Capítulo 15

El vaso está vacío, pero ella se lo lleva a la boca igualmente. Da un sorbo a nada. Se humedece los labios con el último resto de espuma y pasa una lengua amarillenta por el borde.

Murmura por lo bajo, dentro del vaso, empañándolo con su confusa plegaria:

—Venga, chicos.

Deja el vaso de cerveza dando un golpe sordo sobre el mostrador barnizado. Espera que alguien se dé cuenta de que se le ha acabado la bebida y se ofrezca a rellenar ese vacío. Que alguien se muestre caballeroso y le compre un poco de su precioso tiempo.

—¿Otra?, Angie.

Esta vez es Bob el Portilla. Limpiacristales conocido en toda la ciudad por no molestarse nunca en pasar la gamuza por las esquinas de las ventanas.

—Eres estupendo, Bob —dice, y hace un gesto hacia el grifo de cerveza Bass—. Una pinta, si no te importa.

Bob alza su propio vaso hacia Dean, el barman, ocupado en meter botellas de refrescos con alcohol en el refrigerador situado al fondo de la barra.

—Cuando tengas un momento, Dean.

Es un pub auténtico. Una de las últimas tabernas en esta concurrida calle de los alrededores del centro urbano de Grimsby que no ha sido adquirida por una cadena comercial. Hoy hay solo media docena de clientes y todos beben solos. Tres tipos viejos, a los que Angie recuerda haber dirigido el saludo en el pasado, están sentados en mesas diferentes colocadas en lo que podrían ser los vértices de un triángulo. Hablan de un boxeador al que ella no conoce, y cada uno de ellos tiene su presupuesto diario extendido sobre el barniz agrietado de las mesas circulares. Están tomando su última pinta del día y procuran hacerla durar: retrasan el indigno momento de ponerse sus abrigos y bufandas con esfuerzo y echar a andar, tambaleándose entre el viento y la nieve, hasta la parada del autobús.

El otro cliente es un hombre musculoso con una chaqueta negra y una bufanda. Al entrar había dado un golpecito al grifo de la sidra y entregado el dinero sin decir una palabra. Apenas ha tocado la bebida ni levantado la vista del Daily Mirror. Angie piensa que es un jugador, metido en apuestas de caballos y hasta arriba de deudas, y decide que no merece una de sus sonrisas.

—Hace un frío que pela. Yo he acabado la faena por hoy.

Bob el Portilla. Se frota para entrar en calor. Hace un rato atravesó la puerta del pub, con cristal esmerilado y pintada de azul, y trajo con él el rumor de la gente y una fría racha de nieve y viento. No hace mucho tiempo también le habría acompañado el ruido del tráfico. Ésta era la principal calle comercial de Grimsby; una animada comunidad de comerciantes independientes que llegaron a ser prósperos por su proximidad a la lonja de pescado y los muelles. Pero ya no. Es una calle muerta, llena de contrachapados y grafitis, carteles de «Se alquila» y persianas metálicas. Si fuera de Grimsby, a Angie le disgustaría ver una calle antaño espléndida reducida a tal penuria, pero para ella esta ciudad es su hogar solo desde hace unos años y concede al mal estado y a la ignominia de la zona tanta consideración como a ella misma.

—Es para hoy, hijo.

Dean alarga el brazo por debajo del mostrador y saca dos vasos. Están todavía calientes del lavavajillas y los pasa un momento por el grifo de agua fría. Aún es joven, pero aprende rápido.

—Vamos, hijo. Aquí hay una dama que se muere de sed.

Convencido de que los vasos están lo bastante fríos para evitarle cualquier improperio, Dean se vuelve hacia el grifo de cerveza y llena las dos pintas. Las pone en el mostrador y coge las cuatro monedas de una libra que Bob le tiende.

—Gracias, Bob.

—De nada, chaval. ¿Vais a poner el partido esta noche?

—No, lo dan por satélite. El precio de la licencia es una broma de mal gusto.

—¿Sabes si lo ponen en Wetherspoon?

—Ni idea. Es probable.

—Competir con ellos es difícil, hijo.

—Pero nuestra cerveza es mejor.

—Eso sí.

Angie levanta su vaso con una mano que no ha temblado desde la segunda pinta de la mañana y da un buen trago. Siente cómo la cerveza se desliza por la garganta; la agradable sensación del fresco líquido convirtiéndose en una calidez reconfortante y sabrosa en su barriga abotargada. Da otro trago. Se relaja, consciente de que al menos durante los minutos siguientes sus problemas están resueltos. De que solo es un cliente más que da sorbos a su pinta y escucha a un tipo decir tonterías en un tranquilo pub de la vieja escuela.

Toma otro trago y repara en que debe ir más despacio. No sabe de dónde saldrá su próxima bebida. Tampoco sabe nada sobre su próxima comida, pero eso apenas le importa.

—¿Cómo te va, querida Angie? —pregunta Bob mientras Dean regresa a los refrigeradores de las cervezas y comienza a llenarlos con botellas de Carlsberg.

—Ahí vamos, cariño. Tirando.

—Hoy has madrugado.

—Tenía que hacer algunas compras. Quise darme el capricho.

—Te lo mereces, querida. Me alegra verte.

Mira a su último benefactor. Está cerca de los cincuenta y no es mucho más alto que ella. Lleva unos vaqueros de marca falsos, con rozaduras en las rodillas, unas asquerosas zapatillas de deporte blancas y un forro polar azul debajo de una chaqueta de ante marrón descolorida que tiene todo el aspecto de proceder de una tienda de beneficencia. Vale para un revolcón, si es necesario. Angie suele adoptar una visión práctica cuando se trata de sus relaciones pasajeras. Sin darle muchas vueltas decide cuándo aguantar un poco de sudor y unos calzones pringosos a cambio de unas cuantas pintas más.

—¿Te has arreglado el pelo, Ange?

—No, cariño. Me pilló la nevada. Y al secarse se rizó.

—Te queda bien. Tirabuzones. Angelical.

—Eso es lo que soy, Bob. Un pequeño ángel.

Sonríen y chocan los vasos. Ella da otro trago, confiada de pronto en que habrá una próxima bebida. En otro tiempo habría rechazado la idea de compararse con uno de los serafines elegidos por el Señor, pero cuando Dios la abandonó, ella le dejó ir, y la cruz que lleva alrededor del cuello es el único recuerdo de que una vez fue una cristiana fiel que asistía a la iglesia, rezaba solo para pedir por su seguridad y su manutención, y ofrecía su alma a cambio.

Traga cerveza.

Su proceder se ha convertido casi en un arte. Su circuito diario comprende media docena de pubs, y normalmente se las arregla para conseguir dos o tres bebidas gratis en cada uno. Siempre paga la primera, pero rara vez tiene que echar mano a su bolso para las siguientes. Si hubiera aceptado alguna vez la oferta de asesoramiento para superar el estrés postraumático, podría haber analizado por qué necesita pasar buena parte de su tiempo en pubs, un ambiente que casi acabó con su vida. Pero Angie no tiene tiempo para la introspección. Descubrió lo que había en su interior cuando el hombre del cuchillo comenzó su faena. Y no había visto nada que quisiera volver a ver.

—Tú pareces muy arregladito, Bob —dice colocando una mano sobre la de él—. Me alegra que hayas llegado. Durante una hora hemos estado solo esos viejos amigos y yo.

Bob le ofrece una sonrisa.

—Voy a reunirme con Ken en The Bear, si quieres venir con nosotros. Es un tipo majo, Ken.

Angie le responde con una especie de mueca que significa «quizás», pero está segura de que no irá. Aunque hay una pequeña probabilidad de que Bob y Ken compitan por ver quién es más caballeroso cuando se trata de llenarle el vaso, es mucho más probable que el grupo de viejos amigos que le paga la bebida en The Bear se ofendan al verla con los tipos que suelen beber en Wilson’s y mantengan sus carteras cerradas la próxima vez que les ponga una mano en el muslo y les diga lo guapos que están.

La puerta se cierra de un portazo y Angie se vuelve. Bob y ella son los únicos clientes que quedan. No recuerda haber visto a ninguno de los viejos amigos marcharse, ni oído palabras de despedida, pero sus ideas comienzan a estar tan confusas que, si le preguntaran, no sabría decir cuántos clientes había cuando llegó. Recuerda a un tipo grande leyendo el periódico y tal vez al viejo Arthur, con sus gafas de cristal grueso y sus pantalones de poliéster, pero ¿fue hoy o ayer? Antes de empezar a preguntarse si eso importa algo ya ha decidido que no.

—¿Te has enterado de lo de John? ¡Menudo capullo!

—No, cariño. Cuenta. Me gustan las historias.

Se sienta y escucha a Bob mientras este empieza a contarle lo que hizo John en The Red Lion el sábado por la noche; no hace falta que indique con un gesto que se le ha acabado la bebida para que le pongan otra. Cuando va por la mitad, siente ganas de fumarse un cigarro, pero cree que puede aguantarse. En el siguiente pub del circuito se irá directamente al jardín y aparentará buscar cigarrillos en su bolso hasta que uno de los fumadores se compadezca de ella y le ofrezca un pitillo. Así podrá guardarse los suyos para la tarde. Para fumárselos delante de la tele mientras bebe el vodka que ha comprado en el supermercado y agota los minutos que le quedan en el teléfono mandando mensajes de texto picantes al dueño de The White Hart, que es incapaz de hacer el último turno sin desnudar su alma y contarle que su mujer y él están juntos solo por los niños y que quien debería estar en su cama es una mujer auténtica, una mujer como ella.

No sabe qué ve en ella. Qué ven en ella los hombres. Con cuarenta y tres años no es exactamente una chica de revista, aunque lleva con cierto descaro leotardos morados, falda vaquera y un suéter holgado de la sección de rebajas de Asda, lo que añadido al carmín rojo, el pelo oscuro y abundante y los pendientes largos le hacen parecer especialmente facilona. Además es muy tocona. Coqueta y amigable. Al parecer sabe escuchar, aunque rara vez dice algo distinto a «te mereces más» o «ella no sabe lo que tiene» cuando la arrastran a conversaciones sobre los defectos de las parientas de sus caballeros.

No siempre fue así, claro. En otro tiempo Angie Martindale fue un milagro. Eso decían los médicos. Y la policía. Incluso la prensa, aunque su nombre nunca apareció en ninguno de los reportajes. Era la mujer que escapó. La superviviente. La única a la que no logró matar. Ha llegado a tal punto en su alcoholismo que está dispuesta a contar su historia a cambio de bebida. Hay veces, cuando su vaso está vacío y nadie le tira los tejos con miraditas, en que le apetece sacar uno de los recortes de periódico que lleva en el bolso y contar a los bebedores empedernidos de Grimsby que en un pub como ése, hace quince años, fue atacada y violada por un hombre al que el juez llamó «perverso» y cuyos ojos azules sin vida todavía la atraviesan por la noche cuando se va a dormir demasiado sobria.

El teléfono suena en el bolsillo de su falda vaquera. Pide perdón a Bob por la interrupción y sin más rodeos pone el teléfono en silencio.

—Podrías haber contestado —dice Bob, tratando de ocultar su amplia sonrisa estúpida cuando se da cuenta de que ella ha rechazado la llamada para poder seguir charlando.

—Estoy hablando contigo, Bob —dice suavizando su lenguaje corporal. Ha utilizado este truco muchas veces. Hace sentir a sus pretendientes que son especiales poniendo la alarma a intervalos de media hora y luego simula que cuelga a quienquiera que tenga la temeridad de molestarla mientras está sumida en una conversación con el hombre más fascinante del mundo.

Procura estar a la altura, desde luego. No puede arreglárselas solo con insinuaciones. En ocasiones, cuando cree que se lo ha ganado o se siente demasiado abatida para afrontar la idea de irse a casa sola, invita al caballero de turno a que la acompañe. Le deja besuquearla, ponerse encima y penetrarla. Soporta unos cuantos minutos su peso incómodo y su violento embate, que es a la vez su propio castigo y la recompensa de su galán. Pero últimamente no ocurre muy a menudo. Cada vez le gusta menos la idea de que la gente conozca su espacio privado. Quizás sea así desde que dejó que su apartamento se echara a perder. Su creciente consumo de alcohol ha coincidido con un marcado deterioro en la apariencia de su casa, aunque ésta, situada a media altura en un bloque de pisos, nunca fue nada suntuosa.

—¿Estás segura de que no quieres venir con nosotros?

—La próxima vez. Tienes mi número de teléfono. Ponme un mensaje y veré cómo lo tengo.

Bob le regala otra amplia sonrisa.

—Lo haré.

—Probablemente estaré en casa sola.

—Bueno, no podemos permitir eso, ¿verdad?

—No, cariño.

Bob le da un beso en la mejilla antes de marcharse. Siente su barba incipiente en la piel y el roce de su bigote en las pestañas. Se pregunta si él querrá lamerla por ahí abajo, como parecen desear siempre esos condenados hombres modernos. Si su bigote le rozará los muslos. Si querrá hacerlo con la luz encendida. Si reparará en las cicatrices.

Lentamente y con cuidado se baja del taburete. Se inclina y recoge las bolsas de la compra. Un poco de carne barata cocinada de la carnicería. Algo de hígado. Seis panecillos. Una botella de vodka. Un paquete de veinte de Richmond extralargos.

—¿Te vas, Angie? Esto se va a quedar muerto sin ti.

Dean ha acabado de llenar el refrigerador y está de pie, tras los grifos de cerveza, mirando a la puerta. Ha sido una hora de la comida muy tranquila y no cree que el negocio se anime de nuevo hasta media tarde. Gana un sueldo fijo, así que no tiene muchas ganas de que de pronto entre gente; pero el turno pasa más deprisa cuando está ocupado y el dueño le mira mal cuando los ingresos semanales no son como esperaba. En Navidad aún tiene menos disculpa, pues, según Wilson, la gente entonces no tiene excusas para no cogerse una cogorza.

—Creo que me iré y pondré los pies en alto —dice Angie sonriendo y sintiendo con agrado que le cuesta mantenerse en pie—. Anoche grabé un episodio de Miss Marple. Podría servir para ejercitar un poco el cerebro.

—Que lo pases bien, querida. Te lo mereces.

Angie le ofrece una sonrisa distinta a la que reserva para sus galanes. Ésta es genuina. La clase de sonrisa que solía mostrar sin pensar. La sonrisa breve y feliz que una vez ofreció al hombre que grabó sus iniciales en su vagina antes de clavarle un cuchillo de cortar el pan de treinta centímetros de largo en las costillas y follársela en el váter de un pub mientras yacía ensangrentada sobre las baldosas del suelo.

—Es probable que venga mañana —dice—. ¿Estarás aquí?

—No hay descanso para los malvados.

Mientras se dirige hacia la puerta una corriente de aire frío le recorre el cuerpo y se concentra en su vejiga. Mira a Dean y suelta una risilla.

—La llamada de la naturaleza, creo. La primera del día.

—Sinceramente, no sé dónde lo metes —dice directamente—. Entre tus antepasados debe de haber algún camello.

—Vaya, qué gracioso eres —dice Angie dejando las bolsas sobre la mesa más próxima y encaminándose hacia los servicios.

—Pretendía ser un cumplido —grita mientras ella empuja la puerta. No le ha oído. Dean hace un gesto al darse cuenta de que podría haberla ofendido. Teme haber metido la pata y que hacer las paces pueda costarle una o dos cervezas. Decide olvidarlo y se inclina para coger un vaso vacío.

Está a punto de hacerlo cuando recibe el golpe.

Siente un intenso dolor en la nuca que le nubla la mente y luego cae de bruces: un bulto inconsciente desplomado boca abajo junto al refrigerador, con una mano metida de manera cómica en una caja medio llena de patatas fritas con sabor a vinagre.

Dean no oye al hombre que pasa sobre su cuerpo y se dirige a la puerta principal.

No oye el suave «clic» del pestillo al deslizarse para atrancar la puerta ni el débil ruido de unas botas negras sobre el suelo de madera mientras cruzan el local.

No oye la puerta de los servicios abrirse ni el sonido de un cuchillo al ser desenvainado lentamente de una funda de cuero.

No oye el comienzo de los gritos…