Solo han pasado dos horas desde que McAvoy y Tremberg estuvieron en el umbral de la casa de Jack Raycroft, pero ya se van formando una imagen bastante clara del tipo de hombre cuya muerte están investigando. Irresponsable, egoísta, un parásito del estado del bienestar: un periódico sensacionalista necesitaría poco más para colocarle la etiqueta de «desalmado», aunque Tremberg lo expresó mejor cuando afirmó que «asqueroso hijo de puta» era un calificativo más apropiado para el finado que cualquiera de los términos psicológicos sugeridos por McAvoy mientras escudriñaba las escasas notas sobre el caso suministradas por la base de datos.
Tremberg hace clic en el ratón y la pantalla del ordenador se llena de imágenes de cuerpos achicharrados. Los dos detectives se sorben la nariz y combaten el impulso de apartar la vista. Los cadáveres son, sin ninguna duda, los de unos niños ennegrecidos tras ser devorados por las llamas.
Un fuerte eructo resuena junto a la puerta del despacho y ambos detectives se giran. El sargento Linus rodea una taza con sus manos gruesas y carnosas. Tapa la luz procedente del pasillo y la habitación se oscurece de pronto mientras Linus bosteza con estruendo y echa un trago de su bebida. El olor que sale del recipiente es suculento y apetitoso, y McAvoy se da cuenta de que el oficial uniformado que encaja toda su corpulencia en el marco de la puerta está bebiendo salsa de carne.
—Fue un asunto feo —dice Linus dando un sorbo y limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Nunca vi nada igual. Aquello era como Pompeya cuando el humo se disipó. Aún recuerdo la expresión del rostro del chaval más joven. Ojalá pudiera decir que parecía estar dormido. Pero no. Parecía haber sufrido horrores.
—Debió de ser espantoso —dice Tremberg.
—¡Y tanto que lo fue!
Tremberg hace un gesto con la mano hacia el despacho de paredes húmedas, con carteles anticuados y la moqueta raída.
—Supongo que no echa de menos el CID. Un chollo de trabajo.
Linus no capta la ironía y asiente.
—Con veinte años tuve bastante, querida.
—¿Tiene tiempo para ponernos al corriente? —pregunta McAvoy, queriendo transmitir la idea de que toda la investigación se vendría abajo si Linus no les dedicara un poco de su valioso tiempo—. Necesitamos una visión general.
—Como le dije por teléfono, estoy encantado de ayudar.
Tras las dos primeras horas de preguntas, McAvoy no ha podido evitar sacar la conclusión de que la investigación del incendio había sido realizada de forma descuidada. Y ahora no puede evitar culpar al perezoso y caótico cabrón que tiene delante; un sentimiento no mitigado por la sensación de que los cuerpos abrasados de los jóvenes le miran la nuca desde la pantalla del ordenador.
—Bien, desde el principio estuvo bastante claro que el padre fue quien apretó el gatillo, por así decir. El tipo no tenía ni un rasguño. Estuve tentado de hacerle algunos yo mismo.
McAvoy señala la pantalla con el pulgar por encima del hombro.
—El informe forense sugiere que se utilizó un líquido inflamable para acelerar la combustión. Combustible para encendedores. Según los primeros indicios, el mismo modus operandi se empleó anoche en el Hull Royal. Y la noche anterior en la casa de Orchard Park. Usted no cree que él fuera inocente, ¿verdad? Que quien ocasionó el incendio que acabó con la vida de su mujer y sus hijos podría haber regresado para rematar el trabajo, ¿no?
Linus parece pensar un instante.
—Es posible, amigo. Pero, como dije, estoy completamente seguro de que Jefferson provocó aquel incendio. Y deduzco que alguien ha decidido que la del ojo por ojo es la única clase de justicia que se merecía.
En la habitación se hace el silencio. McAvoy asiente lentamente y decide dejar de ser amable.
—Usted nunca le acusó, ¿verdad? Si ha recibido la única clase de justicia que merecía es porque usted jamás le acusó de nada. Por lo que veo, ni siquiera consideró esa posibilidad.
Linus encaja el golpe. Se aparta de la pared.
—Un momento, amigo —dice mientras un acceso de ira enrojece sus mejillas—. Investigamos el asunto a fondo. Pero no pudimos culparlo de nada.
—¿A fondo? —repite McAvoy retorciendo las palabras hasta convertirlas en un gruñido de desprecio—. El maldito Hull Daily Mail investigó los antecedentes de ese tipo mucho más a fondo. ¡Ocho incendios! Ocho incendios en sus domicilios anteriores. ¿No les pareció eso extraño?
—Sabíamos que había habido algunos pequeños fuegos aquí y allá —dice Linus desechando la acusación con un movimiento de brazos—. Los había denunciado en el ayuntamiento, no en la comisaría. No teníamos nada sobre él, salvo un par de condenas por fraude cuando era joven y una agresión, estando borracho, a un policía un año antes.
—Y sin embargo usted dice que lo tenían calado desde el principio.
McAvoy se vuelve hacia Tremberg.
—No sé usted, agente, pero cuando yo tengo claro que alguien ha matado a unos niños y a su media naranja suelo ser bastante tozudo en mi afán por meter a ese cabrón entre rejas.
Linus mira primero a un oficial y luego al otro, y sus mejillas tiemblan de indignación.
Pero pronto se desinfla. Se da la vuelta y dice:
—Mire, nunca he dicho que yo fuera el jodido Sherlock Holmes…
De nuevo se hace el silencio. Al final, McAvoy se pasa la mano por el rostro y se aprieta el caballete de la nariz. Nota que empieza a dolerle la cabeza. Le da la impresión de que está tratando de completar un rompecabezas en el que más de la mitad de las piezas todavía están boca abajo.
—Entiendo, sargento —dice con la esperanza de que su rostro no le traicione—. Todos tenemos días mejores y días peores. Semanas e incluso meses. Todos hemos tenido casos en los que desde el principio sabíamos que llevábamos las de perder. Y no debió de ser fácil. Roper le metió en esto. Él se dio cuenta de que iba a ser difícil demostrar las cosas y se quitó de en medio. Y a usted apenas le quedaron ganas de esforzarse, ¿verdad?
Linus respira con dificultad, pero los jadeos van acompañados de una media sonrisa. Parece aliviado. Encantado de que ese mamón escocés que le está dando lecciones de moralidad al menos entienda cómo se siente uno cuando va cuesta arriba con el mundo sobre las espaldas.
—¿Qué podía hacer? El informe decía que el fuego había sido provocado y que se había utilizado un acelerante. Vale. Pero Jefferson mantenía que había sido el hijo mayor. Que le había pillado otras veces jugando con sus encendedores. Era un caso de su palabra contra la de los muertos. Claro, Jefferson había estado implicado en otros incendios sospechosos, pero el hijo mayor también había estado en todos esos domicilios. Saber algo y demostrarlo son dos cosas diferentes.
—¿Le presionó? ¿Hizo algo para hacerle confesar?
—Claro que lo hice. Pete May y yo le tuvimos en la sala de interrogatorios durante horas. Hacíamos turnos. Intentamos que se sintiera culpable. Pero él seguía allí sentado, meneando la cabeza, diciendo que lo había hecho su hijo y ya está. No pudimos acusarlo. No habríamos llegado ni al juzgado de primera instancia.
—Sin embargo, la prensa les echó un buen rapapolvo.
—A eso se dedican. Los mismos periódicos que habían estado criticándonos por estar noche y día interrogando a un pobre padre afligido se lanzaron contra nosotros y nos llamaron incompetentes cuando se enteraron de que el tipo había denunciado ocho puñeteros incendios dos años antes y de que sus vecinos lo consideraban un jodido pirómano. No podíamos ganar. No fue fácil dejarle marchar.
—¿Y los vecinos? La gente que habló con los periódicos. ¿Podría alguno de ellos haber estado lo bastante resentido por su liberación como para ir y acabar la faena?
Linus se encoge de hombros.
—Ya conoce cómo son esas urbanizaciones. No hace falta mucho para que la gente se sulfure. Pero no creo que ninguno de los vecinos tenga los huevos suficientes como para entrar en el Hull Royal y abrasar a la víctima de un incendio en la cama. Y mucho menos para salir con toda tranquilidad. Me parece que por ese camino no llegará a ningún sitio, amigo.
McAvoy cruza hasta la ventana y separa las deformadas lamas de metal con los dedos. Ve una colonia de residentes tan mísera y gris como un puré de patata de un comedor escolar. Dos niños de no más de siete años juegan en los únicos artefactos del pequeño parque de columpios que aún no han sido destrozados hasta quedar inútiles. El regocijo de ver a los dos chicos riendo alegremente mientras se empujan el uno al otro en el carrusel queda atenuado por el hecho de que ambos están fumando.
—No es exactamente Tenerife, ¿verdad?, amigo —ríe Linus mientras McAvoy se aleja del mundo tras los cristales y vuelve la vista hacia el rostro sudoroso y fofo del sargento—. A veces vale preguntarse si esos pobres chiquillos muertos no se libraron de algo peor.
McAvoy no dice nada.
El silencio se rompe por el inconfundible sonido del móvil de McAvoy vibrando en su bolsillo. Agradecido por la interrupción, pero preocupado porque la llamada sea de Pharaoh y tenga que decirle que no ha avanzado nada, contesta. Es un número que no reconoce.
—McAvoy —dice.
—Soy Russ Chandler, sargento. Vino a verme…
—Señor Chandler. Sí. Hola.
—Supongo que esta llamada es un ataque preventivo. ¿Cuándo quiere que vaya?
—Señor Chandler, me temo que no…
—No soy tonto, sargento. Sé cómo funcionan estas cosas. ¿Me va a mandar un coche o…?
—Señor Chandler, ¿podemos comenzar de nuevo? Usted y yo hemos concluido nuestras conversaciones, a menos que haya recordado algo más relacionado con Fred Stein.
—¿Stein?
Chandler parece sorprendido. Enfadado incluso.
—Sargento, no importa cuál sea su juego. No es necesario. Estoy dispuesto a colaborar.
Tremberg mira a McAvoy y, moviendo simplemente los labios, le pregunta: «¿Qué ocurre?». Él se limita a arrugar el ceño. Su mente es una mezcla de dolor de cabeza y confusión.
—¿Colaborar con qué, señor Chandler?
Al otro extremo de la línea se hace el silencio. A McAvoy le parece que el otro hombre respira mientras pone en orden sus pensamientos.
—¿Señor Chandler?
—Habrá comprobado usted su registro de llamadas.
—¿Qué registro de llamadas?
—Por Dios, amigo. El de Jefferson. El hombre que se abrasó. Hablé con él, sí. Pero ahí se acaba todo. No estaba cerca de Hull cuando ocurrió. Recuerde que…
—¿Habló con él? ¿Por qué?
—El libro, ¿recuerda? Sobre los supervivientes. Hablamos de ello. Él era uno de los nombres en mi lista cuando a empecé a investigar. En la fase inicial, como le dije, pero me llamó hace unos días. Quería saber si seguía interesado. Dijo que necesitaba dinero…
—¿Se puso en contacto con usted? ¿Cuándo fue eso?
McAvoy intenta no alterar la voz.
—No estoy seguro. No mucho después de llegar a este condenado lugar. No fui consciente durante los primeros días, pero cuando me puse a oír los mensajes recibidos, ahí estaba el suyo. Dedujo que había intentado hablar con él esa semana, pero eso no es cierto. Con él y con la mujer de Grimsby. Al menos, yo no creo que sea verdad. Tiene usted que acordarse, estaba muy mal…
—¿Qué mujer de Grimsby, señor Chandler? ¿Se refiere a alguien relacionado con su investigación?
—Sí, sí —dice malhumorado, con desdén, como si solo los hechos que acaba de revelar pudieran ser de interés—. Angela no sé qué. La única a la que el Carnicero de la Taberna no logró cargarse.
McAvoy camina de un lado para otro, tratando de seguir el ritmo de sus pensamientos y temores. Sabe que está ocurriendo algo importante. Huele la violencia. La sangre.
—¿El violador? ¿Hace varios años?
—Sí, un asunto de su negociado más que del mío. Tiene que recordarlo.
McAvoy lo recuerda. Hace más de diez años, en la frontera entre Inglaterra y Escocia, un camionero llamado Ian Jarvis se había divertido plantándose a la entrada de los servicios de los pubs y violando y apuñalando hasta la muerte a cualquier mujer que entraba en ellos. Le gustaba grabar sus iniciales en sus partes íntimas. Se cargó a cuatro señoras antes de que se encontrara ADN en una de las escenas del crimen, y fue atrapado con las manos en la masa mientras atacaba a la quinta víctima en los váteres de un popular pub en Dumfries, a menos de cinco minutos del cuidado semiadosado en el que vivía con su mujer y tres niños. Su última víctima había sobrevivido. Prestó declaración contra él protegida por una mampara. Contribuyó a encerrarlo, y sin duda se alegró cuando lo encontraron ahorcado en su celda menos de tres semanas antes de que cumpliera la primera de sus muchas cadenas perpetuas. Por aquella época la mujer se había apuntado a un canje de casas de protección oficial y había aceptado la primera oferta: un piso de tres habitaciones sin vistas en la séptima planta de un bloque en Grimsby.
—¿Y ha mantenido contacto con ella? ¿Ha hablado con esa mujer recientemente?
—No —dice con impaciencia—. Estaba en mi buzón de voz. Decía que estaba devolviéndome una llamada. Pero yo no recuerdo haber hecho ninguna maldita llamada.
McAvoy mueve la cabeza con frenesí. Su rostro se ha puesto del mismo color gris que la barriada de casas que hay tras los cristales.
Y sabe, sabe sin la menor duda, que Angela Martindale será la próxima.