Capítulo 2

Yace tendida donde cayó, el cuerpo desmoronado y doblado en los escalones del altar: una pierna encogida, la rodilla dislocada y una zapatilla de deporte colgando apenas de unos dedos cubiertos por un calcetín.

Es una chica negra, con la cara y las manos de un bonito color caoba: las palmas de las manos, suaves y vueltas hacia arriba, tienen el color de la leche batida. Es joven. Aún en los años de la adolescencia. Demasiado joven para comprar cigarrillos. Demasiado joven para tener relaciones sexuales. Demasiado joven para morir.

Nadie ha intentado reanimar su corazón. Tiene demasiados agujeros en el cuerpo. Presionar su pecho sería como estrujar una esponja mojada.

Tiene la sotana, de un blanco puro, levantada por la parte de atrás y arrugada bajo su cadáver. La tela blanca y gruesa se ciñe a la curva de un pecho pequeño y firme.

La sangre de la muchacha empapa de rojo carmesí un costado de la túnica. El otro permanece inmaculado. De no ser por la expresión desencajada de su rostro, parecería que esa espantosa atrocidad hubiera afectado solo un flanco de su pequeña figura.

Es evidente que murió sufriendo. La sangre que le impregna las mejillas, el cuello, la barbilla y los labios parece haber sido arrojada a puñados contra ella. Se posó sobre su cuerpo como una lluvia roja y turbia mientras yacía allí, muerta, con la mirada fija en el alto techo de nervaduras curvas y estrellas pintadas a mano.

—Pobre chica.

McAvoy se encuentra junto al altar, agarrado al respaldo de madera del banco delantero con una gran mano rosácea. Siente náuseas y está aturdido, y su vista es borrosa debido a la hinchazón del ojo que altera los bordes de su campo de visión. El paramédico había querido llevarle directamente a urgencias para que le hicieran una radiografía, pero McAvoy, acostumbrado a las heridas, sabe que esa lesión solo significa dolor. Y el dolor puede soportarlo.

—Tuvo suerte, ¿eh, sargento?

McAvoy se gira con rapidez y la voz resuena en la cavidad sonora de la iglesia vacía. Siente un dolor punzante en el cráneo y se hunde en el banco mientras la agente Helen Tremberg se acerca por la nave central. Una sensación de malestar le golpea el estómago.

—Perdón, ¿agente Tremberg…?

—Dicen que casi le acuchilla a usted también. Parece que ha tenido suerte.

Tiene las mejillas sonrosadas. Está nerviosa. Ha pasado la última hora organizando el trabajo de los oficiales uniformados desde su cuartel general improvisado en el despacho del sacristán y uno de los agentes más jóvenes la ha llamado «señora» creyendo que era una oficial veterana. Ha disfrutado con ello. Ha disfrutado diciéndole a la gente lo que tenía que hacer y viendo cómo lo hacía. Los doce agentes ya han tomado la primera tanda de declaraciones a la congregación y han anotado los nombres y direcciones de quienes aún están demasiado impresionados para poder explicar lo que vieron.

—Me golpeó con el mango, no con la hoja.

—Debió de gustarle su aspecto, ¿no? Debe de haber sido más difícil para él ponerle fuera de combate que matarle. Con la excitación del momento y un machete en la mano, la posibilidad de darle un buen golpe en vez de una cuchillada es una entre un millón.

McAvoy baja la mirada esperando que el dolor sordo cese.

Sabe cómo se contará la historia. Tiene fama de estar todo el día amarrado al escritorio, de ser un experto de las hojas de cálculo y las bases de datos, la informática y la tecnología. ¿Noqueado en la escena del crimen por el principal sospechoso? Puede imaginarse las bromas.

—¿Llegó su hijo bien a casa?

McAvoy asiente. Traga. Nota la aspereza en su voz.

—Roisin vino y lo recogió. La camarera del café estuvo cuidándole. Creo que los dos están enfadados conmigo.

—¿La camarera?

McAvoy sonríe.

—Sí, probablemente ella también.

El silencio los envuelve por un instante. Tremberg observa el cadáver de la chica por primera vez. Menea la cabeza y aparta la mirada. Se centra en su libreta de notas. Trata de hacer bien su trabajo. Nunca ha tenido problemas con la organización de la escena de un crimen o con la redacción de un informe, pero en McAvoy hay algo que siempre le ha parecido desconcertante. No es solo su tamaño. Es la tristeza que percibe en él. Una tensión perturbadora y silenciosa que hace que su compañía resulte difícil. Ella se lleva bien con los compañeros de la comisaría. Se encuentra a gusto gastando bromas con los muchachos y es capaz de beber más que sus colegas varones sin emborracharse, pero en su sargento hay algo que le impide saber cómo comportarse para causarle buena impresión. Parece tomarse todo de un modo muy personal. Y está obsesionado con que las cosas se hagan según las normas. Con rellenar los formularios y citar las secciones y subsecciones apropiadas y con utilizar siempre los términos políticamente correctos para referirse a cualquier canalla con el que se topa.

Sabe que tiene sus secretos. Hace un año ocurrió algo en Country Park y eso le costó el puesto a un poli célebre y arrinconó a McAvoy durante meses. Resultó herido, eso lo sabe. En su rostro se aprecian unas débiles cicatrices. Se dice que hay más bajo los trajes caros que lleva de modo tan poco elegante. Tremberg se había incorporado al equipo de Trish Pharaoh solo unas semanas antes de que McAvoy regresara de un permiso por enfermedad y le había hecho mucha ilusión tener la oportunidad de conocerlo. Pero el primer encuentro fue una decepción. Había descubierto a un hombre pequeño atrapado en un cuerpo de gigante. Tenía la personalidad de un contable con gafas sin muchas pretensiones que se agitaba de manera nerviosa en el interior de un corpachón enorme. Y luego estaban sus ojos. Esos grandes ojos dóciles y tristes que parecían estar siempre interrogando, valorando, censurando, juzgando. A veces le recordaba a un viejo rey escocés con la espada en las rodillas y una manta sobre los hombros, tosiendo, resollando, pero todavía capaz de manejar el montante con la fuerza suficiente para decapitar un toro.

Ahora le mira. Pide a Dios que empiecen con esto antes de que el inspector jefe Colin Ray y sus focas entrenadas entren en acción echando humo y estropeen la fiesta.

McAvoy se pone en pie. Afianza su postura apoyando una mano en el banco y, junto a ella, ve una Biblia encuadernada en piel.

—Tan poca compasión —dice entre dientes.

—¿Sargento?

—Le hace a uno pensar —murmura mientras un rubor traicionero le sube desde la camisa hasta el ancho rostro—. ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora? —dice agitando una mano enorme como una pala—. ¿Por qué todo esto?

—Este mundo es horrible —responde Tremberg encogiéndose de hombros.

McAvoy mira hacia abajo y acaricia la cubierta de la Biblia.

—Deme todos los detalles —dice con voz queda y cierra los ojos.

—Se llama Daphne Cotton —explica Tremberg con un tono más calmado y menos áspero, como si después de ver el cadáver su pomposidad anterior se hubiera diluido por la tristeza brutal de la escena—. Quince años. Pertenecía a esta iglesia desde hace cuatro. Adoptada.

—Espere —dice McAvoy, aturdido por las ideas y las dudas. Tiene una mente lógica, pero para él las cosas adquieren más sentido cuando están escritas y ordenadas de manera clara. Le gusta seguir un método, anotar los detalles de un modo adecuado. Con la cabeza dolorida y el ingenio embotado se pregunta cuánta información podrá retener—. Daphne Cotton —repite—. Quince años. Adoptada. ¿Es de aquí?

Tremberg parece confundida.

—¿Cómo dice, sargento?

—Es una chica negra, agente Tremberg. ¿Fue adoptada en el extranjero?

—Ah, vale. No sé.

—Bueno.

Los dos permanecen en silencio, decepcionados por el otro y por ellos mismos. McAvoy se descubre preguntándose por su empleo de la palabra «negra». ¿Sería más apropiado utilizar el término técnico? ¿Es un error fijarse en su color? ¿Está siendo un buen detective o un intolerante? Conoce pocos oficiales que se preocupen por esas sutilezas, pero su obsesión por estas cosas le provocaría una úlcera si no fuera por la habilidad de Roisin para calmarle.

—Entonces —dice dirigiendo la mirada al cuerpo de la joven y luego al techo—, ¿qué le dijeron los testigos?

Tremberg mira su libreta de notas.

—Es una monaguilla que sirve en el altar, sargento. Una acólita. Llevan las velas en la procesión. Se sientan delante del altar durante el servicio. Recogen lo que el sacerdote les da y lo guardan. Mucha pompa y ceremonia. Al parecer es un gran honor. Ha estado haciéndolo desde los doce años.

En las palabras de Tremberg hay suficiente escepticismo y arqueo de cejas para sugerir una falta de creencias religiosas rayana en el agnosticismo.

—Usted no asiste al servicio dominical con regularidad, ¿verdad? —pregunta McAvoy con una débil sonrisa.

Tremberg suelta una risa burlona.

—En mi familia los domingos eran para el Grand Prix. Eso sí, seguíamos la Fórmula 1 de manera religiosa.

Al fondo de la nave central una repentina ráfaga de viento abre una puerta de golpe y por un instante McAvoy ve lápidas y verjas, luces navideñas y uniformes, mientras una luz azulada lanza destellos rítmicos que iluminan la oscuridad con barridos circulares. Puede imaginarse la escena en el exterior. Agentes de policía con chalecos amarillos que acordonan las verjas de hierro forjado con cinta policial azul y blanca. Bebedores de los pubs cercanos que escudriñan por encima de sus pintas medio vacías mientras en la plazoleta de la iglesia los coches hacen chirriar los frenos y se detienen a punto de chocar; conductores nerviosos que abandonan a toda prisa sus vehículos para recoger a los familiares que han participado en la congregación y salen a la plaza fría y a la ventisca de nieve para alejarse del horror vivido.

—¿Entonces quien hizo esto sabía que ella estaría aquí?

—Si es ella a quien buscaba, sargento. No sabemos si fue una casualidad.

—Es verdad. ¿Tenemos algo que pueda aclarar eso?

—Aún no. Tengo aquí una declaración de un tal Euan Leech que afirma que el tipo hizo a un lado a otros dos monaguillos para llegar hasta ella, pero con toda la confusión…

—¿Y las otras declaraciones?

—No aportan mucho. Solo vieron una figura aparecer de pronto junto al altar; lo siguiente ya es cuchilladas y gritos por todas partes. Es probable que vean las cosas más claras cuando tengan tiempo de ordenar sus mentes.

—¿De las patrullas sabemos algo? ¿Hay algún rastro de él?

—Nada en absoluto. Hace demasiado viento para salir con el helicóptero; y de todos modos es demasiado tarde. Pero con la cantidad de sangre que lleva encima alguien se habrá fijado en él…

—De acuerdo —dice McAvoy. Aparta la vista del cuerpo de la joven y mira a Tremberg a la cara. Comparada con Roisin, es una mujer de aspecto bastante normal, pero tiene un rostro que un artista disfrutaría. Delgada, con facciones diminutas en el centro de una cabeza amplia y redonda, como una comida de gourmet en medio de un gran plato llano. Es alta y atlética, ronda los treinta años y viste de un modo sencillo y corriente que la descarta como objeto sexual para los oficiales varones y como amenaza para las mujeres más maquiavélicas. Es graciosa, enérgica y de trato fácil, y aunque en sus labios hay un ligero temblor que delata la adrenalina que corre por su cuerpo ante la idea de participar en la caza de este asesino, enmascara esa aspiración con un aplomo que McAvoy encuentra admirable.

—¿Y la familia? —pregunta—. ¿Estaba aquí?

—No. Normalmente sí está. El sacristán dijo que eran amigos de la iglesia, signifique eso lo que signifique. Pero no. Estaba sola. La trajeron en coche y ella iba a regresar por su cuenta. Eso es lo que dice uno de los acólitos. Un chico mayor. Quiere ser sacerdote. O vicario. No sé cuál es la diferencia.

—Pero a los padres se les ha informado, ¿verdad?

—Sí, señor. Nos hemos puesto en contacto con la oficina de enlace familiar. Pensé que le gustaría que eso fuera lo primero que hiciéramos mientras usted se recuperaba.

McAvoy le regala una débil sonrisa. Se alegra de estar de pie. Si estuviera sentado sus piernas se agitarían sobre las puntas de los pies con una sensación que un hombre menos preciso llamaría ansiedad. McAvoy no lo considera así. Para él no es ni siquiera un signo de nerviosismo. Es una sensación que asocia con el comienzo de las cosas. El potencial de la página en blanco. Quiere saber sobre Daphne Cotton. Saber quién la mató y por qué. Saber por qué él, Aector McAvoy, se libró del acero. Por qué había lágrimas en los ojos del hombre. Quiere demostrar que él puede resolverlo. Que es algo más que el poli que hizo caer a Doug Roper.

Mira a su alrededor, a ese lugar majestuoso e imponente.

¿Seguirán las cosas igual?, se pregunta. ¿Podrán los fieles sentarse en sus bancos y rezar al Señor sin recordar el momento en que un asesino salió apresuradamente de entre la congregación y acuchilló a uno de los acólitos mientras sujetaba su vela y ayudaba al sacerdote? Arruga el entrecejo. Se pasa la palma de la mano por la cara. Cuando la retira ve una gran águila dorada con las alas plegadas en reposo. Se pregunta sobre su significado. ¿Por qué se alza ahí, sobre un suelo de baldosas, al final de la nave, delante de la escalera gótica que conduce al atril? Se pregunta quién elegiría esa ave para este lugar. Siente que su mente empieza a discurrir. A analizar. Este asesinato en una iglesia, dos semanas antes de Navidad. Tuerce el gesto al recordar ese instante, hace apenas dos horas, en el que el canto del coro flotaba en la plaza y templaba los corazones de quienes lo escuchaban. Piensa en cómo debió de sentirse Daphne Cotton en esos horribles momentos en los que el abrazo protector de su fe, de su congregación, fue atravesado por la hoja de un cuchillo.

—El coche está fuera, sargento —dice Tremberg con impaciencia, señalando con la cabeza hacia la puerta—. Ben Nielsen viene hacia acá para supervisar los interrogatorios. Tenemos especialistas en el trato con niños que están de camino para entrevistar a los componentes del coro. Es probable que ellos sean quienes mejor lo vieron, pobres chavales…

Mientras McAvoy se encamina hacia la puerta, el teléfono suena en el bolsillo interior de su chaqueta. Un temblor nervioso se apodera de él. Debería haber llamado para informar. Debería haberse puesto en contacto directamente con los jefes. Haber puesto su sello personal en el caso. Pero estaba en la camilla de una ambulancia mientras una agente inexperta se encargaba de todo.

—Sargento McAvoy —contesta, y se detiene bajando la cabeza.

—McAvoy. Soy Everett, ayudante del jefe superior. ¿Qué está pasando ahí?

La voz es tensa y seria.

—Estamos en ello, señor. Ahora vamos a hablar con la familia…

—¿Vamos?

—La agente Helen Tremberg y yo, señor…

—¿No está Pharaoh?

McAvoy traga saliva. Siente como si echara agua helada en un estómago vacío. Calambres en las tripas.

—La superintendente Pharaoh está en un curso este fin de semana, señor. Soy el oficial de servicio de rango superior…

—Pharaoh ha llamado, McAvoy. Canceló el curso en cuanto se enteró. Se trata de un asesinato, sargento. En la mayor iglesia de la ciudad, la más famosa. La iglesia en la que fue bautizado William Wilberforce. ¿Una adolescente acuchillada por un lunático a la vista de toda la congregación? Es momento de ponernos todos manos a la obra, amigo.

—¿Entonces quiere usted que la sustituya después de hablar con la familia de la joven?

—No.

En la voz de Everett hay una rotundidad que pone en ridículo la suposición de que esta investigación podría ser suya.

—De acuerdo, señor —dice derrotado, como un colegial al que se le ha dicho que no forma parte del equipo. A su lado, Tremberg se gira, se mete dos trozos de chicle en la boca y mastica con enfado al darse cuenta de lo que ocurre.

—Pero le llamaba por el otro asunto, McAvoy. Por el que telefoneé antes —prosigue Everett sin apenas una pausa.

—Sí, señor, recibí su mensaje pero…

—Bien, no importa. Han surgido otras cosas. Pero ahora que ya no tiene que dirigir la investigación puede usted hacer algo por mí. Se trata de un favor.

McAvoy cierra los ojos. Apenas escucha.

—Si está en mi mano, señor…

—Excelente. He recibido una llamada de un conocido desde Southampton. Parece que un viejo amigo ha sufrido un terrible accidente mientras hacía un documental en el mar. Terrible. Algo terrible. Es originario de esa zona. Todavía tiene familia. Una hermana en Beeford. Normalmente un agente se acercaría y le daría la noticia, pero esta señora, bueno…

Everett empieza a tartamudear. Parece un hombre tímido pronunciando un discurso en una boda.

—Mire, es la esposa del vicepresidente de la Autoridad Policial. Una dama muy importante. Ella y su marido son grandes colaboradores en muchas de las iniciativas que el programa de los servicios policiales de la comunidad espera poner en marcha los próximos años. Y usted siempre tiene un trato tan exquisito con la gente…

En los oídos de McAvoy hay un sonido precipitado. Su corazón late con fuerza. Nota el olor de su propia sangre en las narices. Abre los ojos y ve a Tremberg alejarse con un aire de desprecio en su modo de andar. Buscará su sitio en el equipo de Pharaoh.

«Haz lo que mejor se te da, McAvoy. Sé una persona delicada y amable. Cumple la orden de Everett. Mantén la cabeza gacha. Continúa con tu trabajo. Gánate el sueldo. Ama a tu esposa…»

—Sí, señor.