La reconoce nada más empujar las puertas de cristal del moderno pub y adentrarse en la cálida luz azulada. Está sentada a una pequeña mesa redonda, sola, junto al radiador cerca de la barra. Alrededor hay sofás y sillones vacíos, pero parece haber elegido el asiento más próximo al radiador y casi apoya el cuerpo contra su superficie pintada de blanco. Mira a la pared, ignorando a los demás clientes. McAvoy no puede ver sus facciones, pero hay algo en su figura sentada que sugiere pesadumbre y tristeza.
—¿Señorita Mountford? —pregunta Aector acercándose a la mesa.
Ella levanta la vista. Sus ojos, de un color marrón intenso, tienen un cerco enrojecido y parecen flotar en la penumbra. Las bolsas de los ojos son oscuras, casi amoratadas por el agotamiento. Hay una bolita de plata en su orificio nasal izquierdo, pero el resto de sus rasgos no corresponde a la imagen mental que McAvoy se había hecho cuando acordó reunirse con ella aquí, en este ambiente de lo más inapropiado. Es bajita y regordeta, con el pelo marrón y ensortijado colocado tras las orejas de manera inexperta para dejar que dos largos rizos irregulares caigan por las mejillas. No lleva maquillaje, y sus dedos cortos y rollizos acaban en unas uñas completamente mordidas. Su ropa, una rebeca negra sobre una camiseta blanca, refleja una preferencia por la comodidad antes que por la moda. No lleva anillos, aunque un brazalete de madera étnico ha sido encajado en una muñeca pecosa y gruesa.
Vicki Mountford asiente con timidez y hace amago de levantarse, pero McAvoy le hace un gesto para que siga sentada. Agarra la silla que hay frente a ella y, con cierta ceremonia, se quita el abrigo. Se fija en su bebida. Es un vaso recto y bajo que contiene los restos de media docena de cubitos de hielo, reducidos al tamaño y la forma de unos caramelos chupeteados.
—¿Por qué aquí, señorita Mountford? ¿Está usted segura de que no hay ningún sitio más cómodo al que podamos ir?
Se pasa una mano por sus facciones redondeadas y, después de dirigir la mirada al vaso y a la barra, se encoge de hombros.
—Como le dije, comparto casa. Esta noche mi compañera necesita el cuarto de estar. No me gustan las comisarías. Aquí es donde siempre estoy a esta hora los domingos. Así que no me molesta —dice mirando de nuevo el vaso—. Además, necesito una copa para hablar de ella —añade en voz baja.
—Debe de haber sido muy difícil —dice McAvoy con toda la ternura de la que es capaz sobre el barullo de voces del bar medio lleno—. Informamos a la familia, pero a veces uno se olvida de los amigos. Enterarse de algo tan horrible por la radio. Leerlo en los periódicos. No me lo imagino.
Vicki asiente y McAvoy percibe gratitud en su gesto. Luego, sus ojos vuelven a posarse en el vaso. McAvoy está pensando ofrecerle una copa cuando una camarera con una camiseta y unos leotardos negros se acerca a la mesa.
—Un vodka doble con tónica para mí —dice con una expresión de agradecimiento antes de alzar las cejas en dirección a McAvoy—. ¿Y para usted?
McAvoy no sabe qué pedir. Quizá debería tomar un café o un refresco, pero hacerlo podría arruinar una posible pista, proporcionada por alguien a quien claramente le gusta algo más fuerte.
—Lo mismo para mí —concluye.
No hablan hasta que la camarera regresa. Lo hace en un minuto, y posa las bebidas sobre unas impecables servilletas blancas en la mesa barnizada de negro. Vicki vacía de un trago la mitad de su copa. McAvoy bebe solamente un sorbito de la suya antes de volver a dejarla sobre la mesa. Piensa que debería haber pedido cerveza.
—Olvidé que es domingo —dice—. Esperaba oficinistas y gente con trajes de diseño.
Vicki hace un esfuerzo por sonreír.
—Solo vengo los domingos. Es imposible conseguir una mesa una noche entre semana, y la gente te mira raro cuando te ve sola. Los domingos por la noche hay música. Dentro de una o dos horas tocará una banda de jazz.
—¿Es buena? No me importaría oír un poquito de jazz.
—Cada semana es distinta. Esta noche toca un grupo sudamericano. Al parecer suenan bien.
McAvoy asoma el labio inferior, su gesto característico para mostrar interés. Durante su última época como agente uniformado había vigilado el orden público en el Festival de Jazz de Beverley y se había quedado impresionado por algunos de los grupos de jazz étnico llegados hasta el este de Yorkshire para tocar una docena de temas de fusión ante estudiantes borrachos y algún que otro verdadero aficionado.
—Es caro, ¿no?
—Si llegas antes de las seis es gratis. Cinco libras si llegas más tarde, creo. Yo nunca he pagado.
—¿No? Eso supondrá un buen ahorro.
—En el sueldo de un profesor suplente cada penique cuenta.
Sus palabras parecen llevarles de regreso a la razón de su encuentro. McAvoy estira la espalda en la silla. Mira intencionadamente su cuaderno de notas. Relaja el rostro mientras se dispone a dejarle contar su relato con sus propias palabras.
—Ella debe de haber representado mucho para usted —dice en un tono que pretende animarla a hablar.
Vicki asiente con la cabeza. Luego hace un gesto que es poco más que un encogimiento de hombros.
—¡Vaya desperdicio! —dice, y parece como si una resignación cansada viniera a sustituir parte de su angustia—. Que después de pasar por todo aquello consiguiera ordenar un poco su vida y…
Se detiene. Inclina el vaso vacío hacia su boca e introduce la lengua para relamer hasta las últimas gotas de alcohol aguado. Con los ojos cerrados parece tomar una decisión antes de agachar la cabeza para coger algo de debajo de la mesa. McAvoy oye el ruido de una cremallera y un instante después ella le entrega algunas hojas de papel dobladas que ha sacado de una bolsa.
—Esto es lo que escribió —dice—. De esto es de lo que le hablo.
—¿Y esto es…?
—Su historia. Parte de ella, al menos. Un pedacito de cómo fue su vida. Como le he dicho, tenía talento. Me habría gustado darle clase todos los años, pero no había un puesto permanente en el colegio. Empezamos a hablar. He realizado trabajo voluntario en Sierra Leona. Ya sabe, creando escuelas, enseñando un poco aquí y allá. Conocí algunos de los lugares que eran familiares para ella. Eso fue suficiente para que nos hiciéramos amigas.
McAvoy ladea la cabeza. Una chica de catorce años y una mujer quizá veinte años mayor que ella…, ¿amigas?
—Tenía amigas de su edad, por supuesto —añade Vicki como si leyera sus pensamientos, moviendo el vaso vacío en círculos lentos y constantes—. Era una muchacha normal, en la medida en que tal cosa exista. Le gustaba la música pop. Veía Skins y Gran Hermano, como hacen todos los adolescentes. Nunca vi su habitación, pero estoy segura de que había pósters de Take That en las paredes. Era su forma de escribir lo que la hacía especial. Eso y su fe, aunque jamás hablamos de ese tema. No tengo ese tipo de inclinaciones. Cuando me preguntan mi religión en impresos oficiales yo siempre pongo «criatura de luz». Eso o «Jedi».
McAvoy sonríe. Sin pensarlo, bebe un buen trago de su bebida y siente el calor agradable de su paso por la garganta.
—Yo lo dejo en blanco.
—¿No es usted creyente?
—No creo que eso importe a nadie —responde, y espera que todo quede ahí.
—Es probable que tenga razón. Desde luego Daphne nunca se lo restregó a nadie por las narices. Llevaba un crucifijo, pero en realidad era una chica reservada, siempre con su uniforme escolar abotonado hasta arriba, a la que no se podía acusar de hacer alarde de sus creencias. Comenzamos a hablar porque algunas de las respuestas que había dado en clase me intrigaron. Debió de ser hace un año más o menos. Hacía una suplencia de tres semanas en el colegio. Estábamos leyendo Macbeth.
McAvoy arruga el rostro y trata de recordar el pasaje que había tenido que memorizar para una función en su colegio.
—A menudo, para llevarnos a la perdición, los agentes de las tinieblas nos dicen verdades y nos tientan con inocentes minucias para confundirnos de manera irreparable…
Se detiene, avergonzado.
—Me ha dejado impresionada —dice Vicki, y cuando su cara se ilumina con una sonrisa, McAvoy se queda asombrado por el efecto que el simple acto de sonreír produce en su rostro. Es lo bastante informal y atrevida para sentarse sola en un club de jazz, pero demasiado discreta para atraer compañía.
—Lo hice cuando tenía trece años —explica McAvoy—. Tuve que recitarlo en una sala repleta de padres y profesores. Todavía me estremezco al pensarlo. No creo que haya pasado tanto miedo jamás.
—¿En serio? A mí nunca me ha molestado —dice ella mientras la entrevista se va convirtiendo en una charla entre amigos—. Cuando era niña me encantaba estar en el escenario. Nunca he sido de las tímidas.
—La envidio —dice McAvoy con sinceridad.
—Creía que no se podía ser policía si uno era tímido —dice entornando los ojos, de pronto bonitos.
—Solo hay que aprender a disimularlo —responde encogiéndose de hombros—. ¿Qué tal lo hago?
—Casi me engaña —susurra—. No se lo diré a nadie.
McAvoy se pregunta si está enfocando esto bien.
—Así que Macbeth —dice intentando retomar el hilo.
—Bueno, en pocas palabras, hice algunas preguntas a la clase. Algo sobre el mal. Quería saber a qué personajes de la obra se puede considerar realmente buenos y a cuáles verdaderamente malos. Todos los alumnos hablaban de Banquo y Macduff como si fueran héroes. Daphne no estaba de acuerdo. Colocaba a todo el mundo en un punto medio. Decía que no se puede ser una cosa o la otra. Que la gente buena hacía cosas malas. Y la gente mala era capaz de mostrar bondad. Que la gente no era siempre una sola cosa. No tendría más de doce o trece años y el modo en que decía eso me intrigaba. Le pedí que se quedara después de clase y empezamos a hablar. Mi contrato con el colegio al final fue de seis meses y llegué a conocer a Daphne bastante bien. Los otros profesores sabían que era adoptada, claro, y que debía de haber visto algunas cosas horribles, pero desconozco hasta qué punto esa información constaba en su expediente.
—¿Cómo y cuándo le habló de lo que le ocurrió en Sierra Leona?
—Creo que un día directamente le pregunté —responde Vicki moviéndose en su asiento para intentar captar la mirada de la camarera. McAvoy empuja su propia copa sobre la mesa y, sin decir una palabra, Vicki la rodea con su mano—. Como ya le he dicho, he trabajado en países que conocen el conflicto y la pobreza. Iba caminando con ella entre clase y clase y de pronto me lo contó. Me dijo que habían matado a toda su familia. Ella fue la única que sobrevivió.
Durante un rato permanecen en silencio. McAvoy solo piensa en esa muchacha asesinada. Ha investigado vidas perdidas antes, pero hay algo en el acuchillamiento de Daphne Cotton que suena a inutilidad. A cruel fin de una vida que había sido indultada de manera inesperada y que quizás podría haber ofrecido mucho.
—Léalo —dice Vicki al cabo de un momento, señalando con la cabeza los papeles que McAvoy tiene delante, sobre la mesa—. Lo escribió hace unos tres meses. Habíamos estado hablando de la necesidad de basarse en las propias experiencias para llegar a ser un buen escritor. De introducir retazos de la propia vida en lo que uno escribe. No estoy segura de si me entendió, pero lo que escribió me parece desgarrador. Léalo.
McAvoy despliega las hojas. Mira las palabras de Daphne Cotton.
Dicen que a los tres años uno es muy joven para tener recuerdos, así que es posible que mis palabras sean producto de lo que me han contado y he leído. A decir verdad, no lo sé.
Cuando pienso en mi familia no huelo a sangre. No huelo los cuerpos ni recuerdo el tacto de su piel muerta. Sé que ocurrió. Sé que me arrancaron de la pila de cuerpos muertos como a un niño de entre los escombros de un edificio derruido. Pero no lo recuerdo. Y sin embargo sé que sucedió.
Tenía tres años. Era la penúltima hija de una gran familia. Mi hermano mayor tenía catorce años. Mi hermana mayor un año menos. Mi hermano pequeño debía de tener diez meses. Tenía otros dos hermanos y otra hermana. Mi hermano menor se llamaba Ishmael. Creo que éramos una familia feliz. En las tres fotografías que tengo todos estamos sonriendo. Las fotografías me las regalaron las monjas cuando me fui para conocer a mis nuevos padres. No sé de dónde salieron.
Vivíamos en Freetown, donde mi padre era sastre. Nací en un momento de violencia y guerra, pero mis padres nos mantenían alejados de los problemas. Al igual que sus padres, mis abuelos, los míos eran cristianos temerosos de Dios. Vivíamos juntos en un piso grande de la ciudad y creo recordar que rezábamos para dar gracias por nuestra buena fortuna. Por los libros de historia y por Internet, sé que la gente moría a millares en una época en la que nosotros llevábamos una vida feliz, pero mis padres jamás permitieron que el horror se introdujera en nuestras vidas.
En enero de 1999, los combates alcanzaron Freetown. Cuando intento recordar imágenes de nuestra huida de la masacre y el derramamiento de sangre que se produjo aquel día no encuentro ninguna. Tal vez nos fuimos antes de que los soldados llegaran. Sé que nos dirigimos hacia el norte con otras familias de nuestra iglesia. No podría decir cómo llegamos a Songo, la región de la que procedía la familia de mi madre.
Recuerdo la hierba seca y un edificio blanco. Creo que recuerdo canciones y oraciones. Recuerdo la tos de Ishmael. Es posible que estuviéramos allí días o semanas. A veces pienso que estoy defraudando a mi familia por no acordarme. Ruego a Dios Padre que ponga remedio a este pecado. Le pido recuerdos, no importa lo dolorosos que sean.
Cuando me hice mayor, las hermanas del orfanato me contaron que habían llegado los rebeldes. Que había sido un día soleado y luminoso. Que los combates habían comenzado a disminuir en otras zonas del país y que los hombres que pasaron por nuestra iglesia huían de la derrota. Estaban borrachos y muy enfadados.
Metieron a mi familia y a sus amigos en la iglesia. Nadie salió vivo, así que nadie puede contar lo que ocurrió. Algunos de los cuerpos tenían disparos de bala en la nuca. Otros habían muerto por los cortes de los machetes.
No sé cómo me libré. Me encontraron entre los cuerpos. Tenía un corte en el hombro y sangraba. Creo recordar gente blanca con uniformes azules, pero todo podría ser producto de mi imaginación.
Me digo que he perdonado a esos hombres por lo que hicieron. Sé que no es verdad. Pido a Dios todos los días que esa mentira se convierta en verdad. Él me ha dado una nueva familia. Ahora vivo bien. Al principio temía que la ciudad con la que Freetown está hermanada fuera su reflejo exacto. Que las páginas de su historia estuvieran escritas con sangre. Pero esta ciudad me ha recibido con cariño. Mis nuevos padres nunca me piden que olvide. Y nunca me he sentido tan cerca de Dios. Su templo me acoge. La Santísima Trinidad se ha convertido en Sus brazos cálidos y amantísimos. Su abrazo me produjo felicidad. Rezo para encontrar la fuerza necesaria para agradarle y ser digna de Su amor…
McAvoy siente un nudo en la garganta y un ligero picor en los ojos. Cuando alza la vista, la mirada de Vicki se encuentra con la suya.
—¿Entiende lo que quiero decir? —dice mordiéndose el labio—. El desperdicio.
McAvoy asiente despacio.
—¿Habló con ella sobre esto? —pregunta con voz ronca y áspera.
—Claro. Nunca supo muy bien lo que ocurrió. Solo lo que las monjas del orfanato le contaron. La habían acorralado con su familia y llevado a la iglesia. Algunos fueron derribados a machetazos. A otros les dispararon. Hubo varias violaciones. A Daphne la encontraron las fuerzas de las Naciones Unidas entre los cuerpos. Le habían asestado un golpe con un machete, pero sobrevivió.
McAvoy aprieta los puños. Intenta asimilar todo esto.
—¿Quién más tenía noticia de ello?
—¿Los detalles? No mucha gente. Ni siquiera sé cuánto contó a sus padres adoptivos. Saben que su familia fue asesinada, pero en cuanto a lo que le ocurrió a Daphne…
—¿Ha mostrado estos papeles a alguien más?
Vicki frunce los labios y resopla.
—Quizás a una o dos personas más —dice apartando la vista. Es la primera vez que se comporta como si tuviera algo que ocultar.
McAvoy asiente. Sus pensamientos se agitan como una tormenta.
—¿Cree que hay alguna relación? —pregunta Vicki—. Quiero decir que es una coincidencia, ¿no? Una iglesia. Un cuchillo. Fue un machete, ¿verdad?
Sin pensarlo, McAvoy asiente con la cabeza. Se da cuenta de que no sabe si la información se ha hecho pública y entonces corrige.
—Podría ser —dice.
Vicki parece debatirse entre el deseo de llorar y las ganas de escupir. Se siente irritada y apesadumbrada.
—Cabrón —dice.
Una vez más, McAvoy asiente. No sabe muy bien qué hacer ahora. Quiere llamar a Trish Pharaoh y contarle, tal como dicta el procedimiento. Pero el procedimiento dictaba que permaneciera en la oficina y atendiera los teléfonos y había eludido esa tarea tan pronto como había recibido la llamada de Vicki.
—Es como si alguien hubiera intentado acabar lo que comenzó hace todos esos años —dice Vicki con la mirada clavada en su último vaso vacío. Levanta la vista y le mira con atención—. ¿Quién haría eso?
A sus ojos, es un policía. Un hombre que puede ofrecer explicaciones. Buscar el sentido a las cosas.
A él le gustaría ser digno de esa consideración.
Sus pensamientos están ocupados por las palabras de Daphne Cotton. Por la sencilla e intacta inocencia de una mente hermosa no envilecida por las humillaciones presenciadas por su cuerpo.
De repente, quisiera hacer daño a quien hizo esto. Se odia a sí mismo por ello, pero sabe que es así. Que este crimen es imperdonable. Le consuela reconocerlo. Y aceptar, si va a perseguir el mal, que debe hacerlo desde el lado del bien.