscritas. Ve el nombre «Daphne C.». Un número de teléfono. Montones de apuntes taquigráficos. Pasa las páginas.
—Ahí —dice Archer asintiendo.
Estimado Sr. Hall:
Mi agente, Richard Sage, me acaba de informar de su decisión de no seguir adelante con la publicación de mi novela Todos ellos. Como puede imaginarse, la noticia me ha resultado muy dolorosa. Me he entregado en cuerpo y alma a ese libro y, tal como demuestran las ventas de mis anteriores esfuerzos literarios, aunque fueran publicados por mí mismo, creo que existe un mercado para mi obra. Debo pedirle que reconsidere su decisión. En nuestra correspondencia previa le he hablado con términos entusiastas de la estima en la que tengo a su editorial y me he tomado un gran interés en conocer su empresa y sus empleados. Por ejemplo, sé que su dirección particular es Lowndes Square, Knightsbridge. El nombre de su esposa es Lauren. Su hijo, William, estudia como alumno interno en la escuela preparatoria Rowan, en Esher. Le digo esto no para alarmarle ni amenazarlo con el fin de que me ofrezca un contrato editorial, sino para demostrar la meticulosa firmeza de mi concienzuda investigación. Para ser sincero, estoy dispuesto a llegar hasta donde sea para alcanzar mi sueño. Como ya he mencionado, mi propio conocimiento de la mente criminal no tiene rival y mis numerosas entrevistas con asesinos convictos me han proporcionado una percepción sin igual de lo que es una mente trastornada. Espero su respuesta con interés…
McAvoy cierra los ojos durante cinco largos segundos. Imagina el efecto de esa carta leída ante un tribunal. Se figura la cara del abogado defensor de Chandler diciéndole que se declare culpable y acepte la oferta del fiscal de una condena reducida. Ve la sonrisa de Ray mientras sus colegas le dan palmadas en la espalda.
—Es un caso evidente —dice Archer, y por una vez sus palabras no parecen pensadas para aporrearle. Sencillamente exponen un hecho.
—¿Cuál fue el resultado? —pregunta McAvoy con voz ronca.
—El editor amenazó con ir a la policía y el agente lo abandonó —responde Archer cogiendo la carpeta de sus manos y poniéndosela bajo el brazo—. El agente también recibió varios correos electrónicos suyos. Todos en el mismo tono. Completamente obsesivos. Sage dice que nunca ha conocido a nadie tan desesperado. Alguien capaz de matar para ver su nombre en una estantería.
McAvoy frunce el ceño. No tiene sentido. No ha visto nada en los ojos de Chandler que hagan esto creíble.
—Sus ojos —recuerda de repente—. El hombre con el que luché tenía los ojos azules. Y Chandler no.
—Joder, McAvoy —dice Archer irritada—. Quizás llevaba lentillas. Eso solo son detalles. Tenemos unos asesinatos, y a un tipo con la palabra «asesino» escrita sobre su cuerpo como si estuviera grabada a fuego.
—Pero si no es…
—Entonces no confesará.
McAvoy se mete una mano en el bolsillo y saca las hojas que imprimió de Internet momentos después de que Spink le mandara el mensaje.
—Mire estas páginas —dice en tono de súplica—. Hay más gente en peligro. Esta mujer. Una trabajadora de una organización benéfica alcanzada por una bomba en Iraq. Sigue viva, pero es la única que logró sobrevivir. No podemos equivocarnos. La próxima víctima podría estar en estas hojas…
McAvoy se vuelve hacia Spink, pero el hombre mayor mira hacia otro lado, hacia el pasillo, como si no fuera capaz de aguantarle la mirada.
La puerta se abre y Colin Ray asoma la cabeza por la rendija. Tiene el rostro cubierto de sudor. El cuello de su suéter está deshilachado y retorcido. Mira a McAvoy durante un instante y luego vuelve la vista hacia Archer.
—Ven, Shaz —dice con calma—. Pata de palo quiere confesar.
Archer coge las páginas impresas de la mano dócil de McAvoy y entra en la sala de interrogatorios.