Capítulo 1

14:14 horas, plaza de la Santísima Trinidad. Quince días antes de Navidad.

El aire huele a nieve. Sabe a nieve. Ese fuerte regusto metálico, una sensación al fondo de la garganta. Frío y mentol. Cobre, quizás.

McAvoy respira hondo. Se llena de ese aire de Yorkshire, helado y complejo, sazonado con la sal y el rocío marino de la costa, el humo de las refinerías de petróleo, el cacao tostado de la fábrica de chocolate, el olor acre del forraje descargado en los muelles esta mañana, los cigarrillos y las fritangas de una población en declive y una ciudad de capa caída.

Ésta.

Hull.

Su hogar.

McAvoy mira al cielo, veteado de nubes deshilachadas.

Frío como una tumba.

Busca el sol. Mueve la cabeza de acá para allá tratando de encontrar el foco de luz brillante y acuosa que inunda esta plaza del mercado y ensombrece las lunas de los cafés y los pubs que rodean la animada piazza. Sonríe al encontrarlo, a salvo detrás de la iglesia, colgado del cielo como una placa de latón: oculto tras la imponente aguja y su sudario de lona y andamios.

—Más, papá. Más.

McAvoy baja la mirada. Hace una mueca a su hijo.

—Perdona. Estaba pensando en otra cosa.

Levanta el tenedor y deposita otra porción de tarta de chocolate en la boca sonriente del niño, completamente abierta. Observa cómo mastica y traga antes de volver a abrirla como un polluelo a la espera de una lombriz.

—Eso es lo que eres —dice McAvoy con una sonrisa al pensar que a Finlay la descripción le parecerá divertida—. Un pajarito pidiendo lombrices.

—Pío, pío —bromea Finlay agitando los brazos como si fueran alas—. Más lombrices.

McAvoy ríe y mientras rebaña la tarta que queda en el plato se inclina hacia delante y besa la cabeza del niño. No consigue disfrutar del delicioso olor a champú en el cabello de su hijo porque Fin va abrigado con un gorro de lana con borla y un forro polar. Está tentado de quitarle el gorro y aspirar profundamente el olor a hierba recién cortada y a panal de abejas que asocia con el greñudo pelo rojo de su hijo, pero en la terraza de ese café de moda, con sus mesas plateadas y sus sillas metálicas, hace un frío gélido y se contenta con acariciar la barbilla del chaval y gozar de su sonrisa.

—¿Cuándo vuelve mamá? —pregunta el chico, limpiándose la cara con un pico de la servilleta de papel y relamiéndose de un modo simpático con la lengua manchada de chocolate.

—No tardará —responde McAvoy mirando su reloj de manera instintiva—. Está buscando premios para papá.

—¿Premios? ¿Por qué?

—Por ser bueno.

—¿Cómo yo?

—Sí, como tú.

McAvoy se inclina hacia delante.

—Yo he sido muy bueno. Papá Noel me va a traer montones de regalos. Montones y montones.

McAvoy sonríe. Su hijo tiene razón. Cuando llegue Navidad, dentro de dos semanas, Fin encontrará el equivalente al sueldo de un mes empaquetado y envuelto bajo el espumillón rojo y las ramas plateadas del árbol artificial. La mitad del cuarto de estar de su adosado vulgar y corriente, una construcción nueva al norte de la ciudad, se llenará de balones de fútbol, ropa y figuras de superhéroes. Las compras empezaron en junio, justo antes de que Roisin supiera que estaba otra vez embarazada. No se pueden permitir lo que llevan gastado. Ni siquiera la mitad, considerando los gastos que el año nuevo traerá. Pero sabe lo que la Navidad significa para ella y ha tirado de la tarjeta de crédito a discreción. El día de Navidad, Roisin se encontrará un collar de granates y platino en su calcetín. Una chaqueta de cuero roja para cuando recupere la figura después del parto. Los DVD de Sex and the City. Entradas para el concierto de UB40 en el bosque de Delamere en marzo. Roisin saltará de alegría y hará esos ruidos que a él le encantan. Correrá al espejo y se probará la chaqueta sobre su holgada camiseta y su vientre abultado de embarazada. Llenará de sonrisas su precioso y delicado rostro, y acto seguido le cubrirá de besos mientras olvida que ese es un día para los niños y que su hijo aún tiene que abrir sus regalos.

McAvoy siente una súbita vibración junto al pecho y saca los dos teléfonos móviles extraplanos alojados en el bolsillo interior de su chaqueta. Con cierta desilusión advierte que el sonido procede de su teléfono particular. Un mensaje de Roisin. Te va a encantar lo que te he encontrado… Xxxx. Sonríe. Le contesta con otra ristra de besos. Se imagina la voz de su padre llamándole memo. Se encoge de hombros.

—¡Qué tonta es mamá! —le dice a Fin, y el niño asiente con seriedad.

—Sí, un poco.

Solo pensar en su mujer basta para hacerle sonreír. Ha oído decir que amar de verdad es cuidar a alguien más de lo que uno se cuida a sí mismo. McAvoy descarta esa idea. Él cuida a todo el mundo más que a sí mismo. Moriría por un extraño. Su amor por Roisin es tan perfecto y espiritual como ella misma. Delicado, apasionado, leal, audaz… Ella sabe cómo proteger el corazón de su marido.

McAvoy deja vagar la mirada durante un rato. Contempla la iglesia. Ha estado dentro varias veces. Durante los cinco años transcurridos desde que vino a vivir a Hull ha estado en el interior de la mayoría de los edificios importantes de la ciudad. Roisin y él asistieron una vez a un concierto en la iglesia, una sesión de una hora a cargo de la Orquesta Filarmónica de Colonia. A él no le había aportado gran cosa, pero su mujer había llorado de emoción. Él se había sentado y leído el programa, aplaudiendo cuando correspondía y llenando su cerebro de conocimiento como quien echa bebida en una garganta reseca. De vez en cuando había levantado la cabeza para observar a Roisin, abrigada con una bufanda y una chaqueta vaquera, mientras escuchaba absorta, con los ojos muy abiertos, el sonido de los instrumentos de cuerda que resonaba, majestuoso y sobrecogedor, en los altos techos abovedados y las columnas de la iglesia.

Cuando el ruido de los transeúntes haciendo sus compras y el tráfico cercano cae en un repentino y peculiar silencio, McAvoy oye los débiles compases de un coro de niños flotando por la plaza. El canto discurre entre los peatones como un hilo entre la urdimbre de un telar, haciendo que las cabezas se giren, el paso se reduzca y la conversación se detenga. Es un momento navideño entrañable. McAvoy ve sonrisas. Ve bocas que se abren para articular sonidos de alegría y entusiasmo.

Por un instante siente la tentación de entrar en la iglesia con su hijo. De situarse en la parte de atrás y escuchar el servicio. De cantar «Una vez en la ciudad real de David», con la mano del niño agarrada a la suya, mientras contempla el parpadeo de la luz de las velas sobre los muros de la iglesia. Fin se había quedado fascinado al alzar la mirada y ver, mientras encargaban las consumiciones en la caja del café, el final de la procesión del coro de niños y clérigos que atravesaba las grandes puertas de madera tachonadas de clavos a la entrada de la iglesia. McAvoy, avergonzado de su ignorancia, no había sabido explicarle el significado de las diferentes vestimentas, pero a Fin le habían resultado deslumbrantes. «¿Por qué hay chicos y chicas?», había preguntado señalando a los componentes del coro con sus sotanas de color rojo pimentón y sus roquetes blancos. A McAvoy le hubiera gustado poder contestarle. Pero había recibido una educación católica y jamás se había preocupado de aprender los distintos significados del vestuario utilizado en la Iglesia anglicana.

McAvoy toma buena nota para remediar su ignorancia y gira la cabeza hacia donde supone que aparecerá Roisin. No la ve entre el revuelo de compradores, atentos a no resbalar sobre los adoquines lisos que alfombran esa zona histórica de la ciudad. Si esta fuera una de las ciudades próximas, York o Lincoln, las calles estarían abarrotadas de turistas. Pero esto es Hull. La última parada antes del mar, en el camino hacia ningún sitio, y se está cayendo a trozos.

De nuevo la vibración junto al corazón. La búsqueda de los móviles con las manos. Esta vez es el teléfono del trabajo. El teléfono de guardia. Siente una opresión en el estómago mientras responde.

—Sargento McAvoy. Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado.

Pronunciar esas palabras aún le provoca un escalofrío.

—No pasa nada, sargento. Es solo para decirle que estoy aquí.

Es Helen Tremberg, una agente alta y seria que vino trasladada desde Grimsby tras colgar el uniforme unos meses antes.

—Excelente. ¿Qué tenemos?

—Es un día tranquilo, dada la época del año. El City juega fuera este fin de semana, así que todo lo demás es lo de siempre. Un conato de pelea en Beverley Road que no irá más allá. Una fiesta familiar que se ha descontrolado. Ah, el ayudante del jefe superior quiere que le llame cuando tenga un momento.

—¿Ah, sí? —pregunta McAvoy tratando de no alterar su tono de voz—. ¿Alguna pista?

—Oh, dudo que sea algo por lo que preocuparse. Dijo que necesitaba un favor. No hubo gritos ni nada parecido. No soltó ningún taco.

Ambos se ríen del comentario. El ayudante no es un hombre que intimide. Flaco, avispado y de voz suave, parece más un contable que un atrapaladrones. Su contribución más destacada a la fuerza local ha sido la introducción de un sistema de intranet para compartir datos y unas notas de advertencia contra el uso de lenguaje grosero durante la visita de la princesa Ana a la comisaría de Priory Road.

—De acuerdo. ¿Entonces no hay nada urgente?

—Lo siento, sargento. No debería haberle llamado, pero como dijo que se le tuviera informado…

—No, no. Si ha hecho usted bien.

McAvoy cuelga con un suspiro. Su jefe inmediato, la superintendente en funciones Trish Pharaoh, está en un curso este fin de semana. Los dos inspectores de la comisaría están libres de servicio. Si ocurriera algo importante, él sería el oficial de rango superior disponible, el encargado de tomar las riendas. Mientras nota en el estómago un conocido hormigueo, provocado por el deseo inconfesable de que una serie de circunstancias causen desgracia y dolor a alguna pobre alma, es consciente de que tales circunstancias son inevitables. Siempre habrá delitos. Del mismo modo que siempre habrá nieve. Solo es cuestión de dónde caiga y del espesor que tenga.

Una camarera con los brazos al aire y la piel de gallina se acerca. Frunce el ceño y mira a McAvoy y a su hijo con amabilidad.

—Deben de estar locos —dice temblando de frío.

—Yo no estoy loco —replica Fin indignado—. Tú sí que estás loca.

McAvoy sonríe a su hijo, pero pronuncia su nombre con tono firme para reprenderle por mostrarse maleducado con los mayores.

—Hace un día espléndido —dice dirigiéndose a la camarera, que lleva una falda y una camiseta negras y parece andar por los treinta y pocos.

—Dicen que va a nevar —contesta ella mientras retira los restos de la tarta, el vaso de limonada y la taza de chocolate caliente que McAvoy ha devorado en tres tragos abrasadores pero deliciosos.

—Hoy solo caerán algunos copos, pero nada más. Quizás mañana o pasado. Entonces sí que nevará bien. Por lo menos varios centímetros.

La camarera lo analiza con la vista. Un tipo grande, de pecho fuerte y ancho, con el abrigo cruzado a la moda. Bien parecido, pese a su pelo rebelde y su oronda cara de granjero. Debe de medir más de uno noventa, pero en sus movimientos, en sus gestos, hay una delicadeza que sugiere que le asusta su propio tamaño; como si constantemente temiera romper todo lo que es más frágil que él. Por su acento solo es capaz de precisar que es pijo y escocés.

—¿Es usted el hombre del tiempo? —pregunta sonriendo.

—Crecí en el campo —contesta McAvoy—. Uno acaba desarrollando cierto olfato para estas cosas.

Ella sonríe a Fin y señala a su padre con la cabeza.

—¿Tiene tu padre olfato para el tiempo?

Fin la mira con frialdad.

—Estamos esperando a mamá —dice.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está mamá?

—Buscando premios para papá.

—Ha sido usted buen chico, ¿verdad? —pregunta a McAvoy, y en su voz hay un descaro calculado. Lanza otra mirada sobre ese cuerpo bien musculado, el cuello grueso como el de un toro, el rostro redondo de mandíbulas cuadradas, que, bajo esa luz, parece marcado con unas cicatrices casi imperceptibles.

McAvoy sonríe.

—Se intenta —dice con suavidad.

La camarera le ofrece una pequeña sonrisa de despedida y se apresura a regresar al interior del café.

McAvoy resopla despacio. Sienta a Fin de nuevo en su silla y saca una libreta y una caja de lápices de colores del fondo de la bandolera de piel que tiene a sus pies. Un bolso de hombre, lo había llamado Roisin al regalárselo unos meses antes junto con el abrigo cruzado y tres trajes caros. «Confía en mí», había dicho mientras le tiraba de los pantalones de su traje negro, gastados y brillantes, y le ayudaba a quitarse el chaquetón impermeable. «Venga. Pruébatelo. Déjame que te vista durante un tiempo.»

Él había cedido. Dejó que le vistiera. Empezó a usar el bolso de hombre. Se acostumbró al abrigo, que realmente le abrigaba, repelía la lluvia y le ahorraba comentarios irónicos sobre su pelo rojo y alborotado.

Cuando él insistió en que la ropa no hace al hombre, Roisin replicó: «Cuando la gente te ve tiene que percibir que eres alguien en quien confiar. Alguien con seguridad. Alguien con estilo. No digo que parezcas Colombo. Es solo que te vistes mal».

Y de ese modo el sargento Aector McAvoy se había convertido en una víctima de la moda. Ese lunes por la mañana fue recibido en la comisaría con pitidos, silbidos de admiración y un coro que tarareaba el tema de la serie Rawhide. Por una vez había sido una broma amistosa. «Es usted un fulano que ya de por sí da bastante miedo», había dicho el agente Ben Nielsen, apoyado de manera distendida contra la pared de la sala de interrogatorios mientras esperaban a que les llevasen a un sospechoso de robo encerrado en los calabozos. «Y ahora aparece en la puerta con un bolso. De ese modo los pobres diablos no saben si se les va a pegar un tiro o a dar por culo. Les confunde. Siga así.»

A McAvoy le gusta Nielsen. Es una de la media docena de caras nuevas reclutadas hacía seis meses por los jefes para tratar de eliminar el mal olor de los viejos tiempos. La época en la que McAvoy se había hecho un nombre y lo había echado a perder. Que le había marcado como el poli responsable de que un superintendente perdiera su trabajo y se iniciara una investigación interna que acabó con la dispersión a los cuatro vientos de un grupo de oficiales nada honrados del CID, el Departamento de Investigación Criminal. El que consiguió zafarse del asunto sin una mancha en su expediente. El que acabó con Doug Roper y el que estuvo a punto de morir en el bosque bajo el puente del estuario Humber a manos de un hombre cuyos crímenes nadie conocería salvo un puñado de oficiales veteranos que le cosieron la cara con más pericia que los médicos del hospital Hull Royal. El poli que se negó a aceptar la oferta de un traslado fácil a una apacible comisaría de barrio. El que ahora pertenece a un grupo que no confía en él, trabaja para un jefe que no le valora, y trata de fundirse con el ambiente mientras lleva un bolso Samsonite con correas ajustables y unos malditos compartimentos impermeables…

Pharaoh ha tenido que esforzarse al máximo desde el principio. A raíz de la marcha de Doug Roper, el jefe superior de Policía decidió que el equipo dirigido hasta entonces por este sujeto debía convertirse en una unidad de élite especializada en delitos graves. Una unidad dentro del organismo más amplio del CID, dirigida por una mano experta y fiable, formada por los mejores oficiales de la circunscripción de Humberside. Nadie había contado con que la elegida para el puesto fuera Trish Pharaoh, la enérgica y descarada representación femenina del otro lado del Humber. El inspector jefe Colin Ray había sido la opción más previsible para el ascenso, con su protegida Sharon Archer como número dos. Frente a todo pronóstico, Trish Pharaoh había sido designada por el jefe superior, que necesitaba algo que atrajera la atención en una nota de prensa. La hizo trasladar desde Grimsby y le pidió que causara buena impresión. Ray y Archer fueron incluidos en el grupo como adjuntos de Pharaoh y a ninguno de los dos le hizo mucha gracia el nombramiento. Corría el rumor de que el jefazo les dijo el primer día que su nueva jefa era una mera figura decorativa, un pararrayos para atraer la descarga cuando todo fuera mal. Les dijo que, en realidad, ellos eran los líderes de la unidad. Sin embargo, las ideas de Pharaoh eran muy distintas. Vio la oportunidad de construir algo especial y se dispuso a escoger a los miembros de su equipo. Pero por cada oficial que ella reclutaba, Ray introducía uno de los suyos en el grupo. La unidad pronto se vio envuelta en intrigas y dobles juegos, dividida entre los antiguos partidarios de Ray y los especialistas de criterio más avanzado designados por Pharaoh.

McAvoy no pertenece a ninguno de los dos bandos. Su tarjeta de presentación le acredita como miembro de la Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado, pero no es el ojo derecho de nadie. Solicitó el traslado él mismo. Agotó sus palabras de agradecimiento con el jefe superior. Su ingreso en la unidad fue la discreta recompensa por haber estado a punto de morir mientras cumplía una tarea que nadie le había asignado.

En realidad, es como una mezcla de embajador y mascota: un emblema culto, bienhablado y con un físico impresionante, representativo del mundo feliz de la policía de Humberside, idóneo para pronunciar conferencias en el Instituto de la Mujer y las escuelas locales, y un activo valioso en el momento de redactar los informes de fin de año sobre las necesidades de nuevos programas informáticos para las fuerzas policiales.

—¿Qué pasa, papá?

Cuando McAvoy dirige la vista hacia la plaza, el olor a nieve se hace de repente más intenso. Ha oído decir que hace demasiado frío para que nieve, pero una infancia transcurrida en el entorno severo e implacable del oeste de las Tierras Altas escocesas le ha enseñado que nunca hace demasiado frío para que caigan copos. Este repentino descenso de la temperatura endurecerá el terreno. Atrapará la nevada sin dejar que cuaje. Hará que el viento rebote. Ocasionará una ventisca que cegará sus ojos jóvenes y convertirá sus dedos en piedras de color azulado…

Al fondo de la garganta siente el regusto metálico otra vez y por un instante se asombra del inquietante parecido entre el olor del aire cuando cambia el tiempo y el sabor acre e intenso de la sangre.

Y entonces oye gritos. Fuertes. Penetrantes. De muchas voces. No se trata de una chillona borracha a la que el novio cosquillea o un amigote importuna. Esto es terror desatado.

La cabeza de McAvoy se vuelve rápidamente hacia donde procede el sonido. El movimiento de la plaza se interrumpe de pronto, como si los hombres, las mujeres, las familias que transitan por ella fueran meras bailarinas de una caja de música que giran hasta detenerse de manera brusca y desgarbada.

Se pone en pie, liberando su corpachón de los reducidos límites de la mesa, y mira hacia la entrada de la iglesia. Da dos pasos y sus gruesas pantorrillas chocan con las patas de la mesa. Les da un puntapié. Tira la mesa al suelo y echa a correr.

McAvoy cruza la plaza abriéndose paso a toda velocidad. «Atrás», grita moviendo los brazos mientras los compradores curiosos empiezan a acercarse lentamente a la Santísima Trinidad. Su respiración se acelera mientras comienza a bombear adrenalina en sus venas. Siente que la sangre le inunda las mejillas. Hasta que no atraviesa la verja metálica y se aproxima a la penumbra de las puertas de la iglesia no se acuerda de su hijo. Todo brazos y piernas, se para en seco como un caballo cojo con las extremidades trabadas y a punto de desplomarse. Vuelve la vista hacia el otro extremo de la plaza. Ve al niño de cuatro años sentado delante de la mesa volcada, con la boca abierta, llamando a su padre a gritos.

Por un momento se siente destrozado. Paralizado por la duda.

Una figura aparece de improviso en las puertas. Viste de negro de la cabeza a los pies.

Oye unos gritos estridentes mientras esa sombra se abalanza desde el pórtico abierto de la Casa de Dios: un brillo plateado en la mano izquierda, manchas en el mango, humedad en el pecho…

McAvoy no tiene tiempo de levantar las manos. Ve la hoja alzarse. Caer. Y entonces, boca arriba en el suelo, mira al cielo cada vez más oscuro y oye pasos que se alejan a toda prisa. Sirenas distantes. Una voz. Manos que le tocan.

«Te pondrás bien. Aguanta, amigo. Aguanta.»

Y más áspera, más fuerte, como el trazo firme de un lápiz negro entre sombras y contornos borrosos, otra voz, llena de angustia…

—La ha matado. Está muerta. ¡Está muerta!

Con los ojos abiertos clavados en el cielo, es el primero que ve la nieve empezar a caer.