McAvoy reduce la velocidad a 30 kilómetros por hora. Entorna los ojos para ver en la penumbra mientras las ruedas del compacto sedán lanzan pegotes de barro contra el cristal salpicado de gotas de lluvia. Su agudeza visual es sorprendente, pero la oscuridad de diciembre lo rodea como un puño húmedo. Aguza la vista y vislumbra los ojos de los tordos posados en las ramas bajas de los setos. Puede ver los tallos muertos y podridos del perejil silvestre y de la mala hierba del lino sobresalir como lanzas rotas desde el borde de la carretera, embarrado y desgastado por los neumáticos de los coches. Le parece que un conejo acaba de cruzar como un rayo por la gravilla mojada: una piel y una cola como un signo de exclamación apenas entrevistos en el cristal empañado.
Son ya las seis de la tarde. En estas condiciones tardará una hora en realizar el trayecto de regreso desde Beeford, situado a unos treinta kilómetros de su casa en North Hull por la carretera de la costa. Tendrá que pasar por delante de su propia puerta en el viaje de vuelta hasta la comisaría central. Aunque ese pensamiento le irrita, una orden reciente de la oficina del jefe superior ha prohibido el uso de los vehículos del parque móvil durante la noche sin una autorización previa por escrito. McAvoy supone que debe de haber una buena razón para esa instrucción y se asegurará de cumplirla.
De pronto, a su derecha, se abre un hueco entre los setos y McAvoy dirige el pesado vehículo a través del espacio que ha estado buscando. En primavera, y a la luz del día, se imagina la escena a su alrededor como una acuarela con campos de cultivo en tonos ocre y cimbreante cereal dorado; pero bajo esa oscuridad estigia semeja un paraje solitario, y respira aliviado al divisar la impresionante mole de la casa de labranza gris pizarra mientras el coche rechina sobre la tranquilizadora y sólida gravilla del camino de acceso privado.
Una luz de seguridad se enciende mientras McAvoy asciende por la rampa hasta estacionar en el aparcamiento de forma oval al lado de un 4x4 lleno de barro. Una mujer de edad avanzada aparece junto a una puerta trasera abierta. Pese a su expresión inquisitiva, hay en ella un atractivo que el paso de los años ha respetado. Tiene la espalda erguida y es delgada. Unos sutiles adornos —gafas de lectura de marca, pendientes de cristal de Swarovski, el leve rastro de un carmín sonrosado— embellecen sus rasgos suaves y serenos. Su pelo cortado a lo garçon parece delineado a lápiz. Lleva un chaleco acolchado sobre un suéter color naranja oscuro y unos pantalones holgados azul marino, bien planchados, remetidos por dentro de unos gruesos calcetines de lana. En la mano sostiene una copa de vino que apenas contiene una pizca de líquido rojo.
McAvoy abre la puerta del vehículo y recibe una ráfaga de viento que amenaza con enrollarle la corbata alrededor del cuello.
—Está usted en una propiedad privada —dice la mujer mientras se inclina para recoger un par de botas de goma situadas junto a la puerta—. ¿Se ha perdido? ¿Busca la carretera de Driffield?
McAvoy siente que el rubor le sube a las mejillas. Cierra de golpe la puerta del coche antes de que sus notas, sueltas sobre el asiento del pasajero, salgan volando. Rápidamente el nombre de la mujer le viene a la memoria.
—¿Es usted la señora Stein-Collinson? ¿Barbara Stein-Collinson?
La mujer avanza hacia él por el camino de entrada, pero al oír su nombre se detiene. Un gesto de preocupación asoma en su rostro.
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Señora Stein-Collinson, soy el sargento Aector McAvoy. ¿Podríamos entrar un momento en su casa? Me temo que tengo…
Niega con la cabeza, pero su negativa no está destinada al policía. Es como si dirigiera el gesto a una visión. A un recuerdo. Relaja el rostro y cierra los ojos.
—Fred —dice, y sus siguientes palabras no suenan a pregunta—. El pobre desgraciado está muerto.
McAvoy trata de captar su interés, de atraer su mirada del modo sincero y reconfortante que él conoce tan bien, pero ella no le presta ninguna atención. Se aparta, extrañamente avergonzado por la torpeza con la que ha manejado el asunto, esa única misión para la que sus superiores le consideran apropiado. Contempla cómo la nieve cae sobre la gravilla sin más trascendencia. Cuando el frío le hace moquear, se sorbe la nariz de manera educada.
—Lo encontraron, ¿verdad? —pregunta ella al fin.
—Quizás podríamos…
Su mirada implacable interrumpe la frase. Permanece de pie, renegando y moviendo la cabeza, y las gafas se le escurren por la nariz mientras sus facciones se tornan duras y frías. Entonces escupe sus palabras como si diera bocados al aire.
—Cuarenta malditos años después.
—¿Le importaría quitarse las botas? La moqueta de la cocina es de color beis.
McAvoy se agacha y empieza a desanudar el triple lazo de sus cordones mojados. Desde su posición a la altura de la rodilla recorre el pequeño guardarropa con la vista. No hay botas de goma ni cestos de perro. Tampoco hay bolsas de basura ni periódicos a la espera de la próxima hoguera o del viaje al vertedero. «Recién llegados», piensa de manera instintiva.
—Entonces —dice, erguida junto a él como un monarca dispuesto a armar caballero a alguien—, ¿dónde lo encontraron?
McAvoy alza la mirada, pero no puede ver sus ojos sin estirar el cuello ni desatarse los cordones sin mirarlos.
—Si hace el favor de concederme un momento, señora SteinCollinson…
Ella responde con un suspiro irritado. Se imagina su cara cada vez más seria. Intenta decidir qué será peor: darle los detalles desde esa posición completamente inapropiada o hacerla esperar hasta que se haya quitado las botas.
—Estaba a unas setenta millas de la costa de Islandia —dice McAvoy, procurando que su voz suene lo más afectuosa y compasiva posible—. Todavía en el bote salvavidas. Un carguero divisó la embarcación y los equipos de búsqueda se dirigieron directamente al lugar.
De un tirón se quita una bota, manchándose de barro el pulgar y el índice. Se pasa la mano discretamente por el fondillo del pantalón mientras comienza a manipular la otra bota.
—Moriría de frío, supongo —dice ella con aire pensativo—. No tomaría ninguna pastilla. No habrá querido adormecerse, nuestro Fred. Habrá preferido sentir lo que ellos sintieron. Nunca pensé que lo que estaba planeando fuera esto. Quiero decir, ¿quién iba a pensarlo? Sobre todo cuando estaba alegre, contaba historias e invitaba a todo el mundo a un trago…
McAvoy consigue quitarse la otra bota y se pone en pie rápidamente. La mujer ya está atravesando la puerta y él abandona el guardarropa con alivio y entra en la amplia cocina. Lo que ve le sorprende. La habitación está tan desordenada como el cuarto de un estudiante. Hay platos sucios amontonados en el hondo fregadero de porcelana situado bajo una ventana grande y sin cortinas. Las manchas de grasa, y de lo que parece salsa para pasta, forman una costra en los fuegos de la cocina con doble horno situada en el extremo más alejado. Periódicos y facturas varias cubren la mesa rectangular de roble que ocupa el centro de la habitación, y sobre la preciada moqueta, que dejó de ser beis hace muchos años, se apilan montones de ropa arrugada. Su ojo de policía percibe gotas de vino adheridas al fondo de las copas en el escurridor. Hasta los vasos de cerveza, con logotipos de pubs, parecen haber sido utilizados para echar unos tragos de clarete.
—Es él —dice haciendo un gesto hacia la pared detrás de McAvoy.
Éste se gira y recibe el saludo de un montón de caras; una galería de fotografías pegadas o sujetas con cinta adhesiva, sin orden ni concierto, sobre una docena de tableros de corcho. Las fotos pertenecen a las cinco últimas décadas. En blanco y negro y en color.
—Ahí —continúa—, al lado de nuestra Alice. La sobrina nieta de Peter, si esa es la palabra. Ahí está él. Parece que no cabe en sí de satisfacción.
McAvoy se fija en la imagen señalada. Un hombre bien parecido, con el pelo negro y brillante peinado hacia atrás, un tupé de roquero, una pinta de cerveza en la mano y una abierta sonrisa a la cámara. La ropa del hombre que hay en primer plano sugiere que la foto se hizo a mediados de los años ochenta. Él tendría algo más de treinta. La edad de McAvoy. En la flor de la vida.
—Un hombre apuesto —dice.
—Además lo sabía —responde ella suavizando el gesto. Estira el brazo y da un golpecito en la foto con una mano pálida y enjoyada—. Pobre Fred —añade. Después se vuelve hacia McAvoy como si le viera por primera vez—. Me alegra que haya venido. No me habría gustado enterarme por una llamada telefónica. No sin estar Peter aquí.
—¿Peter?
—Mi marido. Colabora a menudo con la policía. Es posible que lo conozca. Pertenece a la Autoridad Policial. Fue consejero durante muchos años, hasta que se le hizo un poco cuesta arriba. Ya no es tan joven como antes.
La mención de la Autoridad Policial le llega como una bofetada en la cara. McAvoy coge aliento. Trata de cumplir el cometido que le ha llevado hasta allí.
—Sí, conozco la labor de su marido, así como su entrega y dedicación para hacer campaña a favor de los servicios policiales. En cuanto recibimos la triste noticia sobre el señor Stein, el oficial jefe Everett, ayudante del jefe superior, me pidió que viniera y hablara con usted personalmente. Con mucho gusto podemos ofrecerle los servicios de un oficial de relaciones familiares altamente cualificado y…
La señora Stein-Collinson le interrumpe con una sonrisa que de pronto la vuelve atractiva. En cierto modo, vital y expresiva.
—No hay necesidad de eso —responde con el ceño fruncido—. Lo siento, ¿cómo dijo que se llamaba?
—Sargento McAvoy.
—No, su nombre real.
McAvoy tuerce el rostro.
—Aector —contesta—. Hector para los ingleses. No es que haya mucha diferencia al pronunciarlo. Pero se escribe distinto.
—Rodarán cabezas por esto, ¿verdad? —pregunta de repente, como si hubiera recordado súbitamente por qué ese hombre está ahí, en calcetines, en su cocina—. Verá, no queríamos que fuera, pero nos dijo que le cuidarían. Debió de planearlo desde el momento en que se pusieron en contacto con él. Es decir, aunque sabíamos que la tragedia le había afectado en lo más hondo, ha sido una sorpresa. Yo no esperaba que le encontraran, pero…
McAvoy arruga el entrecejo y, sin pensarlo dos veces, coge una silla de la mesa y toma asiento. De pronto se siente intrigado por la señora Stein-Collinson. Por su hermano, el roquero muerto. Por la señorita de la televisión y el petrolero noruego que recogió el bote hinchable en el mar grisáceo.
—Lo siento, señora, pero apenas conozco algunos detalles sobre el caso. ¿Podría quizás aclararme la naturaleza de la tragedia en la que se vio involucrado su hermano…?
La señora Stein-Collinson deja escapar un suspiro, rellena su copa, se acerca al otro lado de la mesa, donde retira una pila de ropa de una silla, y se sienta frente a McAvoy.
—Si usted no es de por aquí no habrá oído hablar del Yarborough —dice con voz suave—. Era el cuarto arrastrero. El último que se hundió. Los otros tres se fueron a pique en 1968. Tantas vidas. Tantos buenos tipos. Todos los pormenores vinieron en los periódicos. Entonces se dieron cuenta de lo que nosotros ya sabíamos. Que era un trabajo condenadamente peligroso.
Coge un bolígrafo de entre un montón de papeles y lo sujeta como si fuera un cigarrillo. Posa la mirada en la media distancia y de repente McAvoy ve a la chica de East Hull escondida tras esa dama de clase media entrada en años. Ve una joven educada en una familia de pescadores, criada entre el humo de los secaderos de pescado y el hedor de los pantalones con peto sucios. Barbara Stein. Babs para los amigos. Se casó bien e instaló su casa en el campo. En realidad nunca se afincó. Nunca se sintió cómoda. Tenía que estar cerca de Hull para poder telefonear a su madre.
—Por favor —dice McAvoy con delicadeza, y en su voz no hay falsedad ni afectación. Aunque más tarde lo considerará presuntuoso por su parte, en ese instante siente que la conoce—, continúe.
—Cuando el Yarborough se hundió, los periódicos ya estaban hasta la coronilla de él. Todos lo estábamos. La noticia no apareció en las portadas. Eso fue después. Dieciocho hombres y muchachos abatidos por el hielo, el viento y las mareas a setenta millas de la costa islandesa —dice moviendo la cabeza y bebiendo un trago—. Pero nuestro Fred fue el único superviviente. La peor tormenta en un siglo y Fred escapó de ella. Consiguió meterse en un bote salvavidas y se despertó en el fin del mundo. Tres días antes de que supiéramos de él. Supongo que es por eso por lo que ahora no lloro, ¿me entiende? Lo recuperé. Sarah, su esposa, también lo recuperó. La prensa intentó por todos los medios que hablara de ello. Pero se negó rotundamente. No quiso responder preguntas. Es solo un par de años mayor que yo y siempre nos sentimos muy cerca el uno del otro, aunque de niños nos hiciéramos alguna que otra magulladura. Fui yo quien recibió la llamada que anunció que estaba vivo. El cónsul británico en Islandia no consiguió localizar a Sarah y llamó a nuestra casa. Al principio creí que era una broma. Pero después Fred se puso al teléfono. Dijo hola con absoluta claridad, como si estuviera en la habitación de al lado.
La cara se le ilumina mientras habla, como si reviviera ese momento. McAvoy se da cuenta de que lanza la mirada al teléfono que hay en la pared junto a la cocina.
—No puedo ni imaginarlo —dice él. No se trata de un tópico. Realmente no puede imaginar cómo sería perder a un ser querido y luego recuperarlo.
—Así que lo recuperamos. Todo aquel barullo remitió poco después. Sarah le pidió que abandonara el mar y él accedió. No creo que le costara mucho convencerle. Aceptó un trabajo en los muelles. Trabajó allí durante casi treinta años. Cuando se jubiló estaba mal de los bronquios. De vez en cuando recibía una llamada telefónica de un escritor o un periodista preguntándole por su historia, pero siempre decía que no. Después, al morir Sarah, creo que vislumbró su propia mortalidad. Solo tenían una hija, que alzó el vuelo y se largó cuando era una adolescente. Fred sintió de pronto necesidad de moverse. Creo sinceramente que si alguien se lo hubiera propuesto habría aceptado volver a las labores de arrastre, aunque de eso hoy en día ya no quede nada.
Comienza a ponerse en pie, pero un dolor en la rodilla le hace reconsiderar el movimiento. McAvoy, sin que le pregunte, se vuelve hacia la encimera y agarra la botella de vino. Le rellena el vaso y ella dice gracias sin más intercambio de palabras.
—Bueno, el caso es que no hace mucho me llama y me dice que esa productora de televisión se ha puesto en contacto con él. Que están haciendo un documental sobre el Invierno Negro. Que va a salir con ellos en un carguero para arrojar una corona al mar y despedirse de sus antiguos compañeros. Fue algo completamente inesperado, por supuesto. Yo apenas había pensado en todo aquello desde hacía años, y creo que para él se había convertido en un relato. Una vez dijo que sentía como si le hubiese ocurrido a otra persona. Pero supongo que debió de conservarlo todo dentro. Para luego ir y hacer esto.
Le tiembla el labio inferior y se saca de la manga un pañuelo de papel.
—Quizás le pagaban por su relato…
—Oh, sin duda alguna —dice ella sonriendo y echando una mirada rápida a la pared de las fotos—. Él siempre sabía cómo hacer dinero, nuestro Fred. También sabía cómo gastarlo, claro. Pero así es la pesca de arrastre. Un mes fuera bregando y luego tres días en casa. Una buena cantidad en el bolsillo y solo unas cuantas horas para gastarla. Los millonarios de tres días, los llamaban.
—Entonces esa fue la última noticia que tuvo.
—De él, sí. Recibimos una llamada de la mujer de la productora de televisión hace tres días. Debíamos de constar como sus contactos de emergencia. Nos dijo que había desaparecido. Que faltaba uno de los botes salvavidas y que Fred se había alterado un poco al hablar de todo aquello. Que lo estaban buscando. Que nos tendría al tanto. Y eso fue todo. Todo me parece completamente estúpido. Después de todos esos años… Acabar muerto en el mar, como sus compañeros.
Se detiene y le mira con unos ojos azules intensos y penetrantes.
—Sé que suena horrible, Hector, pero ¿por qué no se tomó unas pastillas y ya está? ¿A santo de qué todo este número? ¿Cree usted que se sentía culpable? ¿Que quería desaparecer como sus compañeros del sesenta y ocho? Eso es lo que parecía sugerir la señorita de la tele, pero no parece el tipo de cosa que él haría. Él lo haría sin ruido. Sin alboroto. Le gustaba contar historias, pegar la hebra y hechizar a alguna dama, pero cuando todo ocurrió ni siquiera quiso hablar de ello a los periodistas. ¿Por qué iba entonces a querer una trágica salida ahora?
—¿Sería por eso quizás por lo que aceptó ser filmado? ¿Porque pasarían por donde el arrastrero se hundió?
La mujer suelta un suspiro que parece salir del fondo de su ser, como si se desinflara.
—Quizás —dice, y acaba su bebida.
—Lo siento muchísimo, señora Stein-Collinson.
Ella asiente. Sonríe.
—Barbara —corrige.
McAvoy extiende la mano y ella la estrecha con una palma blanda y fría.
—¿Y ahora qué? —pregunta—. Como dije, no creo que le cuidaran como es debido. A un anciano van y le dejan que vaya por ahí y haga esto. Tengo un montón de preguntas…
McAvoy también asiente. También él tiene sus propias preguntas. Hay algo que le ronda en la cabeza. Quiere saber más. Quiere encontrar el sentido. Quiere ser capaz de decirle a esta encantadora señora por qué su hermano murió, cuarenta años después de cuando debió hacerlo, de la misma forma en que de joven estuvo a punto de perder la vida.
Sabe que no debería prometer que se mantendrá en contacto. Que descubrirá lo que ocurrió. Sabe que no debería darle su número de teléfono y decirle que lo llame si tiene cualquier otra información. Cualquier otra pregunta. O solamente para hablar.
Pero lo hace.