McAvoy saca el teléfono del bolsillo interior y vuelve a oír el último mensaje de su buzón de voz. Pese a la distorsión en el altavoz metálico, el enfado de la voz femenina es inconfundible.
—McAvoy. Soy yo otra vez. ¿Cuántas veces voy a tener que llamarlo? Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que andar persiguiéndole. Le necesitamos aquí. Así que mueva el culo.
Es la voz de Trish Pharaoh. El mensaje más reciente lo había dejado solo cuarenta y cinco minutos después del primero, pero entre medias había seis, incluida una advertencia en voz baja de Ben Nielsen sugiriendo a McAvoy que dejase inmediatamente lo que estuviera haciendo y se dirigiese a la comisaría de Queen’s Gardens si no quería correr el riesgo de perder alguna parte importante de su cuerpo.
En la puerta de la comisaría se arremolinan una docena de periodistas, pero apenas le prestan atención; cruza las grandes puertas dobles y entra en el vestíbulo del achaparrado edificio de ladrillo y cristal sin que le hagan ninguna pregunta.
—¿El centro de coordinación? —pregunta jadeando.
—¿El de Pharaoh? —replica el sargento de recepción, corpulento y de piel pálida.
Está sentado en una silla giratoria con una taza de café y un libro de tapa dura. Musculado y de mediana edad, tiene el aspecto de alguien que ha trabajado mucho tiempo en el turno de noche y no va a dejar que nada se interponga entre él y su rutina. Lleva una camisa de manga corta demasiado apretada al cuello, lo que da a su cabeza, grande y redonda, una apariencia curiosamente incorpórea.
—Sí, claro.
—Todavía se está organizando. Pruebe el antiguo despacho de Roper. ¿Conoce el camino?
McAvoy traba la mirada con el sargento de recepción. Intenta averiguar si hay alguna acusación en su forma de preguntar. Siente que se ruboriza.
—Seguro que puedo encontrarlo —responde esbozando una sonrisa.
—¿Seguro? —dice el oficial uniformado pasándose la lengua por los labios con una sonrisa desdeñosa.
McAvoy se da la vuelta. Está acostumbrado a eso. Acostumbrado al desprecio y la ojeriza, a la desconfianza y el rencor sin ambages entre el grupo de oficiales que prosperaron a la sombra de Doug Roper.
Sabe que si no fuera por su tamaño la mitad de sus colegas le escupirían a la cara.
Camina con toda la rapidez que la dignidad le permite hasta que el sargento deja de verle, y después aprieta el paso. Sube los escalones de tres en tres. Avanza por otro pasillo. Fotos y carteles, avisos y solicitudes, situados en tablones de anuncios y paredes de aspecto insalubre color magnolia, pasan a gran velocidad de manera borrosa.
Voces. Gritos. Parloteos. Portazos. Atraviesa las puertas dobles de caoba y se dirige a la guarida del león.
Cuando está a punto de levantar la mano para llamar a la puerta, esta se abre de repente. Trish Pharaoh sale bramando como un huracán, sumida en una precipitada conversación.
—… ya es hora de que se den cuenta, Ben.
Es una mujer atractiva, de cuarenta y pocos años, y parece más una señora de la limpieza que una detective de rango superior. De estatura apenas reglamentaria, es rolliza y tiene el pelo negro y largo, que lleva bien arreglado una vez cada seis meses y deja crecer a su aire el resto del tiempo. Madre de cuatro hijos, trata a sus oficiales con la misma mezcla de ternura, orgullo y decepción agresiva que a sus retoños. Sobona y coqueta, tiene amedrentados a los oficiales más jóvenes, para quienes rezuma una especie de erotismo similar al de la madre del mejor amigo. Lleva anillo de boda, aunque entre las fotos de su escritorio no hay ninguna de un hombre.
Al reparar en McAvoy se detiene y el agente Nielsen se topa con su espalda. Ella se gira y le lanza una mirada, y se vuelve de nuevo hacia McAvoy.
—Vaya, el viajero ha vuelto —gruñe.
—Señora, estaba en un sitio sin cobertura, cumpliendo una misión de buena voluntad asignada por el oficial Everett, ayudante del jefe superior, y…
—¡Chist!
Se lleva el dedo índice a los labios y luego extiende las palmas de las manos delante de ella, con los ojos cerrados como si contara hasta diez. Los tres permanecen en silencio en el pasillo durante un momento. El agente Nielsen y el sargento McAvoy como unos alumnos traviesos, torpes y absentistas que han decepcionado seriamente a su profesora preferida.
Finalmente, Trish Pharaoh suspira.
—Bueno, ya está aquí. Seguro que tuvo sus motivos. Ben le pondrá al corriente y puede usted empezar a trabajar en la base de datos. Es un poco tarde para hacer nada por teléfono, pero necesitamos meter a la congregación en ese sistema que usted ideó. Estoy en lo cierto si considero que era para casos de este tipo, ¿verdad? Montones de testigos. De procedencias dispares. Con vínculos entre…
—Sí, sí —interrumpe McAvoy, de pronto entusiasmado—. Es como un diagrama de Venn. Averiguamos todo lo necesario sobre un cierto grupo de gente, después lo metemos en el sistema y vemos si hay coincidencias o, en especial, detalles que se solapen y…
—Fascinante —dice con una amplia sonrisa—. Como he dicho, Ben le pondrá al día y le tomará declaración.
—¿Cómo?
—Es usted un testigo, McAvoy. Vio a quien hizo esto. Le golpeó en su jodida cara con el arma del crimen. Justo lo que usted y el ayudante Everett estaban pensando…
—Cumplía órdenes, señora.
—Bien, pues ahora cumpla las mías. Habrá una reunión a las ocho —dice mirando el reloj. Después se aleja por el pasillo, pisando fuerte con sus botas de motorista como si fueran los cascos de un caballo.
El agente Nielsen arquea una ceja. En sus caras hay una sonrisa pícara, como si fueran un par de adolescentes que acabaran de librarse de algo. El oficial más joven entra de nuevo al despacho, intensamente iluminado, y McAvoy le sigue.
Las agentes Helen Tremberg y Sophie Kirkland están sentadas una al lado de la otra en el mismo escritorio delante de un ordenador portátil. Sophie come un trozo de pizza y lo utiliza para señalar algo en la pantalla. Es el único ordenador que hay en la habitación. El resto del despacho está vacío, a excepción de unas cuantas carpetas viejas y maltratadas y un surtido de bolsas de basura dispuestas como un pelotón de fusilamiento junto a la pared, y que parecen llevar allí meses.
—Nos han dado la suite presidencial —dice Ben, acompañando a McAvoy hasta un semicírculo de sillas de plástico al lado de la ventana.
—Eso parece. ¿Por qué aquí? ¿Por qué no en Priory?
—Razones prácticas, dijeron. La orden vino de arriba. Creo que se imaginaban algunos titulares.
—¿Como por ejemplo?
—La mierda habitual. Que si estábamos a 13 kilómetros de la escena del crimen cuando hay una comisaría a menos de 300 metros del lugar donde ocurrió, y cosas así.
—Pero Priory dispone de instalaciones —responde McAvoy confundido—. Esto no puede haber sido a petición de Pharaoh.
—No, ella también creyó que era una estupidez. Pero ha tenido que hacer un gran esfuerzo desde el principio. Cuando por fin consiguió ponerse al tanto de todo, el ayudante Everett ya había publicado una nota de prensa en la que decía que el caso sería coordinado por el equipo de policía local del centro de la ciudad.
—Así que vamos cuesta arriba —dice.
—Y por terreno resbaladizo, sargento.
McAvoy suspira. Se deja caer sobre la silla de respaldo duro. Mira su reloj.
—¿Qué sabemos?
—Bien —comienza Nielsen, señalando la página con el dedo—: Daphne Cotton. Quince años. Vivía con Tamara y Paul Cotton en Fergus Grove, Hessle. Un bonito lugar, sargento. Apartado de la carretera principal. En un adosado de tres habitaciones. Con un gran jardín en la parte delantera y un patio trasero. ¿Sabe las que le digo? ¿Las casas que dan al cementerio?
McAvoy asiente. Roisin y él habían visto una casa por esa zona cuando ella estaba embarazada de Fin y la habían descartado. El aparcamiento era muy reducido y la cocina demasiado pequeña. Con todo, era un barrio agradable.
—¿Hermanos? ¿Hermanas?
—El oficial de enlace familiar está intentando conseguir todos esos datos, pero no lo creo. Los padres son una pareja mayor. Blanca, por supuesto.
McAvoy arruga el entrecejo.
—¿Cómo?
—Era adoptada, sargento —contesta Nielsen con rapidez.
—Podría haber sido adoptada por gente de color, agente —dice con voz queda.
Nielsen mira al techo como si considerara esa posibilidad por primera vez.
—Sí —admite—. Podría.
Permanecen sentados en silencio durante un rato, reflexionando sobre el asunto. Tras ellos oyen las voces de las dos oficiales femeninas. Helen Tremberg lee en voz alta los nombres de una lista de miembros de la congregación y Sophie Kirkland los reparte entre los oficiales del CID.
—Sin embargo, no lo fue —apunta Nielsen.
—No —conviene McAvoy, y decide dejar pasar el asunto. Cerrar la boca hasta que tenga algo digno de señalar.
Nielsen hace otra pausa de cortesía. Luego, tras esbozar una amplia sonrisa, vuelve a la carga.
—De cualquier modo, como puede imaginar, los padres están destrozados. No estaban allí, sabe. La madre solía asistir al servicio con Daphne, pero quería organizar una gran fiesta de Navidad y estaba ocupada con los preparativos. Y el padre estaba en el trabajo.
—¿Un sábado? ¿A qué se dedica?
—Tiene una empresa de transportes o algo así.
De pronto se detiene y levanta la voz para preguntar a Helen Tremberg.
—¿A qué diablos se dedica el padre?
Helen aparta su silla del escritorio y se dirige adonde están sentados los dos hombres. Dedica una sonrisa a McAvoy.
—Así que se une a nosotros, ¿eh?
McAvoy evita sonreír abiertamente. Siente una repentina cordialidad hacia ella. Y también hacia Ben. No quiere admitirlo, pero se siente nervioso. Vivo.
—Es una empresa de logística, ¿no? —pregunta McAvoy intentado no alterar el tono de voz.
—Según su página web, llevan un montón de artículos de organizaciones benéficas a lugares inaccesibles. Tienen contratos con muchos organismos de ayuda distintos. ¿Sabe cuando uno da sus jerséis viejos y demás a las mujeres que van por las casas con bolsas de basura? Pues esta es una de las compañías que trasladan todo eso a lugares donde se necesita. Unas veces en camiones, otras en barcos contenedores y en ocasiones hasta en avión.
—Ya —dice McAvoy apuntando en su libreta—. Continúe.
—Bueno, en resumidas cuentas, esta pareja tenía un niño que murió hace años. De leucemia. Y el caso es que adoptaron a Daphne a través de una agencia internacional cuando tenía diez años. Pasaron un año completo de papeleo, pero todo está en regla. Había nacido en Sierra Leona. Perdió a su familia en el genocidio. Un asunto trágico.
McAvoy asiente. Recuerda poco de la política de la disensión. Solo es capaz de evocar unas confusas secuencias televisivas atroces y brutales. Gente inocente, tiroteada y acuchillada.
—¿El machete es algo significativo? —pregunta McAvoy—. Es el arma preferida allí, ¿no?
—La jefa preguntó lo mismo —responde Nielsen—. Lo estamos investigando.
—¿Su familia iba a la iglesia? ¿Cómo se hizo ella acólito?
—Al parecer tenía esa inclinación cuando llegó. Su familia era muy religiosa. Aunque allí había visto cometer algunas barbaridades, eso no la disuadió. Su madre, su nueva madre, poco después de llegar la llevó un día a la Santísima Trinidad y ella creyó que era lo más hermoso que había visto nunca. Se convirtió en una parte importante de su vida. Su madre dice que nunca se había sentido tan orgullosa como el día en que se hizo acólito.
McAvoy trata de hacerse una imagen mental de Daphne Cotton. De una joven arrancada del horror, ataviada con una túnica blanca y autorizada a sostener una vela durante la alabanza a su Dios.
—¿Tenemos alguna foto? —pregunta en voz baja.
Helen se acerca a su escritorio y regresa con una fotocopia en color de una instantánea familiar. Muestra a una sonriente Daphne, situada entre sus padres adoptivos, bajos, regordetes y encanecidos. Detrás se ve el paseo marítimo de Bridlington. El cielo es misterioso e inusualmente azul. La imagen parece demasiado brillante y perfecta. McAvoy se pregunta quién tomó la fotografía. Qué pobre transeúnte capturó la imagen que llegaría a definir a esa trágica joven. McAvoy se forma su propia imagen mental. Memoriza la instantánea. Hace suya esa visión de la sonriente y feliz Daphne Cotton. La sobrepone a la del cadáver destrozado y ensangrentado. La convierte en humana. Transforma su muerte en la tragedia que realmente es.
—Entonces asistía a la iglesia con asiduidad, ¿verdad?
—Tres tardes a la semana y dos veces los domingos.
—Un gran compromiso.
—Enorme. Pero era una chica inteligente, jamás dejaba que eso se interpusiera en sus tareas escolares. Era una estudiante de sobresaliente, según la madre. Aún no hemos hablado con sus profesores.
—¿A qué colegio iba?
—Hessle High. Muy cerca de su casa. El martes debía comenzar las vacaciones de Navidad.
—Necesitamos hablar con sus compañeros. Con sus profesores. Con todos los que la conocían.
—Eso es lo que Sophie y yo estamos organizando, sargento —dice Tremberg con cara de satisfacción. Como si intentara decir a un padre entrado en años que no se preocupe, que todo está controlado.
—Bien, bien —replica McAvoy procurando sosegarse. Restablecer el orden en su mente.
—¿Le tomamos declaración ahora, sargento? Es mejor quitárnosla de encima. Mañana será el delirio.
McAvoy asiente. En realidad, sabe que lo único que aporta a esta investigación es la declaración de un testigo y un alabado sistema de clasificación de archivos. Pero ahora tiene una oportunidad. La ocasión de hacer el bien. De atrapar a un asesino. Deja que su mente regrese a esta tarde. Al caos y al derramamiento de sangre en la plaza. Al momento en el que el hombre enmascarado apareció a la entrada de la iglesia y le miró a los ojos.
—¿Hay algo particular, sargento? —pregunta Nielsen, aunque su voz indica que no espera nada especial—. ¿Algo que usted volvería a reconocer?
McAvoy cierra los ojos. Deja que el rostro enmascarado flote en su imaginación. Aparta de la mente el aire frío lleno de nieve y los gritos de los transeúntes. Deja que su memoria se centre en un único momento. En una imagen. Una escena.
—Sí —dice, con la sensación repentina de que el recuerdo es importante—. Tenía lágrimas en los ojos.
Fija la vista en la imagen mental de los iris azulados. Se imagina que puede ver su propio reflejo en sus cristalinos húmedos. Cuando la voz sale de su boca seca apenas es un soplo.
—¿Por qué llorabas? ¿Por quién estabas llorando?