Capítulo 17

—No diga nada —ordena Pharaoh—. No se le ocurra ni respirar.

Camina hasta detrás de la barra y coge un vaso mediano de la repisa superior. Lo mira con detenimiento y se sirve un vodka doble, que bebe de un trago.

El equipo de investigación está congregado junto a la barra de Wilson’s. Colin Ray está arrellanado en una silla de respaldo duro con la corbata desanudada casi hasta el ombligo. Masca un chicle de nicotina y parece satisfecho consigo mismo. Sharon Archer, como siempre, está a su lado. Tiene una bolsa de patatas abierta sobre la mesa que hay ante ella y está comiéndoselas con toda la tranquilidad de la que es capaz.

Sophie Kirkland y Ben Nielsen están de pie en la barra, observando a Pharaoh. Llegaron juntos hace unos minutos, protestando por el aparcamiento y sacudiéndose la nieve del pelo sobre un suelo embarrado por pisadas de botas.

McAvoy está apoyado contra la máquina tragaperras que hay a la entrada. A través del cristal esmerilado puede ver la chaqueta amarilla fluorescente del agente que vigila la puerta. Hay otros dos agentes en las puertas delanteras. La calle ha sido acordonada, pero aun así la gente está lo bastante cerca para ser un motivo de preocupación. Algunos de los allí reunidos tenían cara de pocos amigos la última vez que McAvoy asomó la cabeza por la puerta principal. Se pregunta si merece la pena intentar decirles que él se siente peor que ellos en lo referente a Angie Martindale. Y que fue él quien le salvó la vida.

Pharaoh está detrás de la barra. Cierra los ojos. Coge aire y lo suelta durante treinta largos segundos. Lentamente, sin decir palabra, saca un puro fino de un bolsillo del abrigo y aspira el humo hasta llenarse los pulmones. Exhala apenas una bocanada.

—No está muerta —dice finalmente—. Eso es algo bueno.

Se detiene. Da otra calada al puro.

—Además, Helen Tremberg se pondrá bien. Y eso también es bueno.

Otra chupada. Otra bocanada de humo.

—Lo que ya no es tan bueno es que me enteré de todo esto cuando recibí una llamada del ayudante Everett pidiéndome que le pusiera al día. Al parecer estaba en un funeral con el superintendente de la comisaría de Grimsby cuando el sargento de guardia llamó al súper para pedirle consejo sobre si debían prestar ayuda o no a la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado en su investigación de asesinato y dar una patada a la puerta de un piso del centro de la ciudad. El ayudante me pregunta qué tiene que ver Angela Martindale con la investigación del caso Daphne Cotton. O con el de Trevor Jefferson, ya puestos. Se acuerdan de esas investigaciones, ¿verdad? Así que me pide información detallada al respecto. Se queda con la mano en la oreja y espera que le aclare el asunto. No me hizo ninguna gracia recibir esa llamada, y mucho menos verme obligada a decirle que nunca había oído hablar de esa mujer. Que no sé por qué coño dos de mis oficiales insisten en que un pobre agente uniformado derribe una puerta a patadas y se asegure de que no está muerta.

McAvoy levanta la cabeza. Abre la boca. La vuelve a cerrar.

—Y ahora me encuentro en Grimsby —dice—. Tengo una oficial sangrando. Otro con un trozo de pasamontañas. Una mujer caída de culo en el váter de un pub con cortes en el chichi. Y un montón de preguntas. ¿Creen ustedes que este podría ser un buen momento para que alguien me dé alguna respuesta?

En el local se hace el silencio. Colin Ray se encoge de hombros, pero se toma la molestia de girar la cabeza y guiñar el ojo a McAvoy; un gesto que no es, en modo alguno, de camaradería. Shaz Archer sigue su ejemplo y, con una mirada menos inquisitiva, Ben Nielsen y Sophie Kirkland también se giran. Todos le miran.

—Parece que es usted el elegido, amigo —dice Pharaoh, y en su voz no hay cordialidad alguna.

McAvoy alza la vista. Nota un dolor punzante en las costillas y siente como si las muelas se le soltaran de las encías. Le da náuseas tener que explicarse y se siente fatal por haber tenido a un asesino en sus manos y haberle dejado escapar.

—Hay una relación —dice, y su voz suena como la de un colegial. Cierra los ojos. Se dice a sí mismo que es hora de acabar de una vez. De explicarlo y esperar que tenga el mismo sentido que él le había encontrado unos minutos antes, cuando sus dedos agarraban con fuerza los brazos robustos y fibrosos del hombre arrodillado encima de Angela Martindale y supo que había actuado bien. Bien al seguir su instinto y tirar la puerta abajo. Pero mal al no informar a su jefa del asunto. Se pregunta qué pensarán de él. Si no es su propia arrogancia la que le impide siquiera considerar la posibilidad de compartir todo esto con su oficial superior. En caliente, con el subidón de adrenalina, en el momento más candente, tuvo la certeza de que iba a enfrentarse a un asesino y se olvidó de todo.

Aparta la mirada. Imagina que se habla a sí mismo. Que vierte la información en una página en blanco.

—El día del asesinato de Daphne Cotton, el ayudante Everett me pidió que visitara a Barbara Stein-Collinson para comunicarle la noticia de que su hermano había sido encontrado muerto en el mar. Su nombre era Fred Stein. Fue el único superviviente de una de las tragedias de los arrastreros en la costa de Islandia en 1968. Había escapado en un bote salvavidas con dos compañeros de tripulación. Ellos murieron. Él no. Hace una semana partió con un equipo de televisión para contar su historia en un documental y arrojar una corona en el lugar donde su barco se hundió. Mientras estaba a bordo desapareció. Se sintió mal durante una entrevista, salió a tomar el aire y nunca más se supo. Unos días después lo encontraron muerto en un bote salvavidas. No era un bote del barco sino uno que alguien había llevado a bordo para ese fin. ¿Un suicidio planeado? ¿Sentimiento de culpabilidad por haber sido el único que se salvó? Es posible. Pero resultaba extraño. En resumidas cuentas, me puse en contacto con un escritor llamado Russ Chandler. Está ingresado en Linwood Manor…

—¿El manicomio? —pregunta Sharon Archer con incredulidad, como si acabara de decir que su informante es un pedófilo.

—Se está rehabilitando. Tenía un problema con la bebida. El caso es que me telefoneó hoy y quería saber cuándo lo íbamos a recoger. Se puso a hablar de los registros de llamadas de Trevor Jefferson…

Varios oficiales comienzan a levantar la mano y a intercambiar miradas confusas.

—¿Trevor Jefferson? ¿El tipo del hospital?

—Sí. Resulta que además de ser quien negoció el acuerdo de Fred Stein con la compañía de televisión, Chandler también estuvo en contacto con Trevor Jefferson hace algún tiempo porque quería escribir un libro sobre supervivientes solitarios. Personas que fueron las únicas que se salvaron de una tragedia.

Los ojos de McAvoy se fijan en Trish Pharaoh. Tiene los brazos cruzados y se muerde el labio inferior, pero está escuchando, y el suave gesto de asentimiento que hace con la cabeza sugiere que entiende lo que va a decir.

—Jefferson sobrevivió a un incendio en el que murieron su mujer y sus hijos —dice McAvoy, tratando de encontrar un rostro al que le resulte cómodo dirigirse—. Escapó sin un rasguño.

Se detiene de nuevo, esperando que alguien haga una pregunta.

—¿Y cómo nos lleva esto a Angela Martindale? —pregunta Kirkland con tono tranquilo. Parece realmente confundida y tiene los ojos aún rojos por la impresión que le ha causado ver a Tremberg sentada en la parte trasera de la ambulancia mientras le vendaban el brazo donde había recibido el corte.

—Angela Martindale era otra de las personas con las que Chandler había estado en contacto. Era la única víctima superviviente de un hombre al que la prensa llamó el Carnicero de la Taberna. Violó a varias mujeres en los servicios de algunos pubs. Les grababa sus iniciales en sus partes íntimas. Las acuchillaba hasta matarlas. Angela Martindale sobrevivió a las heridas. Fue la única que consiguió salvarse.

McAvoy capta la mirada de Pharaoh. Ella vuelve a asentir indicándole que continúe.

—Daphne Cotton fue víctima de un ataque con machete cuando era niña —dice de manera elocuente—. Todos sus seres queridos fueron apuñalados por milicias combatientes. Asesinados a machetazos. En una iglesia. Ella sobrevivió. Fue la única.

Tras un momento, Colin Ray cambia de postura. Adopta una pose más erguida. Parece estar escuchando.

—¿Un vengador?

McAvoy niega con la cabeza.

—No encaja —dice—. Parece que así podría ser en el caso de Jefferson. Sobre todo si fue él quien pegó fuego a la casa. Pero ¿Stein? ¿Daphne Cotton? ¿Angela Martindale? ¿Qué mal han hecho ellos a nadie?

McAvoy es interrumpido por el ruido de la puerta de los aseos al abrirse. Un oficial forense con un traje blanco y una mascarilla azul entra en el bar con una bandeja de bolsas de pruebas en las manos. Mira a los oficiales congregados y se da cuenta de que ha llegado en mal momento. Deja la bandeja en la mesa más cercana. Mira a Pharaoh y, antes de desaparecer por la puerta lateral, murmura bajo la mascarilla: «la misma huella». Una fría ráfaga de viento y algunos ruidos callejeros llenan el vacío que deja tras su marcha.

—¿Huella? —pregunta McAvoy mirando a Pharaoh.

—Lo siento, sargento —dice con un tono que rezuma sarcasmo—. Soy consciente de que no compartí esa información con usted. Espero que me perdone. No lo hice adrede. Como oficial de investigación de rango superior, creí que era suficiente si lo sabía yo. Frustrante, ¿no?

—Así que es el mismo tipo, ¿verdad? ¿El que mató a Daphne?

Pharaoh asiente.

—Eso parece.

Nielsen se dirige a McAvoy.

—Usted lo ha visto dos veces.

—Sí —dice, intentando dejar claro que ya se siente bastante mal por ello como para que encima le critiquen, por mucho que se lo merezca.

—¿Fue el mismo tipo? Quiero decir, ¿tenía el mismo aspecto? ¿La misma constitución?

Nielsen sonríe de un modo cortés.

—¿Los mismos ojos azules y llorosos?

McAvoy siente una absurda satisfacción al ver que Nielsen recuerda su descripción al pie de la letra. Le gusta saber que alguien ha estado prestando atención.

—No hay duda. Solo los vi un momento, pero eran los mismos. Azules. Enrojecidos. Húmedos. Como si hubiera estado llorando.

—Y la víctima, ¿dijo lo mismo?

—Sí —responde McAvoy—. Fue difícil entender bien lo que decía, pero estaba segura. Había estado llorando. Estuvo sentado durante mucho tiempo encima de ella con los pantalones bajados y el cuchillo en la mano, y no hizo más que sollozar.

Colin Ray se vuelve hacia Pharaoh. Parece animarse.

—¿Hay dinero en el presupuesto para elaborar un perfil criminal? —pregunta.

Pharaoh asiente sin ni siquiera pensar en las cifras.

Pese a todo lo ocurrido, McAvoy se siente complacido. Es como si sus colegas se estuvieran convirtiendo en oficiales de policía en su presencia. Empiezan a hacer preguntas en voz alta. A elaborar teorías. A aportar sugerencias. Pharaoh sale desde detrás de la barra y anima a Kirkland y Nielsen a acercarse a los oficiales más expertos con una suave palmada en la espalda.

—Sea quien sea, es evidente que no actúa al azar —dice Pharaoh—. Esto ha sido planeado. Estudiado. A alguien se le ha metido entre ceja y ceja un asunto sin acabar y tenemos que averiguar por qué cree que debe ser él quien le ponga fin.

Sin pensarlo, McAvoy se aparta de la máquina tragaperras y acerca una silla. Se sientan todos en círculo y a medida que van saliendo las palabras se siente cada vez más integrado en ese grupo de oficiales activos. Así es como se imaginó que sería todo cuando pasó a formar parte del CID.

—Bueno, ¿y ahora cómo sabemos dónde debemos mirar? —pregunta Sophie, levantando la vista de su cuaderno de notas y sus garabatos frenéticos—. ¿Cómo diablos encontramos a otro superviviente único?

Colin Ray, que ha estado murmurando algo al oído de Shaz Archer, se reclina de pronto en la silla como si le hubieran dado un empujón en el pecho.

—Ese Chandler… —dice—. ¿Cuáles son sus intenciones?

McAvoy piensa cómo ofrecer un buen resumen del gacetillero borracho y conservado en alcohol.

—En realidad es el típico periodista. Mira por sí mismo. Busca atajos para hacer las cosas del modo más rápido y barato. Está cabreado con la vida y bebe demasiado.

—Me da la impresión de que él es el eslabón que nos falta —dice Ray, y McAvoy advierte gestos de asentimiento en algunos rostros. Mira a Pharaoh.

—No estará usted sugiriendo que Chandler podría ser el verdadero…

—En efecto. Se ha ganado usted un premio —dice Ray.

—No, sé que hay una relación, pero si consideramos su capacidad física para cometer los crímenes, no existe la menor posibilidad —dice McAvoy, y toda la idea le parece tan absurda que la voz le sale más fuerte de lo que desea.

Ray se pone a la defensiva.

—Mire, amigo, he conocido tipos con el cuerpo de un yóquey que eran capaces de derribar a un culturista cuando se les encendía la sangre. No hay por qué avergonzarse si un sujeto de pequeña estatura queda por encima de uno alguna vez…

Sin pretenderlo, McAvoy se dispone a levantarse.

—¿Cree usted que es eso lo que me preocupa? —pregunta.

—Tranquilo, sargento —responde Ray sin moverse.

—Conozco a Chandler. He estado algún tiempo con él. Y conozco a la persona que está haciendo esto. Son gente diferente.

—Con eso basta —dice Pharaoh, y hace un gesto a McAvoy para que se siente. Traslada la mirada desde su enrojecido semblante hasta el rostro irritado de Colin Ray y parece tomar una decisión—. ¿Qué le ocurre a usted con los mutilados? Había un tipo ruso manco gritándole con chulería cuando llegué —dice con una débil sonrisa—. Ahora mismo no me hacen falta borrachos lisiados.

Por un instante está a punto de explotar de rabia, pero se contiene. Hace un gesto risueño para mostrar que puede controlarse. Nota cómo los demás se relajan un poco.

—Así que esta es la situación —dice Pharaoh—. Nos vamos acercando, y eso ya es algo. Esta mañana teníamos dos casos distintos. Esta tarde tenemos cuatro, pero es muy posible que estén relacionados. McAvoy ha hecho un buen trabajo, aunque pretenda quitarse importancia.

Se oyen risas, y esta vez McAvoy no tiene que esforzarse para mostrar un amplia sonrisa.

—McAvoy, necesito que ponga por escrito todo esto en cuanto pueda. Necesito un informe completo de dónde estamos, de lo que usted sabe. Necesito su declaración como testigo de los hechos de esta tarde. Voy a llamar a los jefes para explicarles que estábamos investigando todo esto con discreción y procurando mantener el mayor sigilo. O alguna chorrada así. Cualquier cosa que dé a entender que sé lo que mi equipo lleva entre manos. Todavía es temprano, así que me temo que aún no vamos a poder largarnos a casa. Ben, acérquese al hospital y consiga la declaración de Angie Martindale. También la del barman, si es capaz de hablar con coherencia. Sea amable, ¿de acuerdo? Sophie, usted va a buscar cualquier posible conexión entre los nombres de este caso. Cualquier relación entre Stein, Daphne Cotton, Trevor Jefferson y ahora Angela. No cabe duda de que el tal Chandler es una pieza importante del rompecabezas. McAvoy, como parece que siente cierta vinculación con usted, mañana nos acercaremos a Lincolnshire y tendremos una charla con él. Quiero saber qué más recuerda. Colin, Shaz, ustedes hablen con los vecinos de la zona. Recorran los pubs. Consigan información sobre Angela Martindale. Entérense de si tenía novio. De si hablaba de lo que le había ocurrido en el pasado. De si todo era vox pópuli o su pequeño secreto personal. Ésta es una comunidad de pescadores, así que dejen caer el nombre de Fred Stein…

McAvoy alza la cabeza. La mira como un cachorro a la espera de una loncha de jamón.

—Usted tiene el trabajo más divertido —dice, y en sus ojos hay un atisbo de esa cordialidad que le ha dado aliento los últimos días—. Utilice ese gran cerebro suyo. Averigüe a quién deberíamos proteger. ¿Quién más ha conseguido escapar? ¿Hay otros supervivientes por ahí? Nos espera una noche larga, y lo que es peor, estamos en Grimsby —dice—. Lo que significa que estoy cerca de casa y no puedo pasarme por allí para acabar la botella de Zinfandel que tengo en el frigorífico. Eso me deprime. Asegurémonos de que nada más lo hace.

Todos intercambian miradas. Respiran hondo como si se estuvieran preparando para una maratón. Después las patas de las sillas chirrían en el suelo y abandonan sus asientos, hablando, bromeando, riendo, estirándose las corbatas y haciendo clic con los bolígrafos.

McAvoy es el último en levantarse. Mientras lo hace, Trish Pharaoh se acerca. Aunque parece pequeña a su lado, ella le sonríe como a un bebé gigante.

—No sé si esto es buen trabajo o no —dice con voz suave—. Pero estoy segura de que Helen Tremberg preferirá tener una cicatriz en el brazo que la garganta rebanada. Y Angie Martindale está viva. Digan lo que digan, recuérdelo.

No encuentra palabras para contestar, así que se limita a asentir.

—Puede escribir su informe en casa —añade.

Asiente de nuevo.

Cuando abre los ojos ella todavía sigue mirándolo.

Y en su mirada hay algo más que un sentimiento maternal.