—¿Está seguro? —dice McAvoy alzando la voz, con un dedo metido en el oído para amortiguar el rugido del motor y el murmullo de los neumáticos sobre la carretera de hormigón—. Pero ¿llamó con suficiente fuerza?
Tremberg reduce a cuarta intentando sacar unos diez kilómetros por hora más al motor de un litro. Consigue lo que pretende, y pese a las protestas del metal humeante bajo el capó, pisa el acelerador a fondo.
—No… no lo sé con seguridad, pero hay una gran probabilidad de…
Tremberg mira a McAvoy desde el asiento del conductor.
Se fija en el dorso de su mano. Es todo lo que ve de él mientras presiona el teléfono móvil con fuerza contra uno de los lados de su cabeza. Parece como si le hubieran roto los nudillos varias veces. Resumen todo lo que sabe acerca de él. Que ha hecho daño y lo ha recibido. Que la palma cálida y protectora con la que —se imagina— acaricia a su hijo y a su mujer puede girarse y cerrarse en un puño capaz de producir un daño autodestructivo extraordinario.
—Dé una patada a la puerta y entre —grita, y añade—: Me da igual. Confíe en mí.
«¿Por qué va a hacerlo?», piensa Tremberg. «No te conoce. Yo apenas te conocía hasta esta mañana. Apenas te conozco ahora.»
McAvoy cierra el teléfono de golpe.
—No contestan en su piso —dice alzando la vista y mirándola desde detrás de un mechón de pelo rojizo y húmedo, con los ojos llenos de venas rojas y brillantes—. Han probado con los vecinos y no saben nada. No quieren forzar la puerta sin permiso…
Su voz se desvanece. A Tremberg le parece que está luchando consigo mismo. Tratando de no reconocer que él también, a lo largo de su carrera, ha hecho cosas de un modo correcto. Ha esperado que llegara la orden. Ha hecho lo que se le pedía.
—Entonces, ¿adónde vamos? —pregunta, con los ojos de nuevo en la carretera.
McAvoy no responde. Está mordisqueándose la piel de la muñeca, royéndola distraídamente como si fuera un perro con un hueso.
Detrás del cristal está anocheciendo. Hay copos de nieve en el aire.
Tremberg vuelve a preguntar:
—¿Adónde vamos primero?
Se están acercando al polígono industrial que marca los límites de Grimsby. La zona huele a pescado y a industria, y bajo los neumáticos la carretera de hormigón resulta casi soporífera por el traqueteo que produce en el cerebro.
McAvoy baja el brazo hasta el regazo. Parece tomar una decisión.
—El oficial uniformado dice que uno de los vecinos afirma que ella suele estar por Freeman Street a la hora del almuerzo. En uno de los pubs. No supo decir cuál…
—¿Freemo?
—Si tú lo llamas así… Ésta es tu parte del mundo, no la mía.
De algún modo Tremberg logra engatusar a su utilitario de cinco puertas hasta sacarle otros veinte kilómetros por hora, llevando la aguja hasta el 120 y haciéndolo chirriar al sortear la primera rotonda casi en dos ruedas y subir a toda velocidad el paso elevado que hay delante de los muelles. Conoce la zona. Patrulló por ella cuando era agente.
—¿Qué sabemos de ella? —dice levantando la voz al pasar frente a la planta procesadora de pescado, con el pie derecho apretado contra el suelo—. ¿Qué le gusta beber?
McAvoy la mira como si estuviera loca, se encoge de hombros sin entender y agarra el cuaderno de notas que tiene sobre las rodillas. Observa las frases sin acabar y las palabras crípticas que garabateó durante su rápida conversación con el sargento de recepción de la comisaría central de Grimsby; repasa también los imprecisos detalles que el sargento Linus encontró en la base de datos y le comentó por teléfono diez minutos después de que Tremberg y él se dirigieran a toda prisa al aparcamiento y enfilaran hacia el puente.
—Vive del subsidio —lee en voz alta—. Tiene derecho después de la agresión. Ingresó en el hospital Diana Princesa de Gales tras una borrachera y un incidente turbulento fuera del Fathom Five…
—¿El Fathom Five? Cerró el año pasado.
—Aquí no hay nada más —grita McAvoy mientras relee las notas con la esperanza de encontrar algo nuevo. Una pista. Una indicación de qué coño hacer después.
Tremberg se muerde el labio, dando un volantazo hacia la derecha en la última de una serie de rotondas, aparentemente interminable, que conduce al centro de la ciudad.
—Llame a Sharon a The Bear —dice ella con gesto triunfante—. Si Angela bebe por Freemo, seguro que la conocerá.
Agradecido por tener algo que hacer, McAvoy marca el primer número de información que recuerda. Escucha durante lo que parece una eternidad mientras una voz asiática al otro lado de la línea lee el guion de bienvenida completo.
—The Bear —grita—. Freeman Street. Grimsby.
Tremberg hace una mueca mientras le oye repetirlo.
—No —brama—. Simplemente póngame. Póngame con ese número.
Un momento después hace un gesto con la cabeza. Está llamando.
—¡Hola! ¿Es usted la dueña? ¿La señora… Sharon? Soy de la policía de Humberside. Necesito urgentemente hablar con una señora que podría ser una de sus clientes habituales. Angela Martindale…
Tremberg aparta la mirada de la carretera durante diez segundos y ve cómo el rostro de McAvoy pasa por diferentes estados de enfado y frustración. Se imagina lo que la mujer está diciendo. Sabe muy bien que ella cree estar haciendo un favor a Angie. Protegiendo a sus clientes. Diciendo a la pasma que la deje en paz.
Sin pensarlo, estira el brazo y le quita el teléfono al sargento.
—Sharon —vocifera en el micrófono—. Soy Helen Tremberg. Detuve a Barry el Esbirro cuando golpeó a Johnno con el bloqueador del volante del coche. ¿Te acuerdas? Bien, necesitamos encontrar a Angie Martindale inmediatamente. Si descubres que la hemos trincado por algo relacionado con lo que tú nos digas, te juro por Dios que te pago de mi propio bolsillo tu factura de cerveza durante los próximos doce meses. ¿Vale? —dice asintiendo—. Bien, cariño. Bien.
Devuelve el teléfono a McAvoy.
—Uno de sus clientes ha dicho que estuvo charlando con ella en Wilson’s hace más o menos una hora. Al final de Freeman Street. Sirven cerveza Bass.
—¿Tiene algún modo de ponerse en contacto…?
—Freemo —dice Tremberg mientras gira de pronto a la derecha por delante del edificio del Grimsby Telegraph y avanza por una calle comercial venida a menos, adornada con luces navideñas deprimentes y anticuadas—. El lugar donde se crean los sueños.
En medio de una oscuridad creciente interrumpida por luces de neón y faros de coche parpadeantes, las fachadas de las tiendas cubiertas de tablones y las persianas de metal ondulado llenas de pintadas impresionan a McAvoy como si hubieran sido trasplantadas desde el bloque soviético. Está acostumbrado a esa miseria en Hull. Pero esta es una ciudad nueva. Una imagen reciente de retroceso y pobreza, de apatía y conformidad dolorida. Le duele verlo.
—Al fondo de la calle —repite Tremberg.
A su derecha distinguen los rótulos oscilantes y las fachadas ruinosas de tres pubs diferentes mientras dejan atrás la enorme entrada a la lonja de pescado. McAvoy capta el sabor del aire y espera encontrar bacalao, merluza, tal vez rodaballo. Pero no hay nada. Ni siquiera la sal del mar. Solo huele a patatas fritas y a humo de gasolina. No ve más que nieve y oscuridad, farolas y tiendas en penumbra.
—Ése es el local de Sharon —dice Tremberg al pasar junto a un bar con la fachada encalada y unas puertas dobles pintadas de negro, tras las cuales se congregan media docena de fumadores que golpean el suelo con los pies, lían cigarrillos, observan el tráfico y lanzan escupitajos hasta el bordillo.
—Las luces están encendidas —prosigue Tremberg, haciendo un gesto con la cabeza hacia un edificio a su derecha, entre una tienda de ropa usada y una panadería—. Buena señal.
Reduce la marcha y aparca delante del bar. Cierra los ojos por un instante antes de apagar el motor. Levanta la vista y gira lentamente la cabeza. McAvoy está mirando a la puerta cerrada por encima de su hombro.
—Podría no estar ahí —dice McAvoy.
—Desde luego.
—Podría estar en cualquier sitio. Tomando una copa en otro lugar. Con un tipo. Haciendo las compras de Navidad…
—Sí.
—Las posibilidades de que esté ahí…
—… son escasas.
—Casi nulas.
—No obstante, podríamos tomar algo ya que estamos aquí…
—¿Una pinta de Bass?
—Sí, una pinta de Bass.
Cruzan una mirada mientras se dicen a sí mismos que se creen sus mentiras. Y McAvoy asiente.
El viento tira de la puerta mientras McAvoy trata de salir del pequeño vehículo y siente un repentino dolor en el brazo al luchar con el viento para cerrarla. Cuando por fin ha logrado apoyar los dos pies en la calle y ha conseguido cerrarla de un fuerte golpe, Tremberg ya está intentando abrir la puerta del pub, moviendo el picaporte oxidado y dándole patadas con las botas.
—Tiene el cerrojo echado —dice con la respiración entrecortada mientras el viento sopla con fuerza. Ve la rendija del buzón y mete los dedos, acercando la cara al hueco por el que asoma una franja de luz amarilla.
—Policía —grita—. Es la policía.
Mira de nuevo por la ranura. Pega el oído.
—¿Oye algo? —pregunta McAvoy.
Tremberg tuerce el rostro y se vuelve hacia él.
—No sé. Podría ser.
Sin darse cuenta, hace un gesto con la mano hacia el viento como queriendo pedirle que se calme.
—No puedo oír nada. Pruebe usted.
Se aparta y McAvoy acerca el oído a la rendija. Ladea la cabeza y grita:
—¡Angela Martindale! ¿Está ahí dentro? Policía. Abran.
No hay ninguna duda sobre el ruido. Es humano. Espantoso. Un rugido animal, gutural, de terror intemporal y sin rostro.
Tremberg también lo ha oído, pero los sonidos procedentes de la calle distraen su atención. Los fumadores de The Bear están saliendo a la calle, atraídos como las moscas por la mierda.
Vuelve la vista hacia McAvoy para pedirle que tire la puerta, pero él ya ha cogido carrerilla y se ha lanzado hacia ella.
La puerta salta de las bisagras, cayendo hacia atrás como si un coche se hubiera estampado contra ella, y McAvoy irrumpe en el vestíbulo del bar. Le duele el hombro y nota el sabor de la sangre que brota donde sus dientes entrechocaron con fuerza por el impacto, pero aparta esas sensaciones y sacude la cabeza para aclarar sus pensamientos.
Sigue en pie a duras penas, da un empujón a la puerta rota y siente que una astilla larga y dentada le atraviesa la piel.
—¡Sargento!
Tremberg le coge del brazo y lo mantiene erguido. Se detienen sobre el suelo de madera manchado de barro, parpadeando bajo la luz. El bar está vacío. Hay unas bolsas de la compra abandonadas sobre un taburete junto a la barra. Y unos vasos sucios encima de la barra.
—Hola.
La palabra suena cómica en el espacio desierto.
Entonces vuelven a oír el grito.
McAvoy se gira, buscando una puerta en la pared más cercana. No encuentra ninguna. Se dirige a toda prisa hacia el fondo del bar. Saca la mano y agarra la barandilla de latón que recorre la barra de madera barnizada. Sin pensarlo, coge un vaso sucio. Se detiene un instante al ver el cuerpo tras la barra.
—Helen —grita al descubrir la entrada a los servicios—. ¡Detrás de la barra!
Contiene la respiración y empuja la puerta de vaivén hasta chocar con una pared de escayola. A su derecha están las entradas a los servicios de señoras y de caballeros. Con el vaso en la mano derecha, da una patada a la puerta del aseo de señoras y entra de golpe.
El espacio está bañado por una luz azul neón procedente de un único tubo fluorescente en el techo. Hay un espejo roto en la pared y dos cubículos con las puertas entornadas.
Angie Martindale se retuerce boca arriba en el suelo. Tiene la falda subida hasta la cintura. Los leotardos bajados hasta los talones. Con esa luz artificial la sangre que cubre su zona púbica parece negra como el alquitrán y está ya coagulada. Se tapa el rostro con las manos y unos sollozos entrecortados escapan entre sus dedos.
McAvoy permanece inmóvil. La escena parece irreal. Como si le estuviera ocurriendo a otro. De pronto se siente frío y pegajoso, como si se acabara de despertar de una pesadilla y estuviera bañado en sudor.
—Ahí… ahí dentro…
Angie Martindale levanta un dedo lleno de sangre, macabro y fantasmal, y señala la puerta del cubículo más próximo.
De manera instintiva McAvoy se inclina hacia delante para acercar el oído a su boca, escuchar sus palabras y encontrarles sentido.
Una figura vestida de negro y con un pasamontañas salta por encima de la puerta del cubículo con la cabeza agachada y una pierna por delante, como un corredor de obstáculos salvando una valla. McAvoy levanta la vista. Siente que su mundo se ralentiza, se encoge y se convierte en ese instante. Esa bota, de suela negra y gruesa como el neumático de un tractor, se va a estrellar contra su cara.
En el último momento echa la cabeza hacia atrás. La bota le pasa rozando la mandíbula, pero la figura que la sigue es demasiado corpulenta como para poder esquivarla y McAvoy casi se queda sin respiración cuando el hombre choca contra su pecho y lo lanza contra la pared.
El impacto con el tabique de ladrillo lo aturde y siente un vahído como si fuera a perder el conocimiento. El vaso se le cae de la mano y se estrella contra el suelo. La cabeza le da vueltas. Huele la sangre. Una explosión de luces le nubla la visión.
Y entonces se da cuenta de que tiene a la figura agarrada con los brazos. De que un hombre vestido de negro se agita, lucha y le da patadas en las espinillas y codazos en las costillas para intentar liberarse del abrazo de oso que McAvoy no recuerda haberle dado.
Al volver a sentir su cuerpo, relaja la presión por un instante y un fuerte golpe en la mandíbula hace que su cabeza choque con la pared mientras un puño se estrella contra su pecho.
McAvoy deja caer los brazos y el dolor le sube por la columna vertebral hasta convertirse en una dolorosa conmoción; apenas logra levantar las manos para detener el siguiente derechazo que impacta contra su mejilla y le arroja de nuevo contra la pared.
No hay espacio para luchar. No puede echar las manos hacia atrás para coger fuerza y soltar un puñetazo. No puede echarse hacia delante por miedo a pisar a Angie Martindale.
Recibe otro golpe en las costillas.
Lanza una patada. Falla. Lanza la mano derecha y el manotazo pasa por el lugar donde un momento antes estaba la cabeza de su agresor.
«¡Dios santo!», piensa, a pesar del dolor y la confusión. «Este tipo sabe luchar.»
De pronto se enfada. Enfurece. Siente que una cólera terrible y salvaje le invade.
Apoya una bota contra la pared que hay tras él y se impulsa hacia delante, logrando agarrar los agitados brazos de su atacante. Los arrastra por las baldosas del suelo, resbaladizas por la sangre y cubiertas de una maraña de extremidades, y siente un golpe sordo de satisfacción cuando la espina dorsal del hombre choca contra la puerta del cubículo. McAvoy suelta un gruñido y estampa de nuevo a su oponente contra la dura madera. Siente su debilidad. Le agarra la cabeza con las manos. Siente la lana del pasamontañas. Le golpea la cabeza contra la puerta. Lo coge por el cuello con la mano izquierda y le golpea el estómago con la derecha. Nota cómo se dobla. Levanta la misma mano para coger fuerza y propinarle un potente directo desde arriba.
La puerta se abre de golpe.
Helen Tremberg aparece en el umbral con su porra extensible en la mano izquierda. Mantiene la derecha en alto como si estuviera dirigiendo el tráfico.
Abre la boca para hablar. ¿Para decirle al hombre de negro que esto se ha acabado? ¿Para decirle a Angie Martindale que vivirá? Las palabras nunca llegan a salir.
Con un movimiento rápido, el hombre saca un cuchillo. McAvoy no sabrá decir después de dónde —del bolsillo o de la manga—, pero en un momento le ve encogido en el suelo, con los puños apretados, y al siguiente un cuchillo manchado de sangre describe una amplia curva y asesta un corte profundo en el brazo de Tremberg.
El grito de angustia de McAvoy sale antes que el chillido de Tremberg, y en un instante el diminuto espacio se llena de alaridos de dolor y desesperación.
El hombre de negro se precipita hacia delante y agarra por el cuello a Tremberg. Se gira y la arroja contra McAvoy mientras se desliza y trata de avanzar por el suelo húmedo. Tremberg choca contra el cuerpo de McAvoy y los dos oficiales caen con fuerza sobre las piernas de Angie Martindale.
Cuando McAvoy consigue ponerse en pie la puerta se está cerrando. Se tambalea, la abre e irrumpe en el bar, donde una selva de brazos y piernas le agarran por las rodillas, la cintura y los hombros. Da unos cuantos traspiés y se gira con rapidez, lanzando patadas furiosas y soltando gritos desafiantes contra los hombres que le miran e intentan doblegarle.
Trata de consolidar su posición, pero un brazo le rodea el cuello y le hace retroceder hacia la barandilla de latón mientras oye la respiración jadeante del hombre que le agarra por detrás.
—Policía… —dice con dificultad—. Soy policía.
La presión sobre su cuello se relaja al instante. McAvoy mira a la gente que hay a su alrededor. Media docena de bebedores. Los clientes de The Bear. Dos hombres bajos y gruesos, un tipo de mediana edad en pantalones cortos, una mujer chiquita con demasiados pendientes, un viejo con el pelo canoso a lo Elvis y un hombre alto y esquelético con una camisa blanca al que parece faltarle un brazo.
—Creíamos… —dice uno.
McAvoy se abre paso entre ellos. Pisotea los restos de la puerta rota y sale a la calle resoplando.
Mira a ambos lados de manera frenética. A izquierda y derecha. Y de nuevo al interior del bar.
Luego mira al cielo y se da cuenta de que ha desaparecido. Que lo ha tenido en sus manos y le ha dejado escapar.
Abre los ojos completamente, clava la mirada en el remolino de nubes negras cargadas de nieve y grita la única palabra que hace justicia a la situación.
—¡JODER!