Capítulo 5

Está situado al norte de la ciudad y al este de todo lo demás. Tres giros a la izquierda y uno a la derecha desde la entrada a la nueva urbanización; construido a toda prisa por promotores, para compradores de una primera vivienda, según planos que podrían haber sido diseñados por un niño con una hoja de papel cuadriculado y una caja de casitas de Monopoly.

Tres habitaciones. Baldosas formando un ajedrezado. Un patio trasero con una terraza de nueve losas de piedra sustentadas sobre traviesas de ferrocarril recuperadas. Todo decorado al gusto soso y sin personalidad de un propietario que realizó la compra a través de un agente sin ni siquiera molestarse en verlo.

«Mi casa», piensa McAvoy, soñoliento y con los huesos cansados, mientras aparca el monovolumen sobre el bordillo y observa a su mujer, enmarcada como una estrella de cine en la ventana de la fachada, moviéndose con su hijo en brazos y saludando a papá con la mano.

Es tarde. Demasiado tarde para que Fin esté aún levantado. Debió de dormir la siesta a la hora de la merienda. Querrá pasar toda la noche despierto, ansioso por saltar sobre la cama de mamá y papá, y probarse los zapatos de papá y dar pisotones en el linóleo de la cocina mientras aplasta monstruos imaginarios.

Lo ha hecho por él. Ha puesto al niño a dormir la siesta para que esté despierto, espabilado y dispuesto a hacer que papá se sienta mejor cuando regrese a casa desde la comisaría, con los pensamientos lentos y embotados por la despiadada agresión que le ha magullado la cabeza.

Roisin abre la puerta y McAvoy no sabe a quién besar antes. Despliega los brazos y abraza a los dos. Siente la presión de la cabeza de Fin en una de sus mejillas y los labios de Roisin, suaves, cálidos y perfectos, en la otra. Aprieta a los dos contra su pecho. Siente la mano de ella que le acaricia la espalda. Nota el cariño de ambos en su interior. Percibe cómo ella aspira su olor.

—Lo siento —dice, sin ser capaz de precisar si sus palabras van dirigidas a ella, al niño o al universo en general.

Al cabo de un instante se separan. Roisin da un paso atrás para que entre en el pequeño vestíbulo al pie de las escaleras. Al cerrar la puerta tras él, se gira y descuelga de un golpe el mismo cuadro que ha hecho caer de la pared casi cada noche desde que se mudaron a esa casa, su primer hogar propiamente dicho, hace dos años. Se ríen de la situación mientras él se inclina para recoger el cuadro y, con torpeza, colgarlo de nuevo en el gancho. Es un dibujo a lápiz de una colina, realizado por una mano temblorosa. Significó mucho para McAvoy en otro tiempo, cuando las imágenes de su infancia llegaron a ser el símbolo de sus momentos felices. Ahora ya no importa tanto. No desde que tiene a Fin. No desde que la tiene a ella.

Es hermosa, desde luego. Esbelta y con el pelo oscuro, su piel tiene un bronceado color arena que delata su ascendencia. «Color barro», fue el comentario del padre de McAvoy cuando la vio por primera vez, pero no lo había dicho con mala intención.

Viste un chándal que se amolda a su figura y el pelo ondulado le cae hasta los hombros. Hoy solo lleva un par de aretes en las orejas. Solía llevarlos más largos, pero a Fin le encantaba tirar de ellos y en los últimos meses se ha visto obligada a reducir su aderezo. Ocurre lo mismo con el oro que reluce en su cuello. Lleva dos cadenas. En una se lee su nombre grabado en una chapita de cobre: un regalo de su padre cuando cumplió dieciséis años. La otra es una sencilla perla, como una gota de lluvia, que McAvoy le regaló en su noche de bodas como un obsequio extra por si su corazón no era suficiente.

Sin que se lo pida, Roisin pasa el niño a su padre. A Fin se le ilumina la cara, abre la boca para formar una gran letra O y entonces comienza a imitar las expresiones faciales de McAvoy. Fruncen el ceño, hacen muecas, fingen llorar, se lanzan bocados el uno al otro como si fueran monstruos, hasta que acaban riendo y Fin se retuerce excitado. McAvoy lo deja en el suelo y el niño se escapa con las piernas arqueadas como un pistolero del lejano Oeste, encantador con sus pantalones vaqueros, su camisa blanca y su chaleco diminuto, parloteando en el lenguaje inventado que McAvoy quisiera entender mejor.

—Me habéis esperado —dice a su esposa mientras recorre el cuarto de estar con la vista. Roisin había planeado colgar los adornos de Navidad hoy. Tienen un árbol de plástico, una cajita con bagatelas y media docena de tarjetas navideñas para colgar de una cinta sobre la chimenea de carbón falso, pero todo sigue en la caja de cartón junto a la puerta de la cocina.

—Sin ti no habría sido nada divertido —dice—. Lo haremos otro día. En familia.

McAvoy se quita el abrigo y lo deja en el respaldo de un sillón. Roisin se acerca en busca de otro abrazo para sentir mejor su cuerpo sin el impedimento de la abultada prenda. La cabeza le llega por la barbilla y él se inclina para besarla. Su pelo huele a horno. A algo dulce y festivo. A tartaleta de frutas, quizás.

—Siento llegar más tarde de lo que esperaba —comienza a decir, pero ella le hace callar acercando sus labios. Saben a cerezas y canela. Y así permanecen, enmarcados por la ventana, con los labios unidos, hasta que Fin entra corriendo en el cuarto de estar y empieza a golpear la pierna de su padre con una vaca de madera.

—Me la ha mandado el abuelo —dice mostrando el juguete mientras su padre baja la vista—. Es una vaca.

McAvoy la coge y la observa. Reconoce el tipo de trabajo. Puede imaginarse a su padre, con virutas de madera en los cristales de las gafas, un cuchillo y un formón en sus blancas manos cubiertas por mitones, sentado a la mesa, con la boca entreabierta, concentrado en cada minúsculo detalle, insuflando vida a sus juguetes de madera.

—¿Había alguna carta?

—Solo lo típico —responde Roisin sin levantar la mirada—. Espera que esté creciendo sano y fuerte. Que coma verdura. Que sea buen chico. Y espera verle pronto algún día.

El padre de McAvoy dirige toda su correspondencia al niño. No ha hablado con su hijo desde que tuvieron una discusión, más o menos cuando Roisin se quedó embarazada, y McAvoy sabe que es lo suficientemente terco como para irse a la tumba sin hacer las paces. Si quisiera pensar mal de su padre se preguntaría quién cree ese pobre viejo bobo que va a leer las cartas a su nieto de cuatro años, pero se ha acostumbrado a ignorar esos pensamientos traicioneros.

McAvoy acaricia los bordes suaves del juguete. Trata de absorber algo de la sabiduría y experiencia del viejo a través de las cosas que ha tenido en sus manos, pero no lo consigue. Devuelve la vaca a su hijo, que echa a correr de nuevo. McAvoy le ve irse y se vuelve hacia Roisin con los ojos llenos de culpa.

—Te dirigiste hacia el lugar del que procedían los gritos, Aector. Hiciste lo que siempre harías.

—¿Y eso qué dice de mí? ¿Que ayudaría a un extraño en apuros antes de proteger a mi hijo?

—Dice que eres un buen hombre.

Observa el cuarto de estar. Es todo lo que necesita. Su esposa en sus brazos y su hijo jugando alrededor de sus piernas. Respira hondo y despacio, saboreando plenamente el momento. Y entonces percibe el olor. Acre. Débil. Casi imperceptible entre el aroma a especias y jabón de su familia, de su hogar. Es como una polilla que revolotease en el límite de su visión. Un tufillo a sangre. Por un instante piensa en Daphne Cotton. Intenta hacerse una imagen de lo que su padre estará sufriendo. Deja que su corazón se expanda. Para sentir el vínculo y ofrecer afecto.

Levanta el brazo y aprieta a Roisin contra su cuerpo.

Se odia a sí mismo por el cariño que siente a su alrededor: por ser condenadamente feliz mientras una joven inocente yace muerta sobre una losa de piedra.