Capítulo 18

Nota el aire gelatinoso en los pulmones. Quiere estornudar, pero teme que la explosión provoque que sus doloridas costillas se hagan añicos como un tubo fluorescente lanzado contra la pared. Y cuando trata de llevarse a los labios la taza de chocolate caliente con coñac, sus manos temblorosas generan una gran ola sobre la superficie marrón oscuro y el líquido que rebosa le escalda la nariz.

Contempla su rostro en la pantalla del ordenador, irisada y brillante, llena de imágenes y texto.

—Es la adrenalina, que está bajando —dice Roisin, rodeándole el cuello con sus brazos delgados y suaves como si fueran una guirnalda—. Solo necesitamos que vuelvas a emocionarte.

McAvoy asiente. Esboza una sonrisa. Está a punto de levantar la vista y atraerla hacia él para darle un beso, pero rechaza el deseo de mala gana. Se dice a sí mismo que todavía tiene trabajo pendiente. Que nada está resuelto. Que hoy ha tenido a un asesino agarrado por el cuello y lo ha dejado escapar.

Roisin está sentada en el escritorio, encaramada sobre el borde del sólido mueble de caoba que él compró por menos de diez libras en una tienda de segunda mano de Freetown Way y que no va con nada de lo que hay en su dormitorio, pintado de amarillo y morado, con armarios empotrados blancos y una endeble cama con dosel. Está desnuda. Sus delicados pies, con las plantas sucias, descansan sobre la pierna de McAvoy, y sus dedos diminutos le masajean la piel y se clavan en la carne como si estuviera hecha de arena. Él le acaricia la pantorrilla, la rodea con los dedos y siente en la palma de la mano la minúscula capa de vello que ha crecido sobre la piel suave desde que su vientre se convirtió en un obstáculo para depilarse por debajo de las rodillas.

—Aector, ¿te encuentras mejor?

Le gira la cabeza para mirarle. Le regala una sonrisa cariñosa.

—¿Qué tenemos?

McAvoy, vestido con un viejo jersey del equipo de rugby de la universidad y unos gastados vaqueros cortos, se aleja de la pantalla del ordenador y con aire cansado hace un gesto en dirección al texto.

—Demasiado —dice, y luego se pregunta si debería corregir sus palabras—. Pero no suficiente.

Roisin se acomoda sobre su rodilla y comienza a leer la pantalla. McAvoy la observa de cerca y esboza una pequeña sonrisa al darse cuenta de que aun leyendo en silencio mueve los labios ligeramente. Es una costumbre que espera que nunca pierda.

—¿Es esto lo que crees que va a ocurrir? —pregunta después de leer la página.

McAvoy se encoge de hombros.

—No entiendo cómo puede ser —dice dejando caer la frente sobre su hombro y aspirando el olor de su piel limpia y afrutada—. Jamás habría pensado en Angie Martindale si Chandler no la hubiera mencionado. Ni en Fred Stein.

La mente de McAvoy está llena de supervivientes. Ha deshabilitado el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla porque no quiere saber lo tarde que es. Lleva horas con esto y desde que empezó no ha avanzado nada en lo que respecta a quién será el próximo objetivo del asesino. Le da la impresión de que sus investigaciones resultan poco profesionales y penosas. Se siente como un estúpido escribiendo «único superviviente» en Google, sin encontrar otra información que la referente a una película de 1970 interpretada por William Shatner. Ha intentado pensar de manera estratégica. Utilizar su conocimiento sobre órdenes de búsqueda y diseño de Internet para realizar una búsqueda que elimine algunas de las chorradas más populacheras. Ha tratado de centrarse en páginas de periódicos. Artículos de revistas. Ha encontrado innumerables relatos de desgracias.

Ha intentado restringir la búsqueda geográficamente. Se ha preguntado qué patrón común podría encontrarse en los lugares de los crímenes. El asesinato de Fred Stein ocurrió en alta mar, pero él tenía relación con la costa este. Era un tipo de Hull. La muerte de Daphne Cotton tuvo lugar en el centro de la ciudad. Trevor Jefferson había sido quemado vivo en el hospital Hull Royal. La agresión a Angie Martindale ocurrió en Grimsby, pero esa localidad solo estaba a media hora de distancia. ¿Era el asesino vecino de Hull? ¿Tenía algo contra la costa este? ¿Había sido él mismo un único superviviente? ¿Había escapado de una atrocidad? ¿No podía vivir con el sentimiento de culpa? ¿Quizá pensaba que nadie más debería hacerlo?

—Vuelve a aquella página que hablaba de la señora —dice Roisin señalando el ratón y pidiéndole que regrese a un sitio web que había leído por encima de su hombro mientras le ofrecía la primera bebida caliente de esa sesión maratoniana ante la pantalla.

McAvoy desanda el camino recorrido. Abre el historial de las últimas veinticuatro horas de navegación por la web. Descubre algo al final de la lista. Es un artículo del Independent, fechado hace poco más de cuatro años, cuyo titular es «Una mujer británica paga las consecuencias de su valor».

Se cree que una trabajadora británica de una organización benéfica es la única superviviente de una explosión devastadora que ayer destrozó un autobús escolar.

Anne Montrose, de 27 años de edad, está en estado crítico en un hospital militar británico tras el último ataque con bomba en la conflictiva región del norte de Iraq.

La señorita Montrose, oriunda de Stirling, rehusó ser evacuada cuando la zona fue considerada objetivo militar del enemigo hace seis meses.

Desde entonces la región ha sido escenario de violentos combates entre las fuerzas aliadas y los insurgentes leales al derrocado dictador Sadam Husein.

La señorita Montrose viajó a la zona con la organización benéfica infantil Rebirth, especializada en ayudar a la población a construir refugios y crear orfanatos para niños afectados por la guerra y la devastación.

Aunque muchos de sus colegas han abandonado la región, se cree que la señorita Montrose continuó allí para ayudar a la reconstrucción de la zona.

Las informaciones disponibles indican que estaba acompañando a los niños en autobús hacia una zona de juegos recientemente rehabilitada cuando la bomba explotó. Se cree que han muerto al menos 20 niños.

Un portavoz de Rebirth ha dicho: «Todavía no conocemos los detalles, pero se trata de una horrible tragedia difícil de comprender. Anne haría cualquier cosa por los demás. No se pensaría dos veces poner en peligro su propia vida para salvar a otros. Los riesgos que corría diariamente nunca le impidieron ser la persona más bondadosa y encantadora que jamás hemos tenido el placer de conocer…».

—Pobre mujer —dice Roisin—. ¿Hay algo más sobre ella?

—Nada —responde—. He metido su nombre en tropecientos buscadores y aparte de este artículo, no se dice ni una palabra más. Ni siquiera si se repuso de las heridas. He mandado un correo electrónico al autor del artículo en el periódico para saber si tienen el teléfono de su familia. Es posible que ya se haya recuperado. O que esté muerta. A veces los periódicos pierden el interés.

—Contigo lo perdieron —dice Roisin.

—Mi caso nunca fue tan interesante.

—Eso no te lo crees ni tú.

—Depende de cómo se mire —replica McAvoy con la mayor honradez que puede. Todavía no ha decidido si cree ser el mejor detective del universo o un enorme zoquete sin solución.

Roisin abandona la rodilla de McAvoy y suelta un gran bostezo estirando los brazos de forma despreocupada. Sus pechos se elevan y dejan a la vista los tatuajes de las dos hadas que un sábado se había dibujado con tinta en la caja torácica para sorprenderle, y que le hacen reír cada vez que se coge los pechos con las manos y los levanta para reclamar sus atenciones. Camina hacia la cama y se tumba encima de la manta.

—¿Vas a tardar mucho?

—No tengo ni idea —contesta—. Tengo todo Internet por delante. Hasta ahora apenas he encontrado algo.

—Pharaoh te dijo que pasaras algún tiempo con la familia —dice iniciando otro bostezo—. Estoy segura de que lo que quería decir es que deberías venir conmigo a la cama y hacerme sentir en la gloria durante un rato.

McAvoy aparta la vista de la pantalla del ordenador. Suelta un fuerte resoplido. Ella está con las piernas abiertas sobre la manta, frotándose el oscuro triángulo con una mano y pellizcándose suavemente el grueso pezón de su pequeño pecho izquierdo con el pulgar de la otra, brillante por la saliva.

—Roisin, yo…

—Tú a lo tuyo —dice suspirando—. Ya me arreglo sola.

Se detiene por un momento. Estira el brazo hacia la mesilla de noche y coge un botecito con un ungüento verde oscuro. Mete el dedo en el bote y comienza a masajear con fuerza la hendidura donde confluyen sus muslos.

—¿Qué es eso? —pregunta McAvoy con voz entrecortada.

—Mi secreto —dice con coquetería—. Es agradable.

—¿Qué contiene?

—Muchas cosas. Sobre todo a ti.

McAvoy siente que su rostro se enrojece.

—Es asombroso que puedas ruborizarte cuando toda la sangre se te está yendo hacia abajo —dice ella, y en su voz hay un pequeño jadeo.

McAvoy comienza a levantarse, pero Roisin niega con la cabeza.

—Siga con su tarea, soldado.

Cierra los ojos.

Un instante después, se gira sobre el costado y muerde la colcha mientras el vello de todo el cuerpo se le eriza y se estremece con una convulsión.

Treinta segundos después, los movimientos se reducen y se pone boca arriba mientras una sonrisa aparece en su rostro luminoso y sonrosado.

—Y ahora a dormir —dice cerrando un ojo.

McAvoy, sin aliento y con una erección, aprieta los puños. Logra apartar la mirada de su cuerpo desnudo y regresar a la pantalla del ordenador. Al documento repleto de notas. Se pregunta qué ha averiguado. Se pregunta si algo de eso ha merecido el tiempo que le ha dedicado.

Si hoy ha sido un hombre bueno.

Va a tener que irse a la cama pronto. Sus pensamientos comienzan a difuminarse. Piensa que debería intentar dormir cuatro o cinco horas antes de volver a la comisaría. Antes de empezar a recibir correos electrónicos de gente relacionada con supervivientes únicos y tratar de redactar algún tipo de informe sobre a quién diablos deberían proteger.

Malditos informes. Ha elaborado cientos de ellos este último año, que empezó en la cama de un hospital a la espera de algún elogio y que, un día después, tras su intervención en la captura de un asesino en serie encubierto, vio cómo se rompían todas las promesas y se sentaban las bases de su rápido traslado a un puesto para cotejar, entresacar, archivar e introducir datos; un trabajo situado en los límites del verdadero trabajo policial y en el que procuraba evitar que le estallara el corazón en el pecho cada vez que la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado recibía una llamada y le decían que «se encargara del teléfono».

Su informe para Pharaoh ya está impreso. Es sucinto. Fácilmente digerible. Ha evitado sus presentimientos y teorías.

Se pregunta si debe entregárselo completo. Si debe entregarle su mente en un sobre de papel marrón y decirle que elija los mejores párrafos.

Siente que su cuerpo se calienta. Siente calor en los pies. En los dedos. Los talones. Siente que el sueño le invade. Coge el informe y revuelve los folios. Una hoja de papel se le escurre de las manos y la agarra antes de que caiga al suelo. Es la imagen de un hombre con una sola mano y una sola pierna, dibujado por Fin horas antes.

McAvoy analiza el dibujo. Aún le quedan fuerzas para sonreír y para arrepentirse. ¿Debe hablar de estas cosas delante de su hijo? ¿Estará causándole algún daño cuando habla de muerte, violencia, borrachos mancos y articulistas cojos?

Vuelve a contemplar el dibujo. Se pregunta por qué mencionó al hombre al que le faltaba un brazo. Había sido una de las primeras palabras en salir de su boca.

—¿Ha dicho Channler?

El hombre había preguntado con un acento que parecía del bloque comunista. Había surgido delante de McAvoy como una aparición macabra mientras salía por la puerta lateral del pub. McAvoy estaba guardándose el móvil en el bolsillo, después de haber dejado un mensaje en el buzón de voz de Chandler para asegurarse de que iba a estar en el centro de rehabilitación al día siguiente a media mañana. No se había percatado de que había estado hablando en voz alta.

—Chandler, sí —respondió McAvoy, tratando de no mostrar asombro. Tratando de no mirar a la manga vacía, prendida con un alfiler sobre el pecho del hombre—. Russ Chandler.

—¿Por qué quiere a Chandler? Él no conocer a Angie.

—La señorita Martindale ha sufrido una violenta agresión esta noche…

El hombre agitó el brazo. Era alto. Enjuto, pero de aspecto fuerte. Tenía la cara ancha, y pese a llevar solo una camisa blanca y unos vaqueros desteñidos, no parecía sentir frío. Había cierta intensidad en su mirada. McAvoy creyó que era uno de los hombres del bar. Uno de los que le habían bloqueado el paso y le habían dado patadas. Dolorido, con frío y harto de ser interrumpido a mitad de una frase, McAvoy endureció la mirada.

—Yo héroe. Yo parar a hombre malo.

—Usted no parar hombre malo, no. Usted parar policía tratando de atrapar hombre malo.

—Tonterías.

—No tonterías.

Permanecieron un instante mirándose; dos hombres altos, cara a cara, enfadados y despeinados por el viento.

—Yo confundido. No Channler. No importa.

El hombre se dio la vuelta para marcharse. McAvoy alargó instintivamente una mano para detenerlo y fue a dar con la parte en la que debería haber estado su brazo. Agarró el aire. Entonces la voz de un agente joven a su espalda le hizo girarse. Captó la imagen del coche patrulla, con las puertas abiertas, que le esperaba para llevarle a casa. A casa con Roisin, con Fin. Cuando se dio la vuelta de nuevo, el ruso estaba entre la multitud que se había congregado junto al cordón policial, entre el humo de los cigarrillos y las latas de cerveza, las bolsas de patatas y las prendas mojadas.

Alguien le tomaría declaración. Algún otro…

McAvoy deja el dibujo encima del informe. Mira el monigote hecho con líneas y puntos. El muñón donde debería estar la pierna.

—Chandler —se dice a sí mismo. ¿De qué hablaba el ruso? ¿Era importante? ¿Tenía importancia algo de lo que dijo?

La cabeza se le cae hacia delante mientras el sueño comienza a conquistar su mente. Se dirige hacia la cama tambaleándose, se quita el jersey y se baja los pantalones cortos, adivinando el cálido roce de la piel de Roisin antes de acoplarse a su cuerpo por detrás, colocar su enorme mano sobre la esfera perfecta de su vientre e imaginarse a su hijo nonato estirando la mano para juntar los dedos con los suyos, como si los separara el cristal del locutorio de una prisión.

Su teléfono móvil emite un pitido.

Maldice, sale de la cama y rebusca entre su ropa, amontonada junto al armario. Coge el móvil y mira la pantalla. Se da cuenta de que todavía no es la una de la madrugada.

Abre el mensaje.

Es de un número que no reconoce.

Colin Ray ha arrestado a Chandler. Pensé que le gustaría saberlo. Tom Spink.

Siente que se le cae el alma a los pies, la bilis le sube a la garganta y le llena la boca.

Se ha espabilado completamente en un instante.