Capítulo 10

—Solo bebió tres pintas, Hector —le había recriminado Pharaoh desde la puerta del centro de coordinación, como si fuera la directora de un colegio a la busca de quienes han hecho novillos, riendo mientras McAvoy subía las escaleras a toda prisa, con la cara congestionada y jadeante, y la bandolera se le enganchaba en la barandilla y le frenaba como si le hubieran echado un lazo—. Un día me encantaría verle a usted después de una sesión en mi casa. No saldría de la cama en dos semanas.

Vestía una falda de cuero rojo hasta las rodillas y una rebeca negra ceñida que acentuaba su impresionante busto. Llevaba maquillaje espeso y el pelo perfectamente arreglado. Había bebido el triple que McAvoy la noche pasada, pero de no ser por los oscuros semicírculos bajo sus ojos, podría parecer que acababa de regresar de unas vacaciones a bordo del yate de un amante viejo y adinerado.

—Lo siento, señora, el tráfico y Fin, y…

—No se apure —había dicho con una sonrisa—. Nos las arreglamos sin usted.

—Lo oí en la radio —dijo resollando—. ¿Un incendio en una casa? En Orchard Park.

Ella asintió.

—Se lo hemos pasado a los chicos de Greenwood. No podemos prescindir de efectivos. El sargento Knaggs se está encargando de ello. Creo que le sentó un poco mal recibir mi llamada y enterarse de que no había sitio para él en el caso de Daphne.

El caso de Daphne, advirtió McAvoy, no el caso Cotton. Pharaoh estaba realmente afectada.

—La cosa está clara, ¿no?

—No estoy segura. Quienquiera que fuese el hombre achicharrado, no es el propietario de la casa. Éste ya estaba en el hospital. Es uno de los vecinos honrados de la urbanización. Un viejo agradable. Su mujer está con su hija en uno de esos feudos de los Tories. En Kirk Ella, creo. Al parecer la hija pegó un bote de alegría cuando se enteró de que la casa había sido pasto de las llamas. Ya le gustó menos cuando los agentes mencionaron que habían encontrado a un ser humano chamuscado en el sofá. No tiene ni idea de quién puede ser. De todos modos, dudo mucho que podamos hablar con él. Tiene quemaduras en el noventa por ciento de su cuerpo. Apenas le queda cara. Los órganos internos están prácticamente abrasados. Es evidente que se utilizó un acelerante, pero los de la científica no pueden decirnos mucho más. El tipo está en el nuevo módulo del hospital Hull Royal, pero es probable que lo trasladen a Wakefield. No sé por qué. A menos que tengan un traje como esos de neopreno hecho de piel para meterlo dentro, lo lleva claro.

McAvoy asintió. Tenía cierto interés en el incendio de Orchard Park, pero siendo sincero debía admitir que cuando oyó la noticia en la radio pensó que la víctima era un drogadicto o un ladrón. Una verdadera lástima, pero no una tragedia. Alguien debía dedicarle tiempo. Pero no él necesariamente.

—¿Así que me perdí el análisis post mórtem?

—Agradézcalo —dijo—. Hasta Colin Ray mantuvo la boca cerrada.

—¿Resultado?

Pharaoh no había necesitado consultar sus notas. Lo recitó de un tirón, sin ninguna emoción, mirándole a los ojos sin fijarse realmente en él.

—Ocho machetazos distintos, todos hasta el hueso. El primero le rompió la clavícula. Un golpe dado por encima de la cabeza con la mano derecha. Seis cuchilladas más en la misma zona dejaron ese hueso hecho astillas. Un fragmento le perforó el tórax. Y, por último, mientras yacía en el suelo, un golpe definitivo justo en el corazón. Antes de que retirara la hoja del machete ya debía de estar muerta.

McAvoy cerró los ojos. Trató de respirar con sosiego.

—Entonces pretendía realmente matarla, ¿no? El golpe final fue tan…

—Concluyente —asintió Pharaoh—. Sin duda la quería muerta. No sabemos quién es, por qué quería matarla o por qué eligió hacerlo en una jodida iglesia llena a rebosar, pero sabemos que estaba totalmente decidido a hacerlo.

McAvoy observaba mientras ella se clavaba los nudillos en la frente. Torcía la mandíbula. Cerraba con fuerza los ojos. Se estaba enfadando.

—¿Qué más?

—Una prueba de lo que su joven amiga le contó anoche. La señal de una vieja cicatriz en la clavícula. En el mismo lado. El patólogo apenas pudo verla debajo del destrozo causado por las heridas, pero estaba allí. Esto ya le había ocurrido antes.

—¿Qué vamos a hacer con esta información, señora? ¿Ha alertado a los del equipo?

Pharaoh asintió.

—No sabemos lo que significa, pero hay que investigarlo. Era tan reducido el número de personas que lo sabían que podría ser una horrible coincidencia, pero me parece difícil de creer. Colin Ray se lo tragó como si fuera una empanada de carne. En cuanto lo mencioné ya lo tenía decidido. Fue algún refugiado africano que acabó lo que habían empezado. Salió de aquí quejándose de los extranjeros que acaban sus negocios sucios en Yorkshire. Pero no creo que esa sea realmente la solución del caso.

McAvoy permaneció en silencio. Era de la misma opinión.

—Según los informes de toxicología, no tenía en su cuerpo más alcohol que un sorbo del vino de la comunión. Estaba algo resfriada. Y era virgen.

Después Pharaoh se había dado la vuelta, incapaz de continuar.

—Los teléfonos del centro de coordinación son todo suyos —había dicho por encima del hombro mientras se encaminaba hacia las escaleras—. Considérese el jefe de la oficina si así lo desea. Solo asegúrese de que los agentes y el personal de apoyo no dicen ninguna tontería. Tengo que marcharme y ver a la familia. El Hull Daily Mail quiere que conteste algunas preguntas. El jefe superior quiere que le dé novedades a las tres. ¡Como si tuviera algo que decirle! Hay un montón de grabaciones del circuito cerrado de televisión por revisar, si es que encuentra cinco minutos.

Luego, más como una esposa que como un superior, se había girado, le había regalado una sonrisa y había dicho:

—He recibido felicitaciones por su información. Pensé que le gustaría saberlo.

Eso había ocurrido hacía dos horas, y la mañana había sido nefasta. Las primeras tres llamadas telefónicas que recibió apenas contribuyeron a levantarle el ánimo.

Sus pensamientos se deslizan hasta Fred Stein. Hay algo en todo esto que parece no solo peculiar sino incluso misterioso. Entiende el sentimiento de culpa. Sabe lo que significa sobrevivir a un ataque cuando otros han sido menos afortunados. ¿Pero equilibrar la balanza de un modo tan drástico, casi premeditado? ¿Seguir los mismos pasos con un equipo de filmación? ¿Llevar su propio bote salvavidas? No tiene información suficiente sobre Fred Stein para poder valorar su personalidad, su capacidad de odiarse, pero sabe por experiencia que los viejos pescadores de arrastre no son dados a tales extravagancias.

Sale al pasillo y deja un mensaje telefónico para Caroline Wills, la realizadora del documental que ha perdido a la estrella de su espectáculo a setenta millas de la costa islandesa.

Regresa a su escritorio. El centro de coordinación sigue tomando forma. Los archivadores han sido colocados en un extremo junto a la pared, los escritorios, dispuestos en parejas como los asientos de un autobús y, cerca de la ventana mugrienta, el mapa grapado al tablero tiene más chinchetas que ayer. Lugares donde el asesino fue visto con seguridad, otros donde podría haber sido visto y algunas conjeturas plausibles. Un oficial uniformado está hablando por teléfono en voz baja, pero por los gestos que hace no parece que tenga ninguna pista interesante. McAvoy ha recibido una docena de mensajes de Tremberg, Kirkland y Nielsen informándole de sus movimientos respectivos. Nielsen está acabando la relación de testigos y perdiendo la paciencia. Vieron, pero no vieron. Oyeron, pero realmente no escucharon. Presenciaron el desenlace, pero no podrían decir de dónde salió el asesino o adónde fue.

Sophie Kirkland está arriba, en el laboratorio de los técnicos, intentando desentrañar el disco duro del ordenador de Daphne Cotton. Hasta ahora, solo ha descubierto que le gustaba visitar páginas web sobre la doctrina cristiana y Justin Timberlake.

Odia reconocerlo, pero está aburrido. No puede seguir con su trabajo habitual porque los expedientes están en Priory Road y, pese a sus reservas, los oficiales están utilizando la base de datos del modo que él había esperado, así que ni siquiera puede hacer una limpieza del sistema.

Suena el teléfono móvil. Es un número oculto. McAvoy se hunde en su asiento y contesta con un claro gesto de alivio.

—Sargento detective Aector McAvoy —responde.

—Lo sé, hijo. Soy yo quien ha llamado —dice el inspector jefe Ray.

—Sí, señor.

Estira la espalda y se ajusta el nudo de la corbata.

—Deduzco que Pharaoh aún está ocupada.

—Creo que está preparando la entrevista con el Hull Mail

—Dispuesta a salir en primer plano, ¿verdad?

McAvoy no dice nada. Lo educado es hacer un pequeño ruido, como una especie de risita, para no enfadar al oficial superior. Pero acaba de insultar a Trish Pharaoh y a McAvoy le ha dolido.

—¿Quería usted algo, señor?

La voz de Colin Ray cambia. Se vuelve agresiva.

—Sí, hijo. Quiero algo. Puede usted decirle que Shaz y yo vamos a llevar a un tipo a la comisaría. Neville el Racista. Bebe en Kingston. Ha accedido a charlar un rato, así que no hay que preocuparse en emitir un comunicado de prensa. Le vamos a dejar que eche un vistazo a una sala de interrogatorios y veremos si eso le refresca la memoria.

A McAvoy se le acelera el corazón. Se pone en pie, demasiado deprisa, y arrastra el teléfono fuera del escritorio.

—¿Cuál es su relación con el asunto? —tartamudea.

—A nuestro Neville no le gustan los extranjeros —dice Ray—. A decir verdad, odia a esos desgraciados. Y tiene un humor de perros. Lo que dijo su amiga la profesora me dejó pensando. Creo que nuestro amigo Neville quería dar una lección a uno de ellos y decidió cargárselo y echarle la culpa a otro. Hacer que pareciera un trabajo que quedó pendiente en África o donde sea. Hay menos de cien metros desde Kingston a la Santísima Trinidad y Terry, el barman, dice que el sábado por la tarde Nev faltó a su cita en el pub durante una hora larga. Ésa no es su rutina habitual. Lo normal es que esté allí mientras está abierto. Neville afirma que fue a comprar un regalo para su nieta, pero…

—¿Nieta?

La incredulidad inunda la voz de McAvoy.

—¿Qué edad tiene?

—Cerca de los sesenta. Pero está fuerte como un toro.

—Inspector jefe. Vi al asesino. Estaba en forma. Era rápido. No creo…

—Solo dígaselo a Pharaoh cuando acabe de acicalarse.

La comunicación se corta.

McAvoy apoya la frente en la mano. Siente correr la sangre en su cabeza. ¿Podría ser tan fácil? ¿Podría ser un simple crimen por odio racial? ¿Un viejo intolerante descargando sus frustraciones? MacAvoy se pregunta lo que un resultado así supondría. Si su propia contribución, por muy decisiva que fuera, sería tenida en cuenta. Si Colin Ray saltaría por encima de Trish Pharaoh en la cadena de mando.

Alza la vista. Una ráfaga de viento agita las ramas desnudas de los árboles delineados como un dibujo al carboncillo detrás del cristal polvoriento. Se acerca una tormenta. Cuando caiga la nieve, se convertirá en una ventisca.

El teléfono de McAvoy suena de nuevo.

—McAvoy —contesta con desánimo.

—¿Sargento? Hola, soy Caroline Wills, de Producciones Wagtail. Ya estoy disponible. ¿En qué puedo ayudarle?

McAvoy acerca su libreta de notas y le quita la caperuza al bolígrafo con los dientes.

Se concentra en Fred Stein.

—Gracias por devolverme la llamada. Se trata de Fred Stein.

—¿En serio? —dice decepcionada—. Creía que podría ser algo relacionado con el caso de Daphne Cotton.

McAvoy se coloca el bolígrafo entre los dientes, como una especie de recordatorio físico que le ayude a medir sus palabras.

—¿Está usted enterada de que hay una investigación por asesinato en curso?

—Solo lo que he oído —dice en tono jovial—. Es terrible, ¿verdad? Pobre chica.

—Sí. Bueno, hablemos de Fred Stein.

—Sí, claro. Un asunto triste. Un anciano agradable. Nos llevábamos bien. Pero usted pertenece al CID de Hull, ¿no? ¿Cuál es la relación?

—La hermana del señor Stein vive por estas tierras. Simplemente está interesada por los hechos relacionados con su muerte y le dije que haría lo posible por aclarar sus dudas.

—Es la esposa del jefe superior de Policía, ¿verdad?

Su tono vuelve a ser risueño. Es un sonido agudo, agradable. Parece de clase media. Claramente del sur del país. McAvoy cree que debe de andar por la treintena, y suena inteligente.

Decide sumarse al juego.

—En realidad es miembro de la Autoridad Policial. Se prevé que llegue a presidente antes de cumplir los sesenta.

—Ah. Ahora entiendo.

—Bien, ¿qué puede contarme?

—Bueno, presté declaración ante las autoridades islandesas y debo volver a declarar ante el juez cuando empiece la investigación judicial, pero sé tan poco sobre lo que ocurrió que no me costará mucho repasarlo otra vez. En pocas palabras, dirijo una productora de televisión especializada en documentales. Hemos hecho algunas cosas para la televisión convencional, pero nuestro trabajo puede verlo principalmente en los canales de documentales. Hace unos cinco años hice un programa sobre el hundimiento del Dunbar. Pasé algún tiempo en Hull. Dios santo, ¡qué lugar!

McAvoy oye su propia risa.

—No deja de ser una forma de describirlo.

—Sí, sí. Realmente simple. El auténtico norte, si eso no suena demasiado estúpido.

—Oh, sí. Un lebrel pegado a la pernera del pantalón y mucho resentimiento encima[1].

—Ya sabe a qué me refiero —dice con una risita.

—¿Por qué ese interés en el Dunbar?

El barco en cuestión era un superarrastrero flamante que se hundió a finales de los sesenta durante una terrible tormenta cerca de la costa de Noruega. Durante años, la comunidad pesquera de Hull había manifestado sus dudas sobre su hundimiento. Se hablaba de un barco espía que se adentraba por aguas de jurisdicción rusa para fotografiar embarcaciones enemigas durante la Guerra Fría. Las habladurías decían que la tripulación seguía viva, oculta en algún gulag ruso. Los rumores sobre el Dunbar persistieron incluso cuando la industria pesquera local estaba yéndose al traste, hasta que al final un parlamentario de la ciudad, obligado a cumplir una promesa preelectoral, presionó para que se llevara a cabo una investigación pública. Cuando terminó, sus resultados no fueron concluyentes. El Dunbar realmente se había hundido en el fondo del mar de Barents. Se encontraron cuerpos a bordo. Pero ¿había espías entre ellos? Nadie pudo decirlo. Fue el tema preferido de los periódicos sensacionalistas y los partidarios de las teorías de la conspiración.

—A los yanquis les encanta cualquier cosa que les recuerde la Guerra Fría. Presentamos la idea a un canal de los Estados Unidos. Ya sabe a lo que me refiero. ¿Eran esos valerosos hombres de Yorkshire realmente espías contra los soviets? ¿Fueron silenciados por los Rojos? Creo que echan de menos los viejos tiempos. En fin, el caso es que dieron el visto bueno y asistí a las últimas sesiones de la investigación. Había un montón de gente. Había un tipo, Tony no sé qué, que olía como un cenicero sucio. Al final el programa no llegó a ver la luz. Nos pagaron por él, pero no le encontraron hueco en las parrillas de programación.

»Bien. El año pasado —prosigue— estuve revisando algunas de las filmaciones, cosas que nunca se emitieron. Estaba viendo el programa sobre el Dunbar y me di cuenta de que allí había una pequeña historia muy interesante. No la tontería de la Guerra Fría, sino la gente implicada. Sus vidas. Sus historias. En resumen, investigué un poco y descubrí que se acercaba el cuarenta aniversario del Invierno Negro. Cuatro arrastreros en unos pocos días. Un asunto horrible. Repasé mi vieja agenda de contactos e intenté localizar a algunos de los antiguos reporteros que conocí durante la investigación. La gente se traslada. Pero después de currar un poquito encontré a Russ Chandler. Es más un escritor que un periodista, pero conoce el asunto. Y conoce bien la industria pesquera. Me contó todo sobre Fred Stein. El que consiguió salvarse. Parecía hecho a medida para lo que queríamos. Un programa sobre el Invierno Negro con un enfoque actual. Cuando nos enteramos de que Fred nunca había querido hablar de lo que le había ocurrido, preparamos la chequera. Le encomendados a Russ la tarea de localizarlo. Hicimos la oferta, llegamos a un acuerdo y ya está. Lo siguiente fue intentar encontrar un carguero que nos llevara hasta Islandia.

McAvoy asiente. Ha dejado de tomar notas. Le gusta el modo de hablar de esta señorita.

—Y eso fue todo. Nos encargamos de que le recogieran. Hicimos los preparativos y quedamos con él en la pasarela, o como quiera que se llame. Un anciano realmente agradable. Lleno de historias. Un encanto. Habíamos planeado hacerle una serie de entrevistas durante el viaje y luego él iba a arrojar una corona en el lugar donde todo ocurrió. Habría sido una escena final maravillosa. Pero después de lo que debería haber sido la última entrevista se puso muy sentimental. Salió a tomar un poco de aire fresco y no regresó. Dos días después, cuando estábamos ya desesperados, nos enteramos por la radio de que su cuerpo había sido hallado en un bote salvavidas. Murió de frío y de unas heridas en las costillas…

Hace una pausa.

—Sentimental, dice usted. ¿Lo bastante sentimental como para quitarse la vida?

—No diría tanto. Pero si llevó su propio bote salvavidas debió de haberlo planeado desde el principio. No recuerdo haberle visto descargarlo. He hablado con la compañía de taxis que lo trasladó al muelle y no recuerdan que lo llevara consigo; pero la gente comete errores y olvida las cosas más estúpidas. Al parecer, ese tipo de bote, antes de inflarlo, no es más grande que una maleta de tamaño medio. Solo hace falta abrir las válvulas, tirar de la argolla y se infla. Tiene una sección rígida en el centro, así que es posible que el impacto contra ella le hundiera las costillas. Es difícil saberlo. Debo ser sincera: al capitán nunca le hizo mucha gracia que estuviéramos allí y la conversación discurría en su mayor parte en islandés. Por eso, tratar de averiguar qué ocurrió fue una pesadilla.

McAvoy asiente. Nada de esto tiene sentido.

—¿Y usted qué cree que ocurrió?

—¿Yo? Creo que probablemente acabó con su vida. No sé si tenía un sentimiento de culpa o solo fue el hecho de que se estaba haciendo viejo y parecía el momento oportuno. Había vivido cuarenta años que, en su opinión, no merecía. Quizás pensó que no los había aprovechado. Sea como sea, es una lástima. Al menos podrán recordarle.

—¿Qué quiere decir?

—El documental. Las entrevistas son extraordinarias. Tan conmovedoras… Puedo enviárselas si está interesado.

McAvoy asiente, pero se da cuenta de que ella no puede verlo.

—Sí, gracias.

Los dos permanecen en silencio un instante.

—Le vendría bien hablar con Russ si quiere rellenar algunas lagunas —dice con voz queda—. Él es el sabueso que lo localizó. Sabía la historia de cabo a rabo. Es un escritor de órdago. Le echo de menos.

—¿Por qué? ¿Dónde está?

—Quería venir con nosotros en el carguero pero no hubo forma de conseguir un seguro para él.

—¿No?

—No, está un poquito…

—¿Qué?

Suelta una pequeña risa, sin saber muy bien cómo decirlo.

—Trastornado —prosigue—. Bebe. Bueno, mejor dicho, Oliver Reed solía beber. Amy Winehouse solía beber. Russ, en cambio, bebe de verdad. Nunca habrá visto nada como él. Fuma más de sesenta cigarrillos al día. Ya le ha costado una pierna y es muy probable que le cueste la otra.

—Suena como si fuera consciente de sus propios vicios.

—Sí. Pero lo que más daño le hace son las voces que oye en su cabeza. Está ingresado en una clínica privada de Lincolnshire. Una mezcla de dique seco para alcohólicos y frenopático. Un verdadero personaje con una vida peculiar. Un poco amargado, pero a todo el mundo le gusta la cerveza amarga después de un whisky. Debería hablar con él. Le puede hablar de Fred más que nadie. Ni siquiera lo habríamos encontrado de no haber sido por Russ. Es una pena que tenga que utilizar el cheque que le dimos para pagar el tratamiento.

McAvoy recorre la habitación con la vista. Los oficiales se han marchado a transcribir las entrevistas telefónicas y registrar las llamadas. No hay nada que pueda hacer. Algo en su interior le dice que esto es importante. Que esta conversación, está información, de algún modo, importa.

Baja la voz. Cierra los ojos, lamentando su decisión de antemano.

—¿Admite visitas? —pregunta.