McAvoy juega con la radio del coche.
18:58 horas. Dos minutos hasta el siguiente boletín de noticias.
Carril de salida de la A15, cuesta abajo en dirección a los cables de metal reforzado del puente del Humber dispuestos en forma de arpa. La primera vez que había cruzado esos dos kilómetros y pico de asfalto rígido y acero puro que conecta Yorkshire con Lincolnshire le había parecido un espectáculo impresionante, pero la novedad ha pasado y ahora solo le molestan las tres libras que cuesta el privilegio de no tener que atravesar Goole.
Siente que el coche hace un viraje cuando la carretera llega al puente. Siente el golpe enfurecido del viento, que azota el estuario como si tuviera prisa por alcanzar tierra firme.
Reduce la velocidad para poder escuchar el boletín completo antes de llegar a la cabina y pagar el peaje.
Buenas tardes. Miembros del Cuerpo de Bomberos de Humberside están tratando de sofocar un incendio en una unidad de quemados inaugurada recientemente en el hospital Hull Royal. El fuego se declaró poco después de las seis de la tarde y se cree que solo ha afectado a una habitación ocupada por un paciente varón. Su estado es crítico. En noticias de otro orden, la detective que dirige la investigación por asesinato tras la muerte de una adolescente en la iglesia de la Santísima Trinidad en Hull ha negado que un vecino de la ciudad haya sido detenido en relación con la investigación. La superintendente en funciones Patricia Pharaoh dijo a los periodistas que no se había producido detención alguna y que el hombre en cuestión estaba simplemente colaborando en las pesquisas. La superintendente volvió a solicitar la colaboración de todas aquellas personas que hubieran sido testigos del espantoso apuñalamiento…
—¡Joder! —exclama, y sin importarle un bledo quién le vea agarra el teléfono. Se detiene en el carril interior del puente y enciende las luces de emergencia. Oye las bocinas de los vehículos que le siguen, cuyos conductores le hacen saber que es un gilipollas.
Helen Tremberg responde al tercer toque.
—Hablando del rey de Roma —dice, y no hay demasiado humor en su voz.
—¿En serio? —pregunta con una mueca.
—Pues claro. Ben y yo acabamos de hacer una pequeña apuesta sobre quién le va a matar primero: Pharaoh, Colin Ray o el ayudante Everett.
—¿Everett? ¿Por qué?
—No quiso decirlo. Entró dando fuertes pisotones en el centro de coordinación a eso de las cinco y preguntó dónde estaba. No parecía nada contento. Y menos aún cuando uno del personal de apoyo le preguntó quién era.
—¡Dios!
—¿Dónde estaba?
—Es largo de contar. Pero da igual. Acabo de oír las noticias sobre Humberside…
—Sí. Colin Ray la ha cagado de verdad. Perdón, sargento. Quiero decir…
—No importa —dice con sinceridad.
—Ese tipo que Shaz y él trajeron a la comisaría. Era solo un presentimiento. Un instinto visceral de Ray. No sé qué ocurrió cuando lo metieron en la sala de interrogatorios, pero salió sangrando por la nariz y con la camisa manchada de vómito. Eso según el sargento de recepción, claro. Al parecer Pharaoh apareció y se armó una buena. El tipo está aún en los calabozos, pero parece que no saben qué hacer con él.
A McAvoy se le acelera el corazón. Ve los titulares. Se pregunta qué cantidad de ese inmenso follón puede atribuirse al hecho de que él se largara a media mañana guiado por una intuición.
—¿Y el fuego en el Hull Royal?
—Estamos aquí —dice Tremberg—. Lo apagaron poco después de declararse, y en cuanto los bomberos ventilaron la habitación y el humo desapareció recibimos la llamada.
—¿Por qué a nosotros? Quiero decir, ¿por qué a vosotros?
—Fue deliberado, no hay duda. Los jefes creen que no tiene sentido tener una unidad de delitos graves y emplear a todo el grupo en un solo caso. Ben y yo estábamos a punto de marcharnos cuando el superintendente jefe llamó y nos dijo que nos presentásemos aquí.
McAvoy arruga el rostro. Siente el coche temblar cuando un camión pasa a toda velocidad, haciendo caso omiso de los avisos meteorológicos.
—¿Por un pequeño incendio? Ya sé que la unidad está recién inaugurada, pero un agente uniformado podría resolver el asunto con media docena de declaraciones de testigos y las grabaciones del circuito cerrado de televisión…
—¿Sargento? —dice Helen Tremberg desconcertada.
—¿Por qué recurrir a nosotros? ¿Por un fuego?
Tremberg cae en la cuenta.
—¿No lo han dicho en la radio? Ha sido mortal, señor. Un asesinato. El hombre del incendio en la casa de Orchard Park anoche. Alguien entró en la habitación y acabó el trabajo.
—No sé por dónde empezar —dice Pharaoh con un tono de voz que suena a escape de vapor en una tubería de alta presión—. Requiere usted más cuidados que cualquiera de mis hijos.
—Lo siento, señora.
—¿Quiere dejar ya ese «señora» de los cojones, McAvoy? Me hace sentir como la jodida Juliet Bravo, la inspectora de la serie de televisión.
McAvoy asiente. Deja que ella le mire fijamente. Aparta la vista.
Están en el pasillo, fuera del centro de coordinación de la comisaría de Queen’s Gardens. El sistema de calefacción central ha decidido compensar los errores pasados alterando su modus operandi. Los despachos están ahora fríos como tumbas mientras que en los pasillos hace más calor que en el infierno.
—¿Sabe usted qué día he tenido?
McAvoy asiente de nuevo.
Son las 21:41 horas. Han pasado doce horas desde que se vieron en ese mismo lugar y le dijo que era el jefe de su oficina. Le dijo que vigilara todo mientras ella iba a atrapar a un asesino.
Y ahora han vuelto. Cada uno después de haber tenido un día que preferirían olvidar; con las mentes llenas de información no demasiado buena.
Como un escolar travieso, McAvoy procura evitar la mirada irritada de Pharaoh. Se fija en la puerta del centro de coordinación. Esta mañana alguien colocó en ella un cartel que dice «Palacio de Pharaoh», pero el borde de un archivador metálico gris oscuro lo ha rasgado y ahora está junto al rodapié, roto en dos trozos. No puede evitar preguntarse si el cartel no es un signo en sí mismo.
—Si le pido que me dé los detalles esenciales del asunto me hará caso, ¿verdad? ¿O lo entenderá todo mal y se pasará la hora siguiente provocándome un dolor de cabeza?
De pronto su voz suena a cansancio más que a enfado.
—Sí, señora. Perdón. Sí.
Y entonces le cuenta. Le cuenta por qué abandonó el centro de coordinación. Dónde ha estado. Lo que ha descubierto. Le habla de Fred Stein y su importante hermana. Lo hace con brevedad y sin mirarla a la cara hasta que ha acabado. Tarda unos tres minutos, y su relato suena tan pobre e infructuoso que casi se queda sin energía antes de terminar.
—¿Eso es todo? —dice, aunque más que una recriminación es una verdadera pregunta.
—Sí.
Frunce los labios y resopla.
—Interesante —murmura alzando las cejas. Su rostro muestra ahora un color más natural.
—¿Cree usted?
—Acompáñeme.
Se da la vuelta y le conduce hasta el final del pasillo. Empuja la puerta de un despacho, aparentemente al azar, y la sujeta mientras McAvoy entra.
Tras un escritorio, iluminado por un flexo verde, hay un hombre de unos sesenta años, sentado con los pies en alto, un vaso de cristal bajo lleno de whisky en una mano y un cuaderno gastado en la otra.
—Hola —dice McAvoy, y el saludo le sale tal como lo siente, sorprendido y lacónico.
—Tom me deja compartir el despacho que le han asignado hasta que regresemos a Priory —dice Pharaoh cerrando la puerta tras él. McAvoy siente el roce de su cuerpo mientras ella ocupa el único espacio libre.
McAvoy permanece de pie, vacilante, en el centro de la diminuta habitación. No es mucho más grande que un cuarto de la limpieza. Sobre la mesa, colocada al fondo en sentido longitudinal, hay un monitor, un teclado, un disco duro y diversos papeles escritos a mano y a máquina, todo bañado en una misteriosa luz verde que hace que Tom Spink parezca, con su camisa blanca sin cuello y su pelo blanco bien peinado, extrañamente angelical.
—Bueno, hijo —dice Tom levantando la vista y claramente encantado de verlos—: Bienvenido a mi humilde morada.
—Cuéntele a Tom lo que acaba de contarme —dice Pharaoh, asintiendo con la cabeza—. Sobre lo que le pidió Everett que hiciera.
McAvoy le cuenta al hombre venerable con camisa, rebeca y pantalones de pana fina todo lo que ha estado haciendo durante los últimos días. Ve brillar en sus ojos señales imperceptibles y trata de interpretar las miradas que el anciano lanza a Pharaoh.
—¿Qué te parece? —pregunta Pharaoh cuando McAvoy acaba.
—Es interesante —responde Spink asintiendo y plegando el labio inferior sobre sus dientes inferiores. Habla dirigiéndose a Pharaoh, sin mirar a McAvoy—. Enigmático, en cualquier caso. Después de todo nos dedicamos a eso. Entiendo por qué el chico estaría interesado.
—Señor, yo…
—Llámame Tom, hijo —corrige Spink volviéndose hacia él—. Estoy retirado.
—Tom fue mi jefe —dice Pharaoh, cayendo de pronto en la cuenta de que la situación debe de resultar bastante extraña para el sargento—. En los viejos tiempos. Ahora hace de todo. Regenta un pequeño Bed & Breakfast en la costa. Hace pequeñas colaboraciones con un investigador privado cuando cree que corre el riesgo de irse al cielo. Y como tiene una forma de hablar agradable y está habituado a los apretones de mano más extraños, ha conseguido el encargo de escribir una historia de la policía de Humberside para los gerifaltes, lo que significa que le puedo tener cerca y él puede contarme todo sobre aquellos tiempos en los que las porras se diseñaban para poder ser introducidas con facilidad.
—Buenos tiempos aquellos —dice Spink sonriendo—. Aquí Nefertiti siempre era más dura que una piedra. Jamás prestó atención a las estupideces de un viejo libidinoso como yo.
—¿Nefertiti?
McAvoy no puede evitar repetir ese nombre.
—La reina egipcia —dice Spink soltando un suspiro—. ¿Pharaoh? ¿Lo coge? Vamos, por favor, ella dice que usted es uno de los inteligentes.
—Ya lo sé…
—Eso es lo que pensaba hasta que usted se largó —dice Pharaoh sin rodeos—. Antes le estuve llamando de todo, amigo. Creí que me había equivocado al catalogarle. Creí que era usted ese animal político del que algunos de los chicos y chicas del grupo hablan. Que estaba dando coba al ayudante del jefe y dejando que nosotros hiciéramos el verdadero trabajo. Parece que la primera impresión era la buena. El ayudante está más cabreado con usted que yo.
—¿Por qué?
—Recibió una llamada de un jefazo de la Autoridad Policial. Al parecer su mujer está bastante nerviosa. Un grandullón escocés le ha hecho pensar que su hermano podría haber sido asesinado.
A McAvoy le gustaría gritar.
—Yo nunca…
—Así es la vida, cielo. Acostúmbrese. Me alegra ver que no lo he perdido. Aún puedo distinguir al policía nato.
—¿Policía nato?
—Tiene un presentimiento y lo sigue. Escucha la débil voz en su interior y maldice las consecuencias.
Pese al frío en el despacho, McAvoy se ruboriza. Se da cuenta de que le está elogiando y se pregunta cuál será la penitencia.
—Gracias.
Spink y Pharaoh se ríen.
—No es una virtud, amigo. Es una condenada maldición. Significa que va a cabrear a la gente durante los próximos treinta años y que es más que probable que se equivoque al mandar a la cárcel a unos cuantos tipos. Pero también atrapará a algunos malos.
A McAvoy le flaquean las piernas. No ha comido nada desde el desayuno y de pronto se siente vacío y vulnerable. Quizá se le nota en la cara, porque la mirada de Pharaoh es de repente más afectuosa.
—El caso Stein —dice ella—. ¿Cree usted que es importante?
—Hay algo extraño —responde—. A decir verdad, no puedo explicarlo. Sé que hoy llegué a un callejón sin salida con Chandler, pero no puedo imaginarme a ese viejo planeándolo todo. Quiero decir, quitarse la vida es una cosa, pero ¿concebir hasta el último detalle?
Spink y Pharaoh intercambian una mirada. Spink asiente ligeramente, como si le hubieran hecho una pregunta.
—Siga con ello entonces —dice Pharaoh pasando los brazos entre las piernas y sacando del cajón una botella de whisky a la mitad. Se llena el vaso y bebe un trago—. Confiaré en usted. Tal como dice, puede que no sea nada, y el caso Daphne tiene prioridad. No le impediré que investigue algo que le parece raro, pero no haga gilipolleces. De eso ya tengo bastante con el puñetero Colin Ray.
McAvoy suelta un suspiro de alivio. No recuerda haber pedido permiso para seguir investigando el caso Stein, pero le gusta que no se lo hayan negado.
—¿Cuál es la situación actual, señora?
Pharaoh ríe, pero no de alegría.
—Neville, el jodido racista —dice, y necesita un trago para ser capaz de componer un gesto que no sea un gruñido—. Colin se cree un policía nato. Cree que es su instinto el que lo guía. Pero no es así. Es solo un montón de prejuicios y arrogancia rematado por una inquebrantable confianza en sí mismo. Según Colin y su pequeña sombra, ese viejo loco decidió quitar de en medio a la primera persona negra que le resultaba antipática y echar la culpa a un enfrentamiento tribal. Lo estúpido del asunto es que, aunque parece una auténtica tontería, tiene unos argumentos consistentes. Neville no puede explicar dónde estaba en el momento de la agresión. Tiene un historial violento. Ha pasado algún tiempo en el ejército, así que físicamente no es ningún enclenque. Y está claro que tiene genio. Colin y él tuvieron una buena bronca en la sala de interrogatorios. Menudos gritos. Le hemos encerrado hasta que decida qué hacer con él. Le acusé de agredir a un oficial de policía, de modo que oficialmente no es sospechoso de asesinato, pero cuando tuve que explicar a los jefes cuál era la situación, me dio la impresión de que no les desagradaría nada que imputáramos el asunto a Neville.
La cara de McAvoy lo dice todo.
—Ya sé, hijo —dice Tom Spink—. Ya sé.
Mientras McAvoy traga saliva con esfuerzo por su garganta seca, alguien llama débilmente a la puerta. Desde un punto de vista logístico, se pregunta si hay espacio físico para abrirla.
—Abra usted, Hector —dice Pharaoh con voz cansada.
McAvoy se apoya en el picaporte y abre la puerta, retirándose hacia atrás e intentando hacer caso omiso del ligero contacto que su trasero establece con la rodilla de Pharaoh.
Helen Tremberg está en el umbral, sorprendida de verlo allí.
—¿Sargento?
—Es solo el gorila de la puerta —oye decir a Pharaoh tras él mientras esta se baja del escritorio. Aparece a su lado, presionando su cálido cuerpo contra el suyo. Su perfume y su aliento a whisky hacen que a McAvoy se le pongan los pelos de punta.
—Jefa —dice Tremberg aliviada—, ha llegado la identificación del cuerpo del hospital.
—Han sido rápidos —dice Pharaoh.
—Les pedí el favor. No hacen falta muchas zalamerías para que el tipo de la científica haga un análisis de las huellas dactilares a toda prisa y prepare una muestra de ADN. Aún estamos esperando la ficha dental, pero la identificación tiene sentido.
—¿Y bien?
—Trevor Jefferson —dice Tremberg—. Treinta y cinco. El último domicilio conocido fue un apartamento en Holderness Road. Un cuarto con derecho a cocina, para ser exactos. Encima de la oficina de apuestas.
—¿Y cómo acabó en la casa de Orchard Park? —pregunta Pharaoh, y en su voz McAvoy cree captar la esperanza de recibir una respuesta fácil.
—Eso es lo más raro —responde Tremberg—. Vivió en Orchard Park. Con su esposa, dos hijos y un hijastro. A un tiro de piedra de dónde lo encontraron.
McAvoy siente que se le encoge el pecho. Es como si supiera lo que Tremberg está a punto de decir.
—¿Y entonces qué? ¿Se cogió una curda y se olvidó de dónde estaba? ¿Creyó que aún era el año 2003? ¿Se metió en la primera casa que parecía habitable, se quedó dormido en el sofá con un pitillo en la boca y se achicharró? ¿Alguien se enteró, pensó que era una buena forma de ajustar viejas cuentas y acabó el trabajo en el hospital?
El tono de optimismo en la voz de Pharaoh suena forzado.
—Aún no he llegado a la parte extraña del asunto —responde Tremberg haciendo una mueca.
—Prosiga —dice Pharaoh con un suspiro.
—El motivo por el que abandonó Orchard Park fue que su casa ardió. Con su mujer y sus hijos dentro. Fue el único que salió vivo. Los bomberos pensaron que el incendio había sido provocado, pero nunca se detuvo a nadie.
McAvoy mira al suelo mientras Pharaoh clava la vista en su rostro. De algún modo tiene la impresión de que ella cree que es culpa suya.
—¿McAvoy? —dice como si exigiera una explicación.
—No sé, señora.
Ella se vuelve hacia Spink. Éste levanta las manos y se encoge de hombros, aliviado de no estar implicado en el asunto. De estar en Hull solo para escribir un libro y poder salir pitando de allí enseguida.
—Stein tendrá que esperar —dice al final—. McAvoy, usted y Tremberg encárguense de esto. Quiero todos los detalles sobre esos incendios. Sobre los sospechosos. Sobre la víctima. Los propietarios de la casa. Helen, ponga al día a McAvoy y vayan a Orchard Park.
Tremberg parece turbada. McAvoy se da cuenta de que cree que la están apartando del caso Daphne. Quizás sea así.
—Jefa, ya estoy agobiada con el caso Cotton…
—Lo sé, Helen —dice Pharaoh, pasando la mano alrededor de McAvoy para darle un cariñoso apretón en el brazo—. Pero necesito a alguien en quien pueda confiar. Vigile a este grandullón, ¿vale?
Tremberg se tranquiliza y asiente. Esboza una sonrisa. Dirigida a Pharaoh y a nadie más. No quiere mirar a McAvoy. Éste se pregunta si es que está enfadada con él o solo demasiado decepcionada para mantener las formas.
—De acuerdo —dice Pharaoh mirando el reloj—. Son más de las diez, lo que significa que mis hijos se estarán acostando solos o se habrán apoderado del barrio y la pequeña Ruby se habrá hecho la reina. Conozco el escenario en que me muevo.
McAvoy acepta la sugerencia. Tras un gesto de asentimiento casi imperceptible, sale del despacho y nota cómo el calor del pasillo añade otro barniz de color a sus encendidas mejillas. La puerta se cierra tras él y al otro lado oye a Pharaoh decir «¡Joder!».
—La cafetería que está en la esquina de Goddard —dice Tremberg por encima del hombro mientras se aleja por el pasillo—. Mañana a las siete. Empezaremos a llamar a las puertas mientras aún estén roncando.
McAvoy la ve marcharse.
Se detiene un momento sin saber en cuál de las numerosas sensaciones que se arremolinan en su estómago centrarse.
Se pregunta si está mal emocionarse.
Y se deja llevar por una sensación de placer porque esta noche llegará a casa a tiempo de hacerle el amor a su mujer y contarle que hoy, de algún modo, ha hecho algo importante. Que es un policía nato. Y que en el fondo de su ser una pequeña voz le dice que todo esto está relacionado y que el único hombre que puede unir los puntos para formar el dibujo final es su marido.