Capítulo 6

08:04 horas. El antiguo despacho de Roper en la comisaría de Queen’s Gardens.

Un guirigay de policías.

Nalgas apoyadas en el borde de escritorios, pies sobre sillas giratorias, espaldas reclinadas contra paredes desnudas. Una colección de faldones de camisa por fuera y corbatas de supermercado, dos al precio de una. Nadie fuma, pero la habitación huele a nicotina y cerveza.

McAvoy, en el centro, sentado como es debido en un asiento de respaldo duro, con un cuaderno de notas sobre las piernas y la corbata bien anudada a la garganta, algo sonrosada e irritada por unas manos vigorosas y contundentes.

Intenta mantener los pies quietos sobre la moqueta. Oye docenas de conversaciones al mismo tiempo y no encuentra ninguna a la que sumarse.

Seis horas de sueño y un desayuno que no quiere bajar.

Todavía lo nota ahí. Como un peso en el pecho. Cada aliento es un resuello con sabor a huevos revueltos y pan integral. Hay un termo de agua caliente y hojas de menta en una bolsa a sus pies, pero teme abrirlo en esa habitación atestada, sin apenas espacio, por miedo a liberar el aroma. No podría aguantar los comentarios. No podría soportar que se fijaran en él. No aquí. No ahora.

Mira su reloj. «Tarde», piensa.

—Bien, chicos y chicas —dice Pharaoh dando palmadas mientras entra en la estancia—. Llevo levantada desde las cinco, aún no he desayunado y dentro de un minuto tengo una rueda de prensa con un puñado de gilipollas que quieren saber cómo hemos permitido que una adolescente haya sido asesinada en Navidad. Me gustaría decirles que la persona que hizo esto es un chiflado y que le hemos atrapado, pero no puedo. No lo hemos cogido, así que no podré decirlo. Y tampoco sabemos realmente que sea un chalado.

—Bueno, yo sé que no le pediría que hiciera de canguro, señora.

Las palabras, recibidas entre risas y aprobaciones, son de Ben Nielsen.

—Ni yo tampoco, Ben, pero le elegiría antes que a usted. Recuerde, tengo una hija adolescente.

Risas y alaridos. Alguien lanza un vaso de polietileno contra un sonriente Ben Nielsen.

—Lo que quiero decir —prosigue Pharaoh, apartándose el pelo de los ojos—, es que no sabemos si esto fue fortuito. No sabemos si se trata de alguien que odia la Iglesia, alguien que guarda rencor al clero. No sabemos si Daphne Cotton fue la víctima buscada. ¿Por qué llevaba el asesino un pasamontañas? ¿Por qué se disfrazó si no sabía a quién iba a atacar? Y el arma. ¿Cuál es la importancia del machete?

—¿Estamos pensando en odio racial?

Esta vez es Helen Tremberg, acompañada con un coro de gemidos.

—Estamos pensando en todo, cariño. Aún no lo hemos catalogado como odio racial, pero el hecho de que fuera una chica negra indica que hay que tenerlo en cuenta.

—¡Joder!

Colin Ray acaba de hablar por todos. Saben lo que esto significa. Los crímenes raciales son una receta para conseguir titulares y dolores de cabeza. Suponen trato con guante blanco y pancartas todo el rato. El clamor para exigir una solución procede no solo del público y de los grupos de presión, sino también de los de arriba, todavía muy sensibles tras una década de publicidad nefasta provocada por la muerte de un detenido negro en una sala de interrogatorios. La grabación de vídeo aireada durante la investigación subsiguiente —y reproducida de manera casi continua en los canales de noticias— mostraba a cuatro oficiales, de pie y charlando, mientras el tipo daba sus últimas bocanadas secas sobre el frío suelo de baldosas de la comisaría de Queen’s Gardens.

—Así que estamos en el escaparate —concluye Pharaoh—. Tenemos que resolver esto con rapidez, y debemos recordar que todo el mundo nos vigila. Estamos hablando de las noticias nacionales. A la gente no le gusta que le arruinen las Navidades por un asesinato y necesita que les hagamos sentir que están seguros. Esto ocurrió hace diecinueve horas y eso le da ventaja a este cabrón asesino. La solicitud de colaboración pública aparecerá en las noticias de las nueve, lo que significa que muchos de ustedes se van a divertir de lo lindo contestando al teléfono. Las llamadas llegarán a este centro de coordinación. Y sí, los chicos de las escuchas las grabarán durante la próxima media hora. Seguro que habrá cantidad de chalados, mucha gente, pero cualquier información es importante. Hay que comprobar todos los nombres.

Interrumpe su torrente de palabras por un instante y sus ojos buscan a McAvoy. Le hace un gesto con la cabeza.

—Bien. Sé que todos ustedes son unos magos de la técnica, pero por si acaso no lo fueran, McAvoy va a mostrarles cómo funciona su nueva y flamante base de datos.

Hay algunas quejas. Un coro de palabrotas.

—Venga, venga, niños —sonríe—. He participado en investigaciones en las que el suelo cedió por el peso del papeleo, así que si el sistema de McAvoy nos ayuda a seguir mejor los pasos de lo que vamos haciendo, entonces es algo que necesitamos utilizar. Personalmente creo que tengo cierta ventaja, pues una vez llegué al nivel tres del erizo Sonic, pero es posible que el resto de ustedes necesite un curso de actualización.

McAvoy se suma a las risas. Alza la vista y ve cómo Pharaoh le dedica una sonrisa y le guiña un ojo de forma casi imperceptible.

—No olviden —añade— que McAvoy ha visto al tipo. Él mismo podría haber sido una víctima si no hubiera usado su frente para frenar el golpe.

Hay más risas, pero parecen de algún modo más amables y generales, y McAvoy se siente casi tentado de hacer una inclinación y añadir alguna agudeza de su cosecha. Pero Pharaoh interviene antes de que lo haga.

—De acuerdo, todos ustedes deberían saber lo que van a hacer durante las dos próximas horas. Necesitamos las declaraciones de los testigos. Necesitamos las grabaciones de cada centímetro de esa plaza efectuadas por el circuito cerrado de televisión. ¿Adónde fue después de abandonar la iglesia? Y lo más importante, necesitamos saber todo lo que haya sobre Daphne Cotton. Necesitamos desenredar el ovillo de su vida. Tendremos los resultados de la autopsia hacia la hora de comer y los de toxicología por la noche. Así que utilicen sus mejores recursos, amigos. Ninguno de nosotros quiere vivir en una ciudad en la que alguien puede acuchillar a una muchacha en una iglesia y quedar impune. Al fin y al cabo, es Navidad.

Regala una sonrisa a la tropa. Luego se abre paso y sale de la habitación como un derviche perfumado y cargado de joyería tintineante, tocando hombros y antebrazos con las suaves palmas de sus manos, insuflando fe y confianza a su equipo.

Todos permanecen sentados en silencio, cada oficial sumido en sus propios pensamientos.

Al cabo de un rato, el inspector jefe Colin Ray se gira y abre las persianas. Más allá del cristal solo está la oscuridad, y la ventana refleja un caótico semicírculo de mujeres y hombres desordenados, sentados en cuclillas y repantigados, rascándose la cabeza y resoplando con las manos juntas sobre la nariz.

Los oficiales se ven a sí mismos por un momento. Una visión clara e inesperada de quiénes y qué son. Cada uno reconoce su propia verdad: sus imperfecciones, su fría y retorcida realidad unidimensional.

De todos los hombres y las mujeres que contemplan sus propios rostros, solo Aector McAvoy no siente la necesidad de apartar la vista.

Llevan seis horas contestando llamadas telefónicas. Tras las ventanas polvorientas y cubiertas de mugre el cielo está a punto de completar su sutil transición desde el gris oscuro al negro suave. Por encima, las nubes cuelgan henchidas a baja altura, pero aún faltan algunos días para que caiga la nieve. Puede que este año tengan unas Navidades blancas, aunque a McAvoy, que no experimentó otra cosa en su juventud, tal perspectiva solo le emociona porque sabe que hará sonreír a su mujer y a su hijo.

Helen Tremberg y él son los dos únicos oficiales de policía que hay en la habitación. Un oficial de apoyo a la comunidad está sentado a uno de los escritorios libres y Gemma Tang, la atractiva oficial de prensa china, está inclinada sobre una gran mesa junto a la ventana, tachando amplias secciones de una nota de prensa. Es guapa como una modelo, con un trasero sobre el que, según la imaginación de Ben Nielsen, podrían rebotar monedas. McAvoy hace esfuerzos por no mirarla.

Solos o en grupos de dos, los oficiales han ido abandonando el centro de coordinación. Trish Pharaoh y Ben Nielsen están en la morgue, presenciando el examen post mórtem. Los dos detectives más jóvenes están tomando declaración a los miembros de la congregación que ayer estaban demasiado afectados para hablar con coherencia. Antes de comer, Sophie Kirkland atendió una llamada de la dueña de un pub cuyas cámaras de seguridad habían captado la imagen fugaz de un hombre vestido de negro apenas cinco minutos después de producirse la agresión. Se ha llevado dos oficiales uniformados con ella para registrar la zona en busca de pistas.

Colin Ray y Shaz Archer han ido a hablar con un informador. La llamada telefónica a su pequeño cuarto de alquiler ha proporcionado una pista. Uno de los clientes del pub Kingston Hotel se ha estado yendo de la lengua. Según el soplón, el tipo siempre ha tenido unas opiniones muy tajantes sobre los extranjeros e inmigrantes, pero hace poco perdió a su mujer, seducida por las atenciones del chef iraní de una pizzería, y ha estado diciendo que alguien va a pagar por ello. Todo esto habría sido descartado como un mero chismorreo si una rápida comprobación en las bases de datos nacionales de la policía no hubiera revelado que el tipo había sido detenido dos veces por posesión ilegal de armas y una vez por agresiones. Aunque se supone que Colin Ray es el responsable de la oficina, ha decidido que él mismo es el más indicado para seguir esta particular línea de investigación y se ha esfumado. La inspectora Archer, que nunca se aparta de él, ha seguido sus pasos, y McAvoy y Helen Tremberg se han quedado solos para contestar las llamadas.

McAvoy repasa sus notas. Ha llenado páginas con nombres, números, detalles y teorías en su cuaderno de rayas. La escritura es ininteligible para todo el mundo menos para él. Es el único oficial que sabe taquigrafía Teeline. La aprendió durante el período de prácticas, en sus ratos libres, tras quedarse impresionado por la velocidad a la que un periodista había anotado las palabras de un oficial superior al que había estado siguiendo como una sombra aquel día. Ha resultado ser una buena inversión de seis meses, aunque le haya expuesto a algún momento de desprecio atónito por parte de colegas que no saben si le ha dado un telele y se ha puesto a llenar de jeroglíficos su cuaderno de notas.

Hasta ahora las llamadas telefónicas han sido bastante escasas. Pese al llamamiento a la colaboración ciudadana de esta mañana en televisión, la gente sufre el síndrome dominical. Está disfrutando el día fuera con la familia o relajándose en el pub, y la idea de llamar a una comisaría con información sobre un asesinato parece una actividad más propia de un horario de nueve a cinco, de lunes a viernes; así que la avalancha de llamadas que el equipo esperaba no se ha producido. Y apenas merece las horas extras dedicadas.

Aunque solo sea por eso, al menos el centro de coordinación va tomando forma. Ello se debe en gran parte a McAvoy y a la relativa inactividad que el día ha deparado. Ha traído una pizarra blanca de otro despacho y ha comenzado a trazar un breve resumen de la secuencia de hechos ocurridos el día anterior. Con un rotulador rojo ha escrito en el centro de la pizarra su propia descripción del sospechoso. Constitución mediana. Altura media. Ropa oscura. Pasamontañas. Ojos azules y llorosos. Es poco para empezar, y todos lo saben. Y aunque no podía haber hecho mucho más, McAvoy se siente profundamente culpable de no haber captado más detalles de su atacante.

En el otro extremo de la habitación hay un mapa de la ciudad grapado a la pared. Sobre él se han colocado chinchetas de diversos colores para indicar los lugares donde se había visto claramente al sospechoso, y su posible recorrido, tras su huida de la plaza de la Trinidad. Son el resultado de las declaraciones de los testigos, las grabaciones del circuito cerrado de televisión y meras conjeturas. Basándose en él, es posible suponer que el sospechoso se dirigió al este de la ciudad y cruzó el río antes de desaparecer del mapa en algún lugar cerca del puente de Drypool. Un grupo de oficiales uniformados recorrió la ruta, pero no encontró nada a excepción de una huella en la nieve que coincidía con la ubicación dada por uno de los testigos más creíbles. No había rastro del arma homicida. La conjetura más plausible de los agentes era que se había desecho de ella arrojándola al Hull. Cuando Pharaoh oyó esa parte de la información, golpeó el escritorio con tanta fuerza que uno de sus brazaletes se partió.

El teléfono del escritorio empieza a sonar. McAvoy levanta el auricular de baquelita beis.

—CID. Centro de coordinación.

La voz de una mujer le llega desde el otro extremo de la línea.

—Quisiera hablar con alguien sobre Daphne, Daphne Cotton —dice. Y luego, innecesariamente, añade con voz temblorosa—: La chica a la que mataron.

—Puede usted hablar conmigo. Soy el sargento Aector McAvoy…

—De acuerdo —dice interrumpiéndole. Con el temblor de la voz es difícil clasificarla, pero McAvoy cree que debe de ser de su edad.

—¿Tiene usted información…?

La oye coger aliento y a McAvoy le parece que ha estado ensayando sus palabras. Quiere decirlo todo de golpe. La deja hablar.

—Soy una profesora suplente. Hace más o menos un año di algunas clases en Hessle High. El colegio de Daphne. Hicimos buenas migas. Era una muchacha encantadora. Muy inteligente y atenta. Le gustaba mucho escribir, ya sabe. Es lo que yo enseño. Lengua inglesa. Me mostró algunos de sus relatos. Tenía verdadero talento.

Hace una pausa. Se le quiebra la voz.

—Tómese su tiempo —le dice McAvoy con tranquilidad.

Un suspiro. Una aspiración por la nariz. Un carraspeo interrumpido por las lágrimas.

—Trabajé como voluntaria en la zona del mundo de la que ella procedía. He visto algunas de las cosas que ella vio. Empezamos a hablar. No sé, pero supongo que llegué a ser una especie de válvula de escape para ella. Me contó cosas que guardaba en su interior. Había cosas en sus relatos. Cosas de las que una muchacha no debería saber nada. Cuando le preguntaba sobre ello se mostraba muy tímida, así que comencé a ponerle redacciones. Para ayudarla a que dejara salir lo que tenía dentro.

McAvoy espera algo más. Cuando cree que no va a añadir nada más, se aclara la garganta para hablar.

Y entonces ella lo suelta.

—Esto ya le ocurrió antes.