—Todavía no lo han soltado —dice Tremberg a modo de saludo.
Tiene el pelo mojado, la cara pálida y bajo sus ojos hay unos círculos oscuros.
—Neville el Racista —añade con voz aún medio adormilada—. El abogado de oficio está que trina.
Comienza a quitarse el impermeable y luego cambia de idea. Vuelve a ponérselo y se sienta en una de las sillas con asiento acolchado y respaldo de plástico, frente a la mesa de formica.
—¿Le importa? He salido de la ducha hace solo veinte minutos. Todavía no he tomado nada.
Alarga el brazo y rodea con la mano la taza desportillada de té corriente que se encuentra, medio vacía, delante de McAvoy. Se la lleva a los labios y da un ruidoso trago. Hace una mueca.
—Le gusta dulce, ¿eh? —pregunta, y su tono es mucho más amigable que el de la noche pasada.
Son los únicos dos clientes en el Pigeon Pie Café, un inmueble pintado de blanco con una amplia cristalera en la esquina de la avenida Goddard. Es un local de comida barata, con menús plastificados y botes de kétchup en forma de tomate. El plato del día suele ser salchichas, beicon, o ambos, y el lugar es la meca de quienes piensan que la evolución culinaria alcanzó su cima con la combinación de la salsa agridulce y las judías estofadas.
Nada le habría gustado más a McAvoy que pedir un sándwich de huevo frito con salchicha cuando atravesó la puerta hace diez minutos, pero Roisin le había preparado un desayuno a base de huevos revueltos y salmón ahumado sobre una rebanada de pan de centeno antes de salir de casa, y sabe que ella se enfadaría si se enterara de que todo eso apenas le había calmado el apetito. Se había conformado con un té.
—¿No come? —pregunta.
—Parece tentador —responde Tremberg mientras cavila sobre ello—. Preparan un especial enorme para estómagos agradecidos. Si consigues comértelo todo no te lo cobran. Todavía no lo ha logrado nadie.
—¿Lo ha intentado alguna vez?
—¡Pero qué dice, sargento!
Parece indignada, pero esboza una sonrisa para indicarle que está bromeando.
—Siento haber sido una estúpida anoche —dice dando otro sorbo de té—. Acababa de hincar el diente al asesinato de Daphne Cotton y de pronto me dicen que me encargue de un borracho muerto en Orchard Park.
—Entiendo —dice McAvoy asintiendo. Le desagrada que hayan endilgado esto a Tremberg, y aun le gusta menos tener que dar conversación a una colega femenina durante todo el día.
—Dos tostadas, por favor —grita Tremberg a la mujer huesuda con bata azul que está en el mostrador—. Mantequilla, nada de untes bajos en grasa.
—Una mujer de las que a mí me gustan —dice McAvoy—. Mi padre solía decir que la margarina tiene casi las mismas cualidades químicas que el plástico. No sé si será verdad, pero me quitó las ganas de tomarla. Como todo aquel asunto de que las barras de cacahuetes están llenas de pipí. Asqueroso.
Tremberg hace un gesto.
—¿Pipí? —pregunta riéndose.
McAvoy nota que se le suben los colores y agradece que llegue la tostada de Tremberg.
—Lo siento. Es que tengo un hijo pequeño.
—Es un chico guapo, Fin —dice Tremberg con la boca llena—. Orgulloso de usted, además. No se asustó, ¿sabe? Sabía que algo malo había ocurrido en la iglesia y le vio marcharse, pero estaba seguro de que volvería. Dijo que usted atraparía a quien lo hizo.
McAvoy tiene que apartar la cara para ocultar la enorme sonrisa que recorre su rostro.
—Eso son cosas de su madre —dice amortiguando las palabras con una mano grande mientras apoya la cabeza en la palma—. Le hace creer que soy indestructible. Una especie de superhéroe.
—Mejor que hacerle creer que es usted un capullo —dice con total naturalidad—. Eso es lo que la mayoría de los chicos piensan de sus padres.
—Yo no.
—Pero usted es raro, sargento. Todo el mundo lo sabe.
Permanecen en silencio durante un rato. McAvoy acaba su té y observa cómo Tremberg se chupa la mantequilla de los dedos. No se ha hecho la manicura y no lleva ninguna joya. En cierto modo, sus manos parecen desnudas comparadas con las de su mujer, centelleantes y delicadas.
—Da igual, lo es —dice por fin, hurgándose los dientes con un dedo.
—¿Qué?
—Indestructible. Todo el mundo lo sabe.
—¿A qué se refiere?
—Al follón del año pasado —dice alzando la vista e inclinándose hacia delante. Parece animarse. El té y la tostada han debido de provocarle una subida de azúcar y de pronto está llena de energía—. Cuando le…, ya sabe.
—¿Qué?
—Le apuñalaron, ¿no? Eso es lo que todo el mundo dice.
Si cree que es un asunto delicado que no debería abordar sin mucho cuidado, nada en su actitud lo revela.
—En realidad fue una cuchillada —dice con voz queda—. Un tajo con un movimiento dado por encima de la cabeza.
Tremberg suelta un fuerte resoplido. Se siente obligada a decir «joder». Arruga el rostro, ensimismada.
—¿Como a Daphne?
McAvoy asiente. A él también se le ha ocurrido pensarlo, aunque es significativo solo para él. Sabe que antes de que su corazón dejara de latir, ella sentiría dolor. Una extraña sensación de frío. Un momento de agonía tenue y luego una simple confusión. Algo horrible de soportar.
Tremberg ladea la cabeza esperando algo más. Pero no hay más información.
—¿Sargento? —dice animándole a seguir.
—¿Qué?
Levanta las manos en un gesto de frustración.
—No es usted muy conversador que digamos.
McAvoy mira su reloj. Le ha costado solo ocho minutos poner reparos a su compañía.
—¿No se le ha ocurrido pensar que no me apetece hablar de esto?
Tremberg reflexiona.
—Sí.
Luego le muestra una sonrisa traviesa.
—Solo pretendía ser la persona que le hizo desmoronarse.
McAvoy la mira desconcertado: sus cejas casi se juntan en el centro de su rostro.
—No se preocupe —dice al advertir su expresión—. No hay dinero de por medio. Solo orgullo profesional. ¿Cómo se supone que vamos a conseguir que los sospechosos confiesen si ni siquiera podemos lograr que uno de los nuestros admita lo que le ocurrió?
—¿La gente se hace preguntas?
—Pues claro. A todo el mundo le atrae un hombre misterioso, aunque preferirían resolver el misterio.
—¿Un hombre misterioso?
—Venga, sargento. Un tipo grandullón como usted, con una mujer chiquitita y atractiva que le prepara una comida de gourmet para llevar al trabajo; un hijo que le considera Spiderman. Y luego está el asunto de Doug Roper y todo ese lío del año pasado que vio cómo el CID se dispersaba a los cuatro vientos y a usted le mandaban a un lujoso hospital privado en Escocia por una cuchillada. ¿Usted cree que a nadie le gustaría conocer todos los detalles?
McAvoy piensa en ello como si fuera la primera vez que lo hace.
—Nadie me ha preguntado jamás —dice con voz débil—. De cualquier modo, creo que me gusta ser misterioso.
—Desde luego lo hace usted a la perfección —ríe Tremberg.
—A mi mujer le va a encantar. Creo que me ve como una especie de rebelde que anda por esas calles infames deshaciendo agravios, aunque sabe de sobra que me he pasado los diez últimos meses diseñando bases de datos y haciendo recados. Yo no hago nada para que ella piense que soy una fuerza individual al servicio del bien.
—A esa conclusión ha llegado ella por sí sola, ¿no?
McAvoy la mira a los ojos y trata de decidir si le está tomando el pelo o felicitándolo porque alguien lo quiera de verdad. Se pregunta si mantiene alguna relación. Si alguna vez le han roto el corazón. Dónde vive, qué piensa y por qué se hizo oficial de policía. Se da cuenta de que no sabe nada de ella. De ninguno de ellos.
—Era joven cuando nos conocimos —confiesa, y siente el rubor extenderse por la nuca—. Y la ayudé con algunos problemas. Pero ella toma sus propias decisiones.
Permanecen en silencio durante un momento y McAvoy se felicita por haberse mordido la lengua. Por no haber aprovechado la oportunidad para descargar su neurosis contándole a su colega que no hay un solo instante en el que no piense que su joven mujer se casó con él por agradecimiento y que algún día la novedad pasará.
—¿Problemas? —pregunta Tremberg, intrigada de nuevo.
—Pertenece a una familia ambulante —dice McAvoy apartando la mirada. No le da ninguna vergüenza admitirlo, y sabe que a Roisin no le importaría, pero se siente incómodo hablando de su vida personal y le resulta más fácil no mirarla a los ojos.
—¿Gitanos? —pregunta Tremberg sorprendida.
—Si quiere decirlo así —apunta McAvoy—. Ella lo prefiere a vagabundo, en cualquier caso.
—¿Y qué ocurrió?
—Fue hace mucho tiempo. Yo acababa de terminar las prácticas.
Se detiene. Parece incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
—¿Dónde? —pregunta, ayudándole a seguir como si se tratara de un interrogatorio.
—En la policía de Cumbria. Fronteras.
—¿Y?
—Un grupo itinerante apareció en la parcela de un agricultor junto a la carretera de Brampton —dice con un suspiro. Resignándose a compartir los hechos.
—¿Es un lugar conocido?
—Una pequeña ciudad tranquila. Votantes conservadores y señoras canosas con reflejos azulados en el pelo a quienes el asunto no les hizo mucha gracia. El sargento y yo fuimos a hablar con los recién llegados. Les dijimos que había un terreno destinado a acogerlos a las afueras de Carlisle. Bueno, dijeron que se marcharían antes de que acabara el día. Era un grupo agradable. Quizá una docena de carromatos. Niños por todas partes. Roisin debía de estar por allí, pero no la vi.
Tremberg lo mira con expectación.
—Amor a primera vista, ¿no? —pregunta, procurando aligerar la conversación.
—Era una niña.
—Es broma, sargento. Por Dios.
Tremberg parece enfadada. Se encoge de hombros, como si todo esto supusiera demasiado esfuerzo, pero McAvoy se ha puesto a hablar de nuevo. Ahora con más libertad. Como si de pronto necesitara dejar salir las palabras.
—No se marcharon —dice mirando por la ventana—. Apareció otro grupo. Mala gente. Así que el propietario de la parcela se presentó allí para preguntarles por qué no se habían ido. Le agredieron. Le hicieron daño, y algunos de sus empleados se enfadaron mucho. Buscaron vengarse de algún modo. Y encontraron a Roisin y a su hermana, que regresaban de las tiendas caminando.
McAvoy hace una pausa. Tremberg le ve coger el salero y agarrarlo con fuerza. Ve como sus nudillos se ponen blancos.
—Si yo no fuera tan condenadamente idiota no sé qué habría ocurrido —dice apretando la mandíbula.
—¿Cómo?
—Se me había caído la maldita agenda en el campamento —dice en tono de disculpa—. El sargento me mandó que fuera a recuperarla yo solo. Me perdí. Me encontré de pronto en un camino vecinal a un par de kilómetros del campamento. Me detuve junto a un hueco entre los setos para dar la vuelta y tomar la dirección correcta. Había un viejo cobertizo. Con agujeros en el tejado. Parecía como si hubiera habido un incendio hacía un rato. El caso es que había dos coches aparcados fuera. Aquello no tenía buena pinta. No había ninguna razón para que estuvieran allí. No sé qué sentí. Solo la sensación de que algo malo pasaba. Así que apagué el motor y entonces es cuando oí los gritos.
—¡Jesús! —exclama Tremberg, medio arrepentida de haber preguntado.
—Debería haber llamado para pedir ayuda —dice McAvoy haciendo rodar el salero entre las palmas de las manos—. Pero sabía que fuera lo que fuese lo que allí dentro estaba ocurriendo no podía prolongarse por más tiempo. No pensé. Salí del coche y entré corriendo en el cobertizo. Los pillé en plena faena. Aquéllos jóvenes agricultores voceaban y soltaban alaridos mientras se divertían.
—¡Jesús! —exclama Tremberg de nuevo.
—Perdí los nervios —dice McAvoy mirándose el dorso de las manos.
Tremberg espera algo más, pero no hay nada. McAvoy se ha quedado paralizado en su asiento; su habitual cara enrojecida ahora es de un gris sepulcral. Ella se pregunta si será esta la primera vez que habla del asunto. Se pregunta qué hizo a esos hombres, este grandullón de voz suave y pecho fuerte y grueso, que tiene la cara marcada y el pelo revuelto, y siente tanto amor por su mujer que hace que se sienta avergonzada de haberse reído cuando uno de sus colegas gastó una broma a su costa.
Mira el plato que tiene delante y decide que no queda absolutamente nada que comer.
Decide, también, que no importa lo que hiciera McAvoy en aquel cobertizo: ella nunca le juzgaría con tanta severidad como parece hacerlo él mismo.
Tremberg resopla. Tamborilea con los dedos sobre la superficie de la mesa. Trata de que ambos regresen a la realidad.
—¿Nos ponemos en marcha?
McAvoy asiente. Empieza a levantarse. Por un instante sus miradas se encuentran. Y por un segundo le parece ver llamas agitándose en sus pupilas: un edificio y unos coches ardiendo.
La puerta con paños de cristal ya está abriéndose cuando McAvoy y Tremberg ascienden por el cuidado sendero que conduce al número 58. Después de pasar una hora oyendo cómo les mandan a tomar por el culo de las maneras más pintorescas, y con el rostro de McAvoy todavía arrebolado tras haber sido confundido con Hoss, el gordo de Bonanza, por la mujer oronda y desnuda que abrió de par en par la ventana del piso desde el que se había hecho la primera llamada al número de emergencias, ninguno de los dos detectives está seguro de si esa puerta abierta es una señal de bienvenida o el preludio a la aparición de una escopeta.
—Ya casi estamos, ¿eh?
El hombre situado en el escalón de entrada aparenta unos sesenta y cinco años y es calvo como una bola de billar. De corta estatura pero fibroso, lleva una corbata de la marina mercante, anudada de manera impecable, y una camisa a cuadros remetida por dentro de unos pantalones de poliéster con una raya tan afilada que podría utilizarse para cortar carne en el mostrador de una charcutería. Se alza muy tieso, y aunque completa su atuendo con el conjunto de rebeca y pantuflas típico de un hombre de edad, hay algo en él que infunde respeto. Está en el portal de una casa adosada de dos habitaciones situada en una calle abandonada de la peor urbanización de la ciudad, pero su prestancia hace que McAvoy piense en un terrateniente abriendo las puertas de doble hoja de una mansión.
—Jack Raycroft —dice, alargando hacia McAvoy una mano firme llena de manchas de vejez. Ofrece a Helen Tremberg el mismo saludo cortés y asiente de nuevo—. Un asunto feo —añade. Su acento es local.
—Así es —coincide McAvoy después de haber mostrado sus identificaciones y presentarse.
—No sé por qué tuvo que ser esa —dice Raycroft con un suspiro—. Hay bastantes casas vacías por aquí. ¿Por qué elegir una de la que alguien estaba orgulloso? Es como si el orgullo fuera un delito.
Los tres contemplan la casa situada al otro lado de la pequeña calle. Quedan pocos signos de lo que hasta hace dos días había sido un hogar entrañable. Ahora está tan abandonada y desecha como las viviendas cercanas. La fachada está ennegrecida por el humo y el tablero claveteado sobre la gran ventana rota ha sido pintarrajeado de grafitis y convertido en un lienzo de dibujos obscenos y autógrafos pintados con aerosoles.
—Ha hablado usted con los agentes uniformados, según creo.
—Sí, sí. No es que hubiera mucho que contar. Mi amigo Warren estaba en el hospital con una pequeña angina de pecho. A Joyce, su mujer, se la había llevado su chavala a un pueblo de por aquí cerca. Y nosotros estábamos en casa viendo una de esas películas de época en la BBC. Oímos las sirenas casi al mismo tiempo que vimos las llamas. No solemos prestar mucha atención a las sirenas. Por aquí se oyen continuamente, día y noche. Pero parecía que se dirigían hacia aquí. Me asomé a la ventana para ver qué ocurría y vi que salía humo por la puerta de la casa de enfrente. Pero más que el humo, lo que me llamó la atención fue la puerta abierta. Es curioso cómo funciona la mente, ¿no? Por aquí nunca se ve una puerta abierta. Y mucho menos allí enfrente. Han vivido en esa casa casi tanto tiempo como nosotros en la nuestra. Nos conocemos bien.
Tremberg mete la mano en el bolsillo de su impermeable y saca un manojo de papeles que había impreso anoche antes de salir de la oficina. Es un informe de la investigación hasta ese momento, y es realmente breve.
—El cerrojo fue forzado —dice asintiendo, como si se felicitara a sí misma por recordar ese detalle—. Un trabajo profesional.
—Debió de serlo —dice Raycroft—. Una puerta con dos paños acristalados como ésa. Comprada pensando en la seguridad.
Desde el interior de la casa se oye la voz de una mujer.
—¿Más policía, Jack?
Mira con ojos dóciles a los dos oficiales y ellos le devuelven una ligera sonrisa.
—Mi esposa —dice—. Se lo ha tomado mal.
—Ya me imagino —dice McAvoy, asintiendo.
—Los invitaría a entrar, pero creo que se enfadaría.
—Estamos bien aquí —dice McAvoy, contento de quedarse en el umbral.
De acuerdo con el empapelado de flores en los tabiques del tramo de pasillo que ve detrás de Raycroft, se imagina que el cuarto de estar será una mezcla caótica de sillones con tapetes y encajes, fotos de nietos y cuadros de patos volando colgados en las paredes, y sabe por instinto que ver todo eso le pondrá triste. Siente una gran admiración por la gente que no se deja intimidar y se niega a mudarse cuando el sentido común dicta que deberían cortar por lo sano y vender. Pero, en el fondo, sabe que su resistencia es inútil. Que cuando mueran, la casa será vendida a cualquier empresa privada dispuesta a despejar el terreno y construir apartamentos para extranjeros que buscan asilo.
—Qué cosa más rara, ¿no? Abandonar las fotografías y todo eso.
McAvoy asiente educadamente, pero se da cuenta de que no tiene ni idea de a qué se refiere este hombre.
—¿Perdón?
—Se lo dije al tipo uniformado que vino ayer. En el césped delante de la casa había una bolsa de viaje grande con todas las fotografías de Warren y Joyce. Las tenían en la repisa de la chimenea. No sé si la víctima las cogió, las metió en la bolsa y luego entró a echar una siestecita, pero al menos ha habido algo bueno en todo el asunto: no perdieron las fotos.
McAvoy mira a Tremberg, que se encoge de hombros. Esto también es nuevo para ella.
—¿Dónde están las fotos ahora?
—Las tengo yo —dice Raycroft con toda naturalidad—. Las recogí del césped: estaban aún dentro de la bolsa. Se las daré a la hija cuando pase por aquí. Es lo correcto, ¿no?
McAvoy se da la vuelta. Mira la casa quemada. Intenta averiguar cuál podría ser el significado. Por qué alguien se tomaría el trabajo de guardar las fotos familiares antes de pegarle fuego a la casa con un ser humano en el sofá. Se acuerda de lo que había oído el día anterior: que la hija del propietario estaba encantada de que ahora sus padres tuvieran que abandonar la zona. Por un instante se pregunta si la preocupación de esa hija por la seguridad de sus padres podría ser suficiente para impulsarla a prender fuego a su hogar o si todo era una coincidencia y una insensatez.
—Jack, cariño, ¿es la policía?
—Voy enseguida, mi amor —grita Raycroft volviendo la cabeza.
—No tardaremos mucho —dice Tremberg, tomando la iniciativa mientras su colega mira a lo lejos y se pasa la lengua por los labios como si buscara algo.
—¿Saben ya quién era ese majadero estúpido? —pregunta el anciano volviendo la mirada hacia Tremberg y estirándose de manera discreta, como si le incomodara tener que alzar la vista para mirar a los ojos a una mujer que tiene la mitad de su edad—. ¿Por qué eligió esa casa para quedarse dormido? Oímos en las noticias que hubo un incendio en la unidad de quemados del Hull Royal y que la víctima había estado implicada. Cuando se lo llevaron de aquí no parecía muy dispuesto a liarse un cigarrillo…
McAvoy y Tremberg intercambian una mirada y deciden que este amable anciano merece un poco de sinceridad.
—El incendio del hospital fue provocado —dice Tremberg—. Alguien entró en el pabellón, se dirigió a su habitación, lo roció de combustible y le prendió fuego.
—¡Dios santo! —exclama Raycroft, dirigiendo la mirada a McAvoy en busca de confirmación y captando un ligero gesto de asentimiento por parte del policía.
—Sin ninguna duda era el mismo hombre que sacaron del incendio de la casa de sus vecinos. Los informes demuestran que había una gran cantidad de alcohol en su organismo. Una cantidad casi mortal. Así que lo más probable es que regresara a su domicilio desde el pub, se equivocara de casa, encendiera un pitillo y se prendiera fuego él mismo. Hemos conseguido identificarlo y tenemos algunos datos. ¿Le dice algo el nombre de Trevor Jefferson?
—Jefferson —dice Raycroft, haciendo memoria—. ¿No fue ese el canalla cuya familia murió hace un par de años en el incendio que hubo a unas pocas calles de aquí?
McAvoy asiente. Espera que Tremberg tenga la suficiente serenidad para manejar esto con delicadeza y no empiece a poner palabras en boca del anciano.
—Así es, señor. Su mujer, dos hijos y un hijastro murieron por las quemaduras.
—Ya —dice Raycroft pasándose una mano por la cara—. Hace unos años, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¡Caramba!
Dirige la vista hacia la casa arrasada por el fuego y se palpa los bolsillos de la rebeca. Saca una lata de tabaco y, con una destreza instintiva que siempre sorprende a McAvoy, se lía un cigarrillo fino. Lo enciende con una cerilla y se dispone a fumárselo de un modo que a McAvoy le recuerda a su padre: la brasa apuntando hacia la palma y el cigarrillo sujeto con cuatro dedos y el pulgar. Protegido del viento y de las miradas fisgonas.
—Entonces ha recibido su merecido —dice por fin.
—¿Cómo dice, señor? —pregunta McAvoy procurando no precipitarse y mantener un tono de voz uniforme.
—Él fue el canalla que prendió fuego a la casa. Los mató a todos. Y no cumplió ni un solo día de cárcel por ello. El que jugaba con fuego y el único que salió vivo. Me da la impresión de que alguien le ha castigado por ello. Antes de ponerle las esposas a quien haya sido, asegúrese de estrecharle la mano.