Capítulo 9

McAvoy extiende espuma de afeitar sobre su rostro y comienza a rasurarse la barba con su navaja de afeitar. Roisin se la había comprado en una tienda de regalos próxima a Harrods durante uno de los frecuentes viajes a Londres al principio de su noviazgo. Es un objeto de aspecto letal, con una hoja que podría segar las alas de una mariquita en pleno vuelo. A ella le gusta ver cómo la afila en el suavizador de cuero que cuelga junto al espejo.

—¿Ves bien? ¿Quieres abrir una ventana?

Aparta la vista del espejo. Roisin asoma la cabeza por detrás de la cortina de la ducha. Puede ver la sombra de su vientre y sus pechos tras el material estampado y siente una tensión familiar en el abdomen. «Tan hermosa», piensa, y el pensamiento es tan fuerte que tiene que hundir las uñas de los dedos en las palmas de las manos para contenerlo.

—Sí —responde, asintiendo también con la cabeza por si ella no oye su voz con el sonido del agua corriendo—. Veo bien.

Roisin oculta de nuevo la cabeza tras la cortina y él contempla cómo su silueta cambia de forma cuando echa la cabeza hacia atrás para aclararse el pelo. La ve girarse despacio, jugar con la alcachofa de la ducha y dirigir el chorro de agua hacia sus hombros. La ve coger la pastilla de jabón de marca y enjabonarse los brazos. El vientre. Ve cómo se enjabona los muslos. Entre las piernas. Los pechos pequeños y tiernos.

McAvoy está aún pensando si estirar la mano y acariciar la curva de sus caderas cuando de repente ella cierra el grifo. Descorre la cortina y se queda en la bañera goteando agua. Tan ajena a su propia belleza.

—Siento haberme quedado dormida —dice sacudiéndose el pelo como un perro empapado y alargando la mano para que le ayude a salir del baño—. ¿A qué hora llegaste?

McAvoy se inclina y besa su cara húmeda, rozando la comisura de sus labios. Ella sonríe, complacida, y le devuelve el beso frotando su cuerpo mojado contra su pecho.

—Deberías haberte metido conmigo ahí dentro —susurra señalando hacia la bañera con la cabeza—. Podría haberte compensado por anoche.

—Es mejor solo en teoría —dice él mientras le recorre un sentimiento de alivio.

—¿Ah, sí? —pregunta con voz coqueta y juguetona.

—Me refiero a la ducha —dice entre beso y beso—. Acabamos escurriéndonos, ¿recuerdas?

Se ríen al recordar la última vez que intentaron compartir el cubículo de una ducha. Debido a la diferencia de altura, resultó que mientras Roisin estuvo a punto de ahogarse McAvoy seguía completamente seco de cintura para arriba.

Sus manos se deslizan hacia la parte inferior del cuerpo de McAvoy. Recorre su cuello con los labios.

Le olfatea.

—¿El perfume es Dolly Girl, de Anna Sui? —pregunta.

Se retira y le mira con gesto socarrón. En su cara hay espuma de afeitar.

—Yo…

Vuelve a husmear y sonríe. Luego se extiende la espuma de afeitar sobre los labios para que parezca un bigote. Se pone de puntillas y le besa la boca cubierta de jabón de afeitar.

—Quienquiera que sea, tiene buen gusto.

Después vuelve a apoyar los labios sobre su piel.

—Roisin, estaba trabajando, no podía…

Le hace callar. Él baja la cabeza para mirarla a los ojos.

—Aector, el día que me engañes el mundo se convertirá en una bola de chocolate. No en una bola gigante, sino en una de tamaño normal sobre la que todos tendremos que intentar mantener el equilibrio. Por ahora no creo que eso vaya a ocurrir. Así que cierra la boca y bésame.

—Pero…

Roisin introduce su lengua entre los labios agrietados y resecos de McAvoy.

—¡Papá! ¡Teléfono!

La puerta se abre de repente y Fin entra corriendo en el baño. Resbala sobre el linóleo mojado y aterriza sobre el trasero, dejando caer el teléfono, que se desliza como un disco de hockey. Fin suelta una risita sin intentar levantarse mientras su pijama de Buzz Lightyear comienza a empaparse de agua.

McAvoy se agacha y coge el móvil del suelo.

—Aector McAvoy —contesta.

—¿Le pillo en mal momento, sargento?

Tarda un instante en identificar la voz. Su tono es tembloroso y sin duda de clase media.

—¿Señora Stein-Collinson? —pregunta. Frunce el gesto y se recrimina no haberle devuelto la llamada anoche.

—Eso es —dice aliviada al saberse reconocida—. Parece ocupado. ¿Quién contestó al teléfono?

—Mi hijo —responde.

—Parece todo un carácter —dice, y su voz suena sonriente.

—Siento mucho no haberle llamado anoche…

—No se preocupe, lo entiendo… —afirma, y se la imagina apartando sus palabras con un gesto de la mano, llena de arrugas pero bien arreglada—. Pobre chica. ¿Han avanzado ustedes algo? La información de la radio era tan vaga.

McAvoy se pregunta qué puede decirle. Encuentra alivio al responder:

—Estamos siguiendo algunas líneas de investigación que parecen útiles.

—Bien, bien —dice de modo distraído. Luego guarda silencio.

—¿Ha habido alguna novedad? —pregunta McAvoy.

—Bueno, eso es lo raro —dice en tono de complicidad, y su voz parece emocionada—. Recibí una llamada ayer, a media tarde, de la señorita que estaba haciendo el documental con Fred. Al volver aquí creyó que debía ponerse en contacto conmigo.

—¿Recuerda su nombre?

Se detiene, como si no estuviera segura de seguir adelante. McAvoy, sabedor de cómo hacer avanzar una conversación, le deja tomar el respiro que necesita.

—El bote salvavidas —dice de pronto, y su voz suena como si señalara con un dedo un punto en un mapa—. El bote en el que le encontraron. No debía estar allí. La joven de la televisión estuvo hablando con el capitán cuando atracaron y él no sabía de dónde había salido. Alguien debió de haberlo llevado. Y no fue Fred. El equipo de televisión estuvo con él todo el tiempo. Estoy segura de que tiene que haber una explicación sencilla, pero parece…

—Extraño —dice McAvoy acabando la frase. Advierte un suspiro de alivio al otro lado de la línea.

—¿Cree usted que podría haber algo más? —pregunta con una mezcla de curiosidad y tristeza confusa—. Me refiero a que nadie querría hacer daño a Fred, ¿verdad? Es solo que después de sobrevivir todos esos años… No sé, pero…

McAvoy ha dejado de escuchar. Contempla su rostro en el espejo. Todo lo que ve a través del vapor y el vaho es la cicatriz de su hombro. Tiene la forma de la hoja de un cuchillo.

Piensa en una iglesia. En unos cuerpos ensangrentados y en el llanto de un bebé acurrucado en los brazos de un padre acuchillado.

La injusticia de todo ello le quema por dentro.

No puede evitar recordar. A pesar de todos los intentos por borrar la imagen, no puede evitar que esta resplandezca en su mente. No puede evitar verse a sí mismo, meses antes, dando traspiés hacia atrás, resbalando sobre el barro y las hojas muertas, mientras Tony Halthwaite, el asesino en el que nadie creía, blandía un cuchillo en dirección a su garganta.

No puede evitar estremecerse. Ver el acero de nuevo, el arco trazado hacia su yugular con la precisión de un experto.

Recuerda ver el rostro de Roisin. El de Fin. Encontrar un arranque de instinto y energía en el último momento.

Apartarse de la trayectoria.

Sentir la piel de su hombro hendida, la sangre brotando y luego lanzar una fuerte patada con su bota.

Sobrevivir. Esquivar el cuchillo al que otros habían sucumbido…