15:22 horas. Linwood Manor.
En el profundo y oscuro Lincolnshire.
A dos horas de casa.
«Muy elegante», piensa McAvoy mientras los neumáticos se detienen sobre el patio empedrado delantero y levanta la vista hacia el imponente edificio de ladrillo rojo. Se fija en las enormes puertas de roble, de dos hojas y abiertas, a través de las cuales se aprecia un suelo embaldosado con esmero.
«Una mansión de estilo victoriano reformada, rodeada de casi dos hectáreas de terreno boscoso». McAvoy creyó que había pinchado en un enlace erróneo y llegado a la página de un hotel rural de lujo cuando navegaba por un laberinto de sitios web relacionados con salud mental y descubrió la dirección que andaba buscando.
Gestionada por una empresa internacional especializada en tratamientos de desintoxicación, trastornos de personalidad extremos y casos de dependencia alcohólica, la página se enorgullecía de una tasa de éxito del noventa por ciento y presentaba lo que podría haber sido considerado un mes de abstinencia agónica como unas vacaciones en el paraíso.
Aunque solo es media tarde está oscureciendo, y la nube de nieve gris que pronto se abrirá de forma impetuosa e inundará Hull aquí ya se ha desgarrado. Un confeti de gruesos copos blancos cae con fuerza desde el cielo y McAvoy agradece llevar su abrigo largo hasta la rodilla mientras sube los escalones y cruza las puertas, sintiendo cómo el viento tensa los dobladillos de sus pantalones y casi le hace resbalar en las baldosas mojadas.
Una mujer sonriente, de mediana edad, con una blusa blanca y el pelo teñido de un color negro bastante natural, está sentada tras el mostrador de caoba de la recepción. Un jarrón de gerberas y gipsófilas se alza sobre la superficie reluciente y pulimentada. A su izquierda hay un soporte con prospectos satinados y listas de precios. Sería imposible entrar un momento a coger un folleto sin pasar por delante de ella. Imposible, también, no hacer un gesto de saludo en respuesta a su amplia y resplandeciente sonrisa. Difícil volver a salir sin entablar conversación con ella y quedar convencido al cabo de veinte minutos de que Linwood Manor es el mejor lugar para uno mismo, sus seres queridos y su dinero.
—¿Qué tal? Qué día tan horrible, ¿verdad? Pero usted parece ir vestido para la ocasión. ¿Cree que cuajará? Es posible que al final tengamos unas Navidades blancas. Hace años que no las tenemos. Creo que nuestros huéspedes lo agradecerían. El año pasado lo pasamos muy bien. ¿En qué puedo ayudarle, querido?
McAvoy tiene que hacer un esfuerzo mental para no retroceder ante la inapelable vehemencia de su jovialidad. Aunque es delgada, le recuerda a una cocinera victoriana gorda y feliz, de brazos grandes y harinosos y cara enrojecida. Compadece a los pobres borrachos de paso torpe que deben tratar con ella antes de comenzar sus programas de desintoxicación. «Veinte segundos más en su compañía», piensa McAvoy, «y necesitaré una botella de coñac».
—Soy el sargento Aector McAvoy. Detective de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado del CID de Humberside. Me gustaría…
—¿Delitos graves? ¿Acaso no son graves todos los delitos? Como si no fuera grave que le birlen a uno la bicicleta. Es lo que le pasó a mi sobrino, y se disgustó tanto…
Sigue parloteando sin parar, hasta que McAvoy siente el deseo de traspasar el mostrador y apretarle los labios con fuerza. Nunca pierde la sonrisa, pero esta no llega a asomar en sus ojos, lo que recuerda unas luces que alguien dejó encendidas en las ventanas de una casa abandonada.
—Se trata de uno de sus pacientes —dice, aprovechando que ha hecho una pausa para tomar aliento—. Russell Chandler. Llamé antes, pero no conseguí comunicar con ustedes.
—Oh, hemos tenido innumerables problemas. Seguramente por el tiempo. Los correos electrónicos e Internet tampoco han funcionado bien.
McAvoy se pasa la lengua por los labios y contrae el rostro para mostrar los dientes. Por hoy ha tenido bastante. Aunque se había cubierto las espaldas al hablar con el ayudante Everett y decirle que Barbara Stein-Collinson había solicitado su ayuda para atar algunos cabos sueltos en relación con la muerte de su hermano, Trish Pharaoh lo había llamado irritada al enterarse de que el responsable de su oficina había ido a hacer un recado a uno de los jefes.
—Dígale que no, estúpido —había gritado por el teléfono—. Estamos investigando un asesinato, por Dios. Ahí es donde falla, McAvoy. Cuando intenta hacer demasiadas cosas para demasiada gente y acaba cabreando a todo el mundo.
Solo había colgado cuando McAvoy le transmitió un motivo de preocupación más importante: el mensaje de Colin Ray sobre su intención de llevar un sospechoso a la comisaría.
—Russell Chandler —repite con claridad—. Creo que es uno de sus pacientes.
La recepcionista interrumpe su sonrisa.
—Me temo que esa información es confidencial.
McAvoy no habla. Solo la mira un instante con una expresión que podría derretir la pantalla de un ordenador.
—Es importante —dice al cabo de un rato, y aunque no está seguro de que la frase sea cierta, se da cuenta de que está empezando a creérsela.
—Son las reglas de la casa —responde con un aire de suficiencia. Pese al aire frío que entra por las puertas abiertas, McAvoy siente que el sudor le corre por el cuello. Está seguro de que si arma un escándalo podrá conseguir ver a Chandler. Pero ¿y si presentan una queja? ¿Cuál sería su excusa? Chandler no es el sospechoso en ninguna investigación. Ni siquiera es un testigo en sentido estricto. No es más que un ápice de información adicional en un caso que no pertenece a su territorio. Y además, se pregunta, ¿sería ético hablar con alguien en un lugar como éste? ¿En un momento en el que esa persona está buscando ayuda para afrontar sus problemas? Oh, por el amor de Dios, Aector, ¿qué coño has hecho?
Se aparta del mostrador, con aire inseguro.
—Perdone, ¿ha mencionado usted mi nombre?
McAvoy se gira. En la puerta de entrada hay dos hombres. Uno lleva ropa de deporte… Sudadera con capucha, cerrada con cremallera hasta la barbilla, gorro de lana encajado en la cabeza y unos pantalones de chándal remetidos debajo de unas medias de fútbol. Trota ligeramente sobre el suelo y el pequeño rostro que asoma bajo el gorro y el capuz está congestionado y enrojecido. El otro hombre es de menor estatura y casi esquelético. Viste unos pantalones de pana holgados, zapatillas de loneta y una camisa de leñador forrada por dentro sobre una camiseta con cuello de pico. Tiene la cabeza afeitada, pero la luz del vestíbulo revela que sería calvo aun sin la intervención de la cuchilla de afeitar, y su perilla oscura está moteada de gris. Lleva unas gafas que, incluso desde lejos, parecen cubiertas de polvo y suciedad.
—¿Estaba nuestra conserje poniéndole las cosas difíciles? —pregunta con una sonrisa, haciendo un gesto hacia la recepcionista. McAvoy detecta un dejo de Liverpool en sus palabras—. Es tremenda, nuestra Margaret —dice—. ¿Verdad, cariño?
McAvoy se vuelve para mirar a la recepcionista, pero esta ha puesto los ojos en blanco, se ha girado hacia la pantalla de su ordenador e intenta ignorar la conversación. Cuando McAvoy vuelve la cabeza, Chandler está a su lado con la mano extendida.
—Russ Chandler —saluda, y mientras le estrecha la mano McAvoy siente como si agarrara un montón de ramas secas.
—Sargento detective Aector McAvoy.
—Lo sé —dice Chandler con una amplia sonrisa—. Solía trabajar en su territorio. Conocí a Tony Halthwaite bastante bien. Y también a Doug Roper. A todos les cerraron la boca, ¿eh?
McAvoy piensa: «¿Cómo coño lo sabe todo el mundo?».
—Preferiría no…
—No te apures, amigo. Mis labios están sellados. A menos que tengas una botella de whisky encima, en cuyo caso se abrirán completamente.
Mira por delante de McAvoy y sonríe a la recepcionista.
—Solo bromeaba, cariño.
En la puerta, el hombre con ropa deportiva ha acelerado el ritmo de su trote estacionario. Levanta las rodillas cada vez más. Parece saber lo que hace.
Chandler se da cuenta de que McAvoy está mirando y se gira hacia su compañero.
—Ve por delante, amigo. La ruta habitual. Levanta bien los brazos. Te veremos en el banco.
Con apenas un gesto, el tipo desaparece de la puerta. McAvoy oye sus rápidas pisadas sobre el empedrado. Mira a Chandler con curiosidad.
—Compañero de habitación —dice a modo de explicación—. Nos ponen por parejas y así siempre hay alguien durante la noche para asegurarse de que no nos suicidamos.
—Es su deporte, ¿no? Lo suyo es el boxeo, ¿verdad?
—Escribí un libro hace años. Sobre un tipo de Scunthorpe que había participado en unos doscientos combates profesionales. Del estilo de Diario de un aspirante. De hecho es un buen libro. Me aficioné entonces. ¿Le apetece una pelea?
—Boxeé un poco en el colegio. Y algo más en la universidad. Era difícil conseguir que la gente se metiera en el cuadrilátero conmigo. Siempre he sido el más grande del gimnasio.
—Ya lo veo —dice Chandler, sonriendo sin malicia—. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
—¿Hay algún sitio donde podamos charlar, señor Chandler? Se trata de Fred Stein.
Chandler asoma el labio inferior de manera guasona y alza las cejas en un gesto de sorpresa.
—¿Fred? No estoy seguro…
—No tardaremos mucho.
Chandler asiente, aparentemente impasible ante la perspectiva.
—¿Le importa caminar y charlar? He prometido a mi joven compañero que le cronometraría.
McAvoy asiente con gentileza, contento de que la cosa marche.
Mientras abandonan el vestíbulo, descienden los escalones y salen al aire cada vez más oscuro y a las rachas de nieve, McAvoy advierte que su acompañante cojea de la pierna derecha. Recuerda lo que Caroline le dijo. Mira hacia abajo. Chandler se gira y levanta la cabeza para mirar a McAvoy mientras caminan.
—Amputada —dice simplemente—. El precio que pagas si te gustan los pitillos y alimentarte de beicon. Llevo una de esas falsas debajo de los pantalones. Se las recomendaría a cualquiera que esté interesado en perder peso. Te quitas la pierna y de repente pierdes tres kilos y medio.
McAvoy no sabe si darle una palmada en la espalda o mostrarle una sonrisa de aliento, así que decide dejarlo pasar.
—Fred Stein —dice mientras avanzan por un sendero de gravilla bien cuidado hacia una fila de árboles de hoja perenne—. ¿Se enteró de lo que ocurrió?
—Sí, claro —responde con un suspiro que se transforma en tos. Es un sonido seco. Enfermizo—. Pobre diablo.
—Caroline Wills me dijo que usted fue quien consiguió que accediera a hablar. Quien lo localizó y negoció el acuerdo.
—Algo así.
—Cuando lo vio, ¿hubo algo en su comportamiento que sugiriera que pensaba quitarse la vida?
Chandler se detiene. Están a unos cuatrocientos metros del edificio. Estira el cuello para ver si alguien asoma la cabeza por la puerta principal, luego se inclina y se sube la pernera del pantalón. Agarra la extremidad por la rodilla y con un tirón rápido separa la pierna por debajo de la articulación. Sin mirar, mete la mano en la falsa pierna y saca un cigarrillo y un mechero. Lo enciende y aspira el humo hacia el interior de sus pulmones con ansiedad. Parece una experiencia casi religiosa. Sin decir palabra, se inclina de nuevo y encaja la pierna en su sitio. Alza la vista con una sonrisa que pretende ser pícara, pero resulta más bien horrible y extraña al alterar un rostro tan poco sano.
—¿No le dejan? —pregunta McAvoy sonriendo sin ganas.
—Tienes que firmar un contrato cuando ingresas —dice en tono de desprecio—. Nada de pitillos. Nada de chocolate. Ni de puñetera azúcar. Todo es parte del programa, al parecer. No te pueden desintoxicar si tú sigues metiéndote toxinas.
—¿Y no cree que quizás debería hacerles caso?
—Oh, no hay duda de que tienen razón, sargento. Pero es lo que tienen las adicciones. Son difíciles de abandonar.
—Pero el dinero que se está gastando aquí quizás merezca el intento…
—Hago todo lo que puedo —dice, apartando la mirada y exhalando una bocanada de humo—. He estado en sitios como este tres veces antes. Salgo lleno de esperanza y un día después estoy de nuevo en un bar dándole al whisky. Sé que lo haré incluso antes de cruzar las puertas de salida. Lucho con algo que es irreversible. La idea de no volver a fumarme un cigarrillo. De no volver a echar un trago. ¿De qué coño vale?
—Su salud, sin duda…
—¿Para quién quiero estar sano? Estoy solo, amigo. No tengo hijos. Ni parienta. Ni adorables admiradoras desesperadas por acostarse conmigo. Tengo que pagar para publicar mi propio trabajo de mierda.
Eso último lo ha dicho con una repentina descarga de veneno y McAvoy percibe el modo en que sus mandíbulas aprietan con fuerza el cigarrillo.
McAvoy rememora rápidamente los breves detalles que ha conseguido en Internet sobre este hombre. Había encontrado su firma en varios artículos publicados en diversos sitios web de especial interés y en periódicos nacionales, pero la mayoría de referencias procedían de una editorial con sede en Surrey. Russ Chandler había escrito varios libros publicados por él mismo. Algunos eran sobre los gloriosos días de la industria pesquera, otros sobre historia local, y había un par de volúmenes sobre crímenes sin resolver en diversas ciudades del norte. Todos ellos iban acompañados de un perfil del autor que revelaba que Chandler había nacido en Chester en 1966 y había pasado unos años en el ejército antes de dedicar todo su tiempo a escribir. Había trabajado como agente de seguros y gerente en una empresa de transportes. Había vivido en Oxford, East Yorkshire y Londres, y ahora residía en East Anglia. Su último libro había sido publicado hacía cuatro años, una biografía de tres pilotos del Mando de Bombardeo de la Fuerza Aérea que habían participado en el ataque aéreo contra Dresde en la Segunda Guerra Mundial. McAvoy había leído el extracto y se había quedado impresionado.
—No diré nada —dice McAvoy mientras el escritor da una calada con complacencia.
—Gracias —responde, haciendo una pequeña reverencia teatral. Luego le ofrece el paquete—. ¿Fuma?
—No —contesta McAvoy meneando la cabeza. Después añade en tono familiar—: Mi mujer, sí.
Chandler le mira con una ligera sonrisa de satisfacción.
—¿Quiere llevarle uno?
McAvoy se pregunta si se está riendo de él. Siente que la irritación le hormiguea en el pecho.
—No, gracias. Está embarazada de siete meses. Llegamos al acuerdo de que solo fumaría tres al día. Un vaso de vino…
Se detiene y mira al suelo.
—¿A ella le gusta beber?
McAvoy levanta la cabeza y descubre que Chandler le está mirando con atención. Trata de olvidar el asunto haciendo un gesto con la mano, pero Chandler siente curiosidad.
—Tal como lo ha dicho…
McAvoy se encoge de hombros. Piensa que no tiene mayor importancia.
—Hemos perdido bebés antes —dice—. Éste es nuestro cuarto intento de tener un segundo hijo.
Chandler estira el brazo y apoya la mano en el ancho hombro de McAvoy.
—Rezaría por usted si creyera en esas pamplinas. Pero no creo. Así que solo le deseo lo mejor.
McAvoy esboza una media sonrisa. Asiente en señal de agradecimiento, y en seguida nota que los labios le tiemblan y los ojos se le nublan al darse cuenta de que ha hecho aparecer a Roisin como culpable de que los embarazos nunca llegaran a término.
—No fue por el tabaco —dice en tono defensivo—. Y los vasos de vino son pequeños. Ella conoce sus límites…
—Yo no los conocería —dice Chandler con sosiego, y McAvoy se pregunta si acaba de hacer que la entrevista sea para él más difícil de lo que debería.
—Mi padre siempre decía que la fuerza de voluntad es lo fundamental —dice McAvoy rápidamente—. Decidir si eres fumador o no fumador y atenerse a la decisión. Yo no fumo. Mi mujer, sí. Son cosas de la vida.
—Parece un tipo inteligente.
—Lo era. Lo es.
—¿También es policía?
—No —responde McAvoy apartando la vista—. Tiene arrendada una finca agrícola. Cerca del lago Ewe. Al oeste de las Tierras Altas escocesas. Su familia lleva trabajando la misma parcela de terreno desde hace más de cien años.
—¿De verdad? —pregunta Chandler con interés—. He leído sobre los aparceros. Una vida dura, según he oído.
—Sí —dice McAvoy, que duda entre seguir hablando de su infancia, rascando los bordes de esa costra húmeda, o regresar a Fred Stein—. Y una forma de vida en vías de extinción.
—Eso he oído. Hoy día, todas las fincas agrícolas se están convirtiendo en casas rurales para turistas, según he leído en The Times. ¿A su padre no le interesa eso?
—Antes se arrancaría los brazos —responde McAvoy, más para sí mismo que para su acompañante—. Mi hermano y él siguen trabajando la tierra.
—En cambio usted no —dice Chandler con voz leve. Suave. Que invita a proseguir.
—Le dediqué diez años —continúa—. Luego me fui a vivir con mi madre. Una vida de ciudad. O al menos, toda la vida de ciudad que puedes tener en Inverness. Allí estuve un año. Después entré en un internado, costeado por mi padrastro. Un cierto choque cultural. La Universidad de Edimburgo. Hice tres años de una licenciatura de cinco. Y al final esto. Policía. Yorkshire. Hull. Marido y padre. A mi padre no le sería de ninguna ayuda ahora. En realidad creo que nunca lo fui.
—Una pena —dice Chandler, y parece sincero.
McAvoy asiente. Quisiera ser capaz de pensar en su antigua vida, en su antigua familia con un sentimiento que no fuera de tristeza.
Permanecen en silencio un rato hasta que recuerdan por qué están juntos.
—¿Y bien?
—Ah sí, Fred. En su época fue una noticia importante. Antes de mi época, claro. Yo era un niño cuando ocurrió. Pero trabajé un tiempo en Hull y era imposible no oír hablar del Invierno Negro. El caso es que conocí la historia de Fred Stein hace años. El Yorkshire Post tenía una oficina en Ferensway y en las paredes había primeras páginas enmarcadas. Un día, tomando una lata de cerveza con un viejo amigo del Sun que solía compartir allí un despacho, me puse a leer una primera plana de los años sesenta. Hablaba de un tipo que había sobrevivido. Consiguió subirse a un bote salvavidas con dos compañeros de tripulación y estuvo a la deriva hasta llegar a un remoto e inhóspito lugar en Islandia. Caminó a campo través hasta que un granjero de la zona lo encontró. Todo el mundo lo había dado por muerto. Registré la información en el fondo de mi cerebro. Es como si estuviera ahí enlatada.
—¿Lo conoció personalmente en esa época?
—No, no. Para mí él solo era una historia. Pensé que un día podría intentar localizarlo para hablar de ello. Ahí podía haber un libro. Eso es lo que hago, ¿sabe? Publico al menos un libro al año. Puede comprarlos en las librerías, en la sección de interés local, o pedirlos a través de la página web de la editorial. Se venden bastante bien, a fin de cuentas. Fred parecía un tema ideal, pero nunca logré ponerme a ello.
—Hasta…
—Bueno, esa Caroline, de Wagtail. La conocí durante la investigación del Dunbar. Una chica agradable, aunque un poquito presuntuosa. No tenía la menor idea sobre la industria pesquera y estaba dispuesta a pagar si la ponía en antecedentes. Ésa es mi especialidad. Le conté con pelos y señales la historia de la flota local; los personajes, los nombres. Teorías, contactos. Se quedó encantada. Y ahí es cuando Fred Stein me vino a la mente. Le hablé de él, no pensé más en el asunto, y entonces, el año pasado, ella se puso en contacto conmigo y me dijo que creía que podía haber un documental en esa historia.
Han llegado a la fila de árboles y de pronto la oscuridad se ha hecho más impenetrable. Chandler señala un banco de hierro forjado y ambos se sientan. McAvoy está encorvado dentro del abrigo, pero aún así nota el viento cortante sobre los escasos centímetros de piel que quedan al descubierto. Se pregunta cómo puede soportarlo Chandler, que está en los huesos y lleva solo una camisa y una camiseta. Parece muy frágil y despide un ligero tufo, señal de que incluso sin cigarrillos su aliento sería un penacho de humo gris.
—¿Y por dónde se empieza con algo así? Para localizarlo, me refiero.
—No es difícil —dice con desdén—. Se empieza por la última dirección conocida, se llama a los teléfonos y se escriben cartas. La comunidad pesquera es pequeña y tiene buena memoria. Al cabo de una semana lo localicé en Southampton. Las tres primeras veces me colgó el teléfono, así que le escribí una amable carta con mis datos y él se puso en contacto conmigo. Le eché un discurso. Le dije que era la oportunidad de cerrar ese capítulo de su vida. Honrar a sus compañeros de tripulación. Despedirse. Contar su parte de la historia. A decir verdad, no creo que estuviera muy interesado, pero cuando mencioné que estaban dispuestos a pagar cambió de parecer. No digo que fuera un mercenario o algo así. No hay nada malo en la codicia. Quería unas cuantas libras para su vejez, eso es todo.
—¿Y entonces se vieron?
—Solo una vez. Caroline estaba en Estados Unidos y necesitaba que el acuerdo quedara zanjado. Me trasladé a gastos pagados y nos tomamos unas cervezas en su pub habitual. Un viejo agradable en verdad. Hubiera sido mejor un libro que un programa de televisión, pero mis posibles no alcanzan. Así va el mundo ahora. Intentas conseguir un contrato para un libro y ves que a la gente le importa un bledo. Todo son biografías de famosos y jodidas memorias sobre miserias personales.
El veneno vuelve a la voz de Chandler. McAvoy advierte que empieza a rebuscar debajo del banco con la mano izquierda y de pronto saca una botella de whisky de malta.
—Buen chico —dice mientras destapa la botella y echa un buen trago.
En la creciente oscuridad, McAvoy observa a Chandler con ojos como platos, extrañamente impresionado. Ve la silueta de ese pequeño hombre cambiar de forma mientras levanta la botella y la mantiene en alto al final de su brazo largo y huesudo.
—La página web dice que estar aquí cuesta cinco mil a la semana —dice McAvoy moviendo la cabeza—. Un dinero bien gastado, ¿eh?
—No sé si me produce más placer beber o hacer travesuras —contesta sonriendo.
—Supongo que no encontró la botella por casualidad.
—Mi joven compañero de habitación —ríe—. Haría cualquier cosa por mí.
—Seguro que sí.
Permanecen sentados veinte minutos más. El crepúsculo vespertino se convierte en noche oscura. La nieve se posa con poco entusiasmo sobre la gravilla mojada y luego desaparece. Hablan de Hull. McAvoy tirita y hunde las manos en los bolsillos.
Al final, la conversación retorna a Stein.
—No ha preguntado por qué esto es asunto del CID de Hull —dice McAvoy mientras ve cómo Chandler remata la botella de whisky sin haberle ofrecido ni un trago.
—Su hermana está casada con un miembro de la Autoridad Policial —dice Chandler haciendo un gesto con la mano—. Supongo que estará usted haciéndole un favor a alguien.
McAvoy baja la cabeza y piensa que le gustaría ser tan astuto y estar tan al corriente como este escritorzuelo alcohólico.
—Entonces, ¿qué le digo a su hermana?
—Dígale que Fred era un buen hombre. Un tipo agradable lleno de historias. Que no le importaba hablar de él cuando tenía una pinta en la mano, y que le aterrorizaba embarcarse en aquel condenado carguero con un equipo de televisión que quería hacerle bailar como si fuera un mono.
La irritación hace de nuevo acto de presencia. La amargura. Podría incluso llamarse rabia.
—Parece que no tiene usted mucho tiempo para el periodismo televisivo.
—Se ha dado cuenta, ¿verdad? —espeta Chandler mientras enciende su último cigarrillo—. Buitres con chequeras.
—Pero trabajó para ellos, sin embargo —señala McAvoy con toda la diplomacia que puede.
—¿Qué otra jodida opción me quedaba? Nací con un condenado don, hijo. Sé escribir. Dos dones, si contamos la habilidad para hacer a la gente hablar. Debería estar en todas las puñeteras estanterías del país. Tengo un estudio en East Anglia y aunque tuviera carné de conducir no podría comprarme un coche. Utilizo los escasos derechos de autor que me proporciona un libro para pagar los gastos de publicación del siguiente.
—Señor Chandler, yo…
—No, hijo, no, ha dado usted en el clavo. Soy un total fracaso como escritor. He recibido más cartas de rechazo de editores de las que puedo soportar. Pero pones a Caroline Wills delante de la cámara y un cheque abultado en manos de un anciano, y sacas oro a la jodida televisión. Todo obra mía. ¡Mi idea!
McAvoy mueve las manos para pedir a Chandler que hable más despacio.
—¿Su idea? Creía que la señorita Wills se había puesto en contacto con usted…
Chandler desecha su comentario con un gruñido de enfado.
—Tengo millones de jodidas ideas. Un cuaderno lleno. Si consigo esbozar un buen puñado, quizá un día alguna editorial se muestre interesada. Fred estaba ahí. Una idea que tuve. Un libro sobre gente que sobrevivió. Los que lograron huir. Los individuos que escaparon cuando nadie más salió vivo. Ni siquiera me había puesto a buscarlo, ni a él ni a ninguno de los otros, cuando las cartas de rechazo se acumularon en mi felpudo. Así es mi vida, hijo. Para eso estoy aquí. Para eso estoy en esta puta vida.
Chandler se ha puesto en pie. En la penumbra, McAvoy ve la punta encendida de su cigarrillo moviéndose de un lado a otro, de arriba abajo, girando en su boca como si estuviera encajado entre los labios de una vaca que rumia.
—Señor Chandler, si hace el favor de calmarse un momento…
Chandler apaga el cigarrillo en la palma de la mano. Se guarda la colilla en el bolsillo.
—¿Hemos terminado?
McAvoy, con la cara roja, desconcertado, irritado y confuso, no sabe qué decir. Simplemente asiente. Despide a Chandler apartándose de él y se vuelve a sentar en el banco. Oye cómo sus pisadas se alejan cojeando. Le duele la cabeza. Su mente es una mezcolanza de buenas intenciones, culpa y una intuición en la que no acaba de confiar.
«¿Por qué he venido aquí?», se pregunta. «¿De qué coño ha servido?»
Mientras regresa al coche, siente como si tuviera cien años. Quiere descargar su mente en la base de datos y borrar los detalles que no son importantes. Buscar conexiones. Ver qué es lo que le dice el subconsciente.
Cierra la puerta tras el furioso remolino de nieve. Cierra los ojos.
Enciende el teléfono móvil.
Escucha los mensajes.
La bronca de Pharaoh.
La orden de llamar a Helen Tremberg en cuanto pueda.