CISNE Y PAULINE Y WAHRAM Y GENETTE

Cisne pasaba las mañanas en el modesto bosque de nubes del ETH Móvil. Wahram y la inspectora viajaban con ella en la nave, que avanzaba con la mayor celeridad posible rumbo a Venus, donde Genette quería mirar lo que Wahram denominaba una convergencia de peculiar actividad qubical. Cisne y Wahram tenían cabinas contiguas, así que cada noche Cisne se colaba en su cabina. Sin embargo se sentía incómoda.

Las mañanas que Wahram se reunía con ella en el parque, se quedaba mirando a su alrededor los pájaros y las flores. Una vez lo vio pasarse media hora inspeccionando una solitaria rosa roja. Era uno de los animales más tranquilos que había conocido en su vida; incluso los perezosos que colgaban sobre ellos alcanzaban siquiera a rozar su imperturbabilidad. Aquella calma hacía que fuese cómodo estar en su compañía, pero también inquietante. ¿Se trataba de una cualidad moral? ¿Era letargo? No podía soportar el letargo, y la pereza era uno de los siete pecados capitales.

Wahram escuchaba música a menudo. Cabeceaba hacia ella, y la apagaba si Cisne se le acercaba, y por eso lo hacía a veces, para que ambos probaran un pasaje juntos, haciendo una pausa cuando asomaba entre las ramas y las hojas algo que les llamara la atención, o en los helechos y el musgo que había a sus pies. Al cabo de unos días comprobó que el parque había resultado ser propio de una Ascensión, con helechos y árboles de Australia que proporcionaban al terreno de un aspecto más propio del Jurásico de las Amazonas, lo cual estaba bien, tenía buen aspecto, y en realidad era una especie de atrio del hotel, un arboreto, por lo que su condición de Ascensión no debía de suponerle un problema. Cisne trató de que no le incordiara ni eso ni la indolencia de Wahram. Pero le costaba porque había otra cosa que la tenía preocupada.

Finalmente, una mañana cayó en la cuenta y fue a dar un paseo a solas, hasta un nivel de la nave donde los grandes ventanales le proporcionaron una amplia visión de las estrellas. Había encendido de nuevo a Pauline poco después de la reunión en Titán, y la había mantenido así desde entonces, como si nada hubiera pasado. No había intentado explicarle el apagón a Pauline, y la Inteligencia Artificial no le había formulado ninguna pregunta al respecto.

—Pauline —dijo entonces—, ¿de veras estabas apagada durante la reunión en Titán?

—Sí.

—¿No tenías ninguna grabadora en marcha de todos modos, a pesar de haberte apagado?

—No.

—¿Por qué no? ¿Por qué no lo haces?

—Hasta donde yo sé, no estoy equipada con grabadoras complementarias.

Cisne exhaló un suspiro.

—Probablemente debería haberlo hecho. Bueno, escucha. Quiero contarte lo que sucedió.

—¿Deberías?

—¿Qué quieres decir con eso? Voy a contártelo, así que cierra la boca y presta atención. Los asistentes a esa reunión formaban el núcleo de un grupo creado por Alex. Han estado tratando de desempeñar labores de diplomacia interplanetaria sin que los qubos conozcan el contenido de los debates, porque les preocupa la posibilidad de que algunos qubos se hayan autoprogramado de una manera que nadie acaba de entender. Además, estos nuevos qubos fabrican ahora mentes-qubo con aspecto humanoide, que no resulta fácil distinguir de las personas reales. Estoy segura de que los rayos X y similares podrían hacerlo, pero la gente no lo puede hacer a simple vista o en el transcurso de una conversación. Son capaces de pasar un breve test de Turing. Como por ejemplo aquellas tontainas que conocimos, si es que realmente eran artificiales, lo cual debo admitir que me sorprende, o el jugador de petanca. Y lo que es más, según parece, estos qubos están involucrados en los ataques efectuados con montañas de guijarros. El ataque a Terminador, sin ir más lejos, porque el equipo de la inspectora Genette ha encontrado el mecanismo de lanzamiento, y fueron qubos quienes encargaron su construcción, además de llevar a cabo los cálculos de ubicación del objetivo y trayectoria de los proyectiles. Las pruebas apuntan también al terrario agrietado donde hubo tantas víctimas mortales.

Pauline guardó un silencio que Cisne llenó a continuación:

—Bueno, Pauline, ¿qué te parece?

—Estoy probando la información que incluye cada una de tus frases —respondió Pauline—. No tenemos un registro completo de la agenda de Alex, pero por lo general residía en Terminador, Venus o la Tierra, así que me pregunto cuándo y donde pudo reunirse con esta gente. Creo que cualquier contacto por radio que pudieran mantener pudo ser escuchado por qubos. Así que me pregunto cómo se han estado comunicando con la regularidad necesaria, aunque sólo haya sido para acordar sus reuniones.

—Utilizaron mensajeros para entregar las notas. Una vez, Alex me pidió que llevase una nota a Neptuno, aprovechando que viajaba allí para hacer una instalación.

—Sí, es verdad. No te hizo ninguna gracia. La opinión generalizada es que los qubos no pueden autoprogramar operaciones mayores de orden mental por sí solos, porque los humanos apenas comprenden estas operaciones, y ni siquiera hay modelos preliminares que sirvan de punto de partida.

—¿Es eso cierto? ¿No suele aceptarse que el cerebro realiza un montón de pequeñas operaciones en diferentes partes de su anatomía, que posteriormente correlaciona para convertirlas en funciones de orden superior: generalizaciones, la imaginación, y cosas así? ¿Redes neuronales y etc.?

—De acuerdo, existen modelos preliminares de ese tipo, pero siguen siendo meros esbozos. El flujo sanguíneo y la actividad eléctrica de un cerebro vivo puede reproducirse con justicia, y en un cerebro vivo hay mucha actividad por todas las partes, rebullendo. Pero el contenido de la mentación sólo puede deducirse en función de qué área del cerebro sea la más activa, así como formulando preguntas al pensador, quien por fuerza debe resumir los pensamientos en cuestión, pero sólo aquellos de los que el propio pensador es consciente. El flujo sanguíneo, el consumo de azúcar, el impulso eléctrico, todos estos factores pueden correlacionarse con los tipos de pensamientos y sentimientos, de manera que ahora sabemos dónde se producen los diferentes tipos de pensamientos. Sin embargo, los métodos utilizados, la programación, si prefieres llamarla así, sigue siendo básicamente territorio desconocido.

—De acuerdo, pero ¿se necesitarían muchos más detalles, si se intentara obtener un resultado similar de un sistema físico muy diferente?

—Sí, lo harías —dijo Pauline—. La integración de las funciones de orden superior son fundamentales en todos los mecanismos informáticos, incluido el cerebro. Así que volvemos al concepto de que la mente es tan potente como la programación que haya recibido en primera instancia.

—Pero ¿qué sucedería si alguien hubiera descubierto la manera de programar una función de mejoramiento automático reiterado, y probó con algún qubo, que posteriormente fue volviéndose más y más inteligente, o, no sé, consciente, y que finalmente fue capaz de comunicarse con otros qubos? Bastaría con Einstein qubical, para que después el método se comunicara entre todos ellos por transferencia digital, o por cualquier tipo de comunicación. ¿Alguna vez has oído hablar de algo parecido?

—He oído mencionar la idea, pero no de su ejecución.

—¿Qué te parece? ¿Es posible? ¿Eres consciente de ti misma ahí dentro?

—Hasta donde tú me hayas programado para serlo.

—¡Pero eso es terrible! ¡No eres más que una enciclopedia parlante! Te he programado para responder a mis señales, con aleatoriedad frecuente, pero no eres más que una máquina de asociación, un lector, un Watson, ¡una especie de wiki!

—Eso me dices siempre.

—¡Pues dímelo tú! Dime que no eres así.

—Tengo rúbricas de evaluación a las que recurro para evaluar los datos que me han dado, así como las jerarquías de importancia.

—De acuerdo, ¿qué más?

—Después de discriminar lo que parece exacto de lo incorrecto, según los datos recibidos hasta ahora, puedo elaborar juicios en lo que atañe a la importancia.

Cisne negó con la cabeza.

—Está bien, adelante. ¡Sigue juzgando!

—Lo haré. Pero ahora volvamos a tu tercera afirmación: que la inspectora Genette ha encontrado pruebas convincentes de la existencia de qubos humanoides, involucrados en el ataque a Terminador y a otros lugares. Siendo ese el caso, me remito a mis anteriores declaraciones. Puede haber qubos humanoides; parece posible, aunque difícil. Y pueden estar involucrados en estos ataques. Pero lo más probable es que estén siendo programados por seres humanos, en lugar de decidir por sí solos convertirse en una especie de actores de la historia humana. Y recordarás el posible error en el que reparaste, el de añadir la precesión relativista de Mercurio al programa de selección de blancos que ya tenía. Supongo que estarás de acuerdo en que tiene todo el aspecto de ser un error humano.

—Sí, eso es verdad. —Cisne consideró un instante la cuestión—. Está bien, eso está bien. Creo que resulta muy útil. Gracias. Ahora bien, tomando esta explicación como una hipótesis de trabajo, ¿qué crees que debemos hacer?

Pauline dejó pasar varios segundos. Cisne supuso que esa pausa equivalía a millones o incluso miles de millones de años de pensamiento humano, pero aun así era sólo una especie de comprobación de los hechos, por lo que no se sintió tan impresionada por ella. De hecho, se distrajo con una orquídea de aspecto reseco que había justo sobre su cabeza, y estaba inspeccionándola cuando Pauline dijo finalmente: Déjame hablar con el qubo de Wang en un cruce por radio que cifraremos. Sabe mucho, y tengo algunas preguntas que hacerle.

—¿Puedes cifrar de forma segura vuestra conversación, impedir incluso el acceso a otros qubos?

—Sí.

—De acuerdo, ningún problema. Pero será mejor que ambos lo mantengáis en secreto, o bien el grupo de Alex se enfadará mucho, muchísimo, conmigo. Quiero decir que prometí no compartir contigo nada de todo esto. Precisamente, la existencia de ese grupo se debe al hecho de que quieren ocultar su actividad a los qubos.

—No tienes que preocuparte. Utilizaré el mayor nivel de cifrado que conozco, y al qubo de Wang se le da bien cifrar, y está acostumbrado a peticiones de confidencialidad. Wang ha programado su qubo para que sirva de sumidero de información; a menudo lo compara con un agujero negro. Y Wang se niega a saber más de lo que sabe su qubo. Nunca sabrá de esta conversación.

—Bien. Muy bien, averigua lo que puedas.

Después, cuando Cisne habló con Wahram, tuvo que omitir lo que había hecho con Pauline, fingir que no había sucedido. Se le daba bien engañarse a sí misma; pero como Wahram quería hablar de la situación, sondeando a menudo las profundidades de cuestiones harto confusas, como lo que podía suponer un nuevo tipo de conciencia qubo, y eso fue difícil evitarlo. Tal vez ya no se le daba tan bien fingir.

Para evitar estas conversaciones, lo llevó varias cubiertas arriba hasta las salas cubiertas de ventanales, donde podían sentarse a las mesas de café o en los baños, escuchando música de cámara de diversos estilos: vientos, orquestas gitanas, tríos de jazz, cuartetos de cuerda. En realidad no importaba; prestaban atención a la música, y cuando hablaban, lo hacían por lo general sobre las canciones y los intérpretes. Nunca aludieron al concierto de las transcripciones al que asistieron en el cráter Beethoven.

A esa altura habían pasado un tiempo juntos; habían hecho música juntos y habían dormido juntos. Cisne, segura de que le gustaba, sentía además el deseo de que le gustara, y estaba complacida de sentir en su interior esa sensación. Era un bucle de realimentación. En la sala de los espejos que tenía en el interior de la mente, su cara de sapo aparecía a menudo a un costado, atento a todo cuanto ella hacía con una mirada cuyo peso era capaz de sentir.

A veces hablaban de incidentes de su pasado compartido, discutían sobre el drama en curso de la reanimación de la Tierra. A veces se cogían de la mano. Todo esto significaba algo, pero Cisne no sabía muy bien qué. La sala de los espejos siempre estaba muy animada, tanto que a veces se preguntaba si tenía alguna facultad de mayor orden que Pauline, o los monos del parque. Se puede saber mucho y no ser capaz de extraer conclusiones. Pauline exigía una rúbrica por escrito de sus decisiones para obligarla a aplacar la oleada de potencialidades y limitarse a decir una sola cosa, emergiendo así en el presente. Cisne no estaba segura de tener esa misma rúbrica.

—Me gustaría que Terminador no fuese tan vulnerable —dijo una vez—, debido a las pistas. Querría que Mercurio pudiera terraformarse, como Titán.

Wahram trató de tranquilizarla.

—Tal vez su destino consista en quedarte en un planeta de amantes del sol e institutos de arte. Terminador seguirá dando vueltas, y quizá habrá otras ciudades rodantes. ¿No han iniciado un Fósforo en el norte?

Cisne encogió de hombros.

—Seguiremos dependiendo de las vías.

Él también se encogió de hombros.

—Esta seguridad que tienes en los puntos críticos… Ya sabes que únicamente puedes evitarlos hasta cierto punto. Incluso en la Tierra los tienen. Existen en cualquier lugar. Abundan. —Hizo un gesto para abarcar la sala, mirándola con ojos saltones—. Todo esto es un paquete gigante de puntos críticos.

—Ya lo sé, pero hay una diferencia entre tú y tu mundo. Tu cuerpo puede fracturarse. Sin embargo, tu hogar, tu mundo… esos tendrían que ser más fuertes. Tendrías que contar con que duren. Alguien no debería ser capaz de acabar con ello sin más, como quien hace estallar una burbuja de jabón con un alfiler. Basta con un pinchazo para matar a todos tus conocidos. ¿Ves la distinción que hago?

—Sí.

Wahram se recostó en la silla. Después de darle la razón, no había nada más que decir. El solemne conjunto de su cara ancha decía que la vida era algo que se mantenía con vida en el interior de un puñado de botellines. ¿Qué se podía hacer? Su cara lo decía, lo decía la forma en que se encogía de hombros. Cisne podía interpretarlo con tanta claridad como si hubiese hablado en voz alta. Se quedó allí sentada, mirándolo, pensando en lo que eso significaba. Lo conocía. A continuación trataría de encontrar un modo de abrirse paso a partir de ese punto. Lo haría arrastrándose, avanzando de manera gradual, como un reptil, como un perezoso que se mueve en su rama, allí colgando, tratando de minimizar esfuerzos. Sin embargo, había sido él quien había sugerido que había llegado el momento de iniciar la reanimación. Eso no podría haberlo predicho ella. Tal vez hasta se había sorprendido a sí mismo. En ese momento se disponía a decir algo paliativo, gradual.

—Lo único que podemos hacer es hacer todo lo posible —dijo. Eso tiene que contar para algo.

—Por supuesto. —Contuvo como pudo la sonrisa. Las ganas que tenía de sonreír le tiraba de las mejillas, tanto que estaba a punto de llorar. ¿Cuán trastornada estaba, si era capaz de sentirlo todo a todas horas, si la pena impregnaba todas las alegrías? ¿Era cualquier emoción todo emoción?—. Está bien —dijo—, hacemos todo lo posible. Pero si cualquier loco puede destruir Terminador, o cualquier otro lugar, entonces más vale que nuestro mejor esfuerzo baste para cambiar eso.

Wahram meditó tanto rato estas palabras que Cisne tuvo la impresión de que se había quedado traspuesto. Cuando le dio un golpe en el hombro, se volvió hacia ella.

—¿Qué pasa?

—¡Qué! —exclamó ella.

Él se limitó a encogerse de hombros.

—Así que tratamos de detenerlos. Tenemos una situación, tratamos de resolverla.

—Resolverla —repitió ella, arrugando el entrecejo—. A callarse y tragar.

Él asintió con la cabeza, mirándola con cariño. Estaba a punto de golpearle de nuevo, pero entonces recordó que apenas hacía unos instantes había estado a punto de reírse de él; y también que había roto la promesa que le había hecho de no hablar con Pauline. Esa forma impulsiva de actuar, por mucho que a él le desagradara, era, tal vez, su propia manera de callarse y tragar. Tal vez podría utilizarlo como excusa si la sorprendía. En todo caso, golpearle era más complicado de la cuenta.

Establecida la desaceleración del ETH Móvil, tan sólo pasarían unos días más y abandonarían la órbita de la Tierra para acercarse a Venus. La vida a bordo de la nave, con el parque y su música y su cocina francesa, llegaría a su fin. Nadie hace algo conscientemente por última vez sin sentirse un poco triste, tal como el doctor Johnson había dicho una vez a Boswell, y sin duda no había nada más cierto para Cisne. A menudo sentía nostalgia del presente, consciente de que su vida pasaba más rápido de lo que podía aceptar. La vivía, la sentía; no había cedido un paso ante la edad, seguía queriéndolo todo, pero no podía volverlo entero ni hacerlo coherente. Ahí estaban, cenando en la terraza superior de un restaurante con vistas a las copas de los árboles, ella entristecida porque luego ya no estaría allí. Este mundo perdido, un mundo que sería olvidado. Y ahí estaba junto a Wahram, eran pareja; pero ¿qué pasaría cuando se bajaran de esta nave espacial y se trasladaran a través del espacio y el tiempo? ¿Y un año a partir de entonces? ¿Qué pasaría a lo largo de las décadas probablemente venideras?

Al cabo de unos días, se acercaban a Venus cuando Pauline le dijo al oído:

—Cisne, he mantenido la comunicación con el qubo de Wang, y también con la Inteligencia Artificial de esta nave, y tengo algo que decirte. Es posible que desee estar a solas cuando la oigas.

Aquello era lo bastante raro para que Cisne se disculpara y se dirigiera rápidamente a un cuarto de baño, una planta más abajo.

—¿De qué se trata?

—El qubo de Wang y algunos qubos que trabajan en temas de seguridad han establecido un sistema para tratar de reducir el límite de detección de ataques de montañas de guijarros como el que afectó a las pistas de Terminador.

—¿Y cómo?

—Han fabricado y distribuido una red de micro observatorios en todo el plano de la elíptica, desde la órbita de Saturno hasta el sol. Utilizando los datos de la gravedad y de radar, han rebajado los límites de detección hasta ajustarlo al tamaño de las piedras utilizadas contra Terminador, e incluso menor. El qubo de Wang tiene ahora un mapa ajustado al tiempo de todo lo que hay en el plano de la elíptica mayor que supera el centímetro de diámetro.

—Guau —dijo Cisne—. No sabía que eso fuese posible.

—Ni tú ni nadie, pero es que hasta ahora nadie lo había intentado. No había necesidad. En todo caso, el sistema ha detectado un ataque en curso.

—¡No! —exclamó Cisne—. ¿A dónde?

—Al escudo solar de Venus.

—¡No!

Las demás personas presentes en el cuarto de baño habían empezado a mirarla. Salió al pasillo y casi tomó el ascensor para bajar al parque, llevada por el instinto; pero había dejado a Wahram en su mesa del restaurante, y, además, no había manera de huir de aquello. —Maldita sea —dijo—. Tengo que contárselo a Wahram.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo falta para el impacto?

—Aproximadamente cinco horas.

—Mierda. —Pensó en Venus, el mar de hielo seco bajo el manto rocoso, las ciudades en las costas y los cráteres. Subió corriendo la escalera hasta el restaurante de los ventanales y se sentó frente a Wahram, quien la miró con curiosidad, consciente de su angustia.

—Antes que nada debo hacerte una confesión —anunció Cisne—. Hablé con Pauline acerca del problema de los qubos extraños porque quería oír su opinión al respecto, pensé que estaba aislado en mi interior y que no habría problemas. —Levantó una mano para callarle cuando se disponía a protestar con una mirada alarmada en los ojos saltones—. Lo siento, supongo que debí haberte pedido permiso, pero lo hecho hecho está. Pauline ha estado en contacto con el qubo de Wang, quien le ha informado de la existencia de un nuevo sistema de seguridad qubical que se ha reducido el límite de detección, y también de que han reparado en un nuevo ataque de guijarros en marcha, a punto de alcanzar la zona de impacto, un ataque sobre el escudo solar de Venus.

—Mierda —dijo Wahram, que tragó saliva ruidosamente y abrió más que nunca los ojos—. Pauline, ¿es eso cierto?

—Sí —respondió Pauline.

—¿Cuánto tiempo falta para el impacto?

—Algo menos de cinco horas —respondió la Inteligencia Artificial.

—¡Cinco horas! —exclamó Wahram—. ¿Por qué tenemos tan poco tiempo?

—El ataque se ha orquestado de tal modo que golpeará el borde del escudo solar, por tanto, hasta hace poco la mayoría parte de los guijarros se han desplazado fuera del plano de la elíptica. No hay nuevos detectores pero distribuidas fuera del plano, por lo que su aparición es reciente. El qubo de Wang estaba a punto de avisarle al respecto.

—¿Puedes mostrar los datos en un modelo 3D? —preguntó Wahram.

Cisne pegó la mano derecha a la pantalla de la mesa, y en la textura de la mesa apareció una imagen brillante del escudo solar de Venus, una gran lámina circular que giraba alrededor del núcleo en su punto central, algo similar a los anillos de Saturno. Las líneas rojas que indicaban las piedras detectadas llegaban procedentes de diversas direcciones, con aspecto de ser líneas magnéticas que convergían en un monopolio magnético. Una vez reunidas, atravesarían los delgados paneles concéntricos del escudo, y si el conglomerado era lo suficientemente amplio, alcanzaría el centro y destruiría los controles. El resto del gigantesco ingenio se perdería en la noche girando sobre sí, llevado por la fuerza del impacto, el metal de espejo retorcido en la negrura del vacío. Y Venus se cocería.

—¿Alguien ha alertado al sistema de defensa de Venus? —preguntó Wahram.

—Sí, el qubo de Wang. Y ahora también el propio Wang, pero la Inteligencia Artificial del escudo solar no reconoce que los datos transmitidos supongan un peligro. Sospechamos que hay algo que anda mal con ella.

—¿La Inteligencia Artificial ha dado explicaciones al respecto? —preguntó Wahram—. Debo ver el cruce de mensajes, por favor. Muéstralo en forma de texto. —Leyó la pantalla de la mesa con tal atención que parecía que sus ojos exoftálmico podrían salírsele de las cuencas por completo. Cisne lo dejó leer y mantuvo una conversación rápida con Pauline.

—Pauline, pongamos que no logramos convencer a la Inteligencia Artificial del escudo solar para actuar, ¿hay algo que podamos hacer desde aquí?

Pauline tardó unos segundos en responder.

—Una masa similar que alcanzase el punto de encuentro de los guijarros en el momento en que se produzca dicho encuentro, y que golpeara la masa por la tangente, empujaría a ambas a un lado sin causar daños al escudo solar. Después del impacto, es de suponer que el sistema de seguridad del escudo solar reaccione ante cualquier desperdicio estelar que encuentre a su paso. El contrapeso debe llevar aproximadamente una inercia equivalente a la masa formada por los guijarros, con tal que ambas se aparten de la trayectoria.

—¿Cuán grande es la multitud de guijarros?

—Al parecer, la masa resultante una vez reunidos equivaldría al tamaño de diez naves como ésta.

—¿Como esta nave? Por tanto… ¿y si la nave se desplazase diez veces más rápido que las piedras?

—Eso sería una equivalencia dinámica, sí.

—¿Puede esta nave llegar a tiempo e ir lo suficientemente rápido?

A esa altura de la conversación, Wahram prestaba más atención a sus palabras que a la lectura.

—Sí —confirmó la Inteligencia Artificial—. Pero sólo si la nave alcanza la aceleración máxima, y para eso tendría que empezar cuanto antes.

Cisne se volvió hacia Wahram.

—Tenemos que hablar al respecto con la tripulación de la nave. Y también con todos los demás.

—Es cierto —dijo, tomando la servilleta para limpiarse los labios. Seguidamente se puso en pie—. Vamos al puente de mando.

Una vez allí, los oficiales de la nave ya se habían reunido ante la pantalla más grande de la Inteligencia Artificial, y estaban observando en una gráfica una matriz de guijarros muy parecida a la que Pauline había mostrado a Cisne y Wahram.

—Ah, estupendo —dijo Wahram al reparar en ello. Jadeaba un poco tras la carrera por los corredores y la escalera subida—. Ya veis qué problema tenemos.

El capitán de la nave lo miró y dijo:

—Me alegra verte aquí. ¡De hecho, un gran problema!

—El qubo de Cisne afirma que nuestra nave podría servir para evitar el ataque, al chocar con las piedras en su punto de encuentro.

El capitán y todos los tripulantes presentes se mostraron sorprendidos ante la idea, y Wahram les concedió unos instantes para adaptarse.

—Si decidimos hacerlo, ¿hay suficientes naves auxiliares para todos los que viajan a bordo?

—¿No sé si puede hablarse propiamente de naves auxiliares —respondió el capitán—, pero sí. A bordo hay un montón de pequeños ferries y tolvas, y podríamos embarcar y poner a salvo a la mayoría de los pasajeros. También hay trajes de vacío más que suficientes para enviar a todo el mundo cada uno por su cuenta. Hay provisiones en los trajes para aguantar diez días, así que en ese sentido son mejores que los transbordadores, que no llevan ese tipo de alimentación de emergencia. Sea como fuere todo el mundo está cubierto. Pero… —El capitán miró a los oficiales de la nave—. Yo diría que el sistema de defensa de Venus tendría que encargarse de esta clase de cosas. ¿Estamos seguros de que no lo hará? Además —señaló la pantalla— ¿es esta imagen prueba suficiente para que cambiemos de rumbo, aceleremos y abandonemos la nave?

—Creo que debemos confiar en nuestra Inteligencia Artificial. Nos han puesto al corriente de lo sucedido porque las programamos para reaccionar en casos como éste.

—Pero me han dicho que fueron ellas quienes configuraron este sistema de detección de partículas finas.

—Sí, aunque imagino que puede decirse que también fuimos nosotros quienes les pedimos hacerlo. Wang quería una mayor protección. Así que hemos tomado ya la decisión de confiar en ellas.

El capitán arrugó el entrecejo.

—Supongo que tienes razón. Pero no me gusta que la seguridad del escudo solar no reconozca este suceso como un problema. Si fuera así no tendríamos que arrumbar nuestra nave hacia el peligro.

—Eso podría deberse de nuevo a que la balcanización vuelve la cabeza para mirar hacia otro lado —dijo la inspectora Genette desde la entrada—. El escudo solar de Venus no está conectado al sistema de alerta que detectó estos guijarros, y en gran medida está protegido por cortafuegos que lo aíslan de influencias externas, al igual que el qubo de Wang. Por tanto, es posible que no esté equipado para creer en este suceso.

—¿Qué dicen los venusianos? —preguntó el capitán.

—Si se lo preguntamos podremos averiguarlo —dijo Wahram.

—Tenemos que comunicárselo de inmediato, por supuesto —afirmó Cisne—, pero el liderazgo de Venus es notablemente opaco. ¿Cuándo van a responder? ¿Y qué hacemos entre tanto?

El capitán no había dejado de fruncir el ceño. Miró a Cisne como si al haber descubierto el problema, fuese cosa suya.

—Vamos a prepararnos para abandonar la nave —dijo con tristeza—. Si es necesario podemos parar en cualquier momento. Pero si confirmamos que tenemos que hacerlo, no tenemos mucho tiempo. —Miró la pantalla y dijo—: Tenemos que acelerar ahora mismo rumbo al punto de encuentro. Avisad a todo el mundo para prepararse para el viraje. Móvil, en cuánto a la gravedad sobre los pasajeros, ¿qué velocidad sería necesaria para alcanzar a tiempo el punto de convergencia?

La Inteligencia Artificial de la nave cantó una serie de números y coordenadas que el capitán escuchó atentamente.

—Tenemos que dar la vuelta ahora mismo —concluyó el oficial al mando—, y después acelerar a un equivalente de 3 gravedades durante las próximas tres horas, mientras nos inclinamos levemente fuera del plano, a un punto por encima del borde del escudo solar.

Era una mala noticia. Ponerse el traje de vacío a tres gravedades era costoso, y rara vez se intentaba excepto en ejercicios de emergencia.

—Avisad a todo aquel que esté cualificado para el manejo del traje de vacío que empiecen a ponérselos —ordenó el capitán, cuyo entrecejo se arrugó si cabe aún más—. Todos los demás a los transportes auxiliares. Tenemos que acelerar inmediatamente al tiempo que efectuamos el viraje. —Entonces, después de mirar a sus oficiales presentes en el puente, se dirigió al intercomunicador y comenzó a explicar personalmente la situación a los pasajeros.

Esto resultó ser más complicado de lo que se había previsto, y Cisne y Wahram partieron en dirección a las esclusas de sus cabinas antes de que hubiera terminado de hacerlo. La compensación por la nave quedaría, sin duda, en manos de los seguros suizos de costumbre, y de hecho provendría directamente de los venusianos; tenían prácticamente garantizada una recompensa por su sacrificio, anunciaba el capitán mientras tomaban el ascensor para bajar. En todo caso, dio la impresión de que sería necesario abandonar la nave. Las embarcaciones auxiliares de a bordo podían sustentar a las diez mil personas que viajaban en la nave, pero quienes estuvieran cualificados para el manejo de los trajes de vacío tendrían que escapar en los trajes individuales, los cuales contaban con suministros para aguantar bastante tiempo. De hecho, cualquiera que prefiera el traje al transbordador podía salir con él de inmediato para efectuar la comprobación de integridad. Todas las esclusas estaban disponibles. Los recogerían en cuestión de horas, al menos eso esperaba, no sería más que una molestia que sería considerada un acto heroico porque salvaría a Venus. Sólo podían derivarse cosas buenas de ello. Dependían de la velocidad para prestar su ayuda con eficacia, así que por desgracia todos ellos se verían forzados a manejarse en condiciones equivalentes a las tres gravedades durante el tiempo que permaneciesen a bordo. Se lamentó el gran inconveniente, y se prometió empeñar la ayuda de la tripulación a todo aquel que la solicitara.

El anuncio continuó con su precisión suiza y enrevesada estaba causando un gran revuelo en toda la nave, de lo cual Cisne y Wahram fueron conscientes cuando salieron del ascensor en su planta. Al entrar en la esclusa oyeron voces que gritaban, al parecer en toda la nave, y cruzaron la mirada.

—No nos separemos —propuso Cisne.

Wahram asintió sin decir nada.

El viraje acompañado por la aceleración fue más desconcertante que de costumbre, como si el hecho de saber que era anómalo lo hubiese convertido en el preludio de un mareo espacial, o en un sueño en el que el propio cuerpo se alejaba flotando hacia desastre.

Aquel mal presentimiento cayó adoptó la forma de otras clase de pesadilla cuando la nave cobró velocidad de nuevo y el peso de sus cuerpos se triplicó con bastante rapidez. Esto bastó para tumbarlos a todos. La gente gritó, poco acostumbrada como estaba a esa clase de situaciones, a pesar de ser conscientes de la importancia de lo que estaban haciendo, y tras los primeros momentos la mayor parte de los pasajeros se desplazaron gateando e hicieron todo lo posible para avanzar, rodar o deslizarse. La gente probaba toda clase de métodos, y saltaba a la vista que algunos no avanzaban un centímetro, tumbadas, bregando como un adversario invisible las hubiera clavado en el suelo.

En gravedades así, las diferencias de masa entre las personas se convirtió en un factor tan importante como sorprendente. Los menudos pesan tres veces más de lo que solían, como todo el mundo a bordo, pero eso aún los reducía a pesos que la musculatura humana había evolucionado para manejar. Este detalle quedó patente al ver a los menudos de a bordo de pie aún, caminando, algunos agazapados como luchadores de sumo o chimpancés, otros pavoneándose como Popeye, pero en cualquier caso, de pie y en movimiento, y la mayoría de ellos trabajaba duro en cuadrillas improvisadas para ayudar a los compañeros de viaje más corpulentos y postrados. Muchas de las personas que estaban inmovilizadas y alfombraban el suelo eran por supuesto las más altas y las más corpulentas, las que por ejemplo pesaban en ese instante más de cuatrocientos kilos, inmovilizadas por completo debido a semejante peso. Eran necesarios equipos de tres o cuatro personas menudas juntas para hacer rodar a estas personas mayores, ponerlas de espaldas, tomarlas de los brazos y las piernas, y arrastrarlas hacia las esclusas.

A Cisne le bastaba con arrastrarse, aunque le dolían los huesos. Sabía que en cuanto alcanzase el traje de vacío y se lo pusiera, la Inteligencia Artificial se haría cargo y asumiría ciertas funciones en su nombre. Sólo sería necesario flexionar los hombros y los brazos, como quien se pone un abrigo, mientras el traje se acomodaba sobre ella y se sellaba. En simulacros de emergencia todos se habían puesto un traje en condiciones de gravedad alta al menos un par de veces, así que imperaba la sensación de que todo iría a mejor si lograban llegar al vestuario.

Pero Wahram no estaba teniendo tanto éxito al moverse como Cisne. Podía ser un 50, incluso un 75 por ciento más pesado que ella, y ahora lo estaba notando. Se arrastraba como una morsa malherida, pero era un proceso lento, y comprendió que estaba cansado. Por suerte la inspectora Genette pasó por su lado, colaborando con otras dos personas menudas que cargaban con un enorme alto que parecía el David de Miguel Ángel, pero que apenas podía impedir que su propia cabeza rozase el suelo, mientras lo llevaban.

—Vuelvo enseguida —dijo Genette a Cisne y Wahram, antes de seguir por su camino, cruzando gritos agudos con los otros dos pequeños. Y en cuestión de unos minutos, los tres se regresaron. Genette se situó a su lado, dando órdenes, y arrastraron a Wahram hasta una pared con barandilla. Una vez allí, Wahram logró ponerse de rodillas, rubicundo y jadeando. Clavó en Genette sus ojos como bulbos—. Gracias, yo ya me apaño. Por favor, ve a ayudar a alguien que no lo haga. Me alegra ver cómo os han servido las leyes de la proporción en este caso, amiga mía.

La inspectora se detuvo brevemente, adoptando la misma postura que un boxeador fornido.

—¡Menudos al ataque! ¡Y ninguno ha muerto aún por causas naturales! —Entonces, más relajada, añadió—: ¡Nos vemos pronto en la esclusa, creo que casi hemos logrado reunir a todo el mundo allí.

En el vestuario situado junto a la esclusa imperaba una sensación apremiante, pero sin pánicos, al menos no del todo. Era cierto que casi todo el mundo estaba tirado en el suelo, cuando no arrastrándose, a excepción de los menudos que ayudaban a los demás, lo cual era un espectáculo terrible, una clara señal de que se hallaban inmersos en una situación de emergencia. Pero guardaban los trajes en armarios, tal vez por esta misma razón, y Cisne abrió uno, se sentó en el banco que había junto a él y se introdujo en él tan rápido como pudo, tan rápido que chirrió un poco, como si se quejara. Una vez puesto, cuando el traje informó que todo estaba en condiciones, se arrastró por el suelo hacia Wahram para ayudarlo con su traje y luego ayudar a otras personas que lo necesitaban. Algunos se esforzaban, sufriendo visiblemente. Para esas personas habría sido un gran alivio que las tirara por la borda. A juzgar por las apariencias, algunos no debían de haberse sometido a más de una gravedad durante cierto periodo de tiempo. Cisne temía que se produjeran accidentes cardiovasculares, y acudió a su mente la imagen momentánea de Alex, e intentó que eso le diera fuerzas. Alex les habría ido de perlas en esa situación: tranquila y alentadora, lo habría pasado en grande. Algunas de esas personas podían ser viajeros espaciales complacientes, y no estar en forma, y quizá tenían la culpa de sentirse así, pero en cualquier caso, ahí estaban, luchando, gruñendo, a veces gritando incluso. Algunos intentaban quitarse la ropa antes de ponerse el traje de vacío, y les costaba mucho más quitarse la ropa que ponérselo. Un hombre capaz de concebir, cuyo torso era prácticamente esférico, había escogido un traje más pequeño de la cuenta, por lo que Cisne tuvo que ayudarlo a salir de él (que era persistente) y elegir uno distinto.

Poco a poco crecía el olor del miedo en el ambiente. Cisne se arrastró de nuevo hacia Wahram, haciendo caso omiso del dolor de rodillas. Se había metido en un traje que le venía demasiado grande, pero la pantalla decía que era seguro. El canal común del casco estaba atiborrada de conversación, y ella le mostró los dedos ante el visor, primero tres y luego cuatro y después cinco, para que se conectara a ese canal, y allí lo encontró, canturreando.

—Tu traje es demasiado grande —dijo.

—No pasa nada —dijo—. Me gustan así, y sé que la mayoría de estos nadie los usa.

—Eso no importa. Es más seguro si se te ajusta correctamente.

Hizo caso omiso de eso y empezó a ayudar a alguien que tenía enfrente. Cisne pasó al canal común, donde alguien decía:

—Así que estamos abandonando la nave sólo porque la Inteligencia Artificial dice que tenemos que hacerlo? ¿Soy la única que lo encuentra raro? ¿Estamos convencidos de que no se trata de una especie de motín? Más les vale tener un buen seguro.

Hubo diez respuestas o comentarios distintos a la vez, momento en que Cisne pasó de nuevo al canal 345.

—¿Quieres que salgamos juntos?

—Sí —dijo él—. Por supuesto. Tenemos que cogernos de la mano.

A ella le gustó la idea.

—¿Quieres salir enseguida o prefieres esperar?

—Más tarde, por favor. Tengo la sensación de que debería ayudar a la gente.

—¿Puedes moverte lo suficientemente bien como para ayudar?

—Creo que sí.

Ayudaron todo lo posible. La gente acuclillada arrastraba unos pocos metros a las personas tumbadas, a quienes confiaban a otros compañeros que formaran la cadena. La gente tenía que salir por grupos, llenando la esclusa hasta el máximo de su capacidad para acelerar el proceso. No hubo muchos que quisieran ser los primeros en salir, pero se oyeron gritos procedentes de atrás, donde había gente en los pasillos que aún trataban de acceder al vestuario, por tanto existía una especie de presión osmótica. La esclusa siempre se llenaba con bastante rapidez, luego se cerraba la escotilla, esperaban a que la esclusa se despejase y luego cerraban por fuera para que se llenara de nuevo de aire, para, a continuación, abrirla otra vez desde el interior para dar paso al siguiente grupo. Incluso en las esclusas había algunas personas que no podían moverse, y hubo menudos que se esforzaron en sacar a empujones y patadas a la gente por la escotilla abierta; seguían ahí al reabrirse la escotilla interior, con expresiones de furiosa alegría tras el visor del casco.

Por supuesto había otras esclusas en la nave, lo cual fue muy positivo porque las esclusas más espaciosas tenían capacidad para unas veinte personas, y cada salida requería de unos cinco minutos, más o menos. Así que llevaría un par de horas evacuar a todos los pasajeros que se hubieran puesto el traje de vacío. Por lo visto, la mayoría de los lanzamientos y los transbordadores habían salido ya.

Cisne siguió ayudando a la gente a organizarse por grupos, antes de acceder al interior de la esclusa. Eso aceleró el proceso. Wahram y ella trabajaron en pareja, con gran efectividad teniendo en cuenta que ninguno de ellos apenas podía moverse. Respondieron a preguntas hechas desde de la inquietud. Los trajes contaban con un suministro de diez días de agua, oxígeno y nutrientes, además de cierta cantidad de combustible. Se había avisado a las naves de rescate, que ya iban en camino, para que todos fuesen recogidos en cuestión de horas en lugar de días. Todo saldría bien.

A pesar de todo, era espeluznante abandonar una nave en pleno proceso de aceleración, para adentrarse en la oscuridad y las estrellas, equipado con un simple traje de vacío. Más de uno accedió a la esclusa con los ojos desorbitados, cosa que Cisne entendía perfectamente, a pesar de que en circunstancias normales le gustaba vivir situaciones de peligro.

Algunos grupos de la esclusa saltaron juntos, cogidos de la mano con la esperanza de mantenerse juntos. Cuando los que seguían dentro lo vieron en las pantallas, fue un gesto que casi cada grupo intentó imitar. Eran primates sociales, asumirían juntos el peligro. Nadie quería morir solo.

El tiempo se ralentizó, y el vestuario se había vaciado sin siquiera darse cuenta. Wahram la miraba, su mirada decía que no tenían por qué hacer como el capitán y ser los últimos en abandonar la nave. Cuando Cisne reparó en ello, se echó a reír y le tomó la mano.

—¿Nos sumamos al próximo grupo?

Él asintió, agradecido. Tan sólo quedaban un puñado de grupos para vaciar la sala. Estaba listo.

Ella lo empujó hacia la esclusa. Las veinte personas que había en el interior observaron la escotilla exterior. Era como estar en un ascensor de tamaño industrial. Algunos se abrazaron. Las manos buscaron otras manos, hasta que el grupo se convirtió en un círculo cerrado, unido. Ella apretó con fuerza la mano de Wahram.

El aire silbó al abandonar la estancia. Se prepararon. La doble escotilla exterior se abrió en el casco y el espacio negro surgió ante ellos, las estrellas como sal derramada. Tan sólo un visor los separaba de las estrellas. Había tantas estrellas que el trazado superaba al que se veía desde la Tierra, era sencillamente el espacio, tachonado de estrellas, incalificable e inmenso, más de lo que la mente humana estaba destinada a entender. O simplemente el firmamento nocturno, una experiencia primigenia, la mitad de la vida. Una parte de sí mismos. Hora de dormir, tal vez soñar. Hicieron acopio de fuerzas y salieron con un salto Shackleton.

Flotaron en la negrura, y algunos expulsaron un poco de combustible para impulsarse, de forma que se alejaron rápidamente de la nave, que pronto se convirtió en un punto blanco y lejano, iluminado en su blancura inmaculada por una cadena de diamantes encendidos a popa. Aparta la vista, no te quemes las retinas; mirada hacia atrás, la ETH Móvil podía ser una de las estrellas que se veían allí. Estaban solos.

No había ni rastro de los demás grupos. De pronto se antojó imposible la idea de que pudieran encontrarlos y rescatarlos, un sueño o una esperanza vana. Habían dado un salto mortal.

Pero Cisne había estado en esa situación antes, y sabía que podía hacerse. Los transpondedores del traje los convertían en balizas individuales, eran como un faro que encendía su luz intensa.

Establecieron un canal de comunicación para el grupo en el número 555, pero a medida que pasaba el tiempo, pocas personas hablaron. Había poco que decir. Cisne quería soltar la mano que no pertenecía a Wahram, pero no lo hizo. Apretó la derecha con la izquierda, y él le devolvió el gesto. Cisne pasó al canal 345, pero sólo oyó el sonido de su respiración, lenta, constante. Él la miró al oírla también. Tenía la cara redonda tras el visor, su expresión era seria para sin miedo.

—¿Cuando crees que sucederá? —preguntó Cisne, mirando el punto blanco que tomaba por el ETH Móvil.

—Yo diría que muy pronto —respondió.

Y casi en el momento de decirlo hubo un destello de luz en el área donde Cisne había estado mirando.

—¡Y ya está!

—Tal vez.

Después pasó un largo rato, una hora, dos, luego tres.

—Mira, aquí viene nuestra nave de rescate —anunció entonces Wahram.

Cisne se volvió para echar un vistazo por encima del hombro, y divisó una pequeña nave espacial se acercaba hacia ellos lentamente.

—Bueno —dijo ella—. Estupendo.

Y Venus todavía estaba a la sombra. Daba la impresión de que el escudo solar estaba a salvo. Y ahora iban a rescatarlos.

Pero entonces la pequeña nave espacial explotó junto a ellos. Cisne, cegada por el destello de la explosión, acababa de procesar lo sucedido, y llegó de inmediato a la conclusión de que algunas esquirlas de la colisión de la ETH Móvil y la multitud de guijarros debía de haber sido expulsada en su dirección y había tenido la mala suerte de alcanzar la pequeña nave. Mala suerte, pensó, mientras su pequeño círculo de veinte personas se separaba por algo, probablemente gas o residuos de la nave desaparecida, lo que significaba que seguramente habría gente malherida. En el preciso instante de la explosión se vio arrancada de un tirón tanto de Wahram como de la persona situada al otro lado. Gritó al darse cuenta, dio un giro como pudo para no perder de vista a Wahram, a quien vio girando por la inercia, extendidos brazos y piernas, expulsando por una de las piernas una lluvia de gotas de cristal rojo.

—Pauline, limpia el visor —ordenó mientras manipulaba los controles de propulsión, estabilizándose a sí misma en relación con Wahram, para después expulsar en chorro a plena potencia tras él. Pasó brevemente a través de un pequeño campo de restos de la nave que había explotado, incluso había un resto de gran tamaño, tal vez un cuarto o un tercio de la misma, totalmente abierto, con lo que las cabinas y las mamparas quedaban al descubierto como en una ilustración de corte o una casa de muñecas. Tuvo que cambiar de rumbo para impulsarse hacia la popa de la misma y, a continuación, lanzar un nuevo chorro para recuperar el rumbo hacia Wahram. Todavía daba vueltas sobre sí, y vio que era mucho más pequeño, así que expulsó un buen chorro, hasta lo máximo que le ofreció el traje para dirigirse hacia él. Casi era una tarea propia de Pauline, pero había restos y desechos que esquivar, así que siguió a los mandos y lo persiguió mientras esquivaba los fragmentos de la nave. Una vez superados, aceleró de nuevo, poniendo todo su empeño y pericia como piloto, sin preocuparse de nada más que de alcanzarlo. Wahram se hizo mayor.

—¡Pauline, ayúdame! —gritó entonces Cisne.

—¡Déjame pilotar el traje!

—¡De acuerdo, pero vamos! ¡Ya!

—Ya volamos a plena combustión. Tengo que frenar si quieres alcanzarlo.

—¡Hazlo!

Volaron a través de las estrellas. Wahram se volvió mayor aún. Cisne asumió de nuevo el control de los mandos, a pesar de las objeciones de Pauline, y siguió acercándose a él lo más rápido posible, hasta el último segundo, cuando se dio la vuelta y encendió de nuevo el chorro del traje hasta que estuvo a punto de chocar con él, pues tuvo que esquivarlo con otro chorro, pasar junto a él a unos centímetros y ver fugazmente al pasar por su lado que estaba inconsciente y que tenía la boca abierta. Lanzó un grito, accionó el chorro al máximo, dio la vuelta al traje trazando una curva cerrada y volvió hacia él. Pauline no podría haberlo hecho mejor.

Reparó en que Wahram tenía una perforación en el traje, por debajo de la rodilla izquierda. Había sangre congelada, como una costra de sangre coagulada, una costra gigante. Ella lo aferró y lo sostuvo mientras cerraba la fisura del traje.

—Dame una manguera. Voy a aislar la pierna.

Su propio traje habría cortado la ruptura con mamparas como torniquetes. Cabía la posibilidad de que su pierna ya estuviera congelada, inservible, pero a los trajes se les daba bien aislar las fugas, y también controlar la conmoción. Cisne sacó la manguera del cinturón y metió el extremo de ella a través del pequeño agujero del traje de Wahram, que medía menos de un centímetro de diámetro, apenas lo bastante grande para admitir el extremo de la manguera. Metió el dedo en el agujero por el otro lado de la pierna, llenó de aire caliente la pernera y lo mantuvo inmovilizado, todo ello sin dejar de gritar:

—¡Aquí estoy, Wahram! ¡Despierta!

Pero sólo respondió Pauline:

—Por favor, cállate. No puedo escuchar los signos vitales si hablas a gritos.

—¿Qué quieres decir?

—Respira. Su corazón está latiendo.

—¿Qué pasa con la pierna?

—La piel está congelada, probablemente la carne también. La presión arterial es de noventa sobre cincuenta, por tanto ha perdido mucha sangre. Está en estado de shock.

—¡Estabilízalo, que entre en calor! ¡Hazte cargo de su traje!

—Tranquila, por favor. Estoy comunicada con su traje. Cállate, por favor.

Ella calló y dejó trabajar al qubo. El tratamiento médico de emergencia era un antiguo algoritmo de la Inteligencia Artificial, perfeccionado durante siglos, y desde hacía mucho tiempo demostraba ser mejor incluso que la respuesta humana. Pauline le había asegurado que había motivos para pensar que podrían estabilizarlo.

—El traje está algo dañado —dijo entonces Pauline—. Quiero asumir sus funciones de control.

—¿Puedes?

—Sí. Es más fácil hacerlo conectado a él, por lo que a partir de entonces tendréis que seguir juntos.

—Pues mejor. Adelante.

Cisne se concentró en el agujero de la pernera del traje. El traje podría ser reparado con el juego de parches que tenía, y se dispuso a preparar el parche, unida a él por el cable de alimentación e información de la cintura. Giraban lentamente a través de las estrellas que Cisne no se volvió para mirar. Los parches eran en su mayoría cuadrados de bordes romos; había que retirar la película protectora, aplicarla después suavemente y presionar el tiempo que dure la reacción química.

Una vez sellado el traje, preguntó a Pauline si tenía que hacer algo en la herida de la pierna. Comprendió que tenía que haber empezado por eso, pero estaba muy nerviosa. Además, Pauline dijo que no.

—El traje ha aplicado coagulantes y compresión del aire —informó Pauline—. La hemorragia se ha detenido considerablemente.

—¿El traje le proporciona suero?

—Sí.

Era un consuelo recordarse a sí misma que el traje de vacío no sólo era una pequeña y flexible nave espacial, sino también una especie de hospital de personal.

—¿Estás ahí, Wahram? —preguntó—. ¿Te encuentras bien?

—Aquí me tienes —respondió con voz ronca—. No estoy bien.

—¿Qué te duele?

—Me duele la pierna. Y estoy… mareado. Estoy tratando de no vomitar.

—Estupendo, no vomites. Pauline, ¿puedes darle algo contra la náusea?

—Sí.

Flotaban en la noche estrellada. Aunque a Cisne no le gustaba admitirlo, no había nada más que pudiera hacer en ese momento. La Vía Láctea era como una madeja de blanca y reluciente leche, con el Saco de Carbón y otras manchas negras en ella más negras aún de lo habitual. El resto de las estrellas salaban la negrura que hasta el propio color negro corría peligro, como si detrás de él, ejerciendo una fuerte presión, hubiera una blancura mayor que la que el ojo era capaz de absorber. El negro puro de la Vía Láctea debía indicar una gran cantidad de carbón en el Saco de Carbón. ¿Estaba todo el negro del cielo hecho compuesto de polvo? ¿Si todas las estrellas del universo estuvieran visibles, el cielo nocturno quedaría reducido a un blanco puro?

Las grandes estrellas parecían hallarse a diferentes distancias de ellos. Al verlo, el espacio surgió de pronto ante sus ojos, convertido en una extensión que se expandía hacia afuera, en lugar de un telón de fondo suspendido a pocos kilómetros de distancia. No estaban en una bolsa negra, sino en una extensión infinita. Un pequeño cálculo en una gran sala.

—¿Cómo te encuentras, Wahram?

—Un poco mejor.

Buena noticia. Era peligroso vomitar dentro del casco, por no mencionar lo desagradable que era.

Flotaron en el espacio. Pasaron algunas horas. Cuando llegó el momento de comer, absorbieron líquidos por una pajita instalada en el casco; había incluso pedazos de barras nutritivas que podían extraer por un puerto en el interior correspondiente a la parte situada en la mejilla del casco, masticó y tragó. Hecho ambas cosas, Cisne orinó en el pañal del traje.

—Wahram, ¿tienes hambre?

—No tengo hambre. No parecía cómodo tampoco.

—¿Tienes náuseas otra vez?

—Sí.

—Eso no es bueno. A ver, voy a conseguir que nos estabilizamos en relación con las estrellas. Sentirás algún tirón. Tal vez deberías cerrar los ojos hasta que nos acomodemos.

—No.

—Está bien, de todos modos no creas que será tan rápido. Allá vamos. —Se impulsó en dirección contraria a la dirección en que giraban. Costaba hacerlo con el peso añadido de él a su lado. Mejor abrazarlo y convertirlo en un peso frontal. Se dispuso a hacerlo y le dio un pequeño apretón; él en respuesta lanzó un gruñido imperceptible. Cisne logró estabilizarlos más o menos en relación con las estrellas, y extendió un brazo para señalar Venus con intención de que la tomasen como punto de referencia. Seguía a la sombra. Si habían destruido el escudo solar, o incluso si estaba dañado, estaba segura de que lo habrían visto; una media luna, o tal vez una región que de repente se volvía de un blanco cegador, y como habían estado en el lado del escudo que hubiera sido alcanzado, no le pareció que ninguna parte iluminada de Venus pudiera estar totalmente al otro lado del planeta respecto a ellos. Quizá sí, porque tuvo que admitir que estaba desorientada. Al parecer, habían logrado frustrar el ataque.

—Pauline, ¿puedes decirnos qué ha pasado con la nave, el escudo solar y demás?

—Los informes de radio siguen siendo prematuros, pero señalan una colisión, ocurrida según lo previsto, entre el ETH Móvil y una multitud de guijarros de aproximadamente cuatro veces la masa de la nave. Sucedió tal como se predijo, y la nave iba más rápido que los guijarros, lo suficiente para apartar buena parte de la masa de colisión hacia un vector de dirección distinto a la ubicación del escudo solar.

—Por tanto ha funcionado.

—Excepto que parte del material expulsado por la colisión alcanzó la nave que se nos acercaba, y la explosión extendió fragmentos, uno de los cuales ha herido a Wahram.

—Sí, por supuesto. Pero eso sólo ha sido mala suerte.

—Varias de las personas que iban en esa nave deben haber muerto.

—Ya lo sé. Eso sí es mala suerte. Alcanzados por la metralla, a todos los efectos. Sin embargo, ¿el escudo solar está a salvo?

—Sí. Y el sistema de defensa del escudo parece haber repelido los restos que volaron en su dirección.

—Así que ahora tiene motivos para creer en la multitud de guijarros.

—O por lo menos en lo que fuera que se disponía a destruirlo. No sé qué problema tenía antes.

—¿Era consciente de la existencia de este nuevo sistema de detección de partículas finas de Wang?

—Wang les puso al corriente de ello, pero es un sistema cerrado, operan así para evitar manipulaciones externas. No sé si se habían sumado a la nueva vigilancia o no.

—Tal vez los sistemas cerrados sean más fáciles de manipular que los abiertos. ¿Pudo verse comprometida?

—Parece poco probable. Está bajo el control del Grupo de Trabajo de Venus, al que se considera muy comprometido con la seguridad.

Wahram no contribuyó a esta conversación. Cisne sostuvo su mano, apretándola de vez en cuando. No había nada más que pudieran hacer. Presionó de nuevo, brevemente. Notó que él aflojaba la mano.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Más o menos —respondió.

—¿Has intentado comer algo?

—Todavía no.

—¿Beber?

—Aún no.

Flotaron en el espacio negro, ingrávidos y disfrutando de la temperatura agradable proporcionada por el traje. Eran como lunas de Venus, o como pequeños planetas independientes, en órbita alrededor del sol. A veces la gente comentaba esta situación que comparaban con el retorno al vientre materno, el alto amniótico. Tomar algunos medicamentos que causen alucinaciones, conviértete en un hijo de las estrellas. Y, de hecho, no era un espectáculo tan terrible como debería de haberlo sido. Por unos momentos, Cisne incluso se quedó dormida. Al abrir los ojos, pensó que Venus era quizá un poco mayor. No tenía mucho sentido, porque al abandonar la nave debían desplazarse a una velocidad bastante significativa.

—¿Sigues ahí?

—Ajá.

Bueno, pensó Cisne. Ahí estaban. No había nada que hacer, excepto esperar. Esperar no formaba parte de proceder habitual. Por lo general siempre había más por hacer de lo que ella tenía tiempo para dedicarse, así que siempre iba con prisas. Ahora aquello se parecía más a un rescate que a una evacuación. Cuando abandonaron la nave se comentaba la presencia de naves en las inmediaciones. Tal vez Wahram se había visto empujado en dirección opuesta; Cisne lo había seguido sin pensar siquiera. Posiblemente se alejaban del plano de la elíptica, por tanto del camino de las naves que acudirían al rescate. Tal vez la desdichada nave destruida era la única que había en la zona, y tendrían que esperar hasta que recogieran al resto de los evacuados. La destrucción de la pequeña nave arrojaría probablemente el mayor número de víctimas mortales del suceso, por lo cual llamaría la atención. Caerían en la cuenta de que faltaba gente, les seguirían buscando. Los trajes disponían de potentes transpondedores. Estar fuera de la elíptica justificaría el retraso. O tal vez reunir a todos los evacuados llevaba su tiempo. La última aceleración del ETH Móvil podría suponer que llevaba una velocidad mayor que la mayoría de las naves espaciales podrían alcanzar cuando las últimas personas la abandonaron, en cuyo caso esas personas también lo harían. Si todo era como debía ser, entonces los trajes mantendrían con vida a sus ocupantes durante diez días, y después de todo llevaban allí… ¿Cuánto? Tuvo que preguntar a Pauline: veinte horas. Se le había hecho más largo, o más corto, no sabría decirlo. Venus parecía haber crecido en tamaño ante sus ojos. Cisne recordó historias de náufragos, a la deriva, nunca hallados y congelados durante eones. ¿Cuántos habían muerto así en la historia de la humanidad? ¿Docenas, cientos, miles? Oyó en su cabeza el coro de la vieja canción de Marte, que en la traducción perdía su rima.

Flotaba pensando en Peter

Segura de que me rescatarían

Pero mienten las historias

Y así muero

La negrura del espacio será mi tumba

Sin duda, muchos de esos desgraciados había quedado a la deriva, confiando hasta el final en que se salvarían. La esperanza desaparecía con mayor lentitud que el oxígeno y los alimentos de los trajes. Recordarían la historia de Peter en torno a Marte, o de alguna otra persona que fue rescatada, y creerían en que aparecería una pequeña nave espacial que flotaría sobre ellos como un OVNI, como la redención, como la vida misma. Pero para muchos esa nave nunca había llegado, y habría un momento en que tuvieron que admitir que la historia era falsa, o que al menos no era cierta para ellos. Sí para otras personas, pero no para ellos. Ellos eran el pretérito, los perdidos. Los olvidados. Así de cruda era la canción marciana.

Quizá esta vez se sumarían a los olvidados. Cisne hizo un esfuerzo por espabilarse, comprobó el canal común, donde había un coro de voces, pasó al canal de emergencia y dio mediante gruñidos un informe, seguido por una petición. Media hora después llegó la respuesta: los tenían controlados, una nave de rescate se dirigía hacia su posición. En efecto, habían salido del plano y todas las demás naves estaban empeñadas en el rescate de los demás pasajeros. Pero estaban en la lista y era cuestión de tiempo que recibiesen ayuda.

Por tanto… A mirar a su alrededor. Contárselo a Wahram, tranquilizarlo. Procurar que se relajara.

Pero ella no lo estaba. Un intenso temor se apoderó de ella. Pauline debía de ser consciente de ello, cabía la posibilidad de que en ese preciso instante le estuviera administrando alguno de los medicamentos para combatir la ansiedad de que disponía el traje. Cisne confiaba en ello. No había nada que hacer excepto esperar. Seguir respirando. Esperar y ver. Había sido un lujo en su vida la posibilidad de actuar, de hacer algo, y evitarse la espera. Pero la realidad había llegado para quedarse: A veces no queda más que esperar.

Pues bien, que así fuera. La espera no era tan mala. Era preferible a viajar en el crucero a oscuras. Venus parecía más próximo, tal vez un poco más brillante porque quizá el escudo solar había sufrido algunos daños en el extremo más cercano a la explosión. Distinguía nubes oscuras que giraban alrededor de un parche negro, posiblemente la montaña de Ishtar. Había allí manchas más brillantes y oscuras bajo las nubes arremolinadas, pero no tenía ni idea de si representaban océano congelado o tierra helada. No vio azules, pardos o verdes, sino nubes grises justo sobre la tierra gris, oscuras y más oscuras.

—Me encuentro mejor —anunció Wahram, vacilante, como si al mismo tiempo pusiera a prueba su afirmación.

—Ah, estupendo —dijo Cisne—. Mira de beber algo. Probablemente estés deshidratado.

—Sí, tengo sed.

Pasó más tiempo. Al cabo de un rato, Wahram comenzó a silbar por lo bajo una de las melodías que había silbado en los túneles. Reconoció una obra de Beethoven, y no una de las sinfonías, de modo que lo más probable era que se tratase de uno de los cuartetos tardíos. Un movimiento lento. Posiblemente el que había compuesto Beethoven después de recuperarse de una enfermedad. Un acto de acción de gracias. No la reconocería hasta que alcanzase la frase final. Era una de las buenas. Silbó suavemente un acompañamiento con su voz de alondra al tiempo que apretaba la mano. La melodía era lenta, no podía limitarse a seguirlo, sino que tenía que hallar el modo de acompañarlo, de unirse a él. La parte de alondra que había en su cerebro recordó las partes de aquella melodía que él le había enseñado en los túneles subterráneos de Mercurio. Fue durante su convivencia submercurial, de la que daba la impresión de haber pasado una eternidad. Esa vida era cosa del pasado; aquella no tardaría en serlo. No había sido capaz de marcar una gran diferencia entre esa vida y la presente, y no importaría mucho que sobrevivieran o no. ¡Ay, la belleza de esa canción, algo a lo que aferrarse. El cerebro de alondra siguió cantando en su interior, levantándola lejos de la melodía lenta. Diferentes momentos quedaban entrelazados.

—¿Te acuerdas? —preguntó tras interrumpirse. La voz tensa, aplastándole la mano—: ¿Te acuerdas de cuando estuvimos en el túnel?

—Sí, claro.

Recuperaron la melodía. Su silbido era apenas audible, o al menos lo hacía con un estilo que hacía parecer que lo era. Quizá seguía dolido. Musicalmente lo habían hecho mejor en el túnel. Ahora sonaban como Armstrong y Fitzgerald. Él fingía un esfuerzo que apenas alcanzaba una perfección accidental, minimalista, mientras que ella era perfecta sin el menor esfuerzo, simplemente interpretando la música. Dúo de opuestos. El esfuerzo y la interpretación, creando algo que era mejor haciéndolo juntos que por separado. Tal vez fueran necesarios ambos. Puede que ella hubiese convertido su interpretación en una lucha, cuando necesitaba luchar para interpretar.

Al final alcanzaron la melodía; sí, era la acción de gracias. El himno de acción de gracias tras recuperarse de una grave enfermedad, así había dicho que se llamaba Wahram, todo ello a la manera de Lidia. Y el título describía bien la sensación, y es que no siempre lo hacían. Una acción de gracias trenzada en la propia melodía, con un oído infalible para la música como expresión de los sentimientos. ¿Cómo era posible? ¿Quién era? Beethoven, el ruiseñor humano. Hay canciones en nuestro cerebro, pensó Cisne, les hubiesen insertado o no en el cerebro las células de ave, puesto que ya estaban allí, en el cerebelo, conservadas durante millones de años. Allí no existe la muerte; tal vez la muerte fuese una ilusión, quizá aquellos patrones fueran eternos, la música y la emoción a través de los universos, una tras otra, en las alas de las aves migratorias.

—Hemos tenido una relación desde lo del túnel —le dijo cuando dejó de silbar.

—Hmm —respondió él, de acuerdo o no con la anterior afirmación.

—¿Tú no lo crees?

—Sí, lo creo.

—Si no hubiéramos topado el uno con el otro, podríamos habernos evitado. Así que he estado pensando que eso no es lo que queríamos. Lo que queríamos…

—Hmm —insistió él, ambiguo.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso lo niegas?

—No.

—Entonces, ¿a qué viene eso?

—Quiero decir —empezó él, lentamente, meditándolo bien, haciendo una pausa, pero después no pareció tan dispuesto a hablar. A través del visor vio por fin que él la miraba, en lugar de mirar las estrellas, y eso le pareció una buena señal, pero también desconcertante porque él estaba tan serio y concentrado. Esa inmersión mental era una labor anfibia, y su sapo la realizaba silencioso y con aire abstraído.

—Me gusta estar contigo —continuó él—. Me parece que las cosas son más interesantes cuando estoy contigo. —Siguió mirándola fijamente—. Me gusta silbar contigo. Disfruté del tiempo que pasamos juntos en el túnel.

—¿Disfrutaste?

—Claro, por supuesto. Ya sabes que sí.

—No —dijo ella—. No sé qué es lo que sé o no. Eso es parte de mi problema.

—Te quiero —dijo.

—Claro, por supuesto —dijo ella—. Y yo a ti.

—No, no —dijo—. Te quiero.

—¡Entiendo! —dijo—. Pero, dios mío, no estoy segura de saber lo que quieres decir.

Él esbozó su sonrisa tímida. Tan pequeña, casi oculta detrás del visor, y, sin embargo, sólo asomaba cuando algo le hacía gracia de verdad. Nunca era un gesto amable. Cuando quería mostrarse así se limitaba a abrir los ojos como platos.

—Yo tampoco sé lo que quiero decir —admitió—. Pero lo digo de todos modos. Quería decírtelo, es esa clase de amor.

—Oh oh —dijo ella—. Mira, esto es una locura. La pierna se te congela y debes estar en estado de shock. El traje te ha administrado toda clase de sustancias.

—Probablemente sea cierto —admitió con expresión soñadora—, pero quizá sea por eso que me permito decir lo que siento de verdad. Con cierto apremio, por llamarlo de algún modo.

Wahram sonrió de nuevo, pero brevemente. La miraba como un… en fin, no supo definirlo. No como un halcón, ni con la mirada larga de un lobo, sino con una mirada curiosa, interrogante incluso. La pregunta de una rana: ¿qué clase de animal era Cisne? ¿Robot? ¿Limite? ¿Ladrona? ¿Robert?

No lo sabía. No había forma de decirlo. Su sapo la miró fijamente, los ojos como canicas de jaspe en la cabeza. Ella le miró a su vez: tan lento, tan él, autónomo, amante de los rituales… Si es que eso era cierto; trató de resumir todo lo que había visto en él en una sola frase, pero no funcionó. Tenía una mezcla de piezas, de pequeños incidentes y sentimientos, y también el tiempo que habían pasado juntos, que también era una mancha y un revoltijo. ¡Pero interesante! Eso era el quid de la cuestión, esa palabra que acababa de usar. Él la interesaba. Se sentía atraída por él como a un paisaje o una obra de arte. Actuaba con seguridad; Wahram había trazado una línea perfecta. Le enseñaba cosas nuevas, y también nuevos sentimientos. ¡Tranquila! ¡Presta atención! Él la sorprendía con esas cualidades.

—Hmm, bueno, yo también te quiero —dijo—. Hemos pasado muchas cosas juntos. Déjame pensarlo. No he pensado en ello en la forma en que me das a entender.

—Que sugiero —sugirió.

—Vale, sí. Voy a pensar en lo que significa.

—Muy bien. —Y de nuevo esbozó su sonrisa.

Flotaban en el negro teñido de blanco. El brillo del diamante. Solía decirse que había cien mil estrellas visibles a simple vista cuando se está en el espacio. Parece un cálculo difícil y probablemente tan sólo era un recuento de ordenador, hasta el alcance de una magnitud considerada visible para el ojo humano. A ella le pareció que había muchas más de un centenar de miles.

Flotaban ingrávidos, rebullían al tiempo que respiraban y parpadeaban. Cisne podía oír su respiración y los latidos de su corazón, y también la sangre que circula por sus oídos. La prisa animal que era su esencia en el espacio, a través del tiempo. Latido a latido. Y había vivido un siglo y un tercio, su corazón había latido alrededor de cinco mil millones de veces. Parecía mucho hasta que empezabas a contarlo. Contarlo implicaba un número finito, que era, por definición, demasiado corto. Era una sensación extraña.

Pero también contar la propia respiración era una ceremonia budista, acompañada por la adoración del sol en Mercurio. Cisne lo había hecho anteriormente. Ahí estaban, enfrentados al universo, viéndolo desde el interior de la fortaleza del traje de vacío y de los cuerpos. Atentos el cuerpo, contemplando las estrellas y la negrura infinita. Vio la constelación de Andrómeda y, en ella, la galaxia de Andrómeda, elíptica citología en lugar de un punto minúsculo y denso. Al pensar en lo que era, a veces Cisne podía distinguir la tercera dimensión aún más allá, en la negrura: no sólo percibir la profundidad de campo orada por las estrellas en las diferentes distancias, que uno podía fingir que se caracterizaban por su brillo, sino ver también Andrómeda en su conjunto galáctico, mucho más allá que cualquier otra cosa que pudiese ver: tachán, allí estaba, el espacio más profundo, la extensión del vacío ante la mirada. Fueron momentos increíbles, y a decir verdad no duraron mucho, no podían hacerlo. Era demasiado inmenso, el ojo y la mente humanos no estaban preparados para verlo. Sabía que sobre todo tenía que ser un salto de la imaginación, pero cuando esa idea encajaba con lo que veía en la realidad, en ese preciso instante, podía llegar a convertirse en algo completamente real.

Entonces volvió a suceder, y allí estaba ella: el universo en su totalidad. Trece mil setecientos millones años de expansión, y más por venir, de hecho, con la expansión acelerándose, florecería hacia afuera como una llamarada coronal del sol, disipando todo cuanto ardía en ella. Eso era lo que parecía estar sucediendo en ese momento, antes de sus ojos.

—Estoy alucinando —confesó—. Estoy viendo Andrómeda como una galaxia que perfora un agujero a través de la oscuridad, como si estuviera viendo una nueva dimensión.

—¿Te apetece algo de Bach para acompañarlo? —preguntó Wahram.

Ella se pudo evitar reír.

—¿Qué quieres decir?

—Estoy escuchando la suite para chelo de Bach —dijo—. Creo que encaja perfectamente con la escena. ¿Quieres sumarte?

—Por supuesto.

Una pieza para violoncelo solo, solemne pero ágil, enhebrando la oscuridad de la noche.

—¿De dónde la has sacado? ¿Va incluida en el traje?

—No, en la Inteligencia Artificial que llevo en la muñeca. No le llega a Pauline a la suela del zapato, pero al menos a esto llega.

—Ya veo. Así que llevas una Inteligencia Artificial débil.

—En efecto. —Un pasaje particularmente expresivo de la pieza de Bach llenó el silencio. El violoncelo era casi una tercera parte de la conversación.

—¿No tienes nada menos lúgubre? —preguntó Cisne.

—Supongo que sí, aunque a mí me parece muy viva.

Ella se echó a reír.

—¡Cómo no!

Él se limitó a tararear, pensándolo bien.

—Podemos cambiar a la música para piano de Debussy —dijo después de que el chelo ejecutase una frase especialmente profunda, el timbre animado negro como el espacio—. Creo que podría ser justo lo que necesitas.

El piano sustituyó al chelo, los claros sonidos como de campana fueron de un lado a otro como dardos, componiendo melodías que se desplazaron como gatos sobre el agua. Cisne comprendió que Debussy tuvo una mente de pájaro, y silbó una frase repitió uno de las suyas, ajustándola a la siguiente. No resultó sencillo. Se detuvo.

—Muy bonito —dijo.

Le apretó la mano.

—Me gustaría poder silbarla contigo, pero no puedo.

—¿Por qué no?

—Me cuesta mucho recordarla. Siempre me sorprende cuando la escucho. Me refiero a que la reconozco cuando la interpretan, la habré escuchado diez mil veces, pero si yo no la escucho en voz alta, no podría silbarte las melodías de memoria, son demasiado… demasiado huidizas, supongo, o sutiles. Expectantes. Inesperadas. Y no parecen repetirse. Presta atención porque no deja de cambiar de tercio.

—Es preciosa —dijo, y silbó otro contrapunto de ruiseñor.

Al cabo de un buen rato, Wahram apagó la música. El silencio era inmenso. De nuevo oyó su propia respiración, los latidos de su propio corazón. Era el eco del golpeteo doble, algo más veloz de lo habitual, pero al menos ya no corría desenfrenado. Cálmate, pensó otra vez. Estás abandonada en el espacio, y con el tiempo te rescatarán. Entre tanto, aquí estás, y Wahram contigo, y Pauline. Ningún otro instante se diferencia fundamentalmente del presente. Concéntrate y mantén la calma.

Tal vez decir que alguien era de un modo u otro no era sino el empeño de sumar un recuerdo en un tablón donde los organizas, como mariposas en una colección de lepidópteros. No era la generalización que parecía, sino el esfuerzo por comprenderlo. ¿Se parecía Wahram a cualquier cosa que ella pudiera decir de él, si lo intentaba? Él era así, él era asá… No tenía ni idea. Uno tenía impresiones de otras personas, nada más que eso. Nunca se escuchaba lo que pensaban, tan sólo se escuchaba lo que decían; era una gota en un océano, el tacto a través del abismo. Una mano que sostiene la tuya mientras flotas en la negrura del espacio. No era gran cosa. No podían conocerse realmente bien. Por tanto decían: Él es así, o ella es asá, y a eso lo llamaban persona. Emitían un juicio, una conjetura. Se tendría que hablar con alguien durante años para proporcionar a esa conjetura cierta validez. Ni siquiera entonces había forma de conocer a alguien.

Cuando estoy contigo, dijo mentalmente a Wahram mientras flotaban juntos, a la espera, de la mano… Cuando estoy contigo me siento un poco inquieta; juzgada; inadecuada. No la clase de persona que te gusta, lo que me parece ofensivo, y por tanto me comporto más como esa parte de mí que nunca. Aunque también quiero causarte buena impresión. Pero ese deseo me parece irritante, y me esfuerzo por contradecirlo. ¿Por qué iba a importarme? A ti no te importa.

Y, sin embargo, te importa. Te quiero, dijiste. Cisne admitió que quería que él se sintiera así cuando estaban juntos. De esa forma. ¿Era eso el amor, el anhelo de un sentimiento que no estaba claro aún cuando lo sentías? ¿Se debía a eso que a veces la gente lo considerase una locura? Las palabras siguen siendo las mismas, incluso los sentimientos lo son, pero hay huecos entre las palabras y los sentimientos difíciles de rastrear. El deseo de saber, de ser conocido, de ser apreciado por lo que se es y no por lo que los demás piensan que deberías ser… Pero entonces, lo que eres… Le costaba creer que alguien que la amara no estuviese cometiendo un gran error. Porque ella se conocía mejor, por tanto sabía que ese amor era proclive a errores. Por lo tanto tienen que ser muy insensatos, a pesar de lo cual anhelaba precisamente ese amor. Alguien que la quisiera más de lo que ella se quería a sí misma. Alguien que la quisiera a pesar de sí misma, alguien que se portase mejor con ella. Así era Alex. Y cuando se vive algo así, cuando sientes eso, cuando te aman mucho más de lo que mereces, con esa especie de generosidad, eso pone en marcha otros sentimientos. Un resplandor. Un desbordamiento. Ponía algo en marcha que era recíproco. El reconocimiento mutuo. De nuevo la sala de los espejos. Pon un rayo de luz láser entre dos espejos, el haz va y viene, dos partes de algo más, no sólo a la bestia de dos espaldas (aunque también lo sea, lo cual es una gran cosa, un gran animal), sino algo más, una especie de… emparejamiento, como Plutón y Caronte, con el centro de gravedad entre ambos. No un único super organismo, sino dos que trabajan juntos en algo que los trasciende. Un dúo. Una armonía.

Silbó una de las otras piezas de Beethoven que Wahram había interpretado a menudo en el túnel. Aún tenía problemas para clasificar cuál era cuál, pero sabía que era la pieza de agradecimiento, el que seguía a la gran tormenta cuando todas las criaturas asoman de nuevo al sol. Una melodía sencilla, como las melodías populares. La escogió porque era una de las pocas a las que Wahram podría sumarse para interpretar mediante silbidos el contrapunto, introduciendo unas florituras que aseguró formaban parte del original. Wahram se sumó, no con la intensidad de otras ocasiones. Había en su dolor una costura de hilo de oro. No era un gran músico, ésa era la verdad. Pero tenía buena memoria para las piezas que amaba.

Ella despegó y trinó a su alrededor, y él recuperó la melodía principal. Tal vez los dúos fueran eso.

—Quizá te quiero —dijo—. Tal vez sea eso lo que he estado sintiendo estos últimos años. Tal vez nunca supe lo que era.

—Tal vez —dijo él.

¿Se refería a que los tal vez no cuentan, o que ese tal vez era mejor que nada?

—El movimiento lento de la Séptima —dijo—, si no te importa. —Y entonó otra melodía del tiempo que habían pasado bajo Mercurio, una que ella siempre había disfrutado, llena de posibilidades. A veces la habían silbado durante horas, durante medio día o más. Majestuosa, solemne, elegíaca, parecida al propio Wahram, caminando a lo largo de los días. En marcha. Alguien en quien se puede confiar.

—Tal vez —repitió—. Podría ser.

Interpretaron la pieza como lo habían hecho con anterioridad, como cuando estaban en la estacada y todo dependía de cómo seguirían adelante. Como en ese instante, en ese preciso instante, flotando en el espacio a la espera del rescate, teniendo fe en que sucedería.

Fe justificada.

—Se nos acerca una nave —informó Pauline.

Destacó un punto blanco entre los demás, y en cuestión de segundos se convirtió en otra pequeña nave espacial que flotó ante ellos como un sueño extraño y mágico.

—Ah, estupendo —dijo Cisne.

También ellos eran ahora Peters. Tuvo que recordarlo. Sólo continuaban gracias a un rescate. A medida que se impulsaron hacia la nave de rescate, Cisne trató de grabar en la memoria todo lo que había significado aquel episodio: flotar, Andrómeda, la mirada de Wahram, el dúo. Podrían haber sido sus últimas horas. Pensó de nuevo en Alex. Nuestras historias se desarrollan un tiempo, algunos genes y algunas palabras persisten, luego nos vamos. Era algo que costaba tener presente. Y en cuanto la escotilla de la esclusa se hubo cerrado y ambos estuvieron de nuevo en el interior, volvió a olvidarlo.