Hay dos problemas a la hora de encarar el incidente de Terminador —dijo a Cisne la inspectora Genette una noche que volaban hacia el cinturón de asteroides. Viajaban con un pequeño grupo de la Interplanetaria y de Terminador, pero a menudo se quedaban las últimas en la cocina al finalizar la cena. A Cisne eso le gustaba; la inspectora se sentaba con la espalda bien recta a la mesa mientras comía, sobre un lujoso cojín que la levantaba, y luego se retiraban al salón, donde se apoyaba en un codo con una bebida, de modo que conversaban cara a cara. Era un poco como hablar con un gato.
—¿Sólo dos? —dijo.
—Dos. En primer lugar, ¿quién lo hizo? En segundo lugar, ¿cómo podemos encontrar y atrapar a ese agente, sin infundir en terceros la idea de actuar como él, de imitarlo? El problema se llama copión, y en términos generales consiste en impedir la repetición de este ataque. Considero que se trata del problema más difícil de solventar de ambos.
—¿Y qué me dices de cómo lo hizo? —preguntó Cisne—. ¿No es un problema también?
—Yo sé lo que pasó —aseguró, sin ambages, la inspectora.
—¿De veras?
—Creo que sí. Creo que es la única manera en que podría haber ocurrido, y así debió de ser. No importa lo inverosímil que sea, según reza la cita, aunque en este caso no es inverosímil en absoluto. Pero debo confesar que no quiero hablar más sobre ello mientras nuestros qubos nos graben a ambas. —Genette levantó una muñeca para señalarse la abultada muñequera, casi cúbica, que contenía a Passepartout—. Imagino que tú siempre tienes la grabación en marcha, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿a menudo?
—Sí, imagino que sí. Igual que cualquier otra persona.
—Bueno, en cualquier caso, quiero ver algunas cosas en la grabación antes de cerciorarme de mi hipótesis. Así que hablaremos más de eso cuando estemos ahí fuera. Pero antes quiero que des vueltas al segundo problema; suponiendo que encontremos al responsable y obtengamos una explicación a lo sucedido, tal vez en un juicio, ¿cómo vamos a impedir que otra persona haga lo mismo? Ahí es donde creo que podrías ayudarme.
Viajaban en el terrario Moldava, cuyo desplazamiento respondía a un ciclo Aldrin que los llevaría a Vesta en ocho días. El interior del Moldava estaba dedicado al cultivo de trigo, y muchas de las personas que viajaban en él se congregaban al término de la jornada de trabajo en las instalaciones de un centro turístico en un terreno elevado cerca de la proa, situado en una amplia colina, con vistas inferiores y, después, superiores, a la curva ascendente de un gran mosaico compuesto por campos verdes y diversas texturas doradas, creadas por las muchas cepas diferentes que se cultivaban. Era como si el cielo se hubiese modelado a partir del colorido patrón de una falda escocesa.
Cisne pasaba gran parte de su tiempo hablando con los ecologistas locales, que querían discutir un montón de pequeños problemas relacionadas con las enfermedades del trigo. La inspectora Jean se alojó en las instalaciones de la Interplanetaria, y al pasar por Marte dedicó su tiempo a llamar con antelación a las personas de los terrarios agrupados en torno a Vesta. Al final de estos días, Cisne se reunía para comer con los de la Interplanetaria, y luego se quedaba hablando hasta tarde con la inspectora. A veces hablaba del trabajo de la jornada. Los lugareños probaban variedades de trigo que sacaban mayor partido del agua, y exploraban la creación genética de microscópicas «puntas de goteo», como las vistas en la superficie de las hojas tropicales, cuyas puntas de goteo eran largas puntas de las hojas que permitían que el agua rompiese la tensión de la superficie para derramarse.
—Quiero tener puntas de goteo en mi cerebro —dijo—. No quiero aferrarme a nada que me perjudique.
—Te deseo suerte con eso —dijo la inspectora poco cortésmente, concentrada en la comida, pues comía mucho para tratarse de alguien tan pequeño.
Al cabo de unos días llegaron a la zona de Vesta, una de las áreas más pobladas del cinturón de asteroides. Durante el Accelerando, muchos terrarios se habían situado cerca unos de otros, creando algo que recordaba a una comunidad, y la llamada Zona Vesta se encontraba entre las mayores. Moldava envió un vehículo con el equipo de la Interplanetaria a bordo, y cuando el transbordador desaceleró y estaba cerca de Vesta, se trasladaron de nuevo, esta vez a una nave tripulada por una dotación de la Interplanetaria.
Se trataba de una pequeña, veloz e impresionante nave espacial llamada Justicia rápida, y en poco tiempo se estaban moviendo a contrapelo de la gran corriente de asteroides, parando una o dos veces en pequeñas rocas para que la inspectora pudiese hablar con gente. No le pusieron al corriente del resultado de estas conversaciones, y Cisne evitó preguntar mientras visitaban Orinoco Fantástico, Crimea, Valle de Oro, Irrawady 14, Trieste, Kampuchea, el John Muir, y el Winnipeg, momento en que no pudo seguir mordiéndose la lengua.
—Todos estos pequeños mundos han sufrido recientes perturbaciones en sus órbitas —le explicó la inspectora—, y quería averiguar si había alguna explicación que las justificara.
—¿Y la hay?
—Al parecer hubo algunas salidas abruptas de la Zona Vesta, y se cree que éstas pudieron apartar ligeramente de rumbo a sus vecinos.
Vesta era muy sustancial para tratarse de un asteroide: seiscientos kilómetros de diámetro, más o menos esférico, cubierto por tiendas y todo, lo que hacía de él uno de los mayores ejemplos del proceso de paraterraformación conocido por el nombre de envoltura en papel burbuja. Por lo general, las tiendas sólo cubrían parte de la luna, como las cúpulas mayores, que eran las estructuras más comunes de Calisto, Ganímedes y la Luna, pero esos satélites eran tan grandes que ni siquiera se había contemplado la posibilidad de cubrirlos por completo. Cubrir una pequeña luna con una tienda de campaña de burbuja representa la siguiente etapa, y constituye una viable opción exterior para los ahuecados mundos interiores. Cisne pensó entonces que Terminador era una especie de paraterraformación, aunque nunca lo había considerado de ese modo, y de hecho tenía ciertos prejuicios contra los habitáculos externos en el cinturón de asteroides, por estar más expuestos de la cuenta y por la baja gravedad, en contraposición con la labor de excavar y vivir en el interior de una roca que giraba.
Y así, observando Vesta a corta distancia, vio que tenía buen aspecto. Era un lugar que hubiese disfrutado de tiempo atmosférico y de un cielo (las tiendas se alzaban a dos kilómetros sobre la superficie), y Pauline le explicó que los vestanos habían establecido bosques boreales, zonas alpinas, tundra, praderas y abundante desierto frío. Todo estaría sometido a una gravedad muy baja, lo que significaba que volarían y danzarían abundantemente en un paisaje de etéreo, casi flotante. No le pareció un mal plan.
Así que a Cisne le interesaba visitar Vesta, pero Genette había pensado en un destino diferente, y después de que se les unieran unas cuantas personas de la Interplanetaria, se dirigieron a un terrario cercano llamado Yggdrasil.
Cuando se acercaron a Yggdrasil, Cisne vio que se trataba de otro asteroide con forma de patata, en este caso oscuro y sin giro sobre su eje.
—Está abandonado —explicó la inspectora—. Es un caso sin resolver.
En la esclusa de aire del vehículo, Cisne se desplazó flotando con un grácil plié hasta el armario de los trajes, se vistió y luego siguió a Genette y a varios investigadores de la Interplanetaria por la escotilla de la esclusa para adentrarse en el vacío.
El Yggdrasil era un asteroide interior estándar, con alrededor de treinta kilómetros de largo. Accedieron al interior por un enorme boquete situado en la parte izquierda de popa, lugar donde estaba instalado el motor de impulsión. Flotaron ayudados por suaves chorros, utilizando los propulsores del traje para mantenerse en la vertical. Avanzaron hombro con hombro, parecían la imagen espejo de una de esas parejas de estatuas faraónicas en las que la esposa hermana se halla a la altura de la rodilla respecto de su monarca.
Ya en el interior se impulsaron hasta alcanzar el estado de reposo. En el interior del asteroide reinaba una negrura total, moteada por los caóticos reflejos de los frontales. Cisne había estado en muchos terrarios en construcción, pero aquello no podía compararse. Genette arrojó al frente una luz fría, y se impulsó brevemente para contrarrestar la inercia del movimiento. La luz flotó hacia adelante a través del vacío, iluminando con total claridad el cilindro.
Cisne se giró un poco debido a la brusquedad con que miraba hacia un lado y otro. Había tal penumbra, estaba tan abandonado… Se dejó arrastrar por una ráfaga de emoción que probablemente provenía del destino que había tenido su desdichada Terminador: se llevó la mano al visor, consciente de pronto de sus propios sollozos.
—En efecto —le confirmó la pequeña figura plateada que flotó junto a ella—. Aquí se produjo un fallo en la presión, sucedió sin previo aviso. Era un asteroide formado por un conglomerado de condrita y hielo, algo muy común. El informe posterior al accidente reveló la existencia de un meteorito pequeño, que por casualidad había alcanzado una fisura en el hielo no detectada previamente en la pared del cilindro, se produjo una brecha y la posterior despresurización resultó mortal. No es la primera vez que ocurre algo parecido, aunque en este caso las lecturas de la roca habían arrojado un resultado excelente. Por lo general, los quebradizos obtienen un notable o un aprobado, y sólo cabe achacar su ocupación a un acto de imprudencia. El caso es que estuve repasando de nuevo antiguos accidentes, en busca de patrones determinados, y llegué a la conclusión de que quería echar un vistazo a éste. Principalmente al exterior, pero antes quería comprobar el interior.
—¿Murió mucha gente?
—Sí, hubo alrededor de tres mil muertos. Sucedió muy rápido. Algunos se encontraban en edificios con refugios adonde llegaron a tiempo, y otros estaban cerca de los trajes espaciales, o en esclusas de aire. Pero aparte de estos casos, el resto de la ciudad estado pereció. Los supervivientes decidieron dejarlo vacío, como un monumento.
—Así que ahora esto es como un cementerio.
—Sí. Hay una placa en alguna parte, creo que en el otro lado. Quiero echar un vistazo a la superficie interna de la fisura donde se produjo la brecha.
El inspector consultó con Passepartout, y después condujo a Cisne a través del espacio interior de paseo hasta el otro lado del cilindro. Allí el barrio tenía dimensiones parisinas, con anchas calles que discurrían entre bloques de viviendas tropezoidales de cuatro y cinco pisos de altura.
Se cernía sobre una superficie de pavimentos arrugados y edificios inclinados, que parecían viejas fotos de áreas de la Tierra dañadas por un terremoto. La quietud reinante resultaba extraña.
—¿No hay suficientes asteroides de níquel y hierro a mano para que nadie deba ahuecar un conglomerado? —preguntó Cisne.
—Podría pensarse eso. Pero ahuecaron algunos de estos y descubrieron que daban buen resultado. Si conservas el suficiente grosor de las paredes, la rotación y la presión del aire interior no se bastan siquiera para hacerlos peligrar. Deberían servir, y lo hacen. Pero éste se rompió. El pequeño meteorito se precipitó justo en el punto más débil.
Flotaban sobre una zona donde la intensa deformación había dejado láminas de hormigón blanco combado hacia arriba y hacia fuera, como una larga herida abierta al espacio. Cisne podía ver las estrellas a través de la fisura.
Abandonaron la calle devastada y flotaron hasta salir del asteroide. Afuera se desplazaron por la superficie de roca, negociando la habitual gravedad mínima propia de cualquier asteroide. Cisne había pasado algún tiempo viviendo en esa gravedad durante la época que dedicó a la construcción de terrarios, y pudo comprobar que la inspectora era experta en ella, lo cual por supuesto tenía sentido tratándose de alguien procedente del cinturón de asteroides.
Cuando alcanzaron la parte externa de la fisura, encontraron ocupados a varios miembros del equipo de la Interplanetaria. Genette efectuó algunos saltos propios de ballet, girando al descender de cabeza sobre la fisura, para tomar fotos. La atenta inspección de ciertos puntos situados a ambos costados fue el resultado de mantenerse apoyada en la palma de la mano y acercar el visor a escasos centímetros de la roca.
—Creo que tengo lo que necesito —anunció al cabo de un rato.
Flotaban allí, observando a los demás mientras trabajaban.
—Llevas un qubo implantado en el cráneo, ¿verdad? —preguntó Genette.
—Sí. Pauline, saluda a la inspectora Genette.
—Saludos a la inspectora Genette.
—¿Puedes apagarla? —preguntó la inspectora.
—Sí, claro. ¿Tú vas a apagar al tuyo?
—Sí. Si es que realmente sucede eso cuando los apagamos.
A través del visor, Cisne alcanzó a distinguir la sonrisa irónica de la inspectora.
—Muy bien, Passepartout duerme. ¿Y Pauline?
Cisne había presionado en efecto la almohadilla debajo de la piel, situada a la derecha del cuello.
—También.
—Estupendo. Muy bien, ahora podemos hablar con más franqueza. Dime: cuando tu qubo está encendido, ¿graba lo que veis y oís?
—Por lo general, sí, por supuesto.
—¿Y tiene contacto directo con otros qubos?”
—¿Contacto directo? ¿Te refieres al entrelazamiento cuántico?
—No, no. Nos dijeron que la decoherencia lo imposibilita. Sólo me refiero al contacto por radio.
—Bueno, Pauline tiene un receptor de radio y un transmisor, pero yo escojo lo que entra y sale.
—¿Estás segura de eso?
—Sí, creo que sí. Yo doy las órdenes y ella las obedece. Puedo comprobar en sus registros todo lo que ha hecho.
La figura plateada sacudía la cabeza con suspicacia.
—¿No sucede lo mismo en tu caso? —preguntó Cisne.
—Creo que sí —respondió Genette—. Pero no puedo responder por todos los qubos que no son Passepartout.
—¿Por qué? ¿Crees que los qubos podrían estar involucrados en lo que sucedió aquí? ¿Y también en lo que pasó en Mercurio?
—Sí.
Cisne miró con sorpresa a la mujer que flotaba a su lado, parecida a una enorme muñeca dentro de un traje de vacío. Su presencia la atemorizó, con aquella voz al oído, transmitida por el audífono del casco, era como si le hablase a la oreja, como si la voz procediese de su propio interior, igual que lo hacía la de Pauline. Voz de contratenor alto, agradable, divertida.
—Veo algunos boquetes pequeños localizados a ambos lados de la fisura. Como ése… —Genette señaló con el dedo índice, y un punto verde láser apareció en el extremo de un pequeño boquete, repasó el contorno y luego se quedó fijo en el centro—. Mira ahí. ¿Lo ves? Y eso de ahí también. —Repasó otro agujero. Eran muy pequeños—. Son tan recientes que pudieron producirse durante o después del impacto.
—¿Restos expulsados de resultas del impacto?
—No. Aquí hay poca gravedad, así que el material expulsado rara vez regresa. Si algún resto lo hizo, lo veríamos. Estos agujeros son más profundos.
Cisne asintió. La superficie desigual del asteroide tenía mucha roca a punto de desgajarse.
—¿Y cómo describió estos cráteres el informe del accidente?
—Anomalías. Se especula que pudieron deberse a una ruptura de los depósitos de hielo, fundidos debido al calor que se generó en el impacto. Podría ser, pero ¿debo dar por sentado que has podido echar un vistazo al informe del accidente en Terminador?
—Sí.
—¿Recuerdas que también allí hubo anomalías? Lo que fuera que golpeó las vías no lo hizo limpiamente. Hay boquetes exteriores, muy pequeños, que no estaban allí antes de lo sucedido. El caso es que en Mercurio los restos expulsados tendrían que haber regresado a la superficie, eso te lo asegu…
—¿No pudo el causante del impacto fracturarse al precipitarse sobre Mercurio?
—Eso pasa debido al calor de la entrada en la atmósfera, que además habría frenado la caída.
—¿Y no pudo hacerlo la gravedad de Mercurio?
—Ese efecto sería insignificante.
—Pues no sé, tal vez no se fracturó.
La pequeña figura asintió.
—En efecto.
—¿Qué quieres decir?
—No se fracturó porque, de hecho, se unió.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que nunca estuvo unido hasta el último momento. A eso se debe que ninguno de los sistemas de detección de Mercurio reparase en su aproximación. Debieron haberlo visto porque tuvo que venir de alguna parte, y, sin embargo, los sistemas de vigilancia no lo detectaron. Así que para mí esto indica un problema LMD. Límite mínimo de detección. Debido a que siempre hay un límite mínimo de detección, ya sea inherente al método de detección, o bien fijado artificialmente en un punto superior que el mínimo real.
—¿Por qué se hace eso?
—Por lo general para impedir que se dispare la alarma cada vez que no existe un peligro real.
—Ah.
—Cada sistema es distinto, pero en el conjunto de defensa mercuriana, lo que ellos llaman el nivel de respuesta casi equivale al límite de detección del sistema. En otras palabras, ajustan el nivel de respuesta al doble del nivel de detección, que es seis o siete veces la desviación estándar en su variabilidad de medición. Es un ajuste típico para que la gente se sienta cómoda, puesto que genera tanto el menor número de falsos negativos como el menor número de falsos positivos.
»Piensa en todo lo que queda por debajo de este nivel de respuesta. Básicamente, sólo las rocas muy pequeñas, piedras que no superan el kilogramo. Pero si hubiese muchas de ellas, y no convergieran hasta el último segundo, procedentes todas de cuadrantes distintos del firmamento, y a velocidades diferentes, pero coordinados para converger en un mismo punto, al mismo tiempo… No serían más que pequeños guijarros, hasta ese último segundo. Podrían haberlos lanzado desde el extremo opuesto del sistema solar, incluso hace unos cuantos años. A pesar de lo cual, si se lanzan correctamente, con el tiempo acaban por alcanzar ese mismo punto. Pongamos que son miles.
—O sea, una especie de turba inteligente.
—Ni siquiera lo es. No son más que rocas.
—¿Algo así podría resultar? Es decir, ¿existe algo capaz de calcular con qué fuerza habría que proyectarlas, y qué trayectoria tendrían que efectuar?
—Un qubo. Identificados los suficientes cuerpos del sistema solar en cuanto a su ubicación y trayectoria, si se dispone de la potencia de cálculo necesaria, podría hacerse. Pedí a Passepartout que lo hiciera, que calculase la órbita de algo parecido a un cojinete, o una albóndiga, arrojada desde el cinturón de asteroides, con tal de que alcanzase un objetivo concreto en Mercurio. No le llevó mucho hacerlo.
—Pero, ¿podrían llevarse a cabo esos disparos? Me refiero a si sería posible construir un lanzador que los proyectase con la precisión necesaria.
—Passepartout me dijo que existen máquinas cuya capacidad es dos o tres magnitudes más precisa de lo que sería necesario. Solamente se necesita una plataforma de lanzamiento que cuente con la firmeza necesaria. A mayor estabilidad, mayor consistencia.
—Pues menudo disparo —dijo Cisne—. ¿Cuántas masas incluyen ese cálculo de la trayectoria?
—Creo que Passepartout incluyó los diez millones de objetos más pesados del sistema solar.
—¿Y sabemos dónde están?
—Sí. Lo que equivale a decir que la Inteligencia Artificial sabe dónde están. Y todos los terrarios y las naves más grandes se ajustan a itinerarios trazados con años de antelación. En cuanto a los cálculos, basta con un qubo que sea capaz de hacerlo en un plazo razonable de tiempo, es decir, lo suficientemente rápido como para darle instrucciones de lanzamiento en tiempo real.
—¿Cuánto tarda?
—Tres segundos para un qubo similar a Passepartout. Para una Inteligencia Artificial convencional, un año por cada guijarro, lo cual por supuesto impide que el método resulte efectivo. Es necesario disponer de un proceso de cálculo cuántico para posibilitarlo.
Cisne sintió náuseas, era como estar de vuelta en los túneles.
—Así que hablamos de diez mil pequeñas piedras proyectadas por el sistema solar, que viajan durante meses o años con tales direcciones y velocidades que todas ellas convergen al mismo tiempo en un punto concreto.
—Sí. Y, sin duda, unas pocas fluctuaciones gravitacionales estocásticas acabarán causando cierta dispersión. Por tanto, cuando eso sucede, los guijarros fallan por completo.
—Pero algunos lo hacen por muy poco.
—Exactamente. Como estos pequeños agujeros que vemos. Causados, quizá, por una nave espacial que alteró su plan de vuelo, o por algo parecido. Así que tal vez uno o dos por ciento de los guijarros experimentan un clinamen de este tipo, o eso supone Passepartout.
Cisne tenía un nudo en el estómago.
—Así que alguien está haciéndolo a propósito. —Señaló el terrario abandonado.
—Correcto. Y, además, tiene que estar involucrado un qubo.
—Mierda. —Se llevó la mano al estómago con gesto protector—. Pero, ¿cómo…? ¿Cómo iba alguien a…?
La inspectora apoyó la mano menuda en su brazo. Ygassdril flotaba bajo ellos, frío y muerto. Una patata gris.
—Volvamos a la Justicia.
Ya de regreso al interior del transporte de la Interplanetaria, después de comer, Cisne se quedó hasta tarde en la cocina, acompañada como de costumbre por la inspectora.
Cisne, que no había podido dejar de pensar en las revelaciones de la jornada, dijo:
—Así que todo esto significa que quien sea que…
Genette levantó ambas manos para detenerla.
—Apaguemos de nuevo los qubos, por favor.
Después de que ambos hubieran apagado los dispositivos, Cisne continuó:
—Eso significa que quien hizo esto, inició el proceso hace años.
—O al menos hace algún tiempo, sí. Cierto tiempo.
—Y no desde un único lugar de lanzamiento.
—No, pero tal vez exista aún el mecanismo de lanzamiento. El arma, la catapulta o lo que sea, tiene que ser un instrumento muy preciso. Un ingenio particularmente precioso, afinado, de fabricación implacable. Las tolerancias que sugirió Passepartout eran acertadas, lo que requiere improntas moleculares y demás. Quizá seamos capaces de encontrar la fábrica que hizo algo tan particular. Lo estamos investigando. Después pensaremos en quién es el responsable.
—¿Qué más? —preguntó Cisne.
—Buscamos el programa de fábrica, así como el diseño del instrumento. Sus instrucciones de impresión. También el programa orbital necesario para efectuar los cálculos. Los qubos no hacen esa clase de cosas sin que alguien se lo pida, o al menos eso hemos estado dando por sentado hasta el momento. Tengo entendido que el qubo que lo hizo tendrá la acción grabada en su memoria. De modo que es probable que el programa exista en algún lugar. Y tan sólo existe un número finito de fábricas que fabriquen qubos.
—¿No destruirían el qubo cuando dejaron de necesitarlo?
—Sí. Lo que sucede es que no hay motivo para suponer que hayan terminado.
Escalofriante conclusión la de la inspectora.
—Tenemos que dar con ese qubo, el programa de órbita, el programa de fábrica, también la fábrica, el proyector y cualquiera que sea la plataforma que efectúa el lanzamiento.
Cisne frunció el ceño.
—Podrían haberlo destruido todo, no haber dejado ni rastro.
—Es cierto. Comprendes muy rápidamente la naturaleza del problema. A pesar de ello, esta investigación debe de centrarse en el control de los registros, en el repaso de los libros de contabilidad, como suele suceder a menudo en nuestro oficio. —Esbozó una sonrisa irónica—. Lo que no es tan dramático como lo pintan a menudo.
—Eso está bien. Pero, mientras, ¿qué más podemos hacer? ¿Qué puedo hacer?
—Puedes investigar la otra cara de la moneda. Y yo te ayudaré con eso.
—¿La otra cara de la moneda?
—El móvil.
—Pero, ¿cómo vamos a averiguarlo? Por no mencionar que una vez lo hayamos logrado, ¿cómo vamos a localizarlo? Hacer algo así es tan enfermizo que me pongo mala sólo de pensar en ello. Es la personificación del mal.
—¡El mal!
—Sí, ¡el mal!
—Si hacemos eso a un lado —dijo Genette tras encogerse de hombros—, vamos a suponer de todos modos que se trata de un impulso excepcional. Y que, por tanto, puede dejar rastros.
—¿Como que alguien odiaba Terminador? ¿Alguien capaz de destruir mundos?
—Sí. No es un impulso habitual. Por lo tanto, es posible que destaque, que llame la atención de terceros. Además, quizá se trate de un acto político, una especie de acto de guerra o de terrorismo. Puede tener la intención de dar un mensaje, o de forzar una acción concreta. Por tanto podemos tirar por ahí.
Cisne seguía siendo consciente del nudo que tenía en el estómago.
—Maldita sea. Quiero decir, nunca ha habido una… una guerra en el espacio. Nos hemos apañado bien sin ellas.
—Hasta el momento.
Eso le dio que pensar. Hacía más o menos una generación que se habían multiplicado las advertencias de personas en todo el sistema en referencia a la posibilidad de que los conflictos entre la Tierra y Marte pudiesen conducir a la guerra, eso si los problemas que había en la Tierra no arrastraban a todo el mundo a la vorágine. Las guerras localizadas, los sabotajes y los ataques terroristas nunca habían desaparecido del todo en la Tierra, y Cisne había pensado a veces que los diplomáticos habían calibrado la idea de que la discordia en la Tierra pudiera extenderse, con el fin de aumentar su propio prestigio e inflar sus presupuestos. La diplomacia había sido necesaria para el establecimiento de la paz en un sistema conducido al límite, lo cual había resultado muy conveniente para ellos. Pero, ¿y si al final resultaba ser cierto?
—Supongo que siempre he pensado que los viajeros espaciales tenían el suficiente sentido común para evitar algo así —dijo—. Que una vez aquí todo nos iría mejor. Que seríamos mejores.
—No seas tonta —dijo la inspectora.
Cisne apretó los dientes con fuerza. Después de esforzarse por mantener el dominio de sí misma, dijo:
—Pero podría tratarse de un psicópata. Alguien que ha perdido la razón y mata sólo porque puede hacerlo.
—Sí, también debemos considerar esa posibilidad —admitió Genette—. Y si alguien así se ha hecho con qubo…
—¡Pero es que cualquiera puede hacerlo!
—No, en absoluto. Ni siquiera en el espacio. Los controlan desde fábrica, y en teoría no pasa un instante sin que puedan ubicarlos. Cualquier qubo involucrado en lo sucedido tuvo que ser programado para tal efecto, como he dicho. Y lo que hizo figuraría en sus registros.
—¿No hay fábricas independientes que fabriquen qubos?
—Bueno, tal vez. Probablemente.
—Entonces, ¿cómo lo encontramos, o cómo encontramos al responsable?
—Persona o grupo.
—Sí, ¡o nación, o mundo!
—Quiero hablar de nuevo con Wang —dijo Genette tras encogerse de hombros—, porque su qubo es realmente potente, y también tiene los mayores bancos de datos sobre las fábricas independientes. Por no mencionar que cabe la posibilidad de que también lo atacara la misma entidad. Aunque admito que me da un poco de miedo hablar con su qubo, porque estamos viendo tantos indicios de qubos que actúan de forma extraña… Es como si tuvieran voluntad, o en todo caso se les pide que hagan cosas que no se parecen en nada a cualquiera que hayan hecho antes. Algunos qubos cuyos pasos hemos estado siguiendo cruzan mensajes de una forma que no tiene precedentes.
—¿Quieres decir que se comunican entre sí?
—No. Eso parece imposible debido a los problemas de decoherencia. Utilizan la comunicación por radio como cualquier otra persona, pero los mensajes son encriptados internamente en ambos extremos, usando la superposición. Así que no podrían estar más encriptados, incluso cuando utilizamos nuestros propios qubos para tratar de descifrarlos. A eso se debe que insista en mantener estas conversaciones fuera del alcance de cualquier qubo, al menos de momento. No sé en cuáles puedo confiar.
Cisne asintió.
—En eso te pareces a Alex.
—Así es. Solía hablar con ella al respecto, y compartíamos la misma opinión acerca de este problema. Le enseñé algunos procedimientos a utilizar. Así que ahora tengo que pensar en cómo seguir adelante aquí, y cómo puedo comunicarme con Wang y su superqubo. Posiblemente la explicación a todo esto esté almacenada en su interior, sin que nadie la reconozca porque nadie le ha pedido recuperarla. Porque a pesar de toda la palabrería que se oye respecto a la balcanización, seguimos grabando la historia del mundo hasta una escala personal, de cada persona y de cada qubo. Así que para encontrar a este agente, sólo tenemos que leer la historia de los últimos años del sistema solar; es allí donde tendríamos que encontrar lo que buscamos.
—A excepción de las fábricas independientes —señaló Cisne.
—Cierto, sí, aunque Wang también posee información sobre la mayoría de ellas.
—Pero no quieres que su sistema de grabación esté al corriente de lo que le pides —dijo Cisne—. Por si resulta que es el responsable de todo.
—Exacto.
Después de aquella conversación, Cisne no dejó de sentirse indispuesta. Alguien se había propuesto acabar con su ciudad, no había logrado alcanzarla directamente, lo cual había salvado a sus ciudadanos, excepto a los fallecidos en el pánico que resultó de la evacuación, incluidos los desdichados asistentes y músicos del concierto fallecidos como consecuencia del impacto.
¿Sería verdad? No sabía qué pensar al respecto, al hecho de que el impacto no hubiese alcanzado su objetivo real: Terminador.
Al final acabó hablándole a Pauline al respecto. Se le había ocurrido algo que debía comprobar, y Pauline era la mejor manera de hacerlo. Ahí estaba, después de todo, aquella voz al oído de Cisne, siempre dispuesta a escuchar lo que Cisne dijese en voz alta. Cada día que pasara más le costaría ocultárselo.
—Pauline, ¿sabes de qué estuvimos hablando la inspectora Genette y yo cuando te apagué?
—No.
—¿Puedes suponerlo?
—Es posible que hayáis hablado del incidente del Ygassdril, que acababais de visitar. Este incidente comparte ciertas semejanzas con el de Terminador. Si se trata de ataques deliberados, quien los inició podría haber recurrido a la ayuda de un ordenador cuántico para trazar las trayectorias de los proyectiles. Si la inspectora Jean Genette cree que los ordenadores cuánticos están involucrados, no desea que ningún ordenador cuántico esté al corriente de los detalles de la investigación. Está en la misma línea que el empeño de Alex por mantener algunas de sus deliberaciones al margen de testigos, sin grabación por parte de Inteligencias Artificiales, cuánticas o digitales. El supuesto apunta a que si los ordenadores cuánticos se comunican por radio mediante mensajes cifrados, podrían estar planeando actividades que atentan contra la integridad de los humanos.
Tal como ella sospechaba: Pauline era perfectamente capaz de deducir cosas así. Muchos otros qubos también podrían hacerlo, incluso el Passepartout de la propia Genette, programado en medicina forense e investigación, como sin duda lo estaba. «Si esto» y «entonces lo otro», «sí esto» y «entonces lo otro», ¿cuántos millones de veces por segundo? Podía comportarse como esos programas expertos en ajedrez, que se habían demostrado extraordinariamente capacitados en ese juego en concreto. Por tanto, era un poco inútil apagarlos cuando estaban a punto de tenerse ciertas conversaciones.
Lo cual significaba que no pasaba nada que dijera lo siguiente:
—Pauline, si alguien había calculado la trayectoria de un objeto que alcanzase Terminador y lo destruyera, pero olvidase incluir la precesión relativista de Mercurio en su cálculo, y sólo utilizara el cálculo de la mecánica orbital clásica, ¿hasta qué punto podría errar? Supón que el objeto fue lanzado hace un año desde el cinturón de asteroides. Prueba con algunos puntos distintos de lanzamiento, trayectorias de rumbos y horarios, con y sin las ecuaciones de la relatividad para la precesión.
—La precesión de Mercurio es de 5603,24 segundos de arco por siglo juliano —dijo Pauline—, pero la fracción de esa cifra causada por la curvatura del espacio tiempo, tal como lo describe la relatividad general, es de 42,98 segundos de arco por siglo. Toda trayectoria tiene un año de duración, trazado sin tener eso en cuenta, por lo tanto fallaría por 13,39 kilómetros.
—Que es lo que sucedió —dijo Cisne, sintiéndose más indispuesta si cabe.
—Pero tratándose de la precesión, el error se produciría al este de la ciudad, no al oeste.
—Ah —dijo Cisne—. Bueno, entonces… —No sabía qué pensar.
—Los programas normales de mecánica orbital para trazar las rutas de transporte interior interplanetario contemplan habitualmente la relatividad general como algo cosa natural —prosiguió Pauline—. No es necesario acordarse de añadir las ecuaciones de la relatividad. Sin embargo, alguien sin conocimientos que hubiera intentado programar la trayectoria de un impacto sin emplear plantillas de acceso público, podría haber añadido ecuaciones de la relatividad a un supuesto al que ya se había incorporado. Si el objetivo era alcanzar directamente la ciudad, el error habría sido de 13,39 kilómetros hacia el oeste.
—Ah —repitió Cisne, que cada vez se sentía peor. Buscó con la mirada un lugar donde sentarse. Terminador era una cosa, la gente que lo había habitado otra muy distinta: su familia, su comunidad… Que hubiese alguien capaz de acabar con todos—. Pues eso suena a error humano.
—Sí.
Esa noche, tarde, en la cocina, se reunió de nuevo a solas con la inspectora, que estaba sentada a la mesa ante ella, comiendo uvas.
—Desde que me hablaste de todas esas piedras, he estado pensando que probablemente tenían como objetivo alcanzar Terminador —dijo Cisne—, y que el responsable cometió un error de cálculo. Si no sabía que las ecuaciones de la relatividad de la precesión de Mercurio ya estaban integradas en los algoritmos estándar, y volvió a añadirlos a la operación, el resultado fue un error de cálculo cuyo fruto acabaría alcanzando un punto alejado del objetivo al oeste, tal como sucedió.
—Qué interesante —dijo Genette, mirándola de cerca—. En otras palabras, un error de programación. He dado por sentado que fue un fallo deliberado… Un disparo de advertencia, por así decirlo. Voy a tener que meditarlo. —Al cabo de un momento, añadió—: Habrás consultado con Pauline al respecto.
—Lo hice. Pauline había deducido en términos generales lo que no pudo escuchar cuando la apagué. Estoy seguro que tu Passepartout también lo habrá hecho.
Genette frunció el ceño. No pudo negar esa posibilidad.
—No puedo creer que alguien se haya propuesto matar a tanta gente —dijo—. Es más, ese alguien lo ha hecho, si pensamos en lo sucedido en el Yggdrasil. Sobre todo cuando pienso en la de espacio que hay disponible… hay tanto de todo. Quiero decir que vivimos en lo que se denomina post escasez. Así que no lo entiendo. Hablas de motivación, pero en un sentido fisiológico, no existe motivo para algo así. Supongo que eso significa que el mal existe realmente. Pensé que era sólo un término antiguo, una herencia de la religión, pero veo que estaba equivocada. Todo esto me pone enferma.
El atractivo y menudo rostro de la inspectora mostraba una leve sonrisa.
—A veces pienso que el mal sólo existe en la post escasez. Antes puede atribuirse al deseo o al temor. Era posible creer, como tú hiciste, que cuando el temor y el deseo desaparecen, también las fechorías lo hacen. La humanidad se revela como una especie de bonobó, un colaborador altruista, amante de todos.
—¡Exactamente! —exclamó Cisne—. ¿Por qué no?
Genette se encogió de hombros con gesto de cansancio.
—Tal vez el temor y el deseo nunca desaparecieron. Somos más que comer, beber y buscar refugio. Cualquiera diría que esos son los factores determinantes, pero muchos ciudadanos bien alimentados están llenos de miedo y rabia. Se sienten «hambre pintada», tal como lo denominan los japoneses. Miedo pintado, sufrimiento pintado. La furia de la voluntad servil. La voluntad es una cuestión de libre elección, pero la servidumbre es la falta de libertad. Así que la voluntad servil se siente culpable, y lo expresa mediante un asalto a algo externo. Y entonces sucede algo malo. —Hubo un nuevo encogimiento de hombros—. Por mucho que quieras buscarle una explicación, la gente sigue haciendo cosas malas. Créeme.
—Supongo que no tengo más remedio que hacerlo.
—Por favor. —La inspectora había dejado de sonreír—. No quiero abrumarte con algunas de las cosas que he visto. He tenido que pensar en ellas, como me pasa ahora. El concepto de la voluntad servil me ha servido de ayuda. Y últimamente, me he estado preguntando si todos los qubos no son, si bien no por definición, una especie de voluntad servil.
—Pero este error de programación que podría explicar el impacto al oeste de la ciudad… Eso es un error humano.
—Sí. Pues bien, la voluntad servil existe en primer lugar en el ser humano. Por lo tanto, hay un rincón de sus conciencias que saben que estos actos son malos, a pesar de lo cual los cometen, porque satisfacen las necesidades que existen en otros rincones de sí mismos.
—Pero la mayoría de la gente procura hacer el bien —objetó Cisne—. También tendrás ejemplos de eso.
—No encuentro precisamente muchos en mi oficio.
Cisne observó a la figura menuda, con su aspecto pulcro, ordenado.
—Eso debe de cambiarte la perspectiva —dijo al cabo de un rato.
—En efecto. Una y otra vez te enfrentas a las mismas auto justificaciones. Sé incluso qué partes del cerebro están involucradas en esas justificaciones: muy cerca de las partes involucradas con el fervor religioso, como cabría esperar. No muy lejos de los disparadores epilépticos y el sentido del significado. Las partes se iluminan como fuegos artificiales cuando uno obra el mal o lo justifica. ¡Piensa en lo que eso significa!
—Pero todo lo que hacemos se aloja en algún rincón del cerebro —protestó Cisne—. No importa en cuál.
Pero Genette no estaba de acuerdo.
—Se dan ciertos patrones. Refuerzos. Ciertos sucesos negativos favorecen el crecimiento del cerebro, que se reconfigura para crear una espiral de sentimientos cada vez más terribles. Después le siguen nuevas acciones.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Cisne—. No se puede hacer un mundo perfecto y luego poner en él a la gente decente, porque eso sería obrar al revés. No funcionaría.
La inspectora se encogió de hombros.
—No tengo fe en ninguna solución. —Luego, tras hacer una pausa, añadió—: Todo se puede torcer tanto. Vivir en el espacio puede resultar muy duro para nosotros. Entornos reducidos. He visto niños criados en jaulas de laboratorio. Sacrificios humanos…
—Necesitas disfrutar de tu año sabático —la interrumpió Cisne, que no quería más detalles.
De pronto reparó en el cansancio de Genette. Por lo general era difícil interpretar las expresiones de la gente menuda, porque a primera vista se antojaban perfectos, como muñecos; o gente inocente, como niños. Vio los ojos enrojecidos, el pelo rubio algo graso, la sencilla cola de caballo desmañada, con pelos que se habían soltado de la goma.
Y una mueca, muy distinta de su habitual sonrisa irónica.
—Sí, como ves necesito mi año sabático. De hecho hace tiempo que me lo debo, y confío que nuestra investigación pronto me lleve allí. Porque estoy un poco cansada. El Mondragon es algo muy hermoso, pero hay muchos terrarios que no forman parte de él, y algunos de ellos corren grave peligro. En última instancia lo que obtenemos por no hacer cumplir una ley universal es una especie de quien no corre vuela. Así que tenemos problemas. Así lo veo yo. Cuando combinas insuficiencia política con los problemas físicos derivados de la vida en el espacio, todo puede llegar a desbordarte. Quizá tratamos de adaptarnos aquí, y resulta que eso es imposible.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó ella de nuevo.
Genette se encogió de hombros otra vez.
—Mantener la posición, supongo. Tal vez tenemos que entender que la post escasez es a un tiempo el cielo y el infierno. Se solapan como opciones de un qubit antes de que su función de onda se colapse. El bien y el mal, el arte y la guerra. Todo ahí en la potencialidad.
—Pero, ¿qué hacer?
Genette sonrió un poco ante su insistencia, y cruzó las piernas sentada a la mesa, con aspecto de Buda de jardín o de Tara, la figura y el gesto elegante.
—Quiero hablar con Wang. Ya encontraré un modo. Y con tu amigo Wahram, aunque eso sea mucho más fácil. Después… Depende de lo que averigüe. ¿Por casualidad Alex te entregó una carta para mí o para alguien más?
—¡No!
Levantó la mano, como el Buda diamantino.
—No hay motivo para que te incomodes. Ojalá me hubiera escrito algo, eso es todo. Para ella esto no era más que una contingencia, una reserva para contrarrestar algo que no esperaba que se produjese. Probablemente pensó que Wang pondría al corriente de sus planes a los demás miembros del grupo. Y así lo hará, espero.
Al día siguiente, la tripulación de la inspectora tenía noticias, y después de hablarlo Genette salió de la sala y dijo a Cisne:
—El qubo de Wang ha identificado un asteroide que orbita entre Júpiter y Saturno, y que derivó hacia el exterior en su órbita, tal como habría hecho en caso de tener la masa del objeto que impactó en Terminador. La deriva se produjo hace tres años, a lo largo de un período de unos seis meses. Wang echó un vistazo a los informes de la Liga de Saturno de los movimientos de naves en el espacio de Saturno, y parece que hay una pista que apunta a una nave pequeña que abandonó este asteroide y que, desde allí, voló a la atmósfera superior de Saturno. Podría haber continuado, pero penetró en las nubes más altas con un ángulo que apunta a que podría haberse escondido allí, tal como hacen muchas naves. En ese caso, podríamos localizarla.
—Eso es bueno —dijo Cisne—. Pero… ¿doy por sentado que ha sido el qubo de Wang el que nos ha proporcionado esta pista?
Genette se encogió de hombros.
—Lo sé. Pero el rumbo de la nave procede de la Liga de Saturno, y lo han rastreado con el transpondedor en su trayecto de descenso. Obtuvieron una lectura de ella en el transpondedor, por tanto se sabe que se trata de una nave propiedad de un consorcio terrestre.
—¡Terrestre!
—Sí. No estoy segura de qué pensar al respecto, pero, ya sabes, una tuba compuesta por piedras no se puede proyectar desde el interior de una atmósfera. Tampoco desde debajo de una cúpula o tienda. Tuvo que suceder en una superficie abierta al vacío. Así que si estás en la Tierra y quieres hacer algo así, tienes que ir al espacio para hacerlo.
—Comprendo. Pero… ¿la Tierra? Me pregunto quién en la Tierra…
La mirada de la inspectora era tan intensa que no se atrevió a continuar.
—Hay más de 500 organizaciones terrestres que han declarado su oposición a la idea de que los seres humanos colonicen el espacio —le recordó Genette.
—Pero ¿por qué?
—Por lo general indican que siguen sin resolverse los problemas de la Tierra, y afirman que los viajeros espaciales tratan de huir de estos problemas. Dejarlos atrás. A menudo se citan las modificaciones corporales a las que se someten los viajeros espaciales como prueba de un proceso incipiente, y forzado, de creación de una nueva especie. Se ha sugerido llamarnos Celestis Homo Sapiens. Algunos también temen la aparición de problemas de clasismo entre ambas especies. Muchos terráqueos no se han sometido a tratamientos de longevidad. Así, se afirma que la colonización espacial es perversa, malvada, decadente y horrible. Y que desestabiliza la historia de la humanidad.
—Maldita sea —dijo Cisne—. Creía que entendían hasta qué punto se benefician de nosotros.
—Por favor —dijo Genette—. Según parece, disfrutas de tus periodos sabáticos en lugares muy protegidos.
Cisne pensó unos instantes antes de responder.
—Entonces, ¿qué debemos hacer?
—Quiero ir a Saturno y buscar esa nave pequeña. Passepartout cree que puede calcular la ubicación de su punto de entrada.
—¿Puedo acompañarte?
—Eres más que bienvenida. Ya vamos de camino.
La Justicia rápida los transportó a un terrario de paso llamado Mongolia Interior, un hermoso terrario interior de extensas colinas de verde hierba ondulante, interrumpidas a menudo por trechos de roca negra, hogar de caballos salvajes y escurridizas manadas de lobos, animal muy querido por Cisne. Las pequeñas poblaciones se habían establecido en las colinas y parecían conjuntos de yurtas, rodeadas por jardines y estanques con vistas. Genette se hizo acompañar por un par de ayudantes, y pasó buena parte de su tiempo trabajando con ellos en lo que Cisne supuso debían de ser otros casos, metidos en una de las yurtas en la cima de una colina.
Una tarde, después de pasar la mañana caminando por las colinas cubiertas de hierba, intentando sin éxito divisar algún lobo, Cisne llegó a una yurta situada en una colina con una amplia ladera herbosa, un enorme estanque y un conjunto de baños de vapor, además de una carpa aviario repleta de cestas de flores y diversas especies de colibríes, periquitos y pequeños pinzones de colores. El ondulante césped estaba cuidado para que pareciese una alfombra verde. Cisne lo consideraba excesivamente ornamental, fuera de sintonía con las colinas salvajes que había recorrido aquella mañana. Pasó junto a un par de mujeres que reían como si también considerasen aquel lugar absurdo, y dijo al pasar:
—Qué ridículo, ¿verdad?
Se detuvieron y una de ellas señaló hacia la colina.
—Esas tres personas tan bien vestidas de allí arriba nos dijeron que son qubos instalados en el cuerpo de un androide, y pensamos que no podrían hacerse pasar por seres humanos. Les dijimos que probablemente podrían, pero… —Las dos mujeres cruzaron la mirada y rieron de nuevo—. Pero que nos habían arruinado la sorpresa al pedirnos nuestra opinión.
Cisne vio a los tres sentados en la hierba, cerca del estanque.
—Qué interesante —dijo, y se dirigió hacia ellos.
—Pauline, ¿has oído eso? —dijo de camino.
—Sí.
—Muy bien. Mantén la boca cerrada y presta atención.
Era una antigua hipótesis que los seres humanos vivirían a gusto con robots inteligentes, ya fuese estando alojados en algo similar a una caja, o bien cuando fuera simplemente imposible distinguirlos de un ser humano, momento en el que se convertirían en alguien cualquiera, sólo que de un tipo diferente. En mitad de ambos extremos, sin embargo, existe la hipótesis denominada «El valle inquietante», la zona de parecido-pero-no-del-todo, igualpero-distinto, lo que provocaría en todos los seres humanos una repulsión instintiva, desprecio y miedo. Ésta es la hipótesis, bastante plausible; pero como en realidad nunca ha habido un robot construido con forma humana lo bastante convincente para poner a prueba ese valle inquietante, la cosa no pasó de ser una mera idea. Cisne se disponía tal vez a poner a prueba la hipótesis del valle inquietante.
El mal gusto de que hacía gala el complejo parecía extenderse a la vestimenta de aquellos tres invitados. Vestían vestidos largos, como miriñaques victorianos, y se parecían tanto que se antojaban parientes, o, puestos afinar, androides clonados a partir de un único modelo. Aunque uno parecía más femenino que los otros dos.
Cisne se acercó a ellos y dijo:
—Hola, soy Cisne, de Mercurio, donde estamos reconstruyendo nuestra ciudad quemada con la ayuda de muchos qubos. Tengo entendido que vosotros tres aseguráis serlo, que no sois biológicamente humanos, ¿es eso cierto?
Los tres permanecieron sentados, mirándola. El que parecía algo femenino en sus proporciones corporales sonrió y dijo:
—Sí, en efecto. Acompáñanos y toma una taza de té. Dentro de poco estará listo —dijo, señalando un pequeño calentador portátil que había en el suelo y la rechoncha tetera roja que reposaba en las llamas azules; junto a ella había tazas, cucharas y tazas en un paño azul ajedrezado.
Los otros dos la miraron, y asintió con la cabeza. Uno señaló con un gesto el trecho de hierba que había a su lado.
—Siéntate, si quieres.
—Gracias —dijo Cisne al tiempo que se sentaba—. La gravedad local es muy pesada para mí. ¿De dónde sois?
—Me hicieron en Vinmara —dijo el más femenino de los tres.
—¿Y vosotros? —preguntó Cisne a los otros dos.
—No puedo aprobar el test de Turing —respondió uno de ellos con cierta rigidez—. ¿Te apetece jugar al ajedrez?
Los tres se echaron a reír. A mandíbula batiente, mostrando las encías, la lengua, los carrillos, todo el conjunto, el movimiento, muy humano.
—No, gracias —dijo Cisne—. Quiero someteros a una prueba de Turing. O… ¿por qué no me ponéis a mí a prueba?
—¿Cómo podríamos hacerlo?
—¿Qué os parece veinte preguntas?
—¿Te refieres a preguntas que puedan responderse con un sí o no?
—Correcto.
—Pero en una de ellas podrían preguntarnos si el otro es un simulacro o no, y las demás respuestas, y eso sólo constituiría una pregunta.
—Es cierto. ¿Qué os parece si lo limitamos a preguntas indirectas?
—Aun así sería muy sencillo. ¿Y si tuvieras que hacerlo sin hacer ninguna pregunta?
—Pero la gente de verdad hace preguntas a los demás.
—Pero uno de los nuestros, o más, no es o son personas reales. Y tú eres quien ha propuesto hacer la prueba.
—Eso es verdad. De acuerdo, deja que te mire. Háblame de Mongolia Interior.
—La querida Mongolia Interior, ahuecada en el año…
—Santificado sea tu nombre —intervino uno de los indeterminados.
Los tres rieron.
—Población aproximada: Veinticinco mil personas —dijo el más femenino de los tres.
—Tú debes de ser un qubo —dijo Cisne—. Ningún ser humano sabe esa clase de cosas.
—¿Ninguno?
—Tal vez algunas personas, pero no es habitual. Debo decir que tienes un aspecto fabuloso.
—Gracias, hoy he decidido ir de verde. ¿Te gusta? —preguntó, mostrándole la manga del vestido.
—Es muy bonito. ¿Puedo mirar más de cerca?
—¿Mi vestido o mi piel?
—La piel, por supuesto.
Los tres se rieron.
La risa, pensó Cisne mientras le examinaba la piel. ¿Los robots pueden reír? No estaba muy segura. La piel estaba salpicada de folículos pilosos, con los pliegues imperceptibles en los puntos de flexión, había cabellos dispersos casi transparentes en el dorso de muñecas y antebrazos, y una pequeña mata de pelo más oscuro en el interior de la muñeca, con cuatro pliegues permanentes justo dentro de la mano, donde la piel era más fina, pero más oscura, dejando al descubierto un par de venas, con protuberancias y curvas. La piel de la palma de la mano mostraba espirales, como las huellas digitales grandes, en la palma y la pulpa de la mano. La línea de la vida era una larga curva honda. Era muy parecida a la mano de cualquier persona, podía ser la piel de cualquiera. Si se trataba de piel artificial era un trabajo impresionante, pues suele decirse que lograr que parezca natural es lo más difícil de conseguir. Si era piel biológica, como de laboratorio, pero que había crecido en un marco, sería impresionante de forma distinta. No parecía posible que la piel de aquellas personas fuese artificial, aunque, por supuesto, la ciencia de los materiales era muy sofisticada, y muchas cosas quedaban a su alcance. Una vez establecidas las metas y los parámetros, ¿qué hay que no sea posible?
La pregunta seguía siendo quién querría hacer algo así, aunque por otro lado, la gente hacía cosas raras continuamente. Y crear un humano artificial era un antiguo sueño. Tal vez no tenía sentido, pero existía una tradición al respecto. Y allí estaban, después de todo, y aún no estaba segura de a qué se estaba enfrentando. Eso de por sí era interesante.
Si tenías relaciones sexuales con una máquina, ¿sería interesante, o no pasaría de considerarse una manera complicada de masturbación? ¿Registraba el qubo tus respuestas en un sentido u otro? ¿También él mantendría una relación sexual contigo?
Tendría que probar, si quería averiguarlo. No sería más que otra aproximación a la cuestión de la conciencia de los qubos. Lo que había que recordar en lo concerniente a los qubos era que sin importar las pruebas que apunten en sentido contrario, no hay nadie en casa, no hay conciencia, no hay Otro; no es más que un mecanismo programado para responder de manera determinada a los estímulos de sus programadores. Sin importar cuán complejos sean los algoritmos, la suma no hace una conciencia. Cisne creía a pies juntillas en eso, pero incluso Pauline la sorprendía con relativa frecuencia, por tanto podía costar resistirse a la ilusión.
—Tienes una piel hermosa. Al tacto eres como carne de mi carne.
—Gracias.
—¿Piensas, piensas?
—Definitivamente pienso —respondió el femenino.
—¿Así que posees una secuencia de pensamientos que se desplazan desde uno al siguiente en un flujo más o menos continuo, y asociación libre de un tema a otro, a través de todos los pensamientos posibles que podrías tener?
—No estoy seguro de que sea exactamente así. Creo más bien que se trata de una cuestión de estímulo y respuesta, en la que mis pensamientos responden a los estímulos de mi información entrante. Ahora, por ejemplo, pienso en ti y en tus preguntas, en el verde de mi vestido, comparado con el verde de esta hierba, en lo que voy a cenar, ya que estoy algo hambrienta…
—Entonces, ¿ingieres alimentos?
—Sí, ingerimos alimentos. De hecho, ¡lo mío me cuesta no comer más de la cuenta!
—A mí también —dijo Cisne—. Entonces, ¿os habéis planteado alguna vez practicar el sexo conmigo?
Los tres se miraron.
—Vaya, pero si acabamos de conocernos —protestó uno.
—Eso es lo que sucede muchas veces cuando la gente se conoce.
—¿De verdad? No estoy tan seguro de que eso sea así.
—Créeme, es verdad.
—No tengo ningún motivo de peso para creerlo —dijo el segundo—. No te conozco lo bastante bien para eso.
—¿Llega uno a conocer lo bastante a los demás para eso? —preguntó el tercero.
Se echaron a reír.
—¿Creer lo que dicen los demás? —se preguntó el más femenino—. ¡No lo creo!
Se rieron de nuevo. Tal vez reían demasiado.
—¿Estáis drogados —preguntó Cisne.
—¿La cafeína es una droga?
La risa se convirtió en una risilla tonta.
—¿Sois como tres niñas tontas —dijo Cisne.
—Es verdad —admitió el femenino, que sirvió el té de la tetera en cuatro tacitas y fue ofreciéndolos a los demás. El segundo abrió un cesto y sacó galletitas y bizcochos, que repartió a su alrededor junto con servilletas de tela blanca. Comieron con apetito. Los tres comían como lo haría una persona.
—¿Nadáis? —preguntó Cisne—. ¿Nadáis u os bañáis en las aguas termales?
—Yo en las aguas termales —respondió el tercero, algo que hizo que los demás ahogasen la risa con la ayuda de las servilletas.
—¿Podemos hacerlo? —preguntó Cisne—. ¿Os bañáis desnudos? Porque así os podría ver todo el cuerpo.
—¡Y nosotros el tuyo!
—Por mí bien.
—Parece que estaría más que bien —murmuró el femenino, y los demás echaron hacia atrás la cabeza y rompieron a reír.
—¡Entonces hagámoslo! —exclamó el segundo.
—Antes quiero terminarme el té —dijo el femenino, con aire remilgado—. Es muy bueno.
Una vez hubieron terminado, los tres se pusieron de pie con la elegancia de un bailarín, y llevaron a Cisne hasta el borde del estanque de aguas termales, donde había gente nadando, algunos vestidos, algunos desnudos. Había niños pequeños en la parte menos profunda de la piscina, donde un fuerte chorro de agua caía sobre un pequeño techo redondeado, creando debajo un pequeño refugio con paredes de agua. Los tres anfitriones de Cisne dejaron las cosas del almuerzo en el suelo y después se sacaron el vestido por la cabeza antes de acercarse al agua. El más femenino tenía un cuerpo aniñado, delgado, y los otros dos tenían esbeltos cuerpos propios de ginandromorfos: caderas anchas, pectorales ligeramente redondeados sin llegar a ser pechos, en proporción entre el torso y las piernas, y la relación entre cintura y cadera, genitales con pelo que parecían principalmente femeninos, pero cuya mata oscura podía ocultar penes pequeños y testículos, como en el caso de Cisne: no podía decirse más sin una inspección más profunda. Aunque tampoco resultaría una prueba concluyente, ya que era más sencillo simular los genitales que las manos, dada la inherente flexibilidad de los primeros.
Y después, al agua. Cisne comprobó que nadaban bien, que prácticamente estaban flotando; parecían tener el mismo peso específico de un ser humano. Entonces no debían de tener huesos de acero. Probablemente en su interior no fueran completamente máquinas, cubiertas por una capa de carne y piel. Si aspiraban con fuerza salían a flote, o casi, igual que le pasaba a ella. También los ojos… Capaces de parpadear, de mirar fijamente, de soslayo, estaban húmedos. ¿Era posible crear todas las partes de un ser humano, juntarlo todo y hacer que funcionara? ¿Crear un ser parcialmente humano? No parecía muy probable. No era algo que a la propia naturaleza se le diese bien, se dijo mientras la rodilla mala le daba un pinchazo. Para crear un simulacro… En fin, tal vez bastaba con centrarse sólo en los aspectos funcionales. Pero, ¿no era eso también lo que hacía el cerebro?
—Qué bobas sois, chicas, y qué asombrosas —las alabó Cisne—. No hay quien os entienda.
Se echaron a reír.
—Ninguna persona de verdad se pasaría la vida fingiendo ante un extraño ser un robot —objetó Cisne—. De modo que tenéis que serlo.
—Cuanto más extraño es algo, más probabilidades hay de que sea cierto —dijo el segundo—. Se trata de una prueba muy conocida de la exégesis bíblica. Creen que probablemente Jesús maldijo a una higuera, porque, de lo contrario, ¿qué razón había para explicar esa historia?
Hubo más risas. Realmente se comportaban como niñas tontas. Quizá fuese imposible lograr que un robot razonara a un nivel superior al de un niño de doce años.
Pero su forma de nadar; su forma de caminar. Eso era difícil de lograr, o al menos eso parecía.
—Es extraño —se dijo, complacida. Había pensado que sería fácil.
Mientras ascendían a la zona donde el agua llegaba a la altura de la rodilla, la miraron sin tapujos, igual que ella lo había hecho.
—Ah, qué piernas —dijo el tercero—. Vaya cuerpo.
—Gracias —dijo Cisne, que impuso la voz a las muestras de admiración de los otros dos.
—¡No, eso no está bien decirlo! —advirtió el más femenino de los tres—. Hay personas a quienes ofenden los comentarios que hacen los demás sobre el impacto estéticos que causa la visión de su cuerpo.
—A mí no me pasa eso —aseguró Cisne.
—De acuerdo, pues, mejor —dijo el más femenino.
—Tan sólo pretendía ser amable —se excusó el tercero.
—Estabas siendo franco. No tenías ni idea de si era amable o no.
—No era más que un cumplido. No hay motivo para sacarlo de contexto. Si vas más allá de ciertos límites, la gente da por sentado que no conoces el protocolo de su cultura, pero que te comportas sin malicia.
—Así es la gente, pero ¿cómo tener la seguridad de que esta persona no es un simulacro, enviada aquí para ponernos a prueba?
Y se echaron a reír hasta ahogarse, todo ello sin dejar de chapotear en el agua. Cisne se sumó al jolgorio, y después se acomodaron en el agua y nadaron un rato a su alrededor. Más tarde atrajo hacia sí al tercero y lo besó en la boca. El indefinido le devolvió el beso un instante, pero después se apartó.
—Eh, ¿qué es esto? ¡No creo que nos conozcamos tanto para besarnos!
—¿Y qué? ¿Es que no te ha gustado? —Y Cisne lo besó de nuevo, siguiéndole mientras se alejaba de ella, consciente de que la lengua de él reaccionaba con sorpresa ante el contacto de otra lengua.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Alto! —exclamó el indefinido mientras se apartaba.
El más femenino se había incorporado y dio un paso hacia ellos, dispuesto a intervenir, y Cisne se dio la vuelta y lo empujó con ánimo de derribarlo; al chapotear en el agua poco profunda salpicó con fuerza.
—¿Qué estás haciendo? —exclamó el muy miedica.
Cisne le dio un derechazo con la zurda. Inmediatamente echó la cabeza atrás y empezó a sangrar por la boca, gritando y alejándose a toda prisa. Los dos indefinidos se interpusieron entre chapoteos, bloqueando el paso de Cisne, gritándole que se marchara. Cisne alzó los puños y gritó al tiempo que arremetía sobre ellos, y se apartaron de ella dispuestos a alejarse, sorprendidos y horrorizados. Cisne dejó de seguirlos, y cuando salieron de la piscina se detuvieron y se acurrucaron juntos, mirando hacia atrás; el malherido lo hizo con la mano en la boca, la sangre roja.
Cisne se llevó las manos a las caderas y se quedó mirándoles.
—Qué interesante —dijo—. Pero no me gusta que me tomen el pelo. —Chapoteó en el agua hasta donde tenía la ropa.
Paseó por el cilindro, contemplando una manada de caballos salvajes, besándose los nudillos doloridos, meditando. No estaba segura de con qué clase de… cosas había pasado el día. Pero todo había sido muy extraño.
Cuando regresó a las yurtas de la colina, esperó hasta que Genette y ella estuvieron de nuevo a solas, y dijo:
—Hoy conocí a tres que decían ser personas artificiales. Androides con cerebros qubo.
—¿De veras? —preguntó la inspectora, mirándola fijamente.
—De veras.
—¿Y qué hiciste?
—Bueno, pues darles una paliza.
—¿De verdad?
—No fue para tanto, sólo me ensañé con uno. Pero se lo merecía.
—¿Por qué?
—Porque me estaban engañando.
—¿No se parece un poco a lo que haces en tus abramovics?
—No, para nada. Nunca engaño a nadie, eso sería fingir. Un abramovic no es teatro.
—Bueno, tal vez tampoco ellos te estaban engañando —dijo Genette, arrugando el entrecejo—. Habrá que investigarlo. Ha habido informes procedentes de Venus y Marte que apuntan a diversos incidentes de este tipo. Rumores de humanoides con cerebro qubo, que a veces actúan de manera extraña. Hemos empezado a abrir los ojos. Conocemos la identidad de algunos de estos sujetos y realizamos un seguimiento de ellos.
—¿Así que realmente existen esas cosas?
—Creo que sí, sí. Hemos explorado algunas, y luego, claro, tal como se comportan a veces resulta obvio. Pero a estas alturas no tengo mucha más información.
—Pero, ¿por qué iban a hacer algo así?
—No lo sé. Pero si hubiera qubos con capacidad para moverse de forma independiente, y hacerlo sin ser vistos, eso explicaría algunas cosas que han sucedido. Así que haré que mi equipo eche un vistazo a esos individuos que conociste.
—Creo que eran personas —dijo Cisne—. Estaban actuando.
—¿Crees que eran personas reales que se hacían pasar por simulacros? ¿Como si representasen una especie de función teatral?
—Sí.
—Pero, ¿por qué?
—No lo sé. ¿Por qué alguien iba a meterse en una caja y fingirse un jugador de ajedrez mecánico? Es un antiguo sueño. Una especie de representación teatral.
—Tal vez. Pero de todos modos voy a tener que investigarlo, porque con la de cosas raras que están pasando…
—Está bien —dijo Cisne—. Pero creo que eran personas. De todos modos, ellos afirmaron lo contrario. ¿Qué problema plantearían estas cosas, si es que resulta que lo son?
—El problema reside en el hecho de que los qubos salgan al mundo, que se muevan y sean capaces de hacer cosas. ¿Qué hacen? ¿Qué se supone que estarán haciendo? ¿Quién los está fabricando? Y puesto que hay un componente qubo en los ataques que investigamos, tenemos que preguntarnos si estas cosas tienen algo que ver con ello. ¿Están involucradas en lo sucedido?
—Hmm.
—Tal vez todo se reduzca a una pregunta —continuó la inspectora—. ¿Por qué los qubos están cambiando?