A unos tres coches de distancia, al otro lado del aparcamiento, Trish Pharaoh está apoyada en el capó de un Mercedes plateado, con la cara entre las manos. Parece una adolescente viendo la tele. Su rostro muestra una sonrisa burlona de satisfacción, y pese a la inclemencia del tiempo, su maquillaje está perfecto.
—Suba al coche —dice.
Abre la puerta del pasajero y rodea el vehículo por detrás hasta llegar al lado del conductor. Se mete dentro, mostrando brevemente un muslo carnoso y una pantorrilla a juego que desaparece en sus ceñidas botas de motorista.
Por un instante, McAvoy no sabe qué hacer. No sabe por qué está ella aquí. ¿Le estaba vigilando? ¿Es que piensan echarle del caso? Se pasa la mano por la cara y cruza el aparcamiento con la mayor dignidad posible.
Se desliza en el Mercedes y la fragancia de un perfume caro lo recibe con un abrazo claustrofóbico. Huele a mandarinas y lavanda.
—¿Está cómodo? —pregunta Pharaoh sin ninguna malicia.
Al verse reflejado en el cristal oscurecido de la puerta del conductor se da cuenta de lo ridículo que resulta, encajado en ese coche diminuto.
—Recibí su mensaje —añade, bajando el espejo del parasol para revisar su maquillaje de ojos—. Hablé con Helen Tremberg por teléfono. Me dijo que iba a reunirse con un informante aquí. Y decidí venir tras sus pasos.
McAvoy hace un esfuerzo para no expulsar de golpe todo el aire de sus pulmones. Siente un gran alivio.
—Acabo de terminar la entrevista ahora mismo, señora —dice en tono de disculpa—. Ella está en una sesión de jazz y seguirá allí…
Hace un gesto con la mano para interrumpirle y se encoge de hombros.
—Me encanta ese acento —dice, a medias para sí misma—. Pasé un tiempo en Edimburgo, ya sabe. Una iniciativa sobre buenas prácticas o alguna estupidez así. Una idea de mi antiguo jefe sobre una zona de tolerancia para las prostitutas. Nunca llegó a hacerse realidad. Hará unos diez años. Era sargento entonces. ¿Estaba por allí en esa época?
McAvoy se rasca la frente como si estuviera pensando.
—Bueno…
—Mi hijo hace eso —ríe Pharaoh mirándole—. O se rasca la barbilla. Es un gesto tan dulce.
Las mejillas de McAvoy se enrojecen.
—¿Qué edad tiene? —pregunta.
—Diez años —responde apartando los ojos del espejo. Deja vagar la mirada en la media distancia sin fijarse en nada.
—Todavía le queda toda la terrible adolescencia por delante —prosigue, quitándose una pelusa de las medias y soplándola de la palma de la mano con los labios fruncidos y húmedos—. A juzgar por las cosas que vemos en este trabajo, lo van a pasar mal cuando se vayan de casa, por no hablar de los problemas en los que pueden meterse. ¡No vea las ganas que tengo!
—Seguro que no será tan malo —responde McAvoy sin saber qué más decir. No sabe si su marido la ayuda. Se asombra de cómo ha conseguido conjugar su vida privada y su trabajo—. A mi hijo aún le quedan unos cuantos años para llegar a eso.
Pharaoh gira la cabeza y le mira.
—Están esperando otro, ¿verdad?
No puede evitar esbozar una sonrisa.
—Dentro de dos meses —contesta—. Roisin está más gorda de lo que se puso con Fin, pero el embarazo no está siendo tan complicado. El primero fue un infierno… —comienza a decir, pero se detiene al advertir que puede ser una trampa—. No pienso coger ningún permiso por paternidad, señora. Si esta investigación se alarga, puede contar conmigo todo el tiempo que necesite.
Ella pone los ojos en blanco y mueve la cabeza.
—Hector —dice, y enseguida suelta una leve risa—. Perdón. Es Aector, ¿verdad? Con una especie de flema en medio, ¿no? No estoy segura de tener la saliva suficiente para pronunciarlo en gaélico todos los días. ¿Puede conformarse con Hector?
—Está bien.
—Hector, si no coge el permiso por paternidad le retuerzo el pescuezo. Tiene derecho, así que hágalo.
—Pero…
—Pero nada, no sea bobo —dice riendo de nuevo—. Hector, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Desde luego, señora.
Pharaoh le aprieta el muslo de una manera amigable y reconfortante mientras le mira a los ojos.
—¿Qué pasa con usted?
—¿Perdón?
—McAvoy, nos gusta que sea un gigante educado, pero hay una fina línea de separación entre no recurrir a su tamaño para aprovecharse y ser un jodido y completo blandengue.
McAvoy parpadea varias veces.
—¿Un blandengue?
—Dígalo —dice.
Él aparta la vista procurando no alterar su tono de voz.
—Decir ¿qué?
—Dígame lo que ha estado deseando decirme desde que estamos aquí.
Hace un esfuerzo para mirarla a los ojos.
—No sé…
—Sí, sí sabe, Hector. Usted quiere decirme que lea su expediente. Que pregunte por ahí. Que me entere de lo que hizo.
—Yo…
—Hector, le conozco desde hace ¿cuánto?, ¿seis meses? ¿Quizás algo más? ¿Cuántas conversaciones hemos mantenido?
McAvoy se encoge de hombros.
—Hector, cada vez que le encargo algo su expresión está a medio camino entre la de un cachorro complaciente y la de un jodido asesino en serie. Me mira usted como si fuera capaz de hacer cualquier cosa que le pida y hacerla mejor que nadie. Y esa es una cualidad muy atractiva. Pero hay algo que asoma por detrás de eso y dice: «¿No sabe usted quién soy yo? ¿No sabe lo que hice?».
—Siento dar esa impresión, señora, pero…
—Conocí a Doug Roper, Hector.
McAvoy da un visible respingo al oír el nombre.
—Era un sexista, un vicioso hijo de puta, y por cada parásito que quería formar parte de su cuadrilla o conseguir su apoyo para medrar había media docena más que pensaba que era un absoluto gilipollas.
—No tengo permiso…
—¿…para hablar de ello? Lo sé, Hector. Todos lo sabemos. Sabemos que Doug hizo algo muy malo y que usted fue quien lo descubrió. Sabemos que informó a los jefazos. Que le prometieron el oro y el moro y que echarían a Roper. Y sabemos que no tuvieron arrestos, le dejaron escapar sin armar el menor escándalo y usted se quedó en medio como un pobre capullo, en un grupo del CID que se desintegraba más rápido que una bola de nieve en un microondas. ¿Qué tal voy hasta ahora?
McAvoy permanece en silencio.
—No sé qué le prometieron, Hector. Dudo mucho que sea lo que ahora tiene. Debe de ser duro, ¿no? Debe de carcomerle por dentro que la gente sepa, pero sin saber en realidad.
Forma una garra con la mano y se la lleva al corazón.
—Debe de dolerle aquí.
—No se lo imagina —dice con voz queda. Cuando levanta la vista, el rostro de Pharaoh está al lado del suyo. Ve su propio reflejo en sus ojos. Dominado por la situación, comienza a inclinar la cabeza…
Ella se echa hacia atrás bruscamente, mira de nuevo al espejo y aparta su mano del muslo de McAvoy para retirarse una pestaña invisible de la mejilla.
—Bueno —dice con una amplia sonrisa—, ya es suficiente. Pensaba haber mantenido esta charla con usted hace unos meses, pero ya sabe cómo son las cosas y lo difícil que es encontrar el momento…
—Se lo agradezco mucho, señora —contesta mientras el corazón le late con fuerza.
Pharaoh baja la ventanilla eléctrica y una agradable corriente de aire frío llena el coche. Cierra los ojos y parece disfrutar de la sensación sobre su piel mientras ladea el rostro para recibir el aire fresco y saludable.
McAvoy hace lo mismo con su ventana. Siente su flequillo húmedo agitarse por la brisa.
Permanecen en silencio durante un rato. McAvoy trata de buscar algo que hacer con las manos. Se las mete en el bolsillo y saca el teléfono. Se da cuenta de que lleva apagado desde que entrevistó a Vicki Mountford. Lo enciende y la melodía cantarina que acompaña la pantalla de bienvenida suena irritantemente fuerte dentro del coche. Acto seguido, el buzón de voz comienza a emitir pitidos. Se lo acerca a la oreja. Dos mensajes. Uno, de Helen Tremberg, avisándole de que Trish Pharaoh ha estado preguntando por su paradero y podría seguirle hasta la entrevista con Mountford. Y otro de Barbara Stein-Collinson, la hermana del pescador de arrastre:
Hola, sargento. Siento llamarle en domingo. Creí que debía saber que acabo de tener noticias de la gente de la televisión que estaba con Fred cuando murió. No sé, pero todo suena un poco raro. Quizás no sea nada. ¿Podría llamarme cuando tenga un momento? Muchas gracias.
McAvoy cierra el teléfono. Sabe que la llamará. Que escuchará sus motivos de preocupación. Articulará los sonidos apropiados. Le dirá que hará lo que pueda.
—¿Alguna cosa? —pregunta Pharaoh.
—Tal vez —responde, pero no está seguro—. Un favor que le hice al ayudante del jefe superior. La esposa de uno de los miembros de la Autoridad Policial. A su hermano lo han encontrado muerto. Un viejo pescador de arrastre. Estaba haciendo un documental sobre las tragedias de los arrastreros en 1968. Parece que se arrojó por la borda a setenta millas de la costa islandesa. Lo encontraron en un bote salvavidas. Tuve que comunicarle la noticia.
—Pobre chaval —dice con aire pensativo. Es el mantra del oficial de policía.
—Lo investigaré en mi tiempo libre…
—Venga, McAvoy, déjelo ya —dice con tono áspero.
—¿Señora?
—Mire, McAvoy —prosigue, y de pronto parece irritada—, la gente no sabe qué pensar de usted. Puede que llegue a jefe superior o acabe debajo de un puente bebiendo Special Brew. No le entienden. Solo saben que es usted un buenazo enorme que puede partirles en dos y que arruinó la carrera del poli más importante de Humberside. Se trata de unos hechos que requieren cierta capacidad, ¿me entiende?
Los pensamientos de McAvoy son como fuegos artificiales que explotan en su imaginación. Puede oler la sangre que le fluye en la cabeza.
—¿Por qué ahora? —logra decir—. ¿Por qué me dice esto ahora?
—Recibí su mensaje sobre ese testigo. Estaba lidiando con las llamadas de la prensa, de los jefes, de los detectives y de los agentes. Intentaba conseguir algo de la madre de Daphne, evitando que el álbum familiar se cubriera de lágrimas. Entonces escuché los mensajes, y el único que era sosegado, preciso, objetivo y jodidamente interesante era el suyo. Así que sentí una oleada de simpatía hacia usted, amigo. Y decidí mostrarle un poco de cariño —dice sonriendo de nuevo—. Disfrútelo mientras dure.
McAvoy se da cuenta de que ha estado conteniendo la respiración. Cuando por fin exhala el aire, se siente más ligero. Un sentimiento de afecto hacia Pharaoh se adueña de él. Acompañado de un deseo de compensar su confianza.
—El viaje mereció la pena —dice con entusiasmo—. Me refiero a Vicki Mountford.
—Ilústreme —dice Pharaoh.
Sin pensarlo, McAvoy se quita el sombrero y comienza a descolgarse la bandolera del hombro. De pronto, se detiene y ladea la cabeza, mirando a su oficial superior con una media sonrisa. Y por primera vez, desde que recuerda, decide actuar por impulso.
—¿Le gusta el jazz? —pregunta.
El cartel, de un negro desteñido sobre fondo blanco, es una ruina, y está emborronado con garabatos color púrpura y firmas a medio escribir.
NO SE PERMITE JUGAR A LA PELOTA.
Los visitantes de la urbanización Orchard Park de Hull podrían preguntarse quién hará cumplir la orden. Hileras de casas cubiertas con tablones se alzan vacías, preparadas para ser demolidas. Muchas tienen el tono oscuro de la fruta estropeada debido al humo y el polvo de las demoliciones. Otras no tienen puertas. O ventanas. Parecen centinelas que vigilaran unos jardines llenos de cascotes y barro convertidos en campos de minas cubiertos de cristales rotos.
Hay unas pocas viviendas habitadas.
Hace algún tiempo este era un lugar codiciado. El antiguo Consorcio de Transportes de Hull tenía una lista de espera para familias deseosas de mudarse a este nuevo barrio de casas sólidas, tenderos afables y jardines bien cuidados. Incluso en los años sesenta, cuando los bloques de pisos comenzaron a elevarse hacia el cielo, todavía era una zona que olía a trabajadores honrados y diligentes, y mujeres orgullosas de sus hogares. Pobre, pero con un escalón de entrada tan limpio que se podía comer en él.
No ahora. Hace treinta y tantos años la industria pesquera desapareció. El Gobierno la abandonó. La cedió a los europeos y les dijo que la disfrutaran. Dijo a los británicos que dieran gracias por haber gozado de ella durante tanto tiempo. Y dejó sin trabajo a miles de pescadores.
Durante la década de los años 1970, los hijos de los pescadores de arrastre de la costa este, de los asentadores en la lonja de pescado, de los comerciantes en los puestos del mercado y de los marineros, se convirtieron en la primera generación en tres siglos que descubrió que no se podía vivir del mar. No se podía vivir de nada a menos que hubieras pasado los exámenes de bachillerato y tuvieras un acento poco marcado. Y se fueron al paro. Se bebieron el subsidio de desempleo. Engendraron hijos que siguieron el ejemplo de Papá y Mamá y se convirtieron en adolescentes que pasaban las tardes robando coches y destrozando paradas de autobús, asaltando farmacias y dejando embarazadas a jovencitas en garajes que apestaban a gasolina. Orchard Park comenzó a morirse.
Hace diez años, el Ayuntamiento de Hull admitió lo que sus vecinos ya sabían. La ciudad iba de culo. Su población disminuía. Cualquiera que tuviera dinero se trasladaba a las ciudades y los pueblos cercanos. Quienes habían obtenido el bachillerato solo estaban aquí de paso hacia ciudades más prósperas. Las compañías hipotecarias empezaron a ofrecer un dinero fácil a los inquilinos de las casas de protección oficial, que adquirían casas adosadas de dos habitaciones en la planta baja y dos dormitorios en la planta superior en cualquiera de las nuevas urbanizaciones, idénticas, que surgían a las afueras de la ciudad. Cuando llegó el año 2000 había 10 000 casas vacías en Hull y la mayor parte de ellas estaban en Orchard Park. Las demoliciones a gran escala comenzaron.
Todavía queda algún orgulloso propietario aquí y allá. Entre las casas chamuscadas y arrasadas, como dientes negros y encías podridas, se alza alguna que otra muela sana pintada de blanco. Los jardines son de un color verde intenso. La tierra, marrón café. Algunas cestas cuelgan junto a las puertas de doble cristal cubiertas con visillos. Son las casas de los que no quieren marcharse. De los que creen que Orchard Park se salvará. Que el mal momento pasará. Que los bloques de pisos caerán. Que las propiedades en las que gastaron los ahorros de su vida pronto serán un chollo.
Al otro lado de una franja de asfalto llena de baches, rodeadas por verjas de hierro por todos lados y con los ladrillos ennegrecidos, asoman unas frente a otras. Como idílicos chalecitos en la costa.
Aunque las luces están encendidas en el número 59, sus propietarios no están en casa. Warren Epworth sufrió una angina de pecho anoche y le llevaron al hospital Hull Royal como medida de precaución. Su mujer, Joyce, está con su hija en Kirk Ella. Es un traslado que la hija espera que se convierta en permanente cuando a su padre le den el alta. También espera que asalten la casa mientras está desocupada. Que la destrocen. Que le peguen fuego hasta que solo queden las cenizas. Sus padres necesitan tener una prueba de que su barrio no tiene solución. Deben irse de allí.
Esta noche, el cuarto de estar donde los Epworth han vivido durante cuarenta y dos años está ocupado por dos hombres.
Uno lleva un pasamontañas negro. Un suéter oscuro. Unas botas de soldado negras.
Tiene los ojos azules y llorosos.
El otro está tumbado en un sofá estampado. Lleva una vieja camiseta del Manchester United, unos pantalones de chándal y zapatillas de deporte. Es flaco y de aspecto andrajoso, con los brazos llenos de roña, la piel de gallina y la cara sucia y sin afeitar. En torno a sus labios hay unos coágulos rojos y pegajosos, y uno de sus dientes apunta hacia dentro, dejando a la vista una encía ensangrentada y podrida.
Tienes los ojos cerrados.
Apesta a alcohol.
El hombre del pasamontañas observa la habitación. Los historiados marcos de los cuadros sobre la repisa de la chimenea. Los retratos sonrientes. Los bebés recién nacidos y los nietos disfrazados. Las fotos escolares. Una instantánea de la celebración de unas bodas de rubí que muestra a una pareja de ancianos y unas cabezas que asoman en la cabecera de una mesa llena de regalos.
El hombre asiente como si acabara de tomar una decisión. Pasa el brazo por la repisa y coge las fotografías. Las mete en una bolsa de viaje negra que hay a sus pies.
Después se vuelve a la figura del sofá.
De un bolsillo interior saca un recipiente metálico amarillo. Cierra los ojos. Toma aire por la nariz.
Rocía el combustible para encendedores sobre el hombre inconsciente.
Se aparta, con las manos enguantadas cerradas en un puño.
Ve cómo el otro hombre tose y balbucea al despertarse.
Le ve alzar la vista. Le mira.
Sabe.
Sabe que ha vivido un tiempo prestado.
Que escapó cuando debería haber perecido.
Que la deuda debe ser saldada.
Ve los ojos del otro hombre abrirse y cerrarse. Ve el pánico y la furia retorcer los músculos de su rostro.
—¿Qué…? ¿Dónde…?
El hombre intenta ponerse en pie, pero su mente está nublada por el alcohol. Sus recuerdos son solo borrones indefinidos. Recuerda el pub. La pelea con el otro cliente. El aparcamiento. Los primeros pasos de su largo trayecto de regreso hasta su piso encima de la oficina de apuestas. Después, un puño agarrándole el pelo. El cuello frío y duro de una botella metido a la fuerza en su boca. El repentino sabor de la sangre y el vodka. La imagen desvaída de un hombre vestido de negro.
—¿Es este…?
La disposición de la casa le resulta familiar. Terriblemente parecida al lugar que una vez consideró su hogar. El lugar al que le prendió fuego porque estaba harto y le gustaba el ruido de las sirenas de los camiones de bomberos. El lugar que coció a fuego lento a su mujer y a sus hijos.
—¿Por qué…?
El hombre del pasamontañas levanta una mano como si diera el alto a un coche que marcha a velocidad excesiva. Menea la cabeza. Le comunica, con un solo gesto, que no tiene sentido resistirse. Que todo está decidido.
Con un rápido movimiento saca un encendedor amarillo de un bolsillo. Se agacha, como un velocista a punto de tomar la salida, y acerca la llama a la moqueta estampada.
Después se da la vuelta.
La llama se propaga a derecha e izquierda, aumentando y ganando velocidad a medida que los dos chorros de fuego rodean el sofá.
El hombre del pasamontañas se echa hacia atrás y se protege los ojos.
Cuando el hombre del sofá coge aire para gritar es como si se tragara la llama. Tras una boqueada de aire como un jadeo, la lengua de fuego se abalanza sobre él.
Lo envuelve en su abrazo.
El hombre vestido de negro no mira a la criatura ardiente. No se detiene a contemplarla mientras se revuelve y lucha contra el enfurecido manto rojo y dorado que la devora. Que funde su camiseta de poliéster con su piel. Que llena la habitación con el olor acre a carne quemada.
Coge la bolsa de viaje y se dirige hacia la puerta.
Deja al hombre en llamas pensando si fue así como se sintió su familia cuando el fuego consumía su piel.